EEUU e Israel: la fortaleza de una relación

El presidente Joe Biden participa en una reunión bilateral con el primer ministro de Israel, Benjamin Netanyahu. 20 de septiembre de 2023, Nueva York.

El presidente Joe Biden participa en una reunión bilateral con el primer ministro de Israel, Benjamin Netanyahu. 20 de septiembre de 2023, Nueva York. Foto: Cameron Smith - La Casa Blanca, (Dominio público vía Wikimedia Commons).

Tema

Se analiza la relación bilateral entre Estados Unidos (EEUU) e Israel, en particular la asistencia militar y su papel en el actual enfrentamiento entre Israel y Hamás.

Resumen

EEUU e Israel mantienen una relación más o menos firme desde hace más de 75 años, que ha oscilado entre el razonamiento moral y la justificación estratégica, con dos momentos decisivos: la guerra de 1967 y la Administración Reagan. La actual crisis estalla en un momento en el que, para EEUU, Oriente Medio es un teatro secundario, ya que está centrado en la guerra en Ucrania y, sobre todo, en la competición geoestratégica con China. A pesar de ello, la respuesta de la Administración Biden han sido de apoyo firme a Israel, aunque el tono y el fondo están cambiando.

Análisis

La promesa del presidente de EEUU, Joe Biden, de que su país “estará al lado de Israel” tras el ataque de Hamás a Israel el 7 de octubre simboliza la continuidad de una relación especial que se remonta a 1948, cuando el presidente Harry Truman se convirtió en el primer líder mundial en reconocer al Israel. Lo hizo sólo 11 minutos después de la declaración del primer ministro israelí, David Ben-Gurion, anunciando la creación de un nuevo Estado. Fue un movimiento muy simbólico de la Administración Truman, aunque posteriormente EEUU mantuviera el embargo de armas a Israel –y a aquellos países que participaron en la guerra árabe-israelí que tuvo lugar inmediatamente después– y que levantaría posteriormente John F. Kennedy. La decisión del reconocimiento enfrentó además a Truman con su propio Departamento de Estado, cuyo entonces secretario, George C. Marshall, se oponía a dar ese paso.

Desde entonces, ambos países han mantenido una relación más o menos sólida durante más de 75 años, con dos momentos especialmente decisivos: la guerra del 1967 y la llegada de la Administración Reagan.

Hasta 1967, Israel mantuvo relaciones cordiales con EEUU, pero no tan estrechas como serían posteriormente. No era el mayor receptor de ayuda militar estadounidense y los propios israelíes albergaban dudas sobre la capacidad de su país para hacer frente al previsible ataque coordinado de los Estados árabes vecinos. Incluso aquellos que confiaban en que Israel vencería suponían que la victoria tendría un terrible coste humano. Pero la formidable victoria de Israel sobre Siria y Egipto, los principales proxies de la Unión Soviética en Oriente Medio, en un momento de contención de la Guerra Fría en el que EEUU buscaba que el conflicto no se convirtiera en una batalla mayor, cambió el estatus de Israel a ojos de Washington y el papel estadounidense en el conflicto árabe-israelí.

El entonces presidente norteamericano, Lyndon B. Johnson, posiblemente haya sido el más comprometido y emocionalmente apegado a Israel. Fue el primero en recibir a un primer ministro israelí en la Casa Blanca y también el primero en entregar sistemas de armas ofensivas a Israel, aunque fue Kennedy quien rompió este tabú, al comenzar a suministrar algunas armas defensivas. Antes de dejar el cargo, Kennedy tomó la decisión de proporcionar a los israelíes los cazas F-4 Phantom, a lo que se oponía tanto el Departamento de Estado como el de Defensa. La guerra de 1967 marcó, además, el establecimiento del primer canal directo de comunicación (hot line) entre EEUU y la Unión Soviética. Y contrariamente a Eisenhower, que tras la guerra de 1956 exigió la retirada de Israel del Sinaí a cambio de un frágil cese el fuego, Johnson pediría la retirada israelí a cambio de paz. Su discurso del 19 de junio de 1967 anticipó en muchos aspectos la que sería la Resolución 242 del Consejo de Seguridad, que pedía la retirada de Israel de “los territorios ocupados en el reciente conflicto” a cambio de “la terminación de todas las reclamaciones o estados de beligerancia y el respeto y reconocimiento de la soberanía, integridad territorial e independencia política de todos los Estados de la zona y de su derecho a vivir en paz dentro de fronteras seguras y reconocidas, libres de amenazas o actos de fuerza”. Interpretada de forma diferente por israelíes y árabes, esta resolución seguiría siendo la base de todos los esfuerzos posteriores de EEUU para resolver el conflicto árabe-israelí.

El segundo punto de inflexión se produjo bajo la Administración Reagan, que brindó un enorme apoyo a Israel e institucionalizó la relación. Pero quizás lo más importante fue que la justificación para apoyar a Israel desplazó su eje argumental desde el razonamiento moral que había prevalecido anteriormente hacia un conjunto de justificaciones estratégicas. Este cambio se vio plasmado en diversas medidas concretas. La más destacada fue un Memorando de Entendimiento (MoU) sobre cooperación estratégica, firmado entre ambas partes en noviembre de 1981. Le siguieron otros acuerdos importantes relacionados con la seguridad, como la inclusión de Israel en el programa de investigación de la Iniciativa de Defensa Estratégica y la designación de Israel como “aliado no-OTAN”. También se creó el Joint Political Military Group, que desde entonces se ha reunido periódicamente para abordar las ventas de material militar a Israel, los ejercicios y simulacros conjuntos y los acuerdos logísticos. Además, ambos países firmaron un acuerdo de libre comercio.

Pero también fue bajo la Administración Reagan que, por primera y única vez, un presidente de EEUU suspendió la ayuda al país. En junio de 1981 Israel bombardeó por sorpresa, con aviones de fabricación estadounidense y sin informar previamente a Washington, el reactor nuclear iraquí Osirak, violando el espacio aéreo de Arabia Saudí y Jordania. Reagan no sólo apoyó la Resolución 487 del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas condenando el ataque, sino que también criticó públicamente la incursión y suspendió la entrega de avanzados aviones de combate F-16 a Israel. Además, a pesar de las objeciones de Israel y de los grupos de presión estadounidenses proisraelíes, Reagan aprobó la venta de aviones avanzados de reconocimiento (AWACS) a Arabia Saudí. Más adelante, el MoU estratégico fue suspendido temporalmente por Washington después de que Israel extendiera su jurisdicción a los Altos del Golán ocupados en diciembre de 1981, siendo restablecido a finales de 1983.

Tras la Administración Reagan comenzó la única década del siglo XX en la que no hubo un enfrentamiento interestatal en la región, como los ocurridos en 1948, 1956, 1967, 1973 y 1982. La década comenzó con la invasión de Kuwait por parte de Saddam Hussein en agosto de 1990, tras el fin de la Guerra Fría. La Administración Bush se apresuró a crear una amplia coalición internacional, que incluía una mayoría de países árabes para frenar a Irak. EEUU era entonces admirado, temido y respetado, y logró que Israel no lanzara una represalia después de que Saddam Hussein disparara 39 misiles Scud contra él, convenciendo al primer ministro Isaac Shamir que se contuviera a pesar de las enormes presiones ejercidas por su ministro de Defensa y las autoridades militares para que respondiera militarmente. Una represalia que entonces hubiera llevado a los países árabes a abandonar la coalición, creando un enorme contratiempo a EEUU. Gracias a ello, Saddam Hussein no fue capaz de convertir la invasión de Kuwait en una guerra de Occidente contra el mundo árabe, que lo hubiera cambiado todo.

La Administración Bush también logró romper un tabú importante gracias a la celebración de la Conferencia de Paz de Madrid en 1991, que sentó a negociar a árabes e israelíes por vez primera en 25 años, sin la cual los acuerdos de Oslo de 1993 no hubieran sido posibles. La Cumbre de Paz de Camp David de 2000 fue el último gran intento de una administración estadounidense por alcanzar una paz negociada, aunque las conversaciones y negociaciones continuarían bajo las Administraciones de Bush (hijo) y Obama.

La relación bilateral

La cooperación en seguridad es uno de los principales elementos de la relación bilateral entre EEUU e Israel. Otras piezas de la relación se han ido modificando, como la asistencia económica, que fue importante a partir de la década de los 70 y finalizó en 2007 cuando Israel alcanzó un considerable crecimiento económico.

En la actualidad Israel se mantiene como el principal receptor de ayuda estadounidense, una ayuda que le ha permitido transformar sus Fuerzas Armadas y mantener la “ventaja militar cualitativa” (qualitative military edge o QME) frente a sus vecinos. Ésta ha estado siempre garantizada por el Congreso de EEUU y ha contado con el apoyo de los dos grandes partidos, en parte gracias a la actuación a nivel doméstico de varias organizaciones en defensa de Israel desde la guerra del Yom Kippur en 1973. Es el caso del American Israel Public Affairs Committee (AIPAC) y Christians United for Israel (CUFI), que expresan un apoyo inequívoco a la ayuda de seguridad estadounidense a Israel. Otra importante organización, J Street, apoya la continuación de la ayuda de seguridad en los niveles actuales, al tiempo que sostiene que los fondos estadounidenses no deberían utilizarse en menoscabo de los derechos de los palestinos, para expandir los asentamientos u otras medidas que afiancen la ocupación de Cisjordania.

Desde 1999, dicha asistencia militar a Israel se define mediante un MoU que fija las expectativas a largo plazo con una validez de 10 años. Desde entonces, se han firmado tres MoU, por las Administraciones de Clinton, Bush y Obama. Aunque no son vinculantes y no requieren la ratificación del Senado, han influido de forma significativa en la ayuda asignada a Israel en cada coyuntura histórica. Según el último MoU, se asigna a Israel un mínimo de 3.800 millones de dólares anuales hasta el 2028. Alrededor de 3.300 millones de dólares corresponden a la Financiación Militar Extranjera (FME), que representa cerca del 16% del presupuesto de defensa israelí, que en 2021 rondaba el 5,71% de su PIB. Los 500 millones de dólares restantes se dedican a los programas de defensa antimisiles conjuntos, como el Iron Dome, Arrow II y Arrow III, y David’s Sling. Los MoU previos no incluían esta partida para la defensa antimisiles, que se asignaba de manera separada. Así pues, no será hasta después de las elecciones presidenciales de noviembre de 2024 y la investidura de un nuevo presidente en enero de 2025 cuando se comience a negociar el siguiente MoU de asistencia militar. Israel cuenta, además, con una excepción a la hora de utilizar la FME, ya que se le permite utilizar un porcentaje de la misma, denominado Off-Shore Procurement, para invertir en su propia industria de armamentos, lo que le ha permitido un importante desarrollo. En la actualidad ronda el 26% de la FME y se reducirá a cero en el 2028.

Antes del estallido del último conflicto habían crecido paulatinamente las voces que abogaban por un mayor control de la ayuda militar estadounidense a Israel, sobre todo a raíz de los incidentes de mayo de 2021. Entonces, y durante 12 días, Israel y Hamás intercambiaron un intenso fuego, con disturbios en ciudades mixtas árabe-judías y con un número de bajas que reflejaba el desequilibrio de capacidades entre las partes, así como las decisiones de cada uno sobre cómo responder a los ataques. Esto provocó que desde EEUU se empezaran a hacer llamamientos para poner fin a la ayuda militar estadounidense, primero desde posiciones más liberales y luego más conservadoras. Unos sacaban a relucir los posibles abusos de los derechos humanos por parte de los israelíes y otros argumentaban que EEUU ya no necesitaba continuar dando dinero a un país desarrollado como Israel. Paradójicamente, esa ayuda es precisamente una de las principales razones por las que el papel de EEUU como intermediario de la paz es esencial.

La Administración Biden

El actual presidente de EEUU ha hablado desde los comienzos de su mandato de la importancia de mantener a la vista una solución diplomática a este conflicto entre israelíes y palestinos, aunque su administración no ha iniciado ningún tipo de conversación directa entre las partes. Desde luego Biden no ha intentado replicar al presidente Obama, del que fuera vicepresidente, y que pretendió dar un golpe de timón en Oriente Medio tras la Administración Bush. Obama siguió apoyando a Israel, pero describió la presencia israelí en Cisjordania como una “ocupación” y se opuso enérgicamente a la construcción de nuevos asentamientos. También organizó una cumbre entre el entonces primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, y el líder de la Autoridad Nacional Palestina, Mahmud Abbas, en la Casa Blanca, que finalmente fracasó.

Biden tampoco revertió las decisiones más controvertidas de la Administración Trump, tales como el reconocimiento de la anexión de Jerusalén y los Altos del Golán, o el traslado de la embajada estadounidense a Jerusalén. Cuando la tensión aumentó en mayo del 2021, también se mostró muy cauto en su enfoque del conflicto, no yendo tan lejos como algunos miembros de su partido hubieran deseado, aunque al parecer adoptó un tono más duro en privado con el primer ministro israelí.

Ambos mantienen una relación personal que se remonta a la década de los 80, cuando Biden era un joven senador y Netanyahu trabajaba en la embajada israelí en Washington. Cuando Netanyahu fue derrotado en 1999 agradeció a Biden que fuera el único político estadounidense que se despidiera de él a través de una carta en la que elogiaba su actuación como primer ministro desde 1996. Durante la Administración Obama, Biden fue el principal interlocutor con Israel, dada la falta de sintonía entre el presidente y Netanyahu. De ahí que en 2010 fuese enviado a Israel para una visita diplomática de alto nivel, diseñada en parte para intentar que las relaciones entre ambas administraciones fueran más fluidas. Su llegada fue recibida con un comunicado del gobierno israelí anunciando sus planes para la construcción de nuevos asentamientos en zonas palestinas de Jerusalén, pero en lugar de regresar de inmediato a EEUU como le pedía su gobierno, Biden decidió seguir adelante con la visita y no escalar la situación pública y diplomáticamente. Se puso de manifiesto entonces que para Biden, la política exterior se rige en buena parte por las relaciones personales, como ha vuelto a constatarse tras los brutales ataques de Hamas contra Israel del 7 de octubre.

Cuando estalló la nueva crisis, muchos recordaron que pocos días antes el consejero de Seguridad Nacional de EEUU, Jake Sullivan, había afirmado en un evento público que “la región de Oriente Próximo está hoy más tranquila de lo que ha estado en dos décadas”. Washington se había esforzado para librarse de décadas de costosas guerras en la región, para centrarse en la invasión de Ucrania y en la intensificación de la competencia estratégica contra China. La región era ahora un teatro secundario, destinado a encajar en una agenda global más amplia, en lugar de dominarla. Y así se puso de manifiesto en la nueva estrategia de EEUU hacia Oriente Medio, presentada en mayo del 2023 por el propio Sullivan. Una estrategia creativa, que trataba de establecer un nuevo equilibrio de poder en la región, que permitiera a EEUU rebajar su presencia sin que China ocupara el vacío que pudieran dejar. Este texto hacía hincapié en la creación de coaliciones, en la diplomacia y en la integración regional. Además, se invocaban los Acuerdos de Abraham de la época de Trump, así como varias iniciativas de Biden, como el cuatripartito India-Israel-Emiratos Árabes Unidos-EEUU, también conocido como I2U2. Y se hacía una histórica apuesta por la normalización entre Arabia Saudí e Israel, que alinearían a dos de los principales actores de la región contra un enemigo común, Irán, con el que, al mismo tiempo, se trataba de aliviar tensiones. Tras intentar y fracasar en su intento de resucitar el acuerdo nuclear de 2015 con Teherán, Washington optó por una serie de acuerdos informales con Irán –como la liberación de cinco estadounidenses a cambio del acceso a 6.000 millones de dólares de ingresos del petróleo previamente congelados– con la esperanza de ralentizar su programa nuclear y contener sus provocaciones en toda la región. De haber tenido éxito, la normalización entre Arabia Saudí e Israel podría haber tenido un impacto verdaderamente transformador en el entorno económico y de seguridad de Oriente Medio.  

Sin duda, en su conjunto se trataba de una estrategia ambiciosa y optimista. Pero el inesperado ataque de Hamás contra Israel parece haber desbaratado esa esperanza, poniendo fin a la ilusión de que EEUU puede desentenderse militarmente de una región que ha dominado su agenda de seguridad nacional durante el último medio siglo. Sin embargo, no se puede culpar a la Administración Biden por haberlo intentado. 20 años de lucha contra los terroristas y las desilusiones en Afganistán e Irak han pasado una enorme factura a la sociedad y la política estadounidense, así como a las arcas del Estado, además de desviar la atención de otros desafíos. Pero el ataque a Israel por parte de Hamás volvió a situar Oriente Medio en el primer plano de la seguridad nacional de EEUU y el gobierno de Biden, sorprendido como todos, debía responder a la crisis.

La respuesta

El 7 de octubre de 2023, EEUU no tenía embajadores confirmados en Israel, Egipto, Omán y Kuwait, y también seguía vacante el puesto de enviado antiterrorista del Departamento de Estado y el de alto funcionario para Oriente Medio de la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID). EEUU, por lo tanto, tenía que dirigir una respuesta con un alto número de funcionarios aún no confirmados por el Senado. Ello es una muestra más de cómo el hiperpartidismo de Washington está afectando negativamente a la política exterior, poniendo en cuestión la capacidad de la administración para elaborar una respuesta eficaz a una gravísima e inesperada crisis.

Estos puestos estaban vacíos debido a un proceso de confirmación del Senado casi roto, en el que los candidatos han languidecido en el limbo durante meses debido a la nueva costumbre de los senadores republicanos de bloquear sin contemplaciones a todos los candidatos presentados por el gobierno para ocupar diversos ámbitos de la administración federal. Los republicanos, por su parte, culpan a la Administración Biden de no trabajar para resolver ciertas disputas políticas y de demorarse en el acercamiento al Congreso. El resultado final es un equipo gubernamental mermado, poco preparado para hacer frente a uno de los mayores incendios que se ha producido en Oriente Medio en años.

Por si fuera poco, en EEUU está creciendo la división partidista sobre el apoyo a Ucrania, impulsada en parte por la retórica de algunos republicanos que pretenden que se ponga fin a la ayuda militar y financiera a Kyiv, fondos que requieren la aprobación de la Cámara de Representantes, ahora en manos republicanas. La Administración Biden no sólo pretende mantener el apoyo a Ucrania, sino que ahora trata de unirla a la ayuda a Israel en su lucha contra Hamás, sabedor del firme y mayoritario apoyo republicano al gobierno de Netanyahu. Con este fin, la Administración ha propuesto un paquete de 105.000 millones de dólares, que cubre ambos objetivos –la mayoría destinado al Pentágono, para que pueda reponer sus reservas de armamento– así como la financiación de la defensa de Taiwán, para fortalecer la seguridad en la frontera con México, y cierta ayuda humanitaria para los palestinos. Se trata, como se verá, de un proyecto que contiene algo para casi todos, y que también irrita a casi todo el mundo. Esta es una táctica tradicional para crear consenso en un Congreso dividido, pero puede que esta vez no funcione, no sólo porque la Cámara está muy enfrentada, sino porque el propio Partido Republicano es una casa dividida.

Por otro lado, una cosa es vincular la ayuda para Ucrania a la de Israel como táctica política y otra muy distinta es esgrimir el argumento más amplio de que estos fondos se estarían destinando a luchar contra el “mismo enemigo”. El propio presidente ucraniano, Volodímir Zelensky, se ha sumado con entusiasmo a este discurso, apoyando firmemente a Israel. Sus declaraciones, claramente dirigidas en gran medida al público estadounidense con el fin de mantener su apoyo, pueden socavar los esfuerzos que ha realizado durante el último año en los países del llamado “sur global”, sobre todo entre las principales potencias árabes, como Arabia Saudí. Por otro lado, cabe recordar que, tras la invasión de Ucrania por parte de Rusia, Israel dio apoyo político a Ucrania y ayuda humanitaria a los ucranianos, pero sin alienar a Rusia y mostrándose reacio a proporcionar ayuda letal a Ucrania debido a su interés por salvaguardar sus operaciones militares contra Siria, para las que cuenta con la coordinación con Rusia para garantizar que sus fuerzas no choquen ni se disparen por error. Sin embargo, parece que Israel está proporcionando o planea proporcionar a Ucrania inteligencia básica, ayuda con sistemas de alerta temprana y sistemas de interferencia contra drones para contrarrestar los drones y misiles de fabricación iraní utilizados por Rusia.

Ucrania aún tiene una larga guerra por delante y su apoyo retórico y su autodeclarada comparación con Israel enmascaran una descarnada competencia por unos recursos limitados. Tanto Ucrania como Israel luchan sabiendo que el fin del apoyo estadounidense tendría graves consecuencias para sus respectivas causas. Además, el nuevo conflicto en Oriente Medio sirve a los intereses del Kremlin, debilitando el apoyo estadounidense a su principal contrincante actual. Pero la guerra también pone en entredicho la política de Moscú de equilibrar sus relaciones en Oriente Medio entre Israel y sus vecinos. Al igual que la guerra en Ucrania ha empujado a Rusia a los brazos de Irán, Tel Aviv considera ahora al Kremlin como, en el mejor de los casos, un dudoso mediador y, en el peor, un aliado de Hamás.

Objetivos de EEUU

Ahora mismo los objetivos a corto plazo de la Administración Biden en Israel y Gaza son evitar que la guerra se extienda a otros territorios, conseguir la liberación de los rehenes estadounidenses por parte de Hamás y coordinar la ayuda humanitaria.

Para abordar el primer objetivo, EEUU ha desplegado dos grupos de ataque de portaaviones y un submarino de propulsión nuclear en las aguas que rodean Oriente Medio. Además, ha enviado al menos 1.200 soldados a la región, así como defensas aéreas, incluidas baterías Patriot y el sistema Terminal High Altitude Area Defense. A pesar de ello, se han producido ataques contra tropas y activos estadounidenses, principalmente en Irak y Siria, pero también cerca de la costa de Yemen. Washington ha respondido con cautela, recurriendo a ataques selectivos de represalia.

En cuanto a los dos siguientes objetivos, Washington ha lanzado una intensa gestión diplomática pocas veces vista. El secretario de Estado, el de Defensa, autoridades militares y de inteligencias visitan constantemente la región desde el pasado 7 de octubre. No fue ninguna sorpresa que el gobierno estadounidense señalara de inmediato su apoyo a Israel, que prometiera a los israelíes que tendrían todo lo que necesitaran para responder y que republicanos y demócratas se alinearan en un apoyo casi unánime. Pero el mensaje del presidente Biden ha ido cambiando con el paso de las semanas. Durante los primeros días del conflicto mantuvo el pleno apoyo público a Israel, sin llamamientos abiertos y enérgicos a la moderación. Quizás fuese una táctica que buscaba ganar influencia ante los dirigentes israelíes con la esperanza de influir en ellos, al tiempo que aconsejaba moderación en privado. Él y su equipo también se cuidaban de no decir a los israelíes lo que tenían que hacer, aunque formularan preguntas destinadas a transmitir la preocupación de la Administración norteamericana sobre cuestiones como quién administraría Gaza si se ocupaba, o si la crisis provocaría la intervención de Hizbulah y otras milicias.

Pero a medida que Israel intensificaba su ofensiva, el presidente Biden comenzó a advertir repetidamente a sus dirigentes que no cometieran los mismos “errores” que EEUU tras el 11 de septiembre de 2001. Aunque sigue declarando su apoyo inequívoco a Israel, Biden y sus altos cargos militares y diplomáticos se han vuelto abiertamente más críticos con la respuesta de Israel y la crisis humanitaria que se está desencadenando en Gaza. Ahora insisten en recordar a los israelíes que, incluso si los terroristas de Hamás se entremezclan deliberadamente con la población civil, las operaciones deben adaptarse para evitar víctimas no militares.

El cambio de tono y de fondo se debe no sólo a la crisis humanitaria de Gaza, sino a un creciente contexto de denuncias mundiales de las acciones de Israel, además de una explosión de protestas en EEUU. Biden es consciente no sólo de lo polarizado que está su país, sino de lo polarizado que está el mundo. Los funcionarios estadounidenses también saben que no podrán conseguir más apoyo diplomático para Israel y muchos países del denominado “sur global” se están moviendo en sentido contrario a medida que aumenta el número de víctimas mortales palestinas. Además, incluso los aliados europeos de EEUU están divididos sobre la guerra de Israel, lo cual hace imposible una repetición de la coalición pro-ucraniana forjada tras la invasión rusa.

La opinión pública estadounidense también se muestra muy dividida y quienes se oponen al gobierno de Israel en las universidades y en la política están ahora bien organizados, mucho más que hace unas décadas. Esta tendencia ya era visible en las encuestas de opinión realizadas antes de octubre, como la realizada por  Gallup a principios de 2023, que reveló un descenso del apoyo a Israel entre 2013 y 2023 (del 64% al 54%), junto con un considerable aumento del apoyo a la causa palestina en ese mismo período (del 12% al 31%). (Esta evolución de la opinión a lo largo de la década se debió en gran medida al descenso del apoyo a Israel entre los votantes demócratas y los independientes). La misma encuesta sugiere que el apoyo a Israel frente a los palestinos varía según los grupos de edad y que los estadounidenses más jóvenes son ahora menos propensos a ponerse del lado de Israel. Además, el creciente escepticismo sobre Israel entre la generación más joven va de la mano del mismo escepticismo sobre el papel de EEUU en las relaciones internacionales.

Conclusiones

El inicial apoyo incondicional de EEUU a Israel tras el brutal ataque de Hamás del 7 de octubre ha traído de nuevo a la palestra la fuerte amistad entre EEUU e Israel, poniendo el foco en la asistencia militar que Washington le ha brindado desde hace décadas. Durante más de 75 años se han producido altos y bajos en la relación bilateral, cambios estructurales en las ayudas, discrepancias internas en Washington entre los Departamentos de Estado, de Defensa y la propia Casa Blanca con respecto a Israel, y razones morales y estratégicas que han justificado en varios momentos el apoyo al gobierno israelí. Una ayuda que es esencial para Israel, lo que convierte a EEUU en clave para gestionar el actual conflicto. Sin embargo, la Administración Biden no ha puesto en entredicho dicha ayuda, en parte porque nada puede hacer mientras esté en vigor el último MoU (hasta 2028) y porque la polarización política interna está invadiendo también la política exterior.

Sin embargo, la distancia con Israel se agranda por momentos. Funcionarios estadounidenses mantienen debates internos y con sus aliados sobre el futuro de Gaza y han resucitado las conversaciones sobre la posibilidad de resucitar la solución de dos Estados, algo que siempre había descartado Netanyahu. Sullivan también ha expuesto públicamente una visión de lo que EEUU ve como el camino a seguir, que no contempla la reocupación de Gaza, ni el desplazamiento forzoso de sus habitantes, ni su uso como base para el terrorismo y afirma el deseo –que forma parte de una declaración del G7– de que la Autoridad Nacional Palestina tome el control de la Franja, algo que la propia Autoridad rechaza. Netanyahu, por su parte, descarta una fuerza internacional de vigilancia e insiste en que Israel mantendrá el control de seguridad sobre Gaza a largo plazo, postura a la que la Casa Blanca se opone.

Las discrepancias aumentan en todos los frentes, pero EEUU no puede limitarse a poner un plan sobre la mesa, a no ser que sea capaz de ofrecer soluciones transformadoras y diferentes a las que hemos visto hasta ahora. Mientras tanto, responde con cautela a los ataques contra objetivos estadounidenses en la zona intentando contener la situación.

En suma, hasta el ataque de Hamás, la Administración Biden había relegado Oriente Medio a un segundo plano, centrándose en su pivote hacia Asia y en responder a la invasión rusa de Ucrania. Ahora, Biden se enfrenta a un desafío que está mermando su apoyo político en casa y la unidad de los aliados de EEUU en el extranjero, acentuando así las dudas ya existentes sobre la capacidad de liderazgo de esta administración e incluso de EEUU como potencia.