Israel y la (imposible) eliminación de Hamás

Tropas de las Fuerzas de Defensa de Israel en la operación "Espadas de Hierro", en respuesta a los ataques perpetrados por Hamás el 7 de octubre de 2023
Tropas de las Fuerzas de Defensa de Israel en la operación "Espadas de Hierro", en respuesta a los ataques perpetrados por Hamás el 7 de octubre de 2023. Foto: IDF Spokesperson's Unit (Wikimedia Commons / Dominio público)

Tema

Este texto analiza la viabilidad del plan israelí para eliminar definitivamente la capacidad militar y política de Hamás, en el contexto de la actual operación “Espadas de Hierro”.

Resumen

En el marco de la operación militar Espadas de Hierro, las Fuerzas Armadas israelíes se plantean como objetivo principal la completa eliminación de la capacidad militar y política del Movimiento de Resistencia Islámica (conocido por su acrónimo en árabe “Hamás”). Un objetivo que, hasta ahora, no parecía formar parte de los planes de las Fuerzas de Defensa de Israel (FDI), limitadas a mantener el control por tierra, mar y aire de lo que ocurría en una Franja de Gaza prácticamente cerrada al resto del mundo y a realizar regulares operaciones de castigo que, básicamente, se ceñían a impedir que dicho grupo se fortaleciera hasta el punto de poder constituir una amenaza existencial para Israel. Sin embargo, ahora que las FDI han logrado partir Gaza en dos mitades y completar el cerco de la zona norte con unidades mecanizadas y acorazadas, bajo la cobertura de su fuerza aérea, aumentan las señales que dan a entender que Tel Aviv está dispuesto a dar el golpe definitivo. Nada indica que tal objetivo esté al alcance de Israel, tanto en términos militares como sociopolíticos.

Análisis

La utilidad de Hamás para los dirigentes israelíes

Hasta el pasado 6 de octubre Israel no se había planteado eliminar de la faz de la tierra a Hamás. Y no lo hacía, en primer lugar, porque el Movimiento de Resistencia Islámica le resultaba instrumental en su intento de fracturar la resistencia palestina y de presentarse como un país asediado por terroristas ante los que no tenía más remedio que responder violentamente. Así se entiende que, desde su arranque a finales de 1987, en el contexto de la primera intifada (insurrección) palestina, los sucesivos gobiernos israelíes (con Benjamín Netanyahu al frente prácticamente durante los últimos 14 años) no sólo hayan consentido su presencia en las calles del Territorio Ocupado Palestino (TOP), sino que hayan alentado su actividad pública, al mismo tiempo que se dedicaban a debilitar a una Autoridad Nacional Palestina (ANP) a la que negaban la más mínima posibilidad de cumplir con su papel.

En segundo lugar, los dirigentes israelíes han echado mano de un viejo recurso político, por el cual la mera existencia de Hamás ha servido como un elemento básico para intentar mantener la cohesión de una sociedad tan diversa como la israelí, apelando directamente al miedo y la existencia de un enemigo exterior que se ha querido presentar incluso como existencial, cuando la realidad dista enormemente de ese reiterativo discurso belicista.

En tercer lugar, Tel Aviv tampoco se había planteado nunca el objetivo de la eliminación del brazo local de los Hermanos Musulmanes porque, sencillamente, sabe que el coste sería inasumible para la sociedad israelí. La experiencia acumulada en sus sucesivos choques contra Hamás y el resto de grupos activos en el TOP –entre los que sobresale el movimiento Yihad Islámica Palestina, con sus Brigadas al-Quds– indica que el intento de erradicar por completo su capacidad operativa supondría empantanarse en un escenario de muy difícil salida. Eso ocurriría no sólo por la previsible resistencia de unos enemigos dispuestos a morir y a matar hasta el final, sino también por las repercusiones internacionales que podría tener para los intereses israelíes una guerra prolongada. Unos enemigos que, como ocurrió en su último enfrentamiento a gran escala con la milicia chií libanesa de Hizbulah en el verano de 2006, siempre podrán cantar victoria por el simple hecho de no ser eliminados totalmente y, de paso, provocar un elevado número de muertos (civiles y militares) en un país sin profundidad estratégica y sin peso demográfico y económico capaz de soportar conflictos largos de mediana o alta intensidad.

Lo anterior explica que, aun siendo sobradamente consciente de que actuar como lo ha hecho durante décadas, jugando con un fuego que le ha provocado quemaduras en distintas ocasiones, Israel se haya limitado una y otra vez, en palabras de sus propios planificadores militares, a “cortar el césped” cada vez que estimaba que la capacidad de combate y el arsenal acumulado por Hamás superaba un determinado nivel. Un enfoque que ha descansado en la convicción de que su abrumadora superioridad militar y tecnológica era suficiente para disuadir a Hamás de ir más allá de los ya recurrentes lanzamientos de cohetes y misiles, más o menos sofisticados y efectivos, y de muy contadas incursiones en territorio israelí a través de los túneles que ha logrado construir a lo largo de estos últimos años.

Operación Inundación de al-Aqsa y el fracaso del modelo de disuasión israelí

El desencadenamiento de la operación Inundación de al-Aqsa el pasado 7 de octubre ha echado por tierra de un solo golpe todos los cálculos de los planificadores de la estrategia de seguridad y defensa israelíes. No se trata únicamente de que con esa acción combinada de saturación de los sistemas de defensa antiaérea y de incursiones terrestres en diversas localidades israelíes, los atacantes hayan logrado matar a centenares de ciudadanos israelíes y capturar a más de 200 personas, sino de que también han hecho visible la vulnerabilidad de Israel y el fracaso de su modelo de disuasión. El impacto ha sido tan brutal que no resulta sorprendente que la sociedad israelí, aun a pesar de estar suficientemente experimentada tras haber contabilizado seis guerras con sus vecinos árabes y dos intifadas palestinas, sienta que el 7-O es su 11-S.

La acumulación de declaraciones de representantes gubernamentales –en una inquietante mezcolanza del supremacismo propio del gobierno más extremista de la historia de Israel, visiones religiosas iluminadas y crudos deseos de venganza–, junto a lo ya visto en las primeras semanas de la ofensiva que las FDI están desarrollando en Gaza, dan a entender que estamos ante algo distinto a lo habitual.

En términos generales, cabe entender que la respuesta israelí a los condenables actos de Hamás busca, en primera instancia, restaurar la disuasión perdida. Por un lado, pretende hacerle ver a quien figura como la autoridad de facto de la Franja y a quienes la respaldan que Tel Aviv tiene la voluntad de castigar duramente su atrevimiento, con el firme propósito de frenar así cualquier futuro intento de volver a las andadas. En definitiva, pretende dar un doloroso escarmiento a un actor que, a la vista de lo ocurrido, se ha reforzado significativamente tanto en número de efectivos como en armamento, y al que aspira a convencer por la fuerza de que nunca más le va a permitir golpear de manera similar. Al mismo tiempo, Israel también desea enviar un mensaje nítido a otros posibles actores que pueden verse tentados de volver a poner a prueba su capacidad y su voluntad de defensa. En esa lista figuran tanto Hizbulah –el último actor no estatal que, en 2006, se atrevió durante 54 días a entrar en combate convencional con las FDI–, como todos los peones que Irán puede activar en Oriente Medio contra Israel –desde las milicias proiraníes que abundan en Siria y en Irak, hasta los huzíes yemeníes–. Todos esos actores tienen cuentas pendientes con Tel Aviv por diferentes motivos.

Netanyahu y sus cálculos personales

Junto a las motivaciones israelíes de índole estratégica, cabe identificar otra de carácter personal. Netanyahu lleva tiempo convertido en un funambulista político, consciente de que la alternativa más probable a su posición de primer ministro es la cárcel. Eso se debe a las tres causas judiciales que está intentando desesperadamente desactivar con iniciativas legislativas antidemocráticas, con las que busca subordinar el poder Judicial al dictado de la Knéset (Parlamento). El golpe recibido el pasado 7 de octubre ha impactado directamente en quien estaba convencido de ser el principal garante de la seguridad nacional –de ahí su propio interés por ser conocido como “Sr. Seguridad” –. Desde esa fecha se encuentra en el centro de la diana de las críticas, como principal responsable del trágico fracaso cosechado.  

El fracaso no puede obedecer a la falta de información sobre lo que ocurre a diario en Gaza, un territorio que tiene bajo estrecha vigilancia a través de sus propios medios, de los colaboracionistas con los que allí cuenta y de todo lo que Egipto le proporciona desde hace mucho tiempo. Por mucho que ahora Netanyahu pretenda escapar a las críticas que está recibiendo –deslizando la idea de que sus servicios de inteligencia no le informaron de lo que estaba a punto de ocurrir, unido a otras interpretaciones que darían a entender que esos mismos servicios le habrían escondido datos con la oculta intención de provocar su caída una vez que Hamás golpeara–, todo apunta a un monumental fallo de valoración política sobre la gravedad de una amenaza sobradamente conocida. Un fallo que le impulsa a reaccionar de manera sobreactuada, planteando que en esta ocasión el objetivo es la destrucción completa de Hamás.

¿Se puede destruir a Hamás?

Conviene cuestionarse qué es Hamás, con vistas a calibrar hasta qué punto el objetivo de destruirlo, planteado por Netanyahu, resulta o no realista. La versión que Tel Aviv pretende imponer como única posible daría a entender que Hamás es simplemente un grupo terrorista, con el que no es posible ningún tipo de entendimiento y al que sólo cabe castigar hasta su exterminio. Pero la realidad es más compleja.

En primer lugar, cabe recordar que se trata no solamente de un actor político muy asentado en el TOP, sino que es el vencedor de las últimas elecciones celebradas (25 de enero de 2006). Eso significa que en aquel momento contaba con el apoyo mayoritario de una población que estaba dando la espalda a una ANP desgastada por su propia corrupción e ineficacia, y por su incapacidad para movilizar a la comunidad internacional en su favor. Por supuesto, no disponemos de datos más recientes para poder determinar cuál es el nivel de apoyo popular que hoy puede tener, pero es evidente que desde su golpe de mano en Gaza –tras la negativa, un año después de la victoria electoral, de la ANP a reconocer su derrota en las urnas–, ha logrado asentarse como un interlocutor político con otros gobiernos árabes y hasta con Israel (a menudo a través de Egipto) para acordar treguas o puntuales alivios a la desesperada situación que sufren los gazatíes.

Hamás también es un importante actor social, con una amplia red de servicios básicos para la población. Aunque su intención última sea ganarse de ese modo las simpatías de quienes se sienten abandonados tanto por la ANP como por la potencia ocupante y el conjunto de la comunidad internacional, es innegable que esa labor le reporta notables beneficios en términos de popularidad y alineamiento político.

Por supuesto, también es un actor armado que en su carta fundacional propugna la destrucción de Israel y el establecimiento de un Estado islámico en toda la Palestina histórica, y que cuenta con las Brigadas de Ezzedín al-Kassam como punta de lanza. Con el paso de los años, y el creciente apoyo recibido desde el exterior (con Irán como referencia principal), ha conseguido no solamente contar con unos 25.000-40.000 efectivos (entendiendo que, como ocurre en otros grupos activos en la región, no todos son miembros a tiempo completo), sino también con un notable arsenal de equipo, material y armamento que ya no se limita a los artesanales cohetes fabricados en la propia Franja o introducidos a través de los túneles que la conectan con Egipto y de la costa mediterránea. Hoy se estima que también posee decenas de miles de proyectiles dirigidos con suficiente alcance como para poder batir cualquier ciudad israelí, incluyendo el complejo nuclear de Dimona. A estas alturas, ya ha logrado desarrollar una incipiente capacidad industrial que le permite no sólo ensamblar armas a partir de los componentes que le llegan desde el exterior, sino también construir sus propios cohetes y misiles, entre los que destacan varios modelos retocados de los Kasem iraníes hasta llegar al Ayyash (con un alcance estimado en 250km), junto a los Fajr iraníes y los M302 sirios.

A eso se une una capacidad de combate que, además de venir explicada por su propia experiencia contra las FDI, se ha visto potenciada exponencialmente gracias a sus vínculos con un grupo como Hizbulah, muy baqueteado en el contexto de la guerra que lleva sufriendo Siria desde hace ya 12 años, sin olvidar a los que mantiene con el Cuerpo de Guardianes de la Revolución Islámica de Irán a través de las Brigadas al-Quds, encargadas de operar fuera de Irán.

Todo eso implica que, más allá de su consideración como grupo terrorista (tal como lo definen, entre otros, Tel Aviv, Washington y Bruselas), Hamás es una realidad multifacética que cuenta con un considerable respaldo social, con diversificados vínculos políticos con actores regionales (tanto estatales como no estatales) y con una potencia de combate que ni Israel puede despreciar, a pesar de su inequívoca superioridad. Su pretendida eliminación, por tanto, supone un reto que Israel (o, mejor dicho, Netanyahu) parece dispuesto a asumir.

Para valorar lo que pueda ocurrir a partir de aquí, resulta provechoso, en primer lugar, recordar los fracasos cosechados por Estados Unidos en su nefasta “guerra contra el terror”, creyendo que era posible destrozar por completo a enemigos como al-Qaeda o Estado Islámico empleando la fuerza bruta. Un enfoque militarista que, en ningún caso, atendió a las causas estructurales que explicaban su emergencia y a las simpatías que cosechaba entre poblaciones desatendidas social, política y económicamente por sus propios gobiernos y abandonadas por la comunidad internacional. Una percepción extendida es que esa comunidad internacional aplicaba una doble vara de medir para juzgar las violaciones de los derechos humanos y del derecho internacional en función de intereses geopolíticos y geoeconómicos que siempre se colocaban por encima de los valores y principios que ser decía defender. Un enfoque, en síntesis, que no sólo no acabó con esas amenazas, sino que las multiplicó geográficamente, al tiempo que agravó aún más el sentimiento antioccidental en muchos rincones del mundo árabe y musulmán.

Lo mismo podría decirse del propio Israel en su manera de responder a la amenaza que representaba Hizbulah en 2006 desde Líbano. Fue allí donde Tel Aviv puso en práctica por primera vez lo que se conoce como Doctrina Dahiya, resumida en la idea de que, en un contexto de guerra asimétrica contra un grupo armado irregular, era necesario golpear de manera desproporcionada no sólo contra los combatientes enemigos, sino también contra la población civil de la zona de operaciones, identificándola inequívocamente como objetivo militar por su supuesto alineamiento con el grupo armado en cuestión. Y ese es el mismo Israel que ahora ha llamado a filas a unos 360.000 reservistas –sumados a los 175.000 efectivos de las FDI– desplegados en torno a Gaza para llevar a cabo una operación de castigo que pretende ser definitivamente resolutoria.

Al actuar como ya lo está haciendo desde el arranque de la operación Espadas de Hierro, Netanyahu vuelve a demostrar su preferencia por el uso de la fuerza desproporcionada, olvidando interesadamente que la guerra no empezó el pasado 7 de octubre (como si Israel no tuviera nada que ver en la aparición de Hamás y en la rabia generada en su contra en el TOP), y dejando de lado que Israel, como potencia ocupante, es el responsable directo del bienestar y la seguridad de la población ocupada. También parece olvidar que un Estado que se define como democrático y de derecho no puede actuar al modo de los grupos que califica como terroristas, violando abiertamente el derecho internacional en todas sus dimensiones. Unos olvidos que bien pueden ser el resultado de la sensación de impunidad de la que goza Israel desde hace décadas, gracias al respaldo incuestionable de Washington, la inoperancia de la Unión Europea (UE) para actuar en línea con sus valores y principios y el abandono de los palestinos por parte de los países hermanos árabes.

Aun así, como si no hubiera aprendido ninguna lección de sus propios errores y los de su principal aliado internacional, Israel se encamina a una nueva aventura militarista condenada al fracaso. Logrará, por supuesto, debilitar extraordinariamente a Hamás en su capacidad militar, matando a muchos de sus combatientes (mientras sus principales referentes políticos, como Ismail Haniya y Yahya Sinwar, siguen a salvo en el extranjero), y destruyendo muchos de sus túneles y buena parte de su material y armamento. También logrará seguramente desmantelar el “gobierno” de Hamás en la Franja, aunque no sepa qué hacer a continuación, más allá de una alusión genérica a la intención de encargarse directamente de la seguridad durante un tiempo indefinido.

Pero por mucho que Netanyahu lo intente –en pleno proceso de adopción de un nuevo concepto estratégico conocido como Victoria Decisiva y del ambicioso plan plurianual Tnufa para hacer de las FDI una maquinaria capaz de responder a los nuevos retos de seguridad en la región–, cabe dar por seguro que no podrá eliminar a Hamás. Porque Hamás, más allá de ser un grupo terrorista, es una idea. Una idea que ha calado muy hondo en buena parte de la población palestina y más allá. Y eso, con el añadido del incremento de la ira y la desesperación que está provocando la operación israelí, seguirá siendo un fructífero caldo de cultivo para la aparición de más desesperados e iluminados dispuestos a seguir combatiendo a quien identifican como su principal enemigo… y a quienes lo apoyen desde el exterior.

Conclusiones

Hamás, con una reprobable actuación que está reportando más sufrimiento a los palestinos y más críticas internacionales, no sirve a la causa palestina. Pero lo mismo cabe decir de la actuación de un Netanyahu que, en búsqueda de su propia salvación política, parece dispuesto a contravenir los intereses de Israel, insistiendo en una vía que pone en peligro la vida de las personas capturadas por Hamás, lleva a la muerte a sus propios soldados y civiles y desacredita los valores y principios de la religión judía. Todo ello, sin ninguna garantía de que su renovado militarismo le permita mantenerse en el poder.

No es posible eliminar a Hamás y mucho menos por la vía militar. Por muy debilitado que quede tras el castigo israelí, seguirá contando con apoyos tanto entre una población reiteradamente abandonada y despreciada, como entre quienes estén dispuestos en la región a seguir aprovechando su desesperación y su rabia en beneficio propio. Romper esa dinámica de recurrente acción y reacción bélica, que ni sirve a la causa palestina ni a los intereses legítimos de Israel, sólo se puede plantear a través de un esfuerzo sostenido a largo plazo que asuma la necesidad de satisfacer de inmediato las necesidades básicas de la población ocupada y, al mismo tiempo, atender sus demandas políticas. En otras palabras, es empezar a construir un futuro que asuma algo tan básico como el reconocimiento expresado recientemente por un alto mando israelí de que “no tendremos seguridad mientras no tengan esperanza”. Pero, desgraciadamente, nada indica que algo así esté hoy en la agenda de quienes gobiernan Israel.