Mensajes clave
- El plan de paz impulsado por el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, en Gaza marca un punto de inflexión tras dos años de guerra entre Israel y Hamás. Su enfoque pragmático, transaccional y centrado en resultados visibles le ha permitido reactivar canales de diálogo y resituar a Estados Unidos como mediador indispensable, aunque el equilibrio entre la presión necesaria para seguir avanzando y la legitimidad ante las partes sigue siendo frágil.
 - El debilitamiento del entramado de influencia iraní –desde sus milicias aliadas en Siria hasta sus socios políticos y armados en el Líbano y Yemen–, el cansancio militar de Israel y la devastación humanitaria en Gaza han contribuido a la percepción de que continuar la guerra en la Franja era una apuesta perdedora. Esa convergencia de intereses, sumada al temor árabe a una nueva desestabilización regional, ha facilitado un poco habitual alineamiento entre Washington, Egipto, Qatar, Turquía y Arabia Saudí para intentar para impulsar un alto el fuego sostenible y encauzar un proceso político hacia la paz.
 - El plan de Trump representa un paso en la dirección correcta. Combina las dimensiones humanitarias y de desarrollo con las de seguridad y políticas. Establece un marco para integrar los papeles internacionales y árabes en el restablecimiento y el apoyo a la estabilidad en Gaza. También abre la puerta a una solución política de la cuestión palestina, aunque la vincula a la reforma de la Autoridad Nacional Palestina y no especifica ningún contexto ni calendario para ello.
 - En última instancia, el plan pone a prueba la capacidad de todas las partes implicadas para alcanzar un consenso y asumir responsabilidades, lo que pone de relieve la necesidad de gestionar con cautela el conflicto en el contexto de los complejos equilibrios internos, regionales e internacionales.
 
Análisis
Tras una larga historia de “nuevos comienzos” fallidos, un nuevo plan de paz puesto en marcha el 10 de octubre de 2025 ha traído un cauteloso optimismo a Oriente Medio. Después de casi dos años de demoledora guerra, Israel y Hamás han aceptado una hoja de ruta impulsada por el presidente de Estados Unidos (EEUU), Donald Trump, que le ha brindado el primer gran éxito internacional de su segunda Administración.
El plan de paz llegaba en un momento crucial. Por un lado, el balance de fuerzas en la región había cambiado de forma radical en el último año: las milicias y aliados de Irán y partidarios de Hamás, como Hizbulah y los huzí, habían sido debilitados de forma significativa; el presidente sirio Bashar al-Assad había sido derrotado; y el programa nuclear y la red de defensa aérea iraní habían sido gravemente comprometidos. Al mismo tiempo, la guerra entre las Fuerzas de Defensa Israelíes (FDI) y los militantes de Hamás se había cobrado un precio devastador en vidas y medios de subsistencia para los palestinos. En vísperas del segundo aniversario de la guerra, la dimensión humanitaria se entrecruzaba cada vez más con las presiones políticas y las prioridades de seguridad.
Tanto Israel como Hamás estaban llegando a la conclusión de que continuar la guerra era una apuesta perdedora. Para Hamás, las operaciones de Israel durante el último año habían sido devastadoras, mermando su capacidad para maniobrar y reabastecerse. Se encontraba, además, aislado en la región y era cada vez más impopular en Gaza. Para Israel, la guerra había llegado también a un punto de inflexión. Sus logros operativos ya no compensaban la caída brutal de su reputación internacional, la erosión del apoyo bipartidista estadounidense y las tensiones y agotamiento dentro del propio ejército israelí. Como afirmó recientemente el propio Trump: Israel “puede que esté ganando la guerra, pero no está ganando el mundo”.
Por eso, la propuesta de paz de Donald Trump, inicialmente acogida por los socios regionales y aceptada con condiciones tanto por Benjamín Netanyahu como por los representantes de Hamás, merece un examen minucioso y algo de esperanza, aunque con cautela. Las líneas generales –un alto el fuego por fases, la administración internacional de Gaza, el reconocimiento árabe de Israel vinculado al progreso hacia el autogobierno palestino– se hacen eco de los principios que deben formar parte de cualquier plan de paz viable.
1. De la guerra al acuerdo
Trump regresó a la Casa Blanca en enero de 2025 con la intención de reemplazar la malograda política de Oriente Medio de su predecesor y lo hizo dando prioridad a resultados visibles a corto plazo. Comenzó contribuyendo a garantizar, incluso antes de que empezara su andadura, un alto el fuego en Gaza y abriendo un canal directo sin precedentes entre EEUU y Hamás. Y fuera del epicentro de la guerra, reanudó las negociaciones con Irán sobre su programa nuclear, logró una tregua con los huzí en Yemen y suspendió las sanciones estadounidenses a Siria.
El nuevo gobierno también expresaba su esperanza de poder extender en su segundo mandato los Acuerdos de Abraham, que arrancaron durante la primera Administración Trump normalizando las relaciones entre Israel y varios Estados árabes: Emiratos Árabes Unidos, Baréin, Marruecos y Sudán. La idea era extenderlo a Arabia Saudí –como ya intentó Joe Biden antes del 7 de octubre del 2023– e incluso a Siria, que estrenaba nuevo gobierno. De este modo, se avanzaría en el objetivo a largo plazo de gestionar las tensiones de la región a través de un conjunto de relaciones preferentemente económicas que permitirían a EEUU desplazar sus recursos militares a otras partes del mundo.
Sin embargo, la Administración estadounidense vio como sus acciones políticas en la región se trastocaban continuamente por los impulsos de Tel-Aviv. En marzo, Israel rompió el alto el fuego en Gaza mediado por Washington e involucró a la Administración estadounidense en operaciones humanitarias que eludían el marco de la Organización de las Naciones Unidas (ONU). A finales de la primavera, el agravamiento de la hambruna había empujado a más población palestina de Gaza hacia la frontera egipcia, lo que creó tensión en los acuerdos de paz de larga data de Israel con Egipto y Jordania. En Siria, Israel aumentó la presión militar sobre el nuevo gobierno del presidente Ahmed al-Shara, incluso cuando Washington le estaba lanzando un salvavidas económico y diplomático vital. En junio, Israel socavó las negociaciones de EEUU con Teherán, no sólo bombardeando el país, sino arrastrando a la Administración Trump para que se uniera a él atacando las principales instalaciones nucleares de Irán.
A medida que la guerra en Gaza se prolongaba y entraba en su segundo año, la visión de Donald Trump de un Oriente Medio más integrado estaba en entredicho. Su yerno, Jared Kushner, quien desempeñó un papel central durante la primera Administración apostando por la cooperación económica y vínculos tecnológicos como base de una nueva arquitectura regional y palanca de cambio, sería quien advertiría a Trump de que el conflicto en Gaza estaba poniendo en riesgo el futuro de los Acuerdos de Abraham y, por tanto, su legado político. Consciente de ello, Donald Trump le dio margen de maniobra y Kushner se implicó de lleno en unas negociaciones estancadas junto al empresario y enviado especial, Steve Witkoff, para intentar preservar la herencia diplomática de la primera Administración Trump.
Ya con Kushner en la mesa negociadora, en septiembre se produjo un punto de inflexión en forma de ofensiva sorpresa. Las fuerzas israelíes lanzaron un ataque sobre la capital qatarí, Doha, contra los líderes políticos de Hamás que estaban negociando en ese momento con Kushner y Witkoff desde Israel. El bombardeo tomó por sorpresa y enfureció tanto a la Casa Blanca como al mundo árabe.
En los dos años de guerra, Israel había atacado Yemen, Líbano, Siria e Irán, infundiendo miedo con la posibilidad de que la guerra en Gaza se extendiera más allá. Pero ahora era diferente. Qatar era un aliado de EEUU que albergaba la base aérea de Al Udeid, con alrededor de 10.000 soldados estadounidenses y sede del Mando Central de Estados Unidos (CENTCOM), además de un mediador clave en las negociaciones entre Israel y Hamás. Washington interpretó el golpe como un desafío directo a su liderazgo y vio, paradójicamente, una ventana de oportunidad para forzar un cierre negociado: disciplinar a su aliado, recomponer el eje de mediación y demostrar que EEUU seguía siendo el árbitro indispensable.
2. El despertar árabe
Semanas después de los ataques contra Doha y al margen de la Asamblea General de la ONU que se celebraba en Nueva York, Trump reunió a un grupo de países árabes y musulmanes a quienes expuso su plan de 20 puntos antes de presentarlo a Israel. Precisamente en la Asamblea de la ONU, en un enérgico discurso, Netanyahu no mostró ningún indicio de que estuviera pensando en alejarse de ninguna de las líneas rojas que había establecido previamente para poner fin a la guerra. De hecho, condenó a los países que reconocían al Estado palestino y prometió que “Israel no permitirá que nos impongan un Estado terrorista”. Pero dos años de agonía en Gaza ya estaban ejerciendo presión sobre los líderes de todo Oriente Medio. Muchos apoyaban en privado el desmantelamiento de Hamás, pero no se arriesgaban a sufrir una posible reacción interna al poder ser percibido como un respaldo a la campaña militar de Israel. Sin embargo, el ataque israelí en Doha les trajo de nuevo la guerra a sus países: si Israel atacaba a los qataríes ¿quién sería el siguiente?
Habiendo escuchado a Netanyahu ante la ONU, éste no habría aceptado en absoluto el plan de Trump si el líder estadounidense no le hubiera presionado. Y así lo hizo, empezando por exigirle una disculpa formal ante el primer ministro qatarí para mantener a Doha en la mesa de negociaciones. Este episodio transformó el clima: Qatar y Egipto sincronizaron posiciones, Turquía fue incorporada como socio operativo –aprovechando sus vínculos con la cúpula política de Hamás– y Riad comenzó a explorar de nuevo su precio de entrada a una ampliación de la normalización con Israel.
Durante los últimos dos años, Qatar y Egipto habían actuado como mediadores entre Israel y Hamás, aunque no coordinaron plenamente sus esfuerzos y a menudo se enzarzaron en una silenciosa competencia. Qatar buscaba un alto el fuego que permitiera la liberación de los rehenes a cambio de salvaguardar la supervivencia de Hamás. Egipto, por otro lado, deseaba evitar que las condiciones se deterioraran de tal manera que un gran número de palestinos asaltaran la frontera egipcia en busca de refugio. Mientras que Qatar había patrocinado a Hamás desde hace años donando millones de dólares para apoyar al grupo en Gaza y acogiendo a sus líderes en Doha, Egipto veía a Hamás en términos de sus vínculos con los Hermanos Musulmanes y su apoyo al presidente Mohamed Morsi, así como su cooperación con Estado Islámico en la península del Sinaí. Y ambos gobiernos se vieron sorprendidos por el plan definitivo del presidente Trump para poner fin a la guerra. Aunque no estaban de acuerdo en algunos puntos y consideraban el plan claramente asimétrico en favor de Israel, ninguno de los dos gobiernos se mostró dispuesto a cuestionar la iniciativa estadounidense. Así, los dos países, junto con Turquía –que fue incluida por Trump– obligaron a Hamás a aceptar la primera fase del plan de alto el fuego, al tiempo que prometían ayuda en las discusiones sobre el acuerdo para “el día después”.
El presidente Recep Tayyip Erdoğan ha convertido Turquía en parte interesada en el conflicto entre Hamás e Israel. Aparte de sus vínculos con la cúpula política de Hamás, un factor que impulsa el interés de Ankara son los lazos militares con EEUU. Desde que compró el sistema de defensa antimisiles S-400 de fabricación rusa en 2017, el país ha estado sometido a sanciones militares estadounidenses, si bien ahora Washington parece dispuesto a levantar estas sanciones –acercando la adquisición de los F-35– a cambio de medidas que fomentaran la confianza. Una de ellas fue el papel clave de Turquía a la hora de llevar a Hamás a la mesa de negociaciones, un gesto que se ganó el reconocimiento del presidente Trump. El alto el fuego en Gaza, junto con la contribución turca a la estabilización “del día después”, podría aliviar la tensa competencia entre Israel y Turquía, ayudar a calmar la situación en Siria y promover la seguridad regional.
Una vez presentado el plan a los países árabes y a medida que avanzaban las negociaciones, tanto los delegados estadounidenses como los árabes optaron por transmitir un frente unido y optimista, lo que ponía a Netanyahu en riesgo de insultar potencialmente a Trump si cuestionaba la propuesta que había puesto sobre la mesa. De esta manera, la narrativa oficial del trumpismo se cristalizó: “paz a través de la fuerza” y gestión transaccional de incentivos y castigos.
3. Las de Trump: diplomacia, presión y política interna
Los elogios a la diplomacia del presidente Trump por haber negociado un alto el fuego en Gaza se han centrado principalmente en cómo convenció al primer ministro israelí para que aceptara un acuerdo. Muchos suponen que Trump amenazó con retirar el apoyo de EEUU a Israel, pero lejos de limitarse a amenazar a Benjamín Netanyahu con consecuencias negativas, la intervención clave del presidente estadounidense fue tender una mano política al impopular líder israelí en el ámbito doméstico.
Muchos analistas asumieron que Netanyahu, limitado por su coalición de extrema derecha, no aceptaría el fin de la guerra sin la rendición total de Hamás. Cualquier compromiso en el que Hamás pudiera reafirmarse podría haber desencadenado elecciones anticipadas en Israel, lo que le habría costado a Netanyahu la presidencia y lo habría expuesto a sus juicios en curso por corrupción. Trump realizó un cambio de guion.
El presidente estadounidense brindó protección política a Netanyahu gracias a su abrumadora popularidad entre el electorado israelí. Lo hizo legitimando públicamente al primer ministro, cuestionando la validez de los procesos judiciales a los que está sometido y mostrando su apoyo público a través de su embajador –que de forma nada usual asistió a uno de los juicios por corrupción de Netanyahu– y de sus asesores más cercanos. Ese respaldo convirtió el alto el fuego y la liberación de los rehenes en una victoria sin activar el colapso de la coalición de gobierno.
Trump y Netanyahu –que conoce como nadie la política estadounidense– también saben que el tablero en EEUU ha cambiado. Las encuestas muestran una erosión del blindaje bipartidista tradicional estadounidense. Los Republicanos conservan un alto apoyo a Israel, pero con crecientes fisuras generacionales que muestran más dudas entre jóvenes republicanos y también en perfiles de la base MAGA, lo que sugiere que ya no todo el Grand Old Party (GOP) da por “asegurada” la relación si percibe costes o enredos para EEUU.
Entre los Demócratas, la relación “intocable” ya no lo es y crece la percepción de que Washington ha ido demasiado lejos en su respaldo a Israel. Por otro lado, las encuestas dibujan una distinción clara entre una cada vez peor imagen del gobierno israelí y, al mismo tiempo, actitudes más templadas hacia el pueblo israelí, es decir, crítica a la política pero no rechazo identitario. Es un cambio que viene de antes, pero se acelera con la guerra prolongada y el coste humanitario.
Este clima redujo en parte el coste doméstico para Trump de presionar selectivamente a Israel y, simultáneamente, aumentar el incentivo de capitalizar cualquier éxito diplomático visible antes del segundo aniversario del 7 de octubre.
Por último, conviene subrayar que, a diferencia de Joe Biden, Donald Trump mantiene una relación particularmente fluida con buena parte del mundo árabe. Su estilo directo, pragmático y basado en el intercambio de beneficios concretos encaja bien con la lógica transaccional que domina muchas de las relaciones políticas y económicas en la región. Trump habla el mismo “idioma” –uno centrado en la seguridad, la estabilidad de los regímenes y las oportunidades económicas– y ha sabido proyectar una imagen de líder que cumple sus compromisos. Durante su primera Administración, demostró este enfoque con los Acuerdos de Abraham y con una política exterior que, sin entrar en consideraciones ideológicas y de derechos humanos, ofrecía certezas estratégicas tanto a sus socios árabes como a Israel, en contraste con la distancia y las ambigüedades percibidas durante el mandato de Biden.
4. El acuerdo
La propuesta de Trump ofrece una visión integral para reconstruir la Franja de Gaza y poner fin al ciclo de violencia, teniendo en cuenta además los cambios en el balance de fuerzas en la región. El plan de 20 puntos se basa en cuatro marcos integrados: seguridad, reconstrucción y desarrollo, acuerdos políticos y administrativos, y cooperación internacional y regional.
En materia de seguridad, el plan hace hincapié en el regreso de los rehenes israelíes (vivos y muertos) a cambio de la liberación de prisioneros y detenidos palestinos, parte del cual ya se ha llevado a cabo. Sin especificar un calendario, el plan pide una retirada gradual de las fuerzas israelíes y un mecanismo para desarmar a Hamás y otros movimientos de resistencia.
Para garantizar la sostenibilidad, el plan exige una vigilancia continua de las fronteras y los pasos fronterizos, así como la formación de las fuerzas de seguridad palestinas bajo supervisión internacional. También incluye disposiciones para el establecimiento de unidades de seguridad especializadas –la Fuerza Internacional de Estabilización (ISF, por sus siglas en inglés)– para supervisar la aplicación y contener posibles amenazas o brotes de violencia. La ISF es condición necesaria, pero no suficiente. Los países árabes y musulmanes que valoran desplegar tropas –Egipto, Jordania, Arabia Saudí, Pakistán e Indonesia– dudarán sobre el despliegue si no hay blindajes jurídicos y políticos, y la opinión pública regional castigará cualquier percepción de “ocupación por terceros”. Además, la coordinación entre la ISF con las FDI será clave y algunos de estos países que presumiblemente la formen no han tenido nunca relación con Israel, lo que acrecienta las dificultades. La ISF también será responsable de supervisar el desarme de Hamás, el capítulo que concentra mayores incertidumbres. El incentivo real para Hamás sería evitar una reanudación de hostilidades en peores condiciones y con menos apoyo regional. El precio de la supervivencia política sería alto: renuncia explícitamente a la violencia, separación entre estructuras sociales y aparato armado, y abandono de la capacidad de gobernar.
En términos de desarrollo, el plan aborda la reconstrucción de servicios básicos como la electricidad, el agua y la atención sanitaria, así como la reconstrucción de escuelas y hospitales. También ofrece apoyo a proyectos económicos de pequeña y mediana envergadura para proporcionar oportunidades de empleo a la población local. El plan hace hincapié en la transparencia en la gestión de la ayuda, con el fin de evitar la explotación por parte de grupos armados o ilegales. Esta medida es un requisito previo tanto para fomentar la confianza de los ciudadanos de Gaza en los esfuerzos internacionales en materia de seguridad como para crear un entorno propicio para el éxito de otras medidas.
El plan rechaza el desplazamiento de los palestinos y hace hincapié en su presencia continuada en la Franja de Gaza, al tiempo que ofrece oportunidades de educación, empleo y asistencia sanitaria. Esto contradice tanto la retórica anterior de Trump como el firme compromiso de la derecha israelí con el desplazamiento forzoso. Y, aunque incómodamente ambiguo, el plan también estipula el derecho al retorno a Gaza de aquellos que se han ido o se irán.
En cuanto a los aspectos políticos y administrativos, la propuesta de Trump refleja el deseo de reestructurar la gobernanza local en Gaza con el fin de garantizar la independencia de la administración civil de cualquier influencia armada. Esto se llevaría a cabo mediante una Junta de Paz, un comité propuesto que estaría presidido por Trump e incluiría a varias organizaciones de la sociedad civil que supervisarían los progresos. La potencial gobernanza tecnocrática palestina puede evitar bloqueos partidistas, pero también corre el riesgo de carecer de legitimidad social si no se ancla en mecanismos de representación graduales y verificables.
En cuanto a la dimensión regional e internacional, ésta se basa en la participación de los países árabes y musulmanes en la ISF, pero también en cómo muchos otros países –incluyendo los europeos– proporcionen apoyo político, técnico y financiero. Es en el frente económico, donde se requerirá una combinación de donantes tradicionales, instrumentos financieros internacionales y capital privado. Una zona económica especial podría generar empleo y expectativas, pero sólo si se garantiza previsibilidad regulatoria y seguridad física. Sin un horizonte político, la inversión sería oportunista y cortoplacista; con demasiada ideologización, quizás no llegaría. El equilibrio será, por tanto, delicado.
El plan concluye indicando que el fin de la guerra en Gaza, el restablecimiento de la seguridad, el desarme y la estabilización de su administración, junto con el compromiso de la Autoridad Nacional Palestina de aplicar programas de reforma específicos, podrían abrir la puerta a negociaciones sobre el derecho legítimo del pueblo palestino a construir su Estado.
Conclusiones
El plan de Trump ha demostrado eficacia táctica: ha detenido parcialmente y con altibajos la espiral de violencia, habilitando intercambios humanitarios, y ha reordenado una coalición árabe dispersa. Pero su estabilidad depende de varios factores: (a) la voluntad de Washington de mantener la suficiente presión sobre Tel-Aviv y un papel sostenido para evitar cualquier contratiempo que pueda sumir inmediatamente a Gaza en un ciclo de violencia; (b) la capacidad de la Autoridad Nacional Palestina para reformarse; (c) la disciplina de los mediadores árabes para contener a Hamás y acompañar un desarme verificable; (d) una arquitectura económica que genere beneficios perceptibles para la población de Gaza cuanto antes; (e) y, por encima de todo, una cuidadosa supervisión regional e internacional en coordinación continua. Todo plan, por muy sólido que sea desde el punto de vista estratégico, requiere un compromiso político regional e internacional sostenido para lograr resultados tangibles. Si esas bases fallan, la “paz por la fuerza” habrá sido una pausa táctica más que un punto de inflexión histórico.
A pesar de que los obstáculos previstos para su aplicación son numerosos y sustanciales, y que los más escépticos tienen razón al señalar que el diablo está en los detalles que aún están por definir, la hoja de ruta para Gaza cuenta con un amplio apoyo regional e internacional. Equilibrar la ambición y la capacidad de ejecución es el reto decisivo del plan propuesto por Donald Trump.
        
                    