España en el mundo 2023: perspectivas y desafíos de política europea

Política europea. Mapa de España digital con logo del eje futuro de Europa del Real Instituto Elcano

Resumen[1]

El desempeño de la presidencia del Consejo durante la segunda mitad del año marcará la política de España en la UE a lo largo del 2023. Será un semestre condicionado por el desarrollo de la guerra en Ucrania y sus consecuencias. El impacto más directo ha sido confirmar la idea de una Europa geopolítica y la necesidad de reforzar la Política Común de Seguridad y Defensa, pero casi todos los grandes dosieres están afectados: independencia energética y descarbonización, migración y asilo, y reglas fiscales. El gobierno tendrá que combinar el ejercicio neutral de su papel en el Consejo (y el objetivo de alcanzar consensos en un momento en que la unidad de los 27 es clave) con el deseo de imprimir cierto sello que atienda a las prioridades nacionales. La vía para lograr ese equilibrio apunta a un énfasis en el concepto de autonomía estratégica abierta y a la organización de varias cumbres entre la UE y espacios prioritarios para España de modo que la vecindad este no monopolice toda la atención. Además, se debatirá del proceso mismo de integración, dando seguimiento a la Conferencia sobre el Futuro de Europa y la nueva política de ampliación, aunque no se esperan ahí avances a corto plazo.

Junto a la presidencia, la agenda del año tendrá también contenidos específicos para España que pueden ayudar o perjudicar el relativo aumento de su influencia en Bruselas observado en los últimos tiempos. Está por ver cuánto resisten los consensos domésticos sobre la UE en contexto electoral y de fuerte polarización. También destacan los problemas para renovar el Poder Judicial, que afectan a la autoridad de España en temas de Estado de derecho, la capacidad para absorber de manera eficaz los abundantes fondos de recuperación Next Generation EU que le corresponden y, por fin, los avances en la negociación con Londres sobre Gibraltar dentro del diálogo para la nueva relación UE-Reino Unido.

Progresos y desafíos en el proceso de integración

2022 se presentaba como el año en el que superar los efectos de la pandemia, pero la invasión rusa de Ucrania y su impacto han protagonizado la agenda, revitalizando objetivos más o menos aparcados como la necesidad de alcanzar la independencia energética, incrementar las capacidades de defensa y avanzar en materia de asilo. Es cierto que la UE ha conseguido reducir el suministro del gas ruso, respondido de forma solidaria a la llegada de refugiados ucranianos y dado pasos relevantes en seguridad y defensa, pero el año termina con el Pacto Europeo de Migración y Asilo estancado mientras en otros ámbitos, como la descarbonización, se corre el riesgo de que la emergencia energética relegue las prioridades contenidas en el Pacto Verde Europeo. 

La guerra, por otro lado, ha alterado la arquitectura general de relación entre la UE y el resto del continente. Eso se ha reflejado, en primer lugar, en la confirmación de Rusia como rival estratégico. Las sucesivas rondas de sanciones europeas a Rusia –nueve a finales del 2022– han sido muestra de una contundencia que no podía darse por descontada cuando se inició la agresión en febrero, pues el espectro de las posturas entre los 27 iba desde el apoyo incondicional de Polonia y los países bálticos a Kyiv hasta la contemporización con el Kremlin por parte de Hungría. El gran reto de cara al nuevo año es mantener la unidad y coherencia, que serán puestas a prueba por la crisis energética, la inflación y otros precios a pagar por confrontar con el agresor en este conflicto.

Un segundo efecto ha sido el apoyo cerrado a Ucrania, hasta reconsiderar su estatus de mero país vecino para pasar a ser candidato a miembro (un horizonte también ofrecido a Moldavia y ampliable a Georgia). Esa decisión vino acompañada por el relanzamiento retórico de las relaciones hacia los Balcanes Occidentales, aunque está por ver que avancen significativamente las negociaciones de adhesión; desde luego, no se esperan novedades relevantes antes de que termine la actual legislatura europea. De hecho, alimentada a medias por la certeza de que la ampliación será lenta y por el escaso entusiasmo entre algunos de los Estados miembros actuales para acelerarla, se produjo otra gran novedad: la Comunidad Política Europea (CPE) propuesta por el presidente francés, Emmanuel Macron, que tuvo su cumbre inaugural en Praga el pasado octubre. Aunque la idea fue acogida en un primer momento con tibieza, el sentir generalizado es que puede ser funcional, también para insertar en la cooperación política continental a potencias regionales alejadas de Bruselas, como el Reino Unido y Turquía. En el nuevo año la CPE volverá a reunirse en la capital moldava, Chisinau, y en España.

En 2022 también se habló de profundización, al haber finalizado la Conferencia sobre el Futuro de Europa, un ejercicio participativo de reflexión y debate que se ha plasmado en un extenso documento de recomendaciones. La combinación entre el resultado de ese proceso, el impacto de la guerra y de la pandemia y la conciencia de limitaciones en el actual entramado institucional y decisorio de la UE han animado a diferentes voces, incluida la de la Comisión, a reformar los Tratados para transferir nuevas competencias nacionales y ampliar el voto por mayoría cualificada en cuestiones hoy sujetas a unanimidad.

Si bien hay varios Estados miembros –incluyendo Alemania, Francia y España– abiertos a esa reforma para avanzar en la integración, las perspectivas para que se progrese a lo largo de 2023 son limitadas. Sigue habiendo un amplio número de capitales nacionales reacias al cambio, que se ha incrementado o agudizado en los últimos meses tras los resultados electorales en Hungría, Suecia e Italia. En Berlín y París se han renovado gobiernos pro europeos en el último año, pero ni la sintonía entre ellos se encuentra en su mejor momento ni su liderazgo obtiene el reconocimiento de antaño, sobre todo entre los Estados del este, debido a la posición más pragmática hacia Rusia defendida por Emmanuel Macron y Olaf Scholz. La aproximación de Alemania hacia China también alimenta este malestar y deja además patente la falta de una posición común europea para definir el papel de la UE en el mundo.

Más allá de los grandes debates a largo plazo sobre profundización y ampliación, 2023 supone la entrada en el tramo final del actual ciclo institucional europeo, donde se comprobará hasta qué punto se alcanzan los objetivos concretos planteados por la presidenta de la Comisión, Ursula von der Leyen, al inicio de su mandato o los que se sumaron luego, a raíz de la pandemia. Destaca el deseo de llegar a un acuerdo sobre la reforma de las reglas fiscales antes de que acabe 2023, ya que en 2024 se desactivaría la cláusula general de escape. Asimismo, de acuerdo con el Reglamento del Mecanismo de Recuperación y Resiliencia, diciembre del 2023 es la fecha límite en la que los fondos Next Generation EU estarán disponibles para los Estados miembros. En el nuevo año también habrá que ver si avanzan propuestas ya conocidas como la Ley Europea de Chips y otras novedades anunciadas en el último discurso sobre el Estado de la Unión, como la Ley Europea de Materias Primas Fundamentales. 

A nivel nacional, 2023 traerá elecciones en varios Estados miembros, siendo a priori las más relevantes las que se celebrarán en Grecia (julio), Polonia (noviembre) y España (diciembre). En algunos de esos casos (así como en Chipre, Estonia, Finlandia y Luxemburgo, que son los otros países donde se votará) las candidaturas euroescépticas se presentan fuertes, pero no se esperan cambios en los equilibrios políticos actuales.

Ante la quinta presidencia europea

La política europea de España estará claramente dominada a lo largo del 2023 por el ejercicio de la presidencia del Consejo en el segundo semestre del año. Una responsabilidad rotatoria ya asumida en 1989, 1995, 2002 y 2010. Fue precisamente durante esa última ocasión cuando la entrada en vigor del Tratado de Lisboa a final de 2009 conllevó una serie de novedades –presidencia estable del Consejo Europeo o Alto Representante dirigiendo el Consejo en su configuración de Asuntos Exteriores– que se tradujeron en menor brillo y margen de maniobra para el Estado que la ejerce. Sin embargo, la presidencia semestral sigue suponiendo: (i) ciertas funciones representativas, que son sobre todo notorias si incluyen consejos europeos informales y cumbres con terceros como anfitrión; (ii) fijar el orden del día en nueve de las 10 configuraciones del Consejo, lo que permite influir en la agenda primando ciertos temas o posponiendo otros; (iii) buscar consensos en las reuniones ministeriales y en sus órganos preparatorios como el Comité de Representantes Permanentes o los grupos de trabajo; y (iv) dirigir las negociaciones interinstitucionales con Comisión y Parlamento.

Además, tal vez influido por el hecho de haberle correspondido hace poco a Alemania (2020) y a Francia (2022), la gestión de la pandemia y de la invasión rusa de Ucrania han venido a revitalizar el desempeño de las presidencias rotatorias. En el caso de la española, llegará en un momento clave por las diversas consecuencias de la guerra –que hace que gestionar la unidad de los 27 resulte más difícil e importante que normalmente– y porque será el último semestre completo de trabajo antes de que finalice el actual ciclo institucional europeo, de modo que se deberán cerrar numerosos expedientes legislativos pendientes. Por otro lado, cabe recordar que la presidencia española sucederá a la sueca, un país tradicionalmente reacio a europeizar competencias nacionales y que acaba de formar gobierno sustentado en el apoyo de la derecha radical y euroescéptica. Eso aumenta las posibilidades de que España herede dosieres legislativos y grandes debates abiertos, como puede ser el pacto migratorio y la reforma de las reglas fiscales.

Aunque se espera que las presidencias sean sobre todo intermediarias neutrales (honest broker) que moderan las negociaciones, los Estados miembros suelen aprovechar para tratar de empujar sus prioridades en Bruselas y ganar visibilidad en los medios. A veces las expectativas que se generan son excesivas y, de hecho, cuando España ocupó la mencionada presidencia de 2010 lo hizo en el contexto de una coyuntura económica europea y propia tan adversa que la experiencia resultó más bien amarga. No obstante, incluso aquel semestre demostró que se contaba con la experiencia y la capacidad administrativa para hacer frente al nuevo diseño institucional post-Lisboa. En 2023, a pesar del clima interno de polarización y del escenario electoral, se llega en mejores condiciones que entonces para lograr un resultado provechoso.

La expectativa desde la UE es positiva considerando el tamaño, la ambición europeísta del país y su capacidad para generar alianzas. No se esperan grandes avances en cuestiones a largo plazo (reforma de los Tratados, ampliación) por las discrepancias entre los Estados miembros y por la cercanía de nuevas elecciones al Parlamento Europeo, pero sí hay esperanza de que España ayude a progresos concretos y sirva para reforzar la mejorable sintonía en el motor franco-alemán. Además, las iniciativas que España impulse tendrán incidencia en el siguiente ciclo legislativo que se inaugurará por la muy euroescéptica Hungría, tras el semestre belga de transición (estos tres Estados conforman un Trío de presidencias que en teoría deben armonizar sus respectivas agendas).

Se ha creado ya una Oficina de Coordinación y un Comité Organizador que dirige el ministro de Asuntos Exteriores, Unión Europea y Cooperación, con presencia de todos los ministerios. El programa no se presentará hasta junio, pero hay ya un primer esbozo de prioridades donde destaca la importancia de mantener la unidad en relación con Ucrania, gestionar los retos energéticos, dar respuesta a las presiones inflacionistas y aumentar inversiones públicas para las transiciones verde y digital. Todos esos objetivos son susceptibles de ser englobados bajo el concepto de “autonomía estratégica abierta”, que la UE viene elaborando desde hace algún tiempo, con importantes contribuciones españolas, y que es el tema elegido para el Consejo Europeo informal a celebrar en octubre en Granada. En el apartado exterior, el semestre se presenta muy ambicioso y también se pretende aprovechar la ocasión para primar prioridades geográficas españolas, de modo que no todo el foco se dirija al este. Así, junto a una cumbre de la CPE que se celebrará aprovechando la reunión de los 27 líderes en Granada, está ya anunciada otra cumbre con América Latina en Bruselas y se pretende programar otra más con la Vecindad Sur.

También habrá reuniones ministeriales informales en distintas ciudades, repartidas por las 17 comunidades autónomas, mientras que la Comisión Mixta Congreso-Senado para la UE tendrá que organizar y liderar trabajos de cooperación interparlamentaria. Se trasciende así el estricto eje gubernamental Madrid-Bruselas y, de hecho, la panoplia típica de actividades de toda presidencia implica proyectos paralelos que movilizan a la sociedad civil y al mundo investigador, lo que supone una ocasión excelente para reflexionar sobre los grandes desafíos de la política europea de España.

No obstante, el año también incluye una serie de riesgos para el deseo español de acrecentar su influencia en Bruselas. Entre ellos, la celebración de sucesivas elecciones (autonómicas y municipales en mayo, generales seguramente en diciembre) que pueden erosionar el aún dominante consenso interno sobre el proceso de integración. Resultan especialmente preocupantes los problemas de politización de la justicia y judicialización de la política agravados en los últimos tiempos (a propósito de los bloqueos en las renovaciones del Consejo General del Poder Judicial y del Tribunal Constitucional) y que afectan a la autoridad de España en temas de Estado de derecho. Por último, la presidencia va a coincidir con un momento crucial en la implementación de los planes de recuperación, pues para finales del 2023 los recursos asignados deberían estar comprometidos. España, como segundo mayor beneficiario del Instrumento Europeo de Recuperación, tiene la responsabilidad de demostrar su capacidad para absorber y administrar de manera eficaz los fondos que le corresponden. 

Política Común de Seguridad y Defensa

La guerra de Ucrania ha puesto de manifiesto la creciente relevancia política –e incluso centralidad– de los temas relacionados con la seguridad y la defensa. Un claro ejemplo es el aumento en el gasto militar. Por otro lado, el retorno de una guerra de alta intensidad al suelo europeo y el espectro de una confrontación con una gran potencia (además nuclear) ha revertido en una creciente asociación de las cuestiones de seguridad con la defensa territorial y la disuasión. Esto supone un cambio importante ya que, durante las últimas tres décadas, los debates sobre seguridad y defensa en España y en la UE han girado en torno a operaciones de gestión de crisis en el exterior, generalmente asociadas con el mantenimiento de la paz, la estabilización y la lucha contra el terrorismo en lugares como Afganistán, Irak, África o los Balcanes. 

¿Cómo afectarán estos cambios al papel de la propia UE en el ámbito de la seguridad y la defensa, y a la posición de España? En primer lugar, se ha abierto un debate sobre la necesidad de dar mayor prioridad a la defensa en las políticas públicas europeas y elevarla al rango de prioridad estratégica para la UE, junto a la descarbonización y la digitalización. Esto podría abrir la puerta a un aumento de las partidas de seguridad y defensa en el presupuesto comunitario, su entrada en los fondos Next Generation o iniciativas que les sigan, y la aplicación de excepciones en el marco del Pacto de Estabilidad y Crecimiento en un momento de renegociación de las reglas fiscales europeas. Adoptar pasos en cualquiera de estas direcciones iría en el interés de España, ya que podría contribuir a recuperar parte del terreno perdido tras años de escasa atención a la inversión en defensa, y ofrecer oportunidades para dinamizar el sector tecnológico-industrial de la defensa española, todavía relativamente competitiva en un contexto europeo.

En lo que se refiere al ámbito político-estratégico de la política de defensa europea, cabría resaltar dos puntos. Por un lado, la UE seguirá reconociendo la primacía de la OTAN en el ámbito de la disuasión y la defensa territorial, así como la voluntad de la Alianza Atlántica de dar prioridad al refuerzo de la disuasión en Europa del este en detrimento de otras tareas y ámbitos geográficos, como la proyección de estabilidad en el Vecindario Sur, la seguridad marítima, la lucha contra el terrorismo y la gestión de crisis en el exterior. Esto probablemente resalte el potencial y el valor añadido de la UE en esos otros medios funcionales y geográficos, entre los que cabe destacar la estabilidad en ámbitos geográficos prioritarios para España (el Mediterráneo occidental, el norte de África, el Sahel y la fachada atlántica del continente africano, sobre todo el tramo entre el golfo de Guinea y la península Ibérica). 

La división de tareas ofrecería importantes oportunidades para España a la hora de alinear las prioridades estratégicas de la UE en seguridad y defensa con las suyas propias, más si cabe teniendo en cuenta que España ejerce un mayor grado de influencia sobre la política de defensa de la UE que en la OTAN. España podrá utilizar su presidencia del Consejo de la UE en 2023 para promover una visión de la política de defensa europea que resalte sus prioridades funcionales y geográficas: seguridad marítima y desarrollo de capacidades aero-navales, fomento de misiones de seguridad marítima en el tramo Mediterráneo-golfo de Guinea, desarrollo de capacidades de seguridad y defensa de países socios en el norte de África, el Sahel y el golfo de Guinea, y desarrollo de capacidades de intervención rápida y estabilización ante posibles contingencias en el Vecindario Sur. Asimismo, la presidencia del Consejo ofrece una oportunidad a España para aprovechar el creciente interés de la UE en el Indo-Pacífico para reforzar su proyección en esta zona, de enorme interés estratégico y comercial, y en la que España tiene escasa presencia. También ofrecerá una oportunidad para reforzar la relación entre la UE y la OTAN, garantizando su complementariedad.  

Por otro lado, si bien se reconocerá la primacía de la OTAN en cuestiones de disuasión y defensa territorial, la propia UE deberá dedicar mayor atención y esfuerzo a estos ámbitos. Esto es una cuestión de necesidad estratégica y política: no tomarse en serio la disuasión frente a grandes potencias en un momento en el que se ha convertido en el principal problema de la seguridad europea y en la primera prioridad para muchos de los Estados miembros de la UE –sobre todo en Europa del este y central– condenaría la política de seguridad y defensa europea a la irrelevancia. España debe entender que su influencia en la UE (incluso más allá de la política exterior, de seguridad y defensa) pasa por su solidaridad y contribución a este debate. Debe mostrar su apoyo al incipiente proceso de reorientación en la política de seguridad y defensa de la UE hacia cuestiones relacionadas con la disuasión y la defensa territorial, lo cual representa un argumento adicional para reforzar la cooperación UE-OTAN. Asimismo, España ha de aprovechar este proceso para promocionar el desarrollo de aquellas capacidades que aporten valor específico desde el punto de vista militar e industrial, como la defensa antimisiles (cabe destacar aquí la necesidad de sistemas de defensa antimisiles tácticos, útiles en un contexto de proliferación en el norte de África), la disuasión en el ámbito naval y aéreo, y la ciberdefensa.  

La relación UE-Reino Unido y las negociaciones sobre Gibraltar

Las relaciones del Reino Unido con la UE en 2022 no han conseguido librarse de la pesada losa del Brexit, que sigue marcando la agenda bilateral. Aunque el Acuerdo de Comercio y Cooperación –regulador del “Brexit económico”– que entró en vigor en enero del 2021 supuso un importante retroceso en términos de integración económica con Europa, con importantes fricciones comerciales y restricciones en servicios y circulación de personas, sus efectos se están notando fundamentalmente a nivel nacional en el Reino Unido. Las barreras aduaneras se van acentuando poco a poco (especialmente en productos agroalimentarios, muy importantes para España), pero el gobierno británico ha sido bastante pragmático y aplazado hasta en cuatro ocasiones diversos aspectos de los controles sanitarios y fitosanitarios o de los relativos al etiquetado (dentro de un calendario de despliegue en varias fases), facilitando la adaptación progresiva de los exportadores europeos.

Lo que sigue alterando la relación con la UE es el previo Acuerdo de Retirada –marco del “Brexit político”–, en vigor desde febrero del 2020, en lo relativo a las dificultades de implementación del Protocolo de Irlanda e Irlanda del Norte, que obliga a establecer controles aduaneros entre Reino Unido e Irlanda del Norte, lo que provoca la férrea oposición de los unionistas. La propuesta de la Comisión de octubre del 2021 para simplificar los requisitos aduaneros con Irlanda del Norte sigue pareciendo insuficiente al gobierno británico, que insiste en una renegociación completa del Protocolo para eliminar la jurisdicción del Tribunal de Justicia de la UE (algo inaceptable para la Comisión).

Por suerte, las frecuentes amenazas británicas de invocar el artículo 16 del Protocolo y suspender su aplicación no han llegado a materializarse, en parte gracias a la presión del gobierno de EEUU, que ha advertido reiteradamente que no tolerará el cuestionamiento del Acuerdo de Viernes Santo ni arriesgar la paz en Irlanda. La salida de Liz Truss ha rebajado un poco la tensión y el teórico mayor pragmatismo de Rishi Sunak podría hacer más probable una solución negociada.

Parte de dicho pragmatismo viene forzado por la complicada situación económica del Reino Unido (la economía desarrollada del G20 que menos crecerá en 2023), que a su vez se explica en parte por una serie de malas decisiones de política fiscal –que desembocaron en una grave crisis monetaria y financiera en septiembre del 2022– y en parte por la fuerte incertidumbre política y legislativa desde el referéndum del 2016 (según el Banco de Inglaterra, el factor, junto con la pandemia, que más ha deteriorado la inversión empresarial en los últimos años). Poco a poco los efectos económicos del Brexit se van pudiendo separar de los de la pandemia y se manifiestan ahora en todo su esplendor, tanto en términos de ralentización del comercio (curiosamente, más el de bienes que el de servicios) como de rigideces en el mercado de trabajo.

Las tensiones del Reino Unido con la UE tienen implicaciones para España en diversos aspectos, entre ellos las negociaciones del acuerdo sobre Gibraltar, territorio no sujeto al marco general del Acuerdo de Comercio y Cooperación con el Reino Unido sino a otro específico. En diciembre del 2020 los gobiernos español y británico alcanzaron un entendimiento bilateral sobre cuya base la Comisión preparó un mandato de negociación presentado en julio del 2021 y finalmente aprobado en octubre, momento en el que comenzaron las negociaciones entre Comisión y gobierno británico para definir la relación definitiva UE-Gibraltar. 

Tras una rápida negociación de las cuestiones más técnicas (casi el 90% de los 300 artículos), el acuerdo sigue estancado por dos motivos, fundamentalmente políticos. El primero tiene que ver con el control de las fronteras: pese a que España siempre ha sido pragmática y no ha entrado en cuestiones de soberanía y jurisdicción, sino en medidas prácticas de eliminación de controles físicos de mercancías y personas entre España y Gibraltar (garantizando la integridad del mercado único y la del espacio Schengen), el mandato negociador para la Comisión rebajó sustancialmente el papel “intermediador” de la Agencia Europea de Guardia de Fronteras y Costas (Frontex) en los controles de movimiento de personas respecto al entendimiento bilateral, lo que molestó al gobierno británico, que no quiere que España tenga la competencia exclusiva. El segundo motivo, nunca oficialmente reconocido, tiene que ver con las reticencias de la propia Comisión a firmar un acuerdo sobre Gibraltar en medio de las amenazas de revocación del Protocolo de Irlanda e Irlanda del Norte, ya que solo tiene sentido firmar acuerdos que se vayan a cumplir.

La falta de avances sobre Gibraltar (indirectamente vinculada a la implementación del Protocolo de Irlanda e Irlanda del Norte) podría llevar a la Comisión a exigir a España los controles habituales de pasajeros y de mercancías en cualquier frontera exterior de la UE, amenazando la normalidad de los casi 10.000 españoles que trabajan en la colonia británica. España, socio clave del Reino Unido en muchos sectores de comercio (como agroalimentario, automóvil, transporte aéreo, turismo y servicios empresariales) y de inversión, quiere cerrar el asunto cuanto antes y evitar que las tensiones entre la Comisión y el gobierno británico perjudiquen sus intereses económicos y, por ello, es partidaria de soluciones prácticas con diversos niveles competenciales. España tiene una relación demasiado estrecha con el Reino Unido y necesita un comercio fluido, una inversión estable y una relación de cooperación con Gibraltar en materia no solo comercial y de circulación de personas, sino también medioambiental (como se demostró en el verano del 2022 cuando el buque OS35 encalló frente a las costas de La Línea de la Concepción), fiscal y, en última instancia, política.


[1] Este análisis se publicará como una de las 10 secciones del Elcano Policy Paper “España en el mundo 2023: perspectivas y desafíos”, Ignacio Molina y Jorge Tamames (coord.), que se presenta en enero de 2023.