Biden en Oriente Medio: triste balance de un viaje indeseado

Joe Biden en su gira a Oriente Medio saluda a Mohamed bin Salmán en el Palacio Al-Salam (Arabia Saudí)

Se pueden hacer lecturas muy diversas de la gira que acaba de realizar el presidente estadounidense, Joe Biden, por Oriente Medio, según el tema en el que se desee concentrar la atención; pero por encima de los matices que se quieran resaltar en cada una de sus etapas, se impone la sensación de que ni le habrá servido para aumentar su prestigio personal ni tampoco el de EEUU como referente mundial.

Para empezar, no le ha servido ni siquiera para concitar el apoyo de republicanos y demócratas, cuando ya se barruntan negros nubarrones para sus intereses en las elecciones del próximo noviembre. También ha supuesto un desgaste en su figura como supuesto campeón de los derechos humanos. Por un lado, se ha hecho demasiado visible el contraste entre la denuncia, hace tres años, del régimen saudí como un paria por su implicación en el asesinato del periodista Jamal Khashoggi y el lavado de imagen al que ha contribuido de manera tan notoria reuniéndose ahora con Mohamed bin Salman, aunque haya querido jugar infantilmente a negarle un apretón de manos por un supuesto prurito sanitario. Pero es que, por otro, tampoco ha salido mejor parado de su estancia en Israel, demostrando una vez más el uso selectivo de los derechos humanos en la agenda internacional, cuando ha optado por pasar por alto la responsabilidad israelí en el asesinato de la periodista Shireen Abu Akleh, no solamente palestina, sino también con nacionalidad estadounidense.

Y más burdo aún ha resultado su actuación en relación con el conflicto palestino-israelí. Por una parte, ha preferido olvidar que el relator especial de la ONU para los derechos humanos en el Territorio Ocupado Palestino no ha dudado en hablar de que Israel ha impuesto un régimen de apartheid en Palestina. Y, por otra, se ha limitado a sostener un encuentro insustancial con un impotente Mahmud Abbas, con proclamas vacías sobre una solución de dos Estados que no han ido acompañadas de ninguna reclamación o petición a Tel Aviv, como si EEUU no fuera el único actor externo con capacidad real para empujar a ambas partes a la mesa de negociaciones. Todo ello rematado con una donación –que mejor sería calificar de limosna– a la UNRWA, en lo que cabe interpretar como la eliminación del tema palestino de la agenda política estadounidense, para resituarlo a la baja en la meramente humanitaria.

Pero es que, además, tampoco resulta claro que la visita de Biden haya servido para mejorar la defensa de los intereses estadounidenses en la región. Es tan notoria su acomodación al marco conceptual que imponen los gobernantes israelíes –tanto ayer con Naftali Bennett como hoy con Yair Lapid y mañana tal vez de nuevo con Benjamin Netanyahu; todos ellos centrados en lograr el dominio absoluto de toda la Palestina histórica– y su necesidad de interlocución con unos gobernantes árabes que solo la más cruda real politik convierte en interlocutores válidos que resulta imposible salir indemne de lo que ahora Washington quiere hacer pasar por una recalibración de las relaciones con la región.

Lo que sobresale sin remedio es que, hoy como ayer, Biden se ha limitado a volver a reiterar la vigencia del compromiso estadounidense con la defensa de Israel, pese a quien pese y pase lo que pase. E incluso, en línea con ese compromiso, no ha tenido reparo en implicarse personalmente como una especie de enviado israelí, intentando que los seis países del Consejo de Cooperación del Golfo (más Egipto, Irak y Jordania) no solo terminen por reconocer formalmente a su principal aliado en la zona, sino que colaboren con él en materia de seguridad con un claro objetivo: Irán.

Que el resultado conocido de ese esfuerzo haya sido que Riad va a permitir a partir de ahora que los aviones israelíes puedan sobrevolar su espacio aéreo y que se abran vuelos directos entre ambos países, solo puede contentar a los mismos que aplauden las increíbles declaraciones de tintes democráticos de Abdelfatah al Sisi y tantos otros de sus homólogos en la región. Pasar de ahí a una colaboración operativa entre esos países árabes e Israel –por ejemplo, en el marco de la propuesta de un sistema de defensa antiaéreo regional contra Irán– es hoy una ensoñación que solo se alimenta del compartido temor que Irán genera entre sus vecinos, olvidando de paso que por el camino se ha perdido, por responsabilidad estadounidense, el acuerdo nuclear de 2015.

Y algo similar ocurre en clave energética, a partir de la decisión adoptada por la mayoría de los países europeos en su intento de eliminar la dependencia de Moscú. Tras meses de desatención a los requerimientos estadounidenses para que el régimen saudí haga valer su condición de líder de la OPEP, impulsando un incremento de producción de hidrocarburos para paliar los problemas que se le presentan a quienes buscan ahora escapar de una trampa en la que muchos de ellos, empezando por Alemania, se han metido irresponsablemente, y para que tome partido en contra de Rusia en el marco de la OPEP+, no parece que Biden haya logrado imponer su criterio, más allá del anuncio de un limitado crecimiento de producción que poco podrá afectar a los precios en el mercado internacional.

En definitiva, ni valores ni intereses han salido bien parados de este viaje que, en el fondo, nunca deseó hacer.


Imagen: Joe Biden en su gira a Oriente Medio saluda a Mohamed bin Salmán en el Palacio Al-Salam (Arabia Saudí). Foto: Saudi Press (Wikimedia Commons / CC BY 4.0)