La guerra nunca es descartable

Post 02202023 RubioPlo La guerra nunca es descartable

Bernard-Henri Levy es un filósofo militante del internacionalismo en estos tiempos de despertar del soberanismo, además de un crítico combativo de los regímenes de Rusia, China, Turquía o Irán, tal y como puede comprobarse en los artículos de su revista La régle du jeu. En un artículo reciente sobre la guerra en Ucrania me llamó la atención su rechazo de una obra de repertorio del teatro francés del siglo XX: La guerra de Troya no tendrá lugar, de Jean Giraudoux, estrenada en 1935. Para Henri Levy esta obra es una expresión de la paz a cualquier precio, de querer estar en paz a costa de otros valores como la libertad o la justicia.

Sin embargo, en mi opinión, el filósofo, que alguien calificó como una simbiosis entre Lord Byron y Don Quijote, no hace justicia a la tragicomedia de Giraudoux, que no es la apología de un pacifismo temeroso sino una ingeniosa reflexión sobre la inevitabilidad de la guerra. De su obra se puede inferir que la guerra no es un fatalismo ciego, sino que, en la mayoría de las ocasiones, es la consecuencia de las pasiones e intereses humanos, que excluyen a menudo un comportamiento racional.

Se cuenta que Giraudoux tomó el título de unas declaraciones de Mussolini a Le Figaro: “La guerra no tendrá lugar este año”, una afirmación que evidentemente demostró no ser cierta por la inmediata invasión de Etiopía por las fuerzas italianas. Por lo demás, el escritor francés, diplomático de carrera, utilizó la mitología griega para presentar una serie de realidades que no han cambiado a lo largo de los siglos. La guerra de Troya no tendrá lugar se centra en los esfuerzos del príncipe troyano Héctor para evitar una guerra de su patria con los griegos, que querían la devolución de Elena, esposa del rey Menelao, raptada, sin mucha resistencia por su parte, por Paris, hijo de Príamo, rey de Troya. El texto de Giraudoux demuestra, sin embargo, que cuando son más los que quieren la guerra que los partidarios de la paz, la labor del mediador está condenada al fracaso. Ni siquiera las organizaciones de alcance universal, como la Sociedad de Naciones o la Organización de Naciones Unidas, han podido evitar, y menos aún detener, la mayoría de los conflictos armados en el último siglo.

En la obra de Giraudoux destaca el personaje de Busiris, al parecer inspirado en el jurista internacional griego Nicolas Politis, que ejerció cargos de responsabilidad en la Sociedad de Naciones. Politis impulsó la Convención para la Definición de la Agresión (1933). Supo definirla en términos certeros, incluyendo el apoyo a bandas armadas desde un territorio extranjero, aunque esto no sirvió para evitar las agresiones bélicas producidas en los años siguientes. Del mismo modo, Busiris expone brillantemente a Héctor las tres acciones ilegales cometidas por los griegos frente a Troya. Identifica los síntomas, pero es incapaz combatir la “enfermedad”. La realidad es que, con el paso del tiempo, los agresores también supieron utilizar preceptos jurídicos internacionales para justificar sus acciones. Desde los conflictos armados posteriores a la Segunda Guerra Mundial hasta el conflicto de Ucrania, no pocos Estados han argumentado, quizás sin excesiva convicción, que estaban ejerciendo el derecho inmanente de legítima defensa del art. 51 de la Carta de las Naciones Unidas, bien en forma de ataque preventivo o de represalias desproporcionadas.

Jean Giraudoux no era un pacifista que predicaba la apología de la resignación, sino que se limitaba a recordar las terribles consecuencias de la guerra, aun a riesgo de que Paul Claudel calificara su obra como una mezcla de paz y cobardía; o que más recientemente Bernard-Henri Levy viera en ella un ejemplo de nihilismo francés.

Cabe añadir que la guerra suele venir precedida de una sensación de incredulidad, del pensamiento que eso es imposible que pueda suceder, aunque una gran mayoría de personas deseemos que nunca tenga lugar. Por ejemplo, nos resistimos a creer que se llevara a cabo la “operación militar especial” de Rusia contra Ucrania, aunque se acumularan día a día las evidencias de que podía suceder de un momento a otro. En la obra de Giraudoux sucede algo similar: Héctor cree que, devolviendo a Elena a los griegos, Troya se salvará de la guerra. Del mismo modo, había quien opinaba que, si Ucrania renunciara a solicitar la admisión en la OTAN y Rusia y la Alianza firmaban un tratado formal, no se produciría la invasión. Los que opinaban eso no tuvieron en cuenta el factor emocional en las relaciones entre Rusia y Ucrania, en el que la historia y el nacionalismo se dan la mano. El factor emocional es mucho más poderoso que cualquier consideración racional sobre los pros y contras de una guerra, o los efectos negativos para un Estado y su población.

Las anteriores consideraciones bien podrían aplicarse a un posible enfrentamiento entre China y EEUU por la isla de Taiwán. Hay quien lo considera imposible por las tremendas consecuencias negativas que tendría sobre una economía global como la china, pero el factor emocional, es decir nacionalista, unido a las ambiciones de una superpotencia, podrían hacer que la guerra sí tuviera lugar. Aquí no serviría el consabido argumento de que no deberían enfrentarse países que son los primeros socios comerciales de otros. Recordemos que tampoco sirvió respecto a Alemania y Francia en 1914, y no es el único ejemplo.

El factor emocional suele guardar relación con lo que algunos califican de “destino”. Giraudoux lo define en su obra de esta manera: “El destino es la forma acelerada del tiempo”. De ahí que el factor emocional contribuya a acelerar la posibilidad del estallido de un conflicto. Héctor expresa su voluntad de cerrar las puertas de la guerra, toda una costumbre de la antigüedad, si bien poco después llega a esta amarga conclusión: las guerras no desaparecerán ni, aunque a los soldados se les corte el índice de la mano o la pierna derecha. Habrá entonces ejércitos de lisiados, pero habrá ejércitos.

En La guerra de Troya no tendrá lugar irrumpe con fuerza el factor emocional. Por ejemplo, el himno de los troyanos es un canto a la paz. ¿Cómo transformarlo en un canto de guerra? Bastará con que ese mismo canto “se entone con ardor y gesticulación”.

Lo dice el poeta Demokos, consejero troyano, que añade después otra técnica: antes de atacar al enemigo hay que insultarlo.

Las escenas finales de la obra recogen una conversación en términos cordiales, casi amistosos, entre Héctor y Ulises, el representante griego. Ulises observa que los negociadores se dan la mano y expresan sus deseos de paz al tiempo que dicen la guerra es una terrible calamidad. Esto no impediría, sin embargo, que al día siguiente estalle una guerra, porque no está en las capacidades de los negociadores el poder evitarla. Con todo, Héctor insiste en que, si los troyanos entregan a Elena, el asunto estaría zanjado y no debería de haber represalias. Pero la respuesta de Ulises es tan desoladora como realista: “No garantizo nada. Para que no haya represalias no debe de haber pretexto para las represalias”. Mientras existan pretextos, mientras el factor emocional y la voluntad de poder lo condicionen todo, la guerra nunca se puede descartar.


Imagen: Estatua representativa del caballo de Troya. Foto: Kemal Hayit.