Irán, en apuros: riesgos para la estabilidad regional (ARI)

Irán, en apuros: riesgos para la estabilidad regional (ARI)

Tema: Las elecciones presidenciales celebradas en Irán el pasado junio han ahondado las brechas que ya existían en la sociedad iraní y entre su clase dirigente[1]. La recomposición de fuerzas puede tener consecuencias importantes para la política exterior del Irán y para la estabilidad de Oriente Medio.

Resumen: Irán es un Estado pivote que cuenta con una gran importancia estratégica en la confluencia del Golfo Pérsico, Oriente Medio, Asia Central y el Mar Caspio. Lo que ocurre en Irán no puede dejar indiferente a ninguno de sus vecinos. La conflictiva situación interna creada tras las elecciones presidenciales de junio, de dudosa legitimidad, podría llevar a los actuales dirigentes iraníes a tratar de recomponer el frente interno mediante la negociación y algunas concesiones. Otra posibilidad es que el ala dura, vencedora en las elecciones, recurra a la vieja táctica de culpar al exterior de su crisis interna. Aún está por ver si esos mismos dirigentes caerían en la tentación de provocar alguna crisis con el exterior para justificar su política de mano dura y tratar de cerrar filas en torno a su liderazgo frente a una amenaza que venga de fuera, o si, por el contrario, prevalecerá un cálculo pragmático por el cual el régimen considere un mal menor negociar con EEUU un “gran acuerdo” que contemple los intereses nacionales iraníes y el interés del régimen en preservar el sistema político actual.

Análisis: Desde hace 30 años, Irán vive sumido en un dilema existencial: mantenerse fiel a la naturaleza teocrática de la República Islámica creada por el ayatolá Jomeini o permitir que el sistema de gobierno sea aquel que elijan sus ciudadanos a través de elecciones democráticas. Durante ese tiempo, han tenido lugar en el país casi una treintena de procesos electorales a distintos niveles. En ellos se combinaron los elementos teocráticos prevalecientes en el sistema con ciertas prácticas democráticas. Algunos resultados electorales fueron inesperados, pero nunca se puso en peligro ni se cuestionó seriamente el modelo surgido de la revolución islámica. Nunca, hasta las elecciones presidenciales del pasado 12 de junio. Los resultados oficiales que daban la victoria al candidato ultraconservador Mahmud Ahmadineyad, con el 63% de votos a favor, han despertado grandes sospechas de fraude en todo mundo, sobre todo debido a la reacción de importantes sectores de la sociedad iraní que no han dejado de mostrar su descontento con el proceso y con los resultados desde la misma noche electoral.

La amplia movilización social previa a las elecciones por parte de sectores favorables al cambio y el elevado índice de participación (cerca del 85%) presagiaban un resultado bien distinto, bien en forma de victoria del candidato moderado Hosein Musaví o, al menos, una segunda ronda entre los dos candidatos más votados. El líder supremo, Ali Jamenei, tomó la decisión arriesgada de romper con su papel de árbitro y decantarse abiertamente a favor de Ahmadineyad, a quien felicitó por su victoria incluso antes de darse a conocer los resultados oficiales, al tiempo que se mostraba cada vez más amenazante con quienes denunciaban el fraude. El tiempo dirá si las elecciones de junio de 2009 fueron el comienzo del fin de la República Islámica tal como la concibió el ayatolá Jomeini. Lo que sí queda claro es que dichas elecciones han supuesto un antes y un después en la historia moderna de Irán y han ahondado dos brechas que ya existían: una entre los grupos sociales reaccionarios y los aperturistas, y otra –tan importante o más que la anterior– entre los sectores ultraconservadores del régimen y los más pragmáticos. Esos enfrentamientos marcarán el futuro inmediato de Irán y de sus relaciones con el exterior.

Es de esperar que el nuevo gobierno de Ahmadineyad se vea debilitado en el frente interno a raíz de su pérdida relativa de legitimidad, teniendo que emplearse a fondo para imponerse a sus rivales dentro del régimen y a los movimientos sociales de oposición. A nivel internacional, semejante debilitamiento podría llevar al país por dos caminos distintos y prácticamente excluyentes: un mayor aislamiento que le generaría una inseguridad creciente al régimen, lo que podría tornarlo más agresivo buscando conflictos en el exterior o, por el contrario, la prevalencia de un cálculo pragmático por el cual el ala dura del régimen considere un mal menor negociar con EEUU un “gran acuerdo” que contemple los intereses nacionales iraníes y el interés del régimen en preservar el sistema político actual.

Inestabilidad iraní, inestabilidad regional
Irán es un Estado pivote que cuenta con una gran importancia estratégica en la confluencia del Golfo Pérsico, Oriente Próximo, Asia Central y el Mar Caspio. Lo que ocurre en Irán no puede dejar indiferente a ninguno de sus vecinos. Si algo se ha demostrado en tiempos modernos es que la sociedad iraní tiende a movilizarse contra sus dirigentes y que el poder político puede ser menos sólido de lo que aparenta. Los sucesivos dirigentes iraníes, tanto monarcas como mulás, han considerado que el papel natural que le corresponde a su país es el de hegemón regional, debido a su ubicación geográfica, el peso de su población, su riqueza en recursos naturales y su pasado imperial que lo diferencia del resto de sus vecinos. Las aspiraciones hegemónicas no se limitan a las elites políticas, sino que se extienden a lo largo y ancho de una sociedad profundamente nacionalista y que se ve a sí misma como la heredera del esplendor civilizacional de siglos pasados. A eso contribuye que sea un país persa y de población mayoritaria chií, rodeado de países que no lo son y con los que ha tenido relaciones conflictivas a lo largo de la historia. Aun así, el sentimiento de orgullo nacional, e incluso de superioridad en relación con sus vecinos, difícilmente explicaría por sí sólo la forma en que Irán se relaciona con éstos.

Tan importante como el extendido orgullo nacional de muchos iraníes es la constante sensación de inseguridad en la que vive el país –en parte debido a las invasiones e injerencias externas que ha sufrido a lo largo de su historia– y de sospecha de las intenciones de los demás. Como resultado de ello, la política exterior del Irán contemporáneo resulta una mezcla de grandes proyectos de transformación regional y continuos recordatorios de sus propias limitaciones. A pesar de las aspiraciones regionales iraníes y de la retórica revolucionaria y de “liberación de los pueblos oprimidos”, Irán no ha sido capaz de ganarse grandes apoyos en la región, y mucho menos de exportar su revolución islámica a países vecinos, aunque el temor a que eso ocurriera transformó a la región a partir de los años 80. De hecho, durante las tres últimas décadas, Irán ha sido un país considerablemente solitario en términos estratégicos y ha carecido de aliados sólidos y duraderos en su entorno –aunque este hecho se ha visto alterado con el surgimiento de un poderoso bloque chií en el vecino Iraq tras la ocupación del país liderada por EEUU–. Algunas alianzas regionales, como la que Irán mantiene con Siria y Hamás, tienen un carácter coyuntural y se basan en la necesidad de darse apoyo mutuo frente a unos temores compartidos y no en una visión conjunta de sus realidades nacionales y regionales.

Desde el triunfo de la revolución islámica en 1979, los dirigentes iraníes han tratado de buscar un equilibrio entre la visión revolucionaria de Jomeini, centrada en la lucha entre el bien y el mal, y un enfoque pragmático de las relaciones internacionales basado en cálculos políticos y la defensa de los intereses nacionales. Con frecuencia, la búsqueda de ese equilibrio ha producido contradicciones e incoherencias en la política exterior iraní. En ese sentido, la ideología de Jomeini venía a reforzar las aspiraciones nacionalistas de Irán y su papel como modelo exportable al resto del mundo musulmán, empezando por los países árabes vecinos.

Obama, Irán y las dificultades del momento
Uno de los principales beneficiarios de las temerarias políticas de la Administración de George W. Bush en el Golfo Pérsico ha sido, sin duda, Irán. El auge del poder regional de Teherán tras la eliminación del contrapeso iraquí, demostrado mediante su capacidad de proyectar su influencia más allá de sus fronteras (en Iraq, Líbano, Palestina y entre las opiniones públicas de los países vecinos), es un legado de la estrategia neoconservadora cuyas consecuencias completas todavía están por ver. La poco envidiable herencia a la que se tiene que enfrentar la política exterior de la Administración de Barack Obama en Oriente Medio hace necesario que EEUU busque nuevas formas de relacionarse con los principales actores con capacidad de aliviar o complicar los problemas a los que se enfrenta Washington, y al mismo tiempo preservar los intereses estratégicos estadounidenses en la región. La cerrazón ideológica y la retórica de cambio de régimen empleada por la anterior Administración –tan polarizadora como incapaz de alcanzar sus objetivos– ha dado paso a un nuevo enfoque más pragmático, en el que se trata de dar con un tono en las relaciones que no recuerde a un duelo de vaqueros en el Lejano Oeste ni a un regateo entre mercaderes en un bazar.

En una muestra de querer distanciarse de las políticas de su predecesor, el presidente Obama ha expresado su voluntad de entablar un diálogo con los dirigentes iraníes a partir de los intereses comunes que sus dos países tienen en la región (garantizar la estabilidad de Iraq, luchar contra los talibán en Afganistán y contra al-Qaeda en toda la región, contener la inestabilidad interna de Pakistán, luchar contra el narcotráfico, etc.). Obama también ha llevado su campaña de diplomacia pública al frente iraní, con gestos como enviar un mensaje de felicitación al pueblo iraní con motivo del año nuevo persa, así como plantear la necesidad de que haya un respeto mutuo en las negociaciones que tengan lugar entre los dos países. En Irán, como en la mayor parte del mundo, la llegada de Obama a la Casa Blanca ha sido vista por algunos como una esperanza de cambio y de distensión en las relaciones internacionales. A eso contribuye el hecho de que la sociedad iraní es, con toda probabilidad, la menos antiestadounidense de toda la región (a modo de anécdota, u-ba-ma en persa significa “está con nosotros”). Durante la campaña electoral previa a las presidenciales de junio, la política exterior fue uno de los temas importantes en los debates. Los candidatos que competían contra Ahmadineyad cuestionaron su estilo confrontacional de gestionar las relaciones internacionales del país, incluidas las negociaciones en torno al dossier nuclear, así como su fijación en negar el holocausto.

En un momento en que la nueva Casa Blanca muestra en público su voluntad de negociar con Teherán –e incluso se invita a diplomáticos iraníes a las celebraciones del 4 de julio–, el ala dura del régimen, encabezada por el líder supremo, debió considerar que cualquier resultado que no fuera una victoria contundente de su candidato Ahmadineyad en la primera ronda electoral podría abrir el camino a una nueva dinámica entre Washington y Teherán de consecuencias imprevisibles, sobre todo si ellos no ejercían un control total sobre el proceso por parte iraní. En su afán por acaparar los resortes del poder, quienes se consideran custodios del espíritu de la revolución –Jamenei, Ahmadineyad, la guardia revolucionaria, las milicias basiyis– han hecho una apuesta muy fuerte al marginar a otros sectores del régimen, incluidos antiguos presidentes como Rafsanyani y Jatami, así como a parte del establishment clerical chií que no ha respaldado de forma unánime el resultado electoral. Tal vez el anciano líder supremo haya decidido ligar su futuro al de Ahmadineyad convencido de que cualquier cambio en el sistema podría cuestionar su permanencia al frente del mismo, bien por las demandas sociales de que el suyo también sea un cargo electo, bien por su posible –aunque difícil– sustitución por otro ayatolá más ultra. Seguramente los acontecimientos recientes estén determinando la suerte de los posibles sucesores de Jamenei.

La situación interna creada tras las elecciones en Irán no tiene visos de facilitar el diálogo irano-estadounidense, ya difícil desde hace tiempo, pues muchos defensores de Ahmadineyad siguen desconfiando de las intenciones de Washington, más allá del deseo de cambio de rumbo expresado por Obama desde el comienzo de su mandato y en su histórico discurso a los musulmanes pronunciado en El Cairo el pasado 4 de junio. Aun así, la reacción de la Casa Blanca ante las denuncias de fraude en las elecciones iraníes, mostrando su preocupación por la represión policial pero evitando sonoras declaraciones de condena, han debido desconcertar a la vieja guardia de Teherán, acostumbrada durante los últimos 30 años a ser el blanco de las condenas estadounidenses, aunque éstas no consiguieran cambiar la realidad sobre el terreno. Prueba del actual tanteo diplomático entre los dos países es que las autoridades iraníes no han lanzado una campaña virulenta contra EEUU, como cabría esperar, culpándolo de estar detrás de las manifestaciones y disturbios ocurridos tras las polémicas elecciones. En el contexto de inestabilidad interna, el poder iraní prefirió centrar su campaña contra el “enemigo externo” en otros países europeos, además de Israel. El Reino Unido se convirtió en el objetivo preferido por los ultras iraníes para lanzar todo tipo de acusaciones de injerencia, espionaje y desestabilización, con el fin de convertirlo en el nuevo “gran Satán”. Este giro tendría como objetivo no cerrar las puertas al diálogo con EEUU.

Como es común en regímenes no democráticos –y, en ocasiones, también en algunos democráticos– la búsqueda de enemigos fuera de las fronteras propias se convierte en una prioridad para unos dirigentes que quieren justificar sus políticas y deslegitimar a sus opositores acusándolos de ser desleales o incluso traidores a la patria. La pregunta que ahora está en mente de muchos estrategas es si los actuales dirigentes iraníes, que han roto las reglas del juego al autoproclamarse vencedores en unas elecciones de dudosa legitimidad, tratarán de recomponer el frente interno mediante la negociación y algunas concesiones o, por el contrario, recurrirán a la vieja táctica de culpar al exterior de su crisis interna. Algunos van más allá y se cuestionan si esos mismos dirigentes caerían en la tentación de provocar alguna crisis con el exterior para justificar su política de mano dura y tratar de cerrar filas en torno a su liderazgo frente a una amenaza que venga de fuera. Ninguno de los escenarios anteriores es descartable. Un elemento que hace difícil prever el curso de los acontecimientos es el debilitamiento del régimen y las crecientes brechas tanto en su interior como en la sociedad.

Posibles consecuencias en Oriente Medio
La nueva configuración de fuerzas en Irán puede tener consecuencias para la situación regional y para los intereses de EEUU y de sus aliados. Una de esas consecuencias podría ser que los aliados regionales de Irán (Siria, Hezbolá en Líbano y Hamás en los territorios palestinos) consideren que sus alianzas se vuelven más complejas si se dan muestras de debilidad interna en Irán. Estos actores regionales podrían estar interesados en diversificar sus contactos y apoyos en el exterior con el fin de proteger sus intereses, por lo que estarían dispuestos a mostrar cierta flexibilidad si se dan las condiciones necesarias. El anuncio hecho por la Casa Blanca del nombramiento de un nuevo embajador estadounidense en Damasco tras cuatro años de ausencia –anuncio que coincidió con la polémica electoral en Irán– podría llevar al régimen sirio a plantearse la conveniencia de reevaluar su alianza con Teherán con el fin de defender sus intereses nacionales a través de nuevos alineamientos regionales e internacionales. Las intensas gestiones diplomáticas realizadas con Siria en los últimos tiempos por parte de distintos países, incluidos algunos europeos, serían un indicador en ese sentido.

Conviene recordar que, cuando existía el régimen de Saddam Husein, tanto Irán como Siria compartían una profunda hostilidad hacia su vecino común, independientemente del carácter teocrático del régimen iraní y laico del régimen sirio. La invasión de Iraq en 2003 tuvo como resultado el fortalecimiento de las fuerzas religiosas dentro del país, especialmente las chiíes. Este hecho, apoyado abiertamente por Irán, preocupa mucho a los vecinos árabes, incluido Siria. Durante los últimos años, a Siria le ha interesado mantener cierto grado de inestabilidad dentro de Iraq, apoyando a la insurgencia suní, con el fin de disuadir a EEUU de seguir adelante con sus proyectos de cambio de régimen en la región. También a Irán le interesaba crear algunas dificultades a la presencia estadounidense en Iraq, al mismo tiempo que se veía beneficiado por el proceso político que daba más poder a sus aliados chiíes. La eliminación del régimen de Saddam Husein no ha significado necesariamente una coincidencia de los intereses estratégicos de Irán y Siria en el nuevo escenario regional. De hecho, es posible que el factor que más ha unido a Irán y Siria durante la actual década haya sido la política de la Administración Bush hacia Oriente Medio. Si actúa con habilidad, la Administración Obama podría cambiar algunos elementos de esa ecuación, en cuyo caso la UE debería asumir el papel de facilitador con algunas medidas que estén a su alcance (incentivos políticos y económicos, una posición más firme ante los desafíos y excesos del actual gobierno derechista israelí, etc.).

Las reacciones de los países árabes vecinos de Irán a la reelección de Ahmadineyad han sido comedidas en su mayoría, limitándose a felicitar al ganador y declarando que las protestas contra los resultados son una cuestión interna. De hecho, muchos en el mundo árabe contaban con su continuidad en el cargo, por lo que no se esperaban grandes cambios. Lo que sí genera preocupación es una posible desestabilización de Irán como consecuencia de las luchas de poder, y que esa desestabilización lleve a Irán a actuar de forma impredecible o provoque un enfrentamiento abierto con EEUU e Israel. A los regímenes árabes también les preocupa que la amplia movilización social en Irán tenga efectos contagiosos sobre sus propias sociedades en las que no faltan motivos para que surjan protestas colectivas. Las opiniones públicas árabes, por su parte, están divididas entre quienes apoyan al régimen iraní por sus posiciones desafiantes frente a lo que entienden como imposiciones occidentales y quienes recelan del aumento de la influencia iraní y chií en la región. En caso de plantear la situación actual en términos de enfrentamiento entre EEUU e Irán, es probable que las poblaciones árabes se decanten por Irán, al contrario que sus gobernantes.

Conclusiones

Implicaciones para España y la UE
Una victoria de Musaví en las recientes elecciones presidenciales habría sido un alivio para muchos observadores de las relaciones internacionales en Oriente Medio y el Golfo Pérsico, no tanto por el supuesto proyecto reformista de dicho candidato como por el mensaje que la cúpula del poder iraní transmitiría al resto del mundo al permitir su victoria. En ese sentido, la reelección de Ahmadineyad no es motivo para sentir ningún alivio y podría complicar los planes del presidente Obama para abrir una nueva etapa en la región.

Si los dirigentes iraníes apuestan por la continuidad de su política exterior de los últimos años –y de la retórica que la acompaña– sin responder positivamente a las ofertas de diálogo hechas por EEUU, existe una alta probabilidad de que las complicadas relaciones con Irán se deterioren aún más. Por el momento, la Casa Blanca se ha dado un margen hasta septiembre-octubre para poner a prueba las intenciones del gobierno iraní antes de reevaluar su estrategia. Es de prever que Teherán dé algún paso para explorar las posibles ventajas que le ofrezca Washington a cambio de alcanzar un acuerdo sobre su programa nuclear y otras cuestiones que afectan a la estabilidad de la región.

En caso de que Irán no responda a los llamamientos al diálogo, o lo haga con el claro objetivo de ganar tiempo sin querer alcanzar acuerdos, la Administración Obama se verá obligada a adoptar medidas más contundentes como la aprobación de la Ley de Sanciones al Petróleo Refinado de Irán (Iran Refined Petroleum Sanctions Act), lo que generaría nuevos enfrentamientos y una posible división de la comunidad internacional, con China y Rusia actuando una vez más como valedores de Irán. De producirse, esta nueva fase de enfrentamiento podría coincidir con la Presidencia española de la UE durante el primer semestre 2010, lo que condicionaría buena parte de su agenda internacional, pudiendo afectar a ámbitos como la política exterior de la UE, las relaciones transatlánticas y las relaciones euromediterráneas.

España ha mantenido tradicionalmente buena comunicación con la República Islámica de Irán, lo que debería dar fuerza a su capacidad mediadora, aunque también podría resultar imprescindible la adopción de posturas mucho más firmes frente a Irán y a Israel, en coordinación con otros socios, si la situación regional se deteriora aún más. En ese sentido, no conviene pasar por alto la advertencia hecha el pasado mayo por el rey Abdalá II de Jordania de que si no se alcanza antes un acuerdo de paz en Oriente Medio podría haber un nuevo conflicto bélico regional a lo largo de 2010.

A pesar de las críticas hechas a la Administración Obama por no haber empleado un tono más duro contra el régimen iraní después de las elecciones, lo más inteligente en estos momentos es que no parezca que se está produciendo una injerencia de Occidente en la política interna de Irán, aunque no deben cesar las muestras de apoyo a quienes reclaman más derechos y de solidaridad con los represaliados por el régimen. En la fase actual, un exceso de identificación por parte de otros países con los movimientos de protesta dentro de Irán es exactamente lo que más desearía el régimen en estos momentos.

Los procesos de transformación que están tomando forma en Irán llevarán su tiempo y sus resultados serán más satisfactorios para los reformistas iraníes cuanto menos ruido se haga desde fuera, y más apoyo se les dé sin causar grandes revuelos.

Haizam Amirah Fernández
Investigador principal para el Mediterráneo y Mundo Árabe del Real Instituto Elcano y profesor de Estudios Árabes e Islámicos de la Universidad Autónoma de Madrid


[1]Una versión anterior de este análisis ha aparecido en la sección “Estudios del Real Instituto Elcano”, Política Exterior, nº 131, septiembre-octubre 2009.