El presidente del Gobierno español ante la Presidencia semestral de la Unión Europea (ARI)

El presidente del Gobierno español ante la Presidencia semestral de la Unión Europea (ARI)

Tema: Este trabajo[1] analiza la configuración de una coexistencia institucional eficaz y leal entre los presidentes Van Rompuy y Rodríguez Zapatero, durante la Presidencia española del Consejo de la UE.

Resumen: La entrada en vigor del Tratado de Lisboa el 1 de diciembre de 2009 y el nombramiento de un presidente del Consejo Europeo con carácter permanente introduce una importante novedad en el ejercicio de las Presidencias rotatorias de la UE. El menguado protagonismo del primer ministro del Estado miembro que ejerce dicha Presidencia es una de las piezas políticamente más delicadas del futuro sistema. Aunque existen ya unas reglas mínimas sobre el papel a ejercer por las dos figuras afectadas, le corresponde especialmente al presidente del Gobierno de España –durante el primer semestre de 2010– ayudar a configurar junto a Herman van Rompuy el ámbito respectivo de actuación y un marco de entendimiento tan leal como eficaz que siente, además, el precedente para las Presidencias posteriores. Si se asume que las nuevas reglas de las que se dota la Unión –que tanto trabajo ha costado adoptar– suponen una mejora trascendental en su funcionamiento, parece lógico impulsar desde España la interpretación más generosa y ambiciosa posible desde el punto de vista europeo sobre el protagonismo del nuevo presidente permanente. No obstante, eso no significa que el jefe de gobierno del país que ejerza la Presidencia de turno del Consejo no deba también desarrollar funciones que aún son importantes en el engranaje institucional de la Unión, en consonancia con su propia alta dignidad política. Se defiende, en ese sentido, que se debe encontrar –pero no ‘buscar’– el papel que corresponde a Rodríguez Zapatero durante la Presidencia española.

Análisis

Contexto
El 1 de enero de 2010 España asume la Presidencia rotatoria de la UE bajo las reglas del Tratado de Lisboa que entró en vigor el 1 de diciembre de 2009. Y, precisamente, una de las dimensiones en las que el nuevo Tratado incorpora más novedades se refiere al ejercicio mismo de la Presidencia. Como es sabido, además de la formalización de los Tríos –tres Presidencias consecutivas que colaboran en equipo y elaboran un programa común de actividades del Consejo para 18 meses-, las dos principales novedades son:

  1. El Consejo Europeo –que hasta ahora venía siendo presidido por el jefe de Estado o de gobierno del país que ejercía la Presidencia rotatoria– pasa a tener un presidente estable o permanente, con un mandato renovable de dos años y medio, que no solo convocará o dirigirá las reuniones, sino que también asume funciones de representación exterior de la Unión. El Consejo Europeo, además, se convierte formalmente en una nueva institución y se dota de Reglamento[2].
  2. Por lo que se refiere al Consejo de la UE, se refuerza extraordinariamente la figura del alto representante para la Política Exterior y de Seguridad quien, además de ostentar el estatus de vicepresidente de la Comisión y de dirigir un poderoso Servicio Europeo de Acción Exterior, pasará a presidir de forma permanente el Consejo cuando se reúna en su formación de Asuntos Exteriores. No obstante, el resto de las nueve formaciones del Consejo –incluyendo, en especial, la nueva reformulación del Consejo de Asuntos Generales– seguirán estando presididas por un ministro de un Estado miembro conforme al sistema clásico de rotación semestral[3].

La motivación de estos importantes cambios, decididos en la Convención Europea previa al Tratado Constitucional fue, como es sabido, reforzar la representación exterior de la UE y dotar de mayor coherencia a los trabajos realizados por la UE en su dimensión más política e intergubernamental. Específicamente para el presidente permanente del Consejo Europeo, lo que se busca es, por el lado interno, asegurar que una misma figura prepare las reuniones, otorgue impulso político a las deliberaciones, construya consensos, mantenga la continuidad en los trabajos de la institución y ponga una cara visible ante los ciudadanos. Y, por el lado exterior, proporcionar un interlocutor más duradero y reconocible para los jefes de Estado o de gobierno de terceros Estados –que además evite las enormes asimetrías en el ejercicio del cargo que supone la rotación entre primeros ministros de potencias como, por ejemplo, Alemania o el Reino Unido y Estados muy pequeños como, por ejemplo, Malta o Letonia–.

Una de las consecuencias primeras y más directas de la introducción de este nuevo puesto es la muy fuerte disminución del papel político-institucional y de la visibilidad mediática de los jefes de gobierno de los Estados miembros que ejerzan en el futuro las Presidencias de turno. Es muy probable que, como acertadamente se ha subrayado por diversos analistas, esa supuesta relevancia estuviera muy inflada en las percepciones de quien ejerce el cargo en cada momento. La realidad es que, por poner dos ejemplos, casi nadie recuerda quién era el presidente del Consejo Europeo en un momento tan clave y reciente como fue la intervención militar en Irak –el griego Kostas Simitis, por cierto– y muy pocos europeos, incluso en la muestra cualificada de quienes siguen la actualidad política internacional, serían capaces de acertar con el nombre del presidente actual –por cierto, el sueco Fredrik Reinfeldt– quien, además, ha completado un semestre muy ambicioso y eficaz. No obstante, el recuerdo del hiperliderazgo de Nicolas Sarkozy en el segundo semestre de 2008 –en un ejercicio casi patológico de las atribuciones inherentes al Consejo Europeo por la combinación de su carácter personal, el potencial que un país como Francia le otorga al puesto y la coyuntura internacional de una guerra en el Cáucaso retroalimentada con la irrupción de la crisis financiera– parecen también pesar.

Pero, sobre todo, pesan las consideraciones de tipo doméstico. Reinfeldt es hoy un líder mucho más sólido en la política sueca, al igual que Felipe González en 1989 y José María Aznar en 2002, que alcanzaron la madurez como estadistas tras haber dirigido dos exitosos semestres desde un punto de vista europeo y, desde luego, interno. Por eso, el que el primer ministro nacional no sea ya el presidente del Consejo Europeo, ni mucho menos el “presidente de la UE” –como hasta ahora se ha venido a veces designando la figura con exceso mediático–[4] supone un problema que no puede ser despreciado sin más. Riguroso o no desde el punto de vista jurídico-institucional y exagerado o no desde el punto de vista político real, lo cierto es que el ejercicio rotatorio del cargo de presidente del Consejo Europeo no dejaba de otorgar algunas funciones destacadas en el sistema institucional de la UE y, sobre todo, no dejaba de tener una grandísima importancia política sobre las percepciones de las opiniones públicas nacionales.

La difícil, e importante, coyuntura de José Luis Rodríguez Zapatero
Ya se ha subrayado que –al margen de las escuetas generalidades asociadas al nuevo cargo de presidente del Consejo Europeo en el Tratado o en el Reglamento interno y en ausencia de una detallada job description que clarifique si se trata de un auténtico líder o más bien de un facilitador– va a ser muy importante la personalidad y comportamiento específico del presidente Herman van Rompuy para crear precedente y determinar el futuro de su puesto en el complejo sistema institucional de la Unión. Sin embargo, no es menos cierto que será casi igual de determinante el comportamiento también específico que adopte en el próximo semestre el primer ministro nacional –en este caso, español– que va a verse afectado por vez primera por la introducción del nuevo cargo permanente.

Como se acaba de decir, el primer ministro del Estado que ejerce la Presidencia pierde mucho protagonismo al pasar de presidente del Consejo Europeo a jefe de gobierno del país que asume la Presidencia del Consejo en nueve de sus diez formaciones. De hecho, el Tratado ahora ni siquiera menciona el papel del primer ministro y el Reglamento interno del Consejo Europeo lo reduce a la no demasiado atractiva posición oficial de “miembro del Consejo Europeo que representa al Estado miembro que ejerce la presidencia del Consejo”. Y, si ésa no es una situación nada cómoda, el escenario para el presidente del Gobierno español es aún más delicado por ser el primero que va a convivir con las nuevas reglas.

Ahora bien, asumiendo una óptica europea, y singularmente una óptica europeísta como la de España, parece lógico apostar por el correcto despliegue de estas nuevas reglas, que tanto trabajo ha costado ratificar y de las que se predica que supondrán una mejora trascendental en el funcionamiento de la UE. España es uno de los Estados miembros que más ha apostado políticamente en los últimos 10 años –incluso a través de referéndum– por una transformación institucional profunda. Aunque solo fuera por ello, y dado que la introducción del nuevo presidente del Consejo Europeo es una de las más importantes novedades del Tratado, lo lógico sería que Rodríguez Zapatero optase por la interpretación más generosa posible a favor de la nueva figura. Incluso, sin necesidad de apelar a un europeísmo genérico sino acudiendo a una visión más instrumental desde el punto de vista de España como miembro –que es el quinto Estado con más peso institucional en una UE a 27-, el reforzamiento de un presidente estable del Consejo Europeo siempre le resultará más beneficioso.

Es verdad que, como la Presidencia española será de transición y Van Rompuy no tendrá aún su “agenda”, el presidente español podría apelar a la situación excepcional para reclamar un mayor papel. Sin embargo, si se superan las tentaciones del corto plazo, el presidente del Gobierno de España se encuentra en un momento ideal para prestar un extraordinario servicio a la causa europea ya que su conducta sentará un precedente y moldeará los comportamientos de los futuros primeros ministros que ejerzan la Presidencia rotatoria. Apelar a la “Presidencia de transición” para buscar más protagonismo al presidente español –por ejemplo, convocando una cumbre informal o interviniendo en una crisis internacional sobrevenida– podría sentar un peligroso precedente para los primeros ministros que ejerzan la Presidencia rotatoria en el futuro. Está claro, pues, que una conducta pionera de Rodríguez Zapatero que dote de toda la visibilidad posible al nuevo presidente Van Rompuy, no compitiendo con él y creando un marco de coexistencia tan leal como eficaz, moldeará muy positivamente los comportamientos en los próximos semestres.

Lo anterior no quita, desde luego, que el jefe del gobierno o del Estado que ejerce la Presidencia –también disfrutando de cooperación leal por parte del presidente del Consejo Europeo y de la Comisión– tenga todavía un importante papel que jugar, desplegando una serie de funciones formales y de prácticas informales que hay que definir también durante el turno de España. Es, de hecho, en la implementación práctica de esas funciones donde el presidente del Gobierno español puede demostrar que ha asumido satisfactoriamente la gran responsabilidad que tiene el próximo semestre desde la perspectiva de la historia de la integración europea.

Funciones políticas en el seno de la UE
En ausencia de cualquier mención en el Tratado al primer ministro del Estado que ejerce la Presidencia, hay que buscar en el Reglamento interno del Consejo Europeo qué funciones le corresponden y extraer de ahí qué forma práctica de llevarlas a cabo es más leal y efectiva para el funcionamiento futuro de la UE. Al margen de la sustitución interina del propio presidente permanente en el improbable caso de fallecimiento, enfermedad o falta grave determinada por el Consejo Europeo (art. 2.4 del Reglamento), las funciones de relieve político –y de alto protagonismo mediático– en el interior de la UE, se proyectan fundamentalmente en su papel público respecto a las propias reuniones del Consejo Europeo y a su doble comparecencia ante el Parlamento Europeo.

Si el Consejo Europeo es el órgano formal que da a la UE el impulso estratégico y define su política general, parece entonces que corresponde a su presidente permanente las declaraciones y actuaciones en ese sentido, de forma que el primer ministro nacional se centraría en las competencias –básicamente legislativas y presupuestarias– que le quedan al Consejo como institución. Eso significa que el presidente del Gobierno, en “estrecha cooperación” con el del Consejo Europeo, deberá modular las dos importantes  intervenciones públicas que se esperan de él en las reuniones del Consejo Europeo. En primer lugar, cuando presente a sus colegas del Consejo Europeo -en calidad de relator- un informe sobre el trabajo de los Consejos. En segundo lugar, una vez acabada la reunión, en la comparecencia ante la prensa que debería realizarse conjuntamente con el presidente permanente; lo que, además de retroalimentar la visibilidad política de ambas figuras, impedirá posibles incongruencias al manifestar a los medios la línea política general de la UE.

Desde luego, debería superarse cualquier tentación de convocar a sus colegas para una cumbre informal o conversación au coin du feu para hablar sobre aspectos concretos –y mucho menos generales- de la integración europea ya que parece razonable que sólo sea el presidente permanente quien convoque y dirija cualesquier reunión de los jefes de Estado o de gobierno. En todo caso, el hecho de que Van Rompuy ya haya anunciado la convocatoria de un Consejo Europeo extraordinario para febrero –donde no tiene por qué consultar siquiera con la Presidencia en ejercicio del Consejo– parece evidenciar el interés del nuevo presidente en fijar bien su control sobre la agenda de reuniones, de acuerdo también a lo que determina el Reglamento interno (arts. 1 y 4.2.3). También parece razonable –y podría incluso iniciarse en este semestre a propósito de la gestación de la Estrategia post-Lisboa, y aun cuando las agendas de los Consejos ya están preparadas- una lógica de subordinación temporal de los trabajos específicos del Consejo a las ideas generales, que se habrían de decidir primero en el Consejo Europeo.

En cuanto al Parlamento Europeo, el papel que debe desempeñar el presidente del Gobierno español consiste en comparecer dos veces para presentar las prioridades de su Presidencia y los resultados alcanzados durante el semestre (art. 5). Pues bien, parece razonable que ahí también se limite a presentar, debatir y rendir cuenta sobre las actuaciones del semestre en las distintas políticas concretas, insertadas lo máximo posible en el programa definido por el Trío. Además, y dado que el presidente del Consejo Europeo también comparecerá al menos dos veces por semestre en el Parlamento, sería mejor que no hiciera demasiadas incursiones en el debate con los eurodiputados sobre la orientación general de la UE ni sobre su política exterior.

Funciones en la política exterior de la UE
Precisamente es en la política exterior –que también es un ámbito de gran relieve político y de alto protagonismo mediático– donde se producirá el principal test sobre la coexistencia leal y efectiva entre los presidentes Van Rompuy y Rodríguez Zapatero. Eso es así por las novedades del Tratado en este ámbito que determinan que el presidente permanente asumirá el máximo rango en la representación exterior de la Unión en asuntos PESC y que además despojan a la Presidencia de turno de la dirección del Consejo de Asuntos Exteriores. En las recientes entrevistas de coordinación previa que ambos han mantenido (el 10 de diciembre de 2009 en Bruselas y el 15 de diciembre en Madrid), Van Rompuy ha ofrecido a Rodríguez Zapatero el co-protagonismo en las numerosas cumbres internacionales que se celebrarán en España durante el semestre[5] –lo que es lógico teniendo en cuenta la condición de anfitrión del segundo y el alto rango que le corresponde como jefe de gobierno–. Dicho co-protagonismo se evidenciará con la posición de Zapatero, sentado a la derecha del presidente pero sin que eso suponga co-presidencia ya que la UE como tal la ha de liderar externamente sólo el presidente del Consejo Europeo junto a la Alta Representante; y, para los asuntos no vinculados a la PESC, también el presidente de la Comisión.

Obviamente, para las actuaciones de política exterior y de seguridad común que se lleven a cabo fuera de España,[6] el presidente del Gobierno no tendría ninguna función especial durante su Presidencia –lo que afecta a las reuniones del G-20, a las que Zapatero acudiría como invitado español pero no como representante de la UE, o al G-8 al que seguramente no acudiría y, en cambio, sí lo haría Van Rompuy– y, en caso de crisis internacional sobrevenida durante el semestre de Presidencia española, no entra dentro de un esquema post-Lisboa bien entendido que el presidente español salga de la UE y visite por ejemplo Moscú, Oriente Medio o el Cáucaso con pretensiones de representar a la Unión.

Por otro lado, no deja de ser cierto que muchos ámbitos internos que se discuten en el Consejo de Asuntos Generales –desde luego, ampliación o vecindad– y en los otros ocho consejos de la UE tienen una clara conexión de política exterior y seguridad –tales como estabilidad financiera internacional, comercio y desarrollo, lucha contra el cambio climático, seguridad del suministro energético europeo, dimensión exterior del Programa de Estocolmo o las políticas de desarrollo–. Por eso, si los Consejos ECOFIN o de Justicia e Interior, van a tener un importante contenido exterior, es fundamental realizar un buen enlace entre la PESC y los ministros que presidan los consejos sectoriales de la Presidencia semestral. No obstante, parece que esa función correspondería más bien al ministro de Asuntos Exteriores del Estado que ejerce la Presidencia –que estará presente en el Consejo de Asuntos Exteriores y, al margen de lo que se dirá luego, posiblemente presida el de Asuntos Generales- y no al primer ministro nacional. En cualquier caso, el peligro aquí existente es que un primer ministro nacional en ejercicio de la Presidencia pueda verse tentado a buscar funciones exteriores. Por eso, una actitud generosa del Gobierno español en, por ejemplo, la Unión por el Mediterráneo –sobre la que se duda si atribuir la copresidencia de la parte europea a España o a los top jobs permanentes– podría marcar para el futuro un buen precedente europeísta. Al fin y al cabo, de no hacerlo así, también reivindicarán las próximas Presidencias de turno de países nórdicos o del Este un papel privilegiado en la dirección de los ámbitos de vecindad y no parece que eso sea necesariamente mejor para los países más europeístas.

Funciones en la coordinación interinstitucional
Finalmente, queda el ámbito de la coordinación interinstitucional. Es aquí donde posiblemente recaen las funciones institucionales más importantes –aunque tal vez no muy visibles- que le corresponden al primer ministro de la Presidencia nacional. Se trata en gran parte de funciones con carácter novedoso pues en el pasado –cuando la Presidencia semestral asumía todas las responsabilidades de dirección intergubernamental en la UE- no existía la necesidad de conectar con éxito los trabajos del Consejo Europeo con los del Consejo.

Esta, además, es la cuestión donde el Reglamento interno del Consejo Europeo más detalla y donde también es más importante para los equilibrios institucionales –incluyendo también aquí a la Comisión– que se consiga establecer por la Presidencia española un buen precedente de actuación. Y ello porque hasta ahora, mejor o peor desempeñada, el liderazgo y la organización dentro del Consejo/Consejo Europeo estaba garantizado por existir una línea de autoridad única que iba desde el primer ministro nacional hasta el último de los funcionarios del gobierno que ejercía la Presidencia. Ahora, con el presidente del Consejo Europeo y la alta representante esta situación varía y es fundamental conseguir la coordinación para que el remedio post-Lisboa en lo referente al liderazgo no sea peor a los problemas que se pretenden resolver.

Además del importante papel administrativo que jugará la, en gran medida nueva, Secretaría General del Consejo –que también lo es del Consejo Europeo– , el punto de enlace para el desempeño de las funciones de coordinación que recaen en el presidente del Gobierno y los presidentes de la Comisión y del Consejo Europeo radica desde el punto de vista político en el nuevo Consejo de Asuntos Generales. Tan importante es este último que no sería descabellado y tal vez interesante –a la luz del Tratado y de los reglamentos internos del Consejo Europeo y del Consejo– que el jefe del gobierno del Estado que ejerce la Presidencia incluso pudiera presidir las reuniones del Consejo de Asuntos Generales previas a los Consejos Europeos. Es verdad que esa posibilidad tendría  algunos inconvenientes –es complicado que un primer ministro nacional presida a los ministros de asuntos exteriores, que abordan los temas con una cierta especialización- pero desde el punto de vista funcional, sería una vía excelente para que se cumpliera con la necesidad de conectar los trabajos del Consejo Europeo con los del Consejo. Lo haga o no, lo cierto es que Rodríguez Zapatero –por sí mismo, por medio del representante del Gobierno de España en el Consejo de Asuntos Generales que será en principio el ministro de Asuntos Exteriores, o por medio del embajador representante permanente de España ante la UE– estará presente en todas las fases del proceso de celebración de las reuniones del Consejo Europeo:

  1. Antes de las reuniones, ayudando estrechamente a fijar el calendario de las mismas durante el semestre (art. 1) y a preparar el orden del día en conexión con el Consejo de Asuntos Generales (arts. 2.3 y 3.1.1).
  2. En la fase inicial de las reuniones, y cuando le dé la palabra el presidente permanente, haciendo –como ya se ha mencionado antes- de relator ante sus colegas de lo realizado en las distintas formaciones del Consejo (art. 4.1)
  3. En la fase final de las reuniones, ayudando estrechamente a preparar en conexión con el Consejo de Asuntos Generales orientaciones para las conclusiones del Consejo Europeo –e incluso proyectos de conclusiones y decisiones– (art. 2.3 y 3.1.3).
  4. Tras las reuniones, garantizando la actuación subsiguiente de lo decidido al darle continuidad en los trabajos del Consejo (art. 2.2).

Como es más que evidente, esas cuatro funciones deben desempeñarse en la práctica no siguiendo sin más la formalidad de lo expresado en el Reglamento –que es obvio que deja muchos cabos sueltos, aunque tiene el cuidado de distinguir en cada uno de los casos entre “contacto”, “cooperación” “estrecha cooperación” y “coordinación”– sino a través de prácticas informales de lealtad y cooperación que dejen la última palabra para el presidente permanente. La Presidencia rotatoria –y, sobre todo la española considerando que Van Rompuy acaba de ser nombrado y no tiene aún equipo ni agenda–, debe poner a disposición del presidente del Consejo Europeo la Presidencia rotatoria, su capacidad de organización y todo su trabajo previo para llevar adelante la función de liderazgo. Y, junto a todo eso, implicar también al presidente de la Comisión y a la alta representante.

De ahí que el anuncio hecho el 15 de diciembre sobre la creación de una célula permanente de coordinación, –que responde a la idea de encuentros regulares de la que habla el art. 2.3 del Reglamento interno del Consejo– y que estará formada por los jefes de gabinete de los presidentes Barroso y Van Rompuy con el concurso de representantes del presidente del Gobierno español –seguramente el representante permanente en Bruselas– y la Secretaría General del Consejo, debe consolidarse como una buena práctica que asiente un precedente para la cooperación, la coordinación y la confianza mutua. Cuestión abierta es si tiene sentido que en dicha célula intervenga también la alta representante, e incluso el presidente del Parlamento Europeo o los otros dos representantes del Trío.

Lo que en cualquier caso está también claro es la centralidad coordinadora interna que adquieren, durante el semestre, el ministro responsable de los asuntos europeos del gobierno que ejerce la Presidencia rotatoria –y que presidirá el Consejo de Asuntos Generales– y el embajador representante permanente. Por eso deberá quedar claro para las demás instituciones europeas, para los otros 26 Estados miembros y sobre todo para el resto del gobierno y la alta burocracia del país que ejerce la Presidencia, que ambos cargos son figuras con acceso directo al primer ministro nacional, por quien están absolutamente respaldados desde el punto de vista político y administrativo, y tienen por tanto capacidad de coordinación transversal. Eso, por cierto, podría agudizar la tendencia visible en muchos Estados miembros a traspasar la coordinación de los asuntos europeos desde los ministerios de asuntos exteriores a un departamento específico insertado en la estructura organizativa de los primeros ministros o con carácter de vice-primer ministro. Y ello tanto más si, con la desaparición del viejo CAGRE –por la segregación de los asuntos exteriores que pasan a suponer una formación aparte del Consejo que presidirá la alta representante–, el Consejo de Asuntos Generales se dedicará a cuestiones tan poco propias de los ministros de exteriores, tales como la revisión presupuestaria o la futura Estrategia post-Lisboa –estando además en muchos Estados el llamado “Mr Lisboa” en el ámbito cercano a los primeros ministros–. Para el caso concreto de España, no obstante, esta necesidad no tiene por qué plantearse en el corto plazo; al menos, no mientras los gobiernos sigan siendo de partido único –como lo han sido en toda la historia democrática– y esté, por tanto, casi garantizada la estrecha cooperación entre el presidente del Gobierno y sus ministros de Exteriores. Aunque, en tal caso, no sería descabellado elevar el rango del ministerio de Asuntos Exteriores –y Europeos- dentro del poder ejecutivo español a la categoría de vicepresidencia del Gobierno y/o, paralelamente, fortalecer el seguimiento  que hace el Gabinete del presidente del Gobierno sobre la elaboración y coordinación de la política europea de España.

Conclusión: El puesto de presidente del Consejo Europeo no ha dejado de ganar en importancia institucional y en visibilidad política desde 1974, cuando se formalizó lo que desde 1961 habían sido simples cumbres informales de jefes de Estado o de gobierno de los Estados miembros. Es más, a partir de la década de los 90 es muy frecuente encontrar referencias periodísticas hiperbólicas que se refieren a dicho cargo –de ejercicio rotatorio semestral– como ‘presidente de la UE’. De ahí que, con la entrada en vigor del Tratado de Lisboa y el nombramiento de un presidente permanente, resulte complicado de digerir para los primeros ministros nacionales el que su función se reduzca a la de simple “miembro del Consejo Europeo que representa al Estado miembro que ejerce la Presidencia del Consejo”, tal y como le designa el Reglamento del Consejo Europeo.

José Luis Rodríguez Zapatero no va a poder ya convocar al resto de sus colegas ni realizar el impulso político al máximo nivel en el seno de la UE, puesto que las funciones de coordinación y liderazgo de los jefes de gobierno corresponderán desde el 1 de enero de 2010 a Herman Van Rompuy. Sin embargo, en el caso concreto del presidente del Gobierno español, la difícil coyuntura puede y debe entenderse como una gran oportunidad para abordar la situación con un enfoque genuinamente europeísta y moldear así –por haber sido el primero en convivir con las reglas de Lisboa– el futuro de las rotaciones semestrales. Su mayor o menor amplitud de miras a la hora de entender la nueva situación se analizará en la medida en que haya sabido o no darle todo el protagonismo posible al nuevo presidente permanente del Consejo Europeo. Cualquier conducta del presidente español que sea interpretada como una búsqueda de un mayor papel personal podría ser muy criticada o, lo que es peor para la UE, entendida como un precedente a imitar por todos los primeros ministros de las próximas Presidencias.

En todo caso, el presidente Zapatero tiene garantizada cierta visibilidad –en el Parlamento Europeo, al hacer de relator a sus colegas de los trabajos del Consejo, junto al nuevo presidente en las ruedas de prensa posteriores a los Consejos Europeos e incluso en la escena internacional, dada la celebración en España de numerosas cumbres–. Además, el presidente del Gobierno sigue obviamente siendo el jefe de gobierno del país que define y desarrolla el programa de la Presidencia semestral y, además, lidera políticamente a los ministros que presiden las reuniones del Consejo –salvo en el caso de Relaciones Exteriores–. Y, es más, a Rodríguez Zapatero le corresponde le corresponde un cierto protagonismo en el nuevo equilibrio interinstitucional post-Lisboa, con muy importantes funciones que se resumen en contactar los trabajos del Consejo con el Consejo Europeo, a través, sobre todo, del Consejo de Asuntos Generales previo a cada Consejo Europeo.

Si el presidente español renuncia a “buscar” un papel y se limita a “encontrarlo”, obtendrá una repercusión más relevante –en el sentido incluso histórico- de la que suelen obtener los primeros ministros de las Presidencias semestrales. Como generoso impulsor de todos estos cambios, y precisamente por ser el primer jefe de gobierno que convivirá con el Tratado, puede estar presente, aún anunciando que está en retirada, marcando así el ejemplo para el futuro. El presidente español expresó el 15 de diciembre de 2009 que su “primer objetivo era que en estos seis meses se produzca la consolidación institucional de las nuevas figuras de la Unión […] y la clara visibilidad de la alta función que el Tratado de Lisboa atribuye al presidente del Consejo Europeo”. Traducir esas palabras en realidades a lo largo del semestre, le asegurará a Rodríguez Zapatero un juicio positivo sobre la que tal vez sea la principal prioridad de la Presidencia desde la perspectiva de la propia UE.

Ignacio Molina
Investigador principal de Europa, Real Instituto Elcano


[1] El autor agradece los comentarios e ideas que han enriquecido este texto por parte de Carlos Closa, Sabina Kajnc, Jacques Keller-Noëllet, Sebastian Kurpas, y José Martín y Pérez de Nanclares. Por supuesto, la responsabilidad de sus carencias recae exclusivamente sobre quien lo firma.

[2] Decisión 2009/882/UE de Consejo Europeo, de 1 de diciembre de 2009, relativa a la adopción de su Reglamento Interno (DOUE L 315/51, 2/XII/2009).

[3] Véase la Decisión 2009/937/UE del Consejo, de 1 de diciembre de 2009, por la que se aprueba su nuevo Reglamento interno adaptado al Tratado (DOUE L 325/35, 11/XII/2009) y también la Decisión 2009/908/UE del Consejo, de 1 de diciembre de 2009, por la que se establecen las normas de desarrollo de la Decisión del Consejo Europeo relativa al ejercicio de la Presidencia del Consejo, y de la presidencia de los órganos preparatorios del Consejo (DOUE L 322/28, 9/XII/2009).

[4] Es relativamente conocido, y desde luego ilustrativo de esa sobrevaloración en el contenido del puesto, el que una de las principales dirigentes del PSOE sugiriese públicamente en junio de 2009 –cuando aún no estaba asegurada la entrada en vigor del Tratado de Lisboa y, por tanto, seguía siendo plausible que Rodríguez Zapatero ejerciese como presidente del Consejo Europeo– que el “próximo acontecimiento histórico que se producirá en nuestro planeta [sería] la coincidencia en breve de dos presidencias progresistas a ambos lados del Atlántico, la presidencia de Obama en EEUU y Zapatero presidiendo la UE”.

[5] A falta de confirmar la cumbre de la Unión por el Mediterráneo en Barcelona, esas reuniones serían con América Latina y Caribe –además de cumbres subregionales y bilaterales en la misma área con Brasil, Caribe, Centroamérica, Chile, Comunidad Andina y Mercosur-, con Marruecos, y sobre todo Estados Unidos, cuando se producirá la anhelada presencia de Barack Obama en Madrid.

[6] También están previstas durante el semestre español –particularmente denso en cumbres internacionales–  reuniones bilaterales en Japón y Rusia. España, además, ha propuesto celebrar en Bruselas las cumbres con Canadá y Pakistán. Este último caso de desplazamiento hacia la capital belga de algunas reuniones internacionales, más allá del ahorro económico y de esfuerzo organizativo que supone, puede apuntar hacia una tendencia de futuro que también jugará en contra del papel reservado a las Presidencias de turno. En la medida que es en Bruselas donde tiene ya su sede la presidencia estable del Consejo Europeo, puede haber una presión progresiva para celebrar allí las cumbres similar a la que ha centralizado definitivamente en Bruselas las reuniones del Consejo Europeo sin que –como está formalizado en el Reglamento interno- haya en este caso siquiera excepciones a favor de Luxemburgo durante algunos meses al año.