Rusia y la OTAN: una relación formalista y de limitadas perspectivas (ARI)

Rusia y la OTAN: una relación formalista y de limitadas perspectivas (ARI)

Tema: ¿Se derivará una mejora en las relaciones entre Rusia y la OTAN tras la visita del secretario general de la Alianza a Moscú entre el 15 y el 17 de diciembre? El pronóstico es incierto, pues no basta con la búsqueda de intereses comunes si la concepción de la seguridad y los intereses estratégicos son opuestos.

Resumen: Anders Fogh Rasmussen, secretario general de la OTAN, señaló en su primera alocución pública e intervenciones posteriores la necesidad de establecer un nuevo inicio para las relaciones entre Rusia y la Alianza. Las propuestas de Rasmussen pretenden reforzar la cooperación desde aspectos prácticos, pero su efectividad es dudosa por los intereses estratégicos opuestos y por la persistencia de Moscú en aferrarse a una geopolítica tradicional. Esto explica que los rusos prefieran un tratado general de seguridad colectiva en Europa a privilegiar sus relaciones con la Alianza, a la que consideran una reliquia de la Guerra Fría

Análisis

Introducción
La primera alocución pública del secretario general de la OTAN, Anders Fogh Rasmussen, estuvo dedicada a las relaciones entre la Alianza y Rusia. En ella se reconoció la importancia y la urgencia de reconducir estas relaciones que en teoría siempre se han presentado como una asociación estratégica, pero que en la práctica no habrían funcionado por toda una serie de malentendidos y desconfianzas mutuas, sin olvidar las divergencias de las agendas políticas respectivas. El planteamiento era un tanto similar al de la Administración Obama de partir de cero con el difundido eslogan de Reset the Button, más o menos como si nada hubiera sucedido, lo que no deja de ser un piadoso voluntarismo pues ni la Historia, en la que siempre quedan marcados los intereses opuestos de las potencias, ni las realidades del presente favorecen este tipo de “olvidos”, que tienen mucho de cortesía diplomática.

Con todo, Rasmussen quiso concretar algunos aspectos para la cooperación entre Rusia y la OTAN. Hay que buscar todo aquello que una y obviar todo lo que separe. No es novedoso este planteamiento, aunque resulta obligado. De hecho, ya se buscó con la institucionalización de relaciones por medio del Consejo OTAN-Rusia. La postura del secretario general se adscribe al realismo político, con un cierto predominio de la táctica sobre la estrategia. No obstante, ha matizado posteriormente en que no es suficiente la cooperación en aspectos concretos sino que toda la relación debería replantearse en el contexto del Nuevo Concepto Estratégico de la OTAN, en fase de elaboración, y de la propia doctrina rusa de seguridad.

Rasmussen cree que la historia de las relaciones entre Rusia y la Alianza en la post-Guerra Fría se asentó sobre las bases de unas falsas expectativas. Los rusos nunca pensaron sustituir su concepción tradicional de la geopolítica por un orden paneuropeo, impulsado por los principios y compromisos de la OSCE y por las ampliaciones de la OTAN y la UE. En particular, se opondrían a la expansión de la Alianza por el consabido criterio de amenaza en sus fronteras, sin apartarse una línea de esa percepción histórica de que los países vecinos forman parte de sus aliados o de su zona de influencia.

Por mucho que la OTAN se haya esforzado en convencer a Moscú por activa y por pasiva que no es su enemigo, Rusia siempre considerará un acto hostil que en sus áreas fronterizas se haya establecido la organización occidental. Quien sólo cree en la geopolítica, no estará dispuesto a creer que la Alianza ha traído seguridad a los nuevos miembros y que esto repercuta positivamente en la seguridad general europea. Por el contrario, los dirigentes rusos actuales estarían de acuerdo con George Kennan, el teórico de la contención en la Guerra Fría, cuando aseguraba que algún día Rusia encontraría su propio camino hacia la democracia, pero que ni el camino ni el sistema político tendrían que adaptarse necesariamente a los estándares occidentales. No es extraño que el nonagenario analista mostrara a las claras su oposición, durante la Presidencia de Clinton, a la expansión de la OTAN. Kennan era un realista, no un partidario de las virtudes de la democracia como factor de seguridad y de estabilidad. Hoy habría estado conforme con muchos de los planteamientos exteriores de la Administración Obama.

Tres ámbitos de la cooperación entre la OTAN y Rusia
El primer ámbito destacado por Rasmussen en su discurso inaugural fue el de la cooperación contra el terrorismo, pues tanto Rusia como algunos miembros de la OTAN han sufrido el azote terrorista. De hecho, el Consejo OTAN-Rusia estableció un Plan de Acción Conjunto contra el Terrorismo, aunque no es sencillo en la práctica actuar de forma que las dos partes estén satisfechas. Es más fácil patrullar las aguas del Mediterráneo en misión conjunta que diferenciar entre terroristas y exiliados políticos. Un exiliado checheno, aunque no esté vinculado directamente a organizaciones violentas, puede ser considerado como un terrorista por Moscú. No han faltado algunas peticiones de extradición en los últimos años. Los rusos considerarán que la presencia de exiliados de Chechenia es una prueba del poco interés que demuestran los países occidentales en combatir un terrorismo islamista que ellos persisten en considerar más o menos monolítico. Quien dice combatir a al-Qaeda, debería también desconfiar de las actividades de los chechenos en el extranjero. Pero seguramente Rusia piensa que si una mayoría de los países de la Alianza han reconocido al Estado secesionista de Kosovo, y no lo han considerado un posible caldo de cultivo para el terrorismo islamista, son perfectamente capaces de adoptar una actitud tibia frente al secesionismo checheno. Teniendo en cuenta esta percepción, Moscú considerará que los procedimientos del Estado de Derecho occidental pueden ser una rémora ante la amenaza de un terrorismo global. Otro tanto podrían alegar los chinos respecto a los uigures musulmanes. Todo esto demuestra que el principio de integridad territorial es de vital importancia para países como Rusia, que se preocupan sobre todo de la fuerza catalizadora que el secesionismo puede recibir a través del islamismo.

El segundo ámbito de cooperación, destacado por el secretario general de la Alianza, fue el de la lucha contra la proliferación de armas de destrucción masiva. Aquí también es fácil estar de acuerdo en evitar que grupos terroristas se hagan con ellas. Otra cosa muy diferente es si el desafío de convertirse en potencia nuclear proviene de Corea del Norte o de Irán. Los intereses rusos en la península coreana, ligados a infraestructuras que deberían revitalizar económicamente el Lejano Oriente ruso, explican la opción de Moscú por una solución pacífica al conflicto. Rusia tampoco cree en las sanciones económicas como medio para forzar un cambio de régimen en Pyongyang. Respecto a Irán, son conocidas las reticencias rusas a endurecer las sanciones contra Teherán, si bien en los últimos tiempos, al hilo del abandono del despliegue del escudo antimisiles en Europa Central, el presidente Medvedev ha admitido que las sanciones podrían ser inevitables. Sin embargo, esta afirmación no es incompatible con expresar públicamente el escepticismo sobre que las sanciones funcionen. Todo apunta a que se aprobarán nuevas sanciones en el Consejo de Seguridad, pero es poco creíble que tengan la contundencia necesaria. Entre los cinco miembros permanentes del Consejo, a los que se añade Alemania, hay quien piensa que si no hacemos negocios con Irán, otros lo harán. Tampoco conviene irritar demasiado al régimen de los ayatolás, para evitar su radicalización. Es la amenaza del cambio de régimen, mantenida en los últimos 30 años por EEUU, la que habría lanzado a la república islámica por la senda de la disuasión nuclear. De ahí que se quiera dar crédito a las afirmaciones de que Teherán no busca tanto conseguir el arma nuclear sino únicamente controlar el ciclo del combustible atómico. Rusia ha participado hasta ahora de esta opinión.

Por último, el tercer ámbito de cooperación se centra en Afganistán. ¿Es indispensable la cooperación rusa para el éxito de la misión de la Alianza en el país asiático? Las facilidades de tránsito para los miembros de la OTAN por territorio ruso y de otros países de Asia Central son una cuestión secundaria si la estrategia no está claramente definida, con independencia del número de tropas que vayan a enviarse. Pero desde el momento en que los objetivos de la misión de la Alianza en Afganistán van perdiendo sus ambiciones iniciales, en paralelo al número de bajas de los países presentes, se puede llegar a no considerar a los talibanes como una amenaza global ni a creer en la posibilidad de consolidar una democracia en un país que nunca tuvo una autoridad central fuerte y en que el cultivo del opio era una actividad agrícola más. Todo apunta hacia una estrategia de salida en pocos años, eso sí, con el argumento de que los afganos deben asumir el control de su propia seguridad, lo que no es sencillo teniendo en cuenta los casos de corrupción y de fraudes electorales. Este entorno reduce la trascendencia de la cooperación de Rusia. ¿Qué sentido puede tener ahora una participación en Afganistán de tropas de la Organización del Tratado de Seguridad Colectiva (OTSC), que reúne a Rusia y otras repúblicas ex soviéticas de Asia Central? Sería presentada como una contribución a la seguridad en el ámbito paneuropeo, por parte de la OTAN y la OTSC, pero resultaría tardía y poco efectiva desde un punto de vista práctico. Afganistán es un problema que preocupa a Rusia, mas la evolución de los acontecimientos puede ir más por el ámbito de la cooperación entre los países de la región y menos por una implicación de organizaciones internacionales aunque muchas seguirán actuando sobre el terreno. La principal inquietud de los países vecinos de Afganistán es no tener un régimen hostil en Kabul, y no tanto la naturaleza de ese régimen. Lo malo es que este planteamiento contribuyó a que en Pakistán se favoreciera la llegada al poder de los talibanes.

La credibilidad de la defensa colectiva
Pese a los ofrecimientos de cooperación, en el primer discurso de Rasmussen no hubo concesiones a Rusia. Tampoco en intervenciones posteriores el secretario general ha dejado de recalcar que la cooperación con Moscú no supondrá el sacrificio de los principios sustentadores de la Alianza. La OTAN sigue siendo una organización de defensa colectiva, con el compromiso de garantizar la seguridad de todos sus miembros y oficialmente no se puede admitir que haya marcha atrás en el proceso de ampliación, que debería incluir a todos aquellos Estados que lo soliciten y reúnan las capacidades necesarias, aunque éstas han de ser preparadas y evaluadas por la Alianza. Con esto se intenta una vez más salir al paso de la hipótesis, alimentada por las reticencias a las candidaturas de Georgia y Ucrania así como por el conflicto en el Cáucaso del verano de 2008, de que la organización no empleará la fuerza para defender a sus miembros. Han surgido voces críticas en el sentido de que la OTAN puede llegar a asemejarse a un nuevo Pacto de Locarno, cuyas garantías no evitaron la II Guerra Mundial. Pero en 1925 sus firmantes estaban convencidos de que una situación de conflicto era altamente improbable. Del mismo modo, la rápida ampliación de la Alianza en la post-Guerra Fría sólo podría explicarse por la eliminación del riesgo bélico a causa de la desaparición de los bloques. Con todo, Locarno era un instrumento más rígido que el tratado de Washington, pues éste no implica que la respuesta de los miembros de la OTAN ante un ataque armado sea necesariamente de naturaleza militar.

Sin embargo, la Alianza no puede renunciar a su carácter de organización de defensa colectiva. Habrá de figurar en lugar destacado en el nuevo concepto estratégico de la OTAN, que se aprobará en 2010, pese al deterioro de credibilidad. En cambio, los rusos siempre han querido reducir a la OTAN a la categoría de una más entre las diversas organizaciones de seguridad en el espacio paneuropeo. La Alianza, entendida como un club de Estados democráticos en el hemisferio norte y susceptible de ser ampliado, es un cuerpo extraño a Rusia. De ahí que la oferta de los rusos a los aliados occidentales sea en las últimas décadas la misma con variaciones: un tratado de seguridad paneuropeo, que reúna a todas las organizaciones internacionales en el área, y que se ocupe de la resolución pacífica de conflictos, medidas de fomento de la confianza y mecanismos de control de armamentos. La propuesta del presidente Medvedev, lanzada desde los inicios de su mandato, responde a los mismos planteamientos, entre ellos a la idea de que las organizaciones de seguridad, surgidas en la Guerra Fría, están superadas.

La diplomacia rusa se muestra ahora satisfecha de que la OSCE, en su Consejo Ministerial de Atenas del 1 y 2 de diciembre de 2009, haya dado luz verde al proceso de Corfú, nacido en una reunión informal de ministros de Exteriores de la institución paneuropea, el pasado 29 de junio. Este proceso pone en marcha un marco de diálogo para discutir el proyecto de tratado de seguridad colectiva, que el presidente Medvedev ha remitido a los gobiernos de los Estados participantes en la OSCE. En él Moscú vuelve a preconizar un espacio de seguridad común e indivisible, un postulado que se ajusta a la concepción de seguridad de la OSCE. Sin embargo, los rusos ven incompatible la indivisibilidad de la seguridad tanto con nuevas ampliaciones de la OTAN como con que la organización atlántica ostente un papel predominante en la seguridad paneuropea.

La insistencia de Rusia en un tratado de seguridad colectiva
Históricamente, la única petición expresa de Rusia de integración en la OTAN correspondió a la nota de Vyacheslav Molotov, ministro de Asuntos Exteriores soviético, enviada el 31 de marzo de 1954 a Washington, Londres y París. Pero este interés estaba indisolublemente asociado al objetivo perseguido por Moscú de un tratado paneuropeo de seguridad colectiva, que legitimaría las fronteras de la II Guerra Mundial, y en el que también se invitaba a participar a EEUU a modo de contrapartida de una futura presencia de los soviéticos en la OTAN. Ni que decir tiene que la propuesta de Molotov implicaba la modificación de la naturaleza del tratado fundacional de la Alianza, pues había que eliminar su “carácter antisoviético”, en expresión del jurista Eugeny Korovin. Aquella propuesta correspondía tan sólo a una estrategia de la distensión, que comenzaba a sustituir las tensiones más álgidas de la Guerra Fría por la coexistencia y competitividad entre sistemas políticos y sociales opuestos, aunque era evidentemente incompatible con los principios de democracia, libertades individuales e imperio de la ley proclamados en el preámbulo del tratado de Washington. Aunque en algunos casos los intereses estratégicos norteamericanos aceptaron la presencia temporal de regímenes autoritarios, la OTAN era mucho más que las alianzas tradicionales, en las que el peso específico radicaba en la coordinación entre estados mayores. La OTAN tenía desde sus orígenes un marcado carácter político. Era lo más parecido a una liga de las democracias y nada tenía que ver con una reconstrucción de la vieja alianza antihitleriana, que era el punto de partida de la propuesta de Molotov. Su rechazo por las potencias occidentales suponía que éstas optarían por incorporar a Alemania Occidental a su sistema de seguridad y que los soviéticos agruparían a sus aliados ideológicos en el Pacto de Varsovia.

El persistente interés de Rusia por un tratado de seguridad colectiva en Europa podría estar relacionado con una de las constantes en la diplomacia de este país: estar en el centro de la seguridad europea, tal y como estuvo en el directorio europeo de potencias desde el Congreso de Viena hasta la I Guerra Mundial. La revolución de 1917 rompió esta tendencia y marcó el inicio de un cierto aislamiento de Europa. La posterior división del continente, tras la segunda contienda mundial, tampoco ayudó a recuperar a Rusia su papel privilegiado en la diplomacia europea, por importantes que fueran sus adquisiciones territoriales. De ahí que su estrategia en los años de la distensión fue intentar abrir brecha en la solidaridad de los aliados occidentales, en norteamericanos y europeos que habían constituido la OTAN. No lo consiguió ni siquiera con la apertura del proceso de Helsinki que dio lugar en 1975 a la Conferencia sobre Seguridad y Cooperación en Europa (CSCE). Finalizada la Guerra Fría, tampoco logró Moscú que la CSCE fuera el centro de la seguridad europea. Sus diplomáticos insistían en que la OTAN había perdido su razón de ser, tras la desaparición de los bloques, o como mucho admitían que la Alianza debía quedar supeditada a la CSCE, que por entonces cambió de denominación a OSCE. Para mediados de la década de 1990 se había desvanecido la posibilidad de la firma de un tratado entre la OTAN y Rusia, que contribuyera a tranquilizar a Moscú sobre la ampliación de la Alianza a países que en su día estuvieron bajo la órbita comunista. De hecho, nuevas instituciones como el Consejo de Cooperación del Atlántico Norte y la Asociación para la Paz fueron enfocadas por la OTAN como preludios para futuras incorporaciones. La Alianza se esforzaría en vano desde entonces para convencer a los rusos de que había un lugar para ellos dentro una concepción global de una seguridad europea basada en la cooperación, aunque no sería por medio de un tratado sino a través de un acuerdo político que estableciera un foro de consultas políticas y vínculos militares. Algo claramente insuficiente para un país que proclamaba, en todas las tribunas posibles, que era una gran potencia.

Hace unos 15 años, cuando alguien quería encontrar argumentos para una posible adhesión de Rusia a la Alianza, hacía hincapié en la pertenencia de este país a la OSCE o, sobre todo, al Consejo de Europa, a modo de ejemplo que certificara que Rusia era parte del continente europeo. Entrar en la OTAN sería el equivalente a entrar en Occidente, como había sucedido con la República Federal Alemana en 1955. ¿No cabría hacer otro tanto con Rusia, para evitar que siguiera los pasos de la República de Weimar y se deslizara hacia el autoritarismo? Los bestsellers de política ficción de aquellos años se imaginaban un golpe militar en Moscú, pero esto suponía un desconocimiento de la historia del país. No era necesario un gobierno militar para que Rusia proclamara sus aspiraciones de ser una gran potencia.

Las limitaciones del Consejo OTAN-Rusia
El Acta Fundacional OTAN-Rusia (1997) y, sobre todo, el Consejo OTAN-Rusia (2002), que materializó la cooperación entre Moscú y la Alianza, demostraron ser insatisfactorios para los rusos al colocarlos en un estatus de invitados, que no de socios, en la seguridad europea. El Consejo puso en marcha una relación de extrema formalidad, con una serie de encuentros programados, de tal forma que este foro podría ser percibido más por sus estructuras que por sus contenidos. El 28+1, formato característico del Consejo, demuestra que es sobre todo un simple mecanismo de diálogo y consultas, y no tanto de toma conjunta de decisiones, tal y como se expresa en los textos fundacionales. Pero siendo realistas, no podía esperarse otra cosa diferente. Un formato de 29 miembros implicaría considerar a Rusia como un socio más en la seguridad europea, con capacidad de proponer y asumir decisiones, lo que no es viable por las divergencias de intereses y valores entre aliados y rusos.

Un ejemplo reciente entre otros muchos: Dimitri Rogozin, representante diplomático de Rusia ante la OTAN, declaraba en los primeros meses de 2009 que “las grandes potencias no se unen a las coaliciones, crean las coaliciones”. Unirse a una coalición, que en este caso sería una organización, supondría ser un miembro de segunda fila para quien aspira a estar entre los grandes de este mundo. Una Rusia, que históricamente fue uno de los fundadores del concierto europeo y figuró en el directorio de potencias hasta la I Guerra Mundial, no podría contentarse con una posición exigua. Sin embargo, Rusia rechaza la difundida percepción foránea de que es una potencia asertiva, agresiva o imperial. Son otros los que no querrían entender que tiene el derecho a defender sus intereses y no dar la impresión de ser un país débil. En estas circunstancias, los rusos pueden aceptar ser socios para la cooperación en determinados ámbitos, aunque no aliados. Rusia siempre estará dispuesta a crear coaliciones temporales y perseguir intereses específicos, con la OTAN o con otros, pero formar parte de cualquier organización, en la que se pidan limitaciones de la propia soberanía con la supuesta finalidad de un bien común de todos los miembros, no entra en sus objetivos. Prefiere hacer frente a los desafíos a la seguridad con plena libertad de acción, aun reconociendo que en un entorno de seguridad global se hace precisa la cooperación con otros actores internacionales. ¿Han de ser éstos necesariamente organizaciones?

¿Una relación al margen de la OTAN?
¿Asistiremos en el futuro a una relación estratégica entre Washington y Moscú? Sería la aplicación del mismo principio que impera en otras relaciones exteriores de Rusia: se da primacía, al considerarlos más prácticos, a los vínculos bilaterales. Si los rusos prefieren hacer negocios por separado con Francia o Alemania en vez de esperar a que los 27 se pongan de acuerdo para la renovación del acuerdo de asociación con Rusia, es todavía más factible que lleguen a entenderse con los norteamericanos, como se ha visto en el reciente caso de la supresión del escudo antimisiles, en vez tener que enfrentarse a los escollos planteados por los actuales aliados atlánticos que un día estuvieron bajo su influencia. Un reconocido analista como Fyodor Lukyanov apuntaba recientemente que las dificultades norteamericanas con sus aliados europeos y asiáticos, en gran parte derivadas de la crisis económica y del interés preferente de Washington de establecer una asociación privilegiada con China, llevará a EEUU a un cierto aislamiento, en el que coincidirá con Rusia, que tampoco encuentra aliados de confianza en el mundo, pese a sus iniciativas para tener una presencia más visible en Asia y América. Dos grandes potencias decepcionadas en sus aspiraciones, que China tampoco les va a poner fácil, podrían buscar una profundización en sus intereses comunes.

Este escenario parece actualmente poco probable, pero si la tesis de Lyukanov se confirmara con el paso del tiempo, no sería difícil concluir que la OTAN, aunque siguiera existiendo formalmente, habría entrado en un proceso de anquilosamiento.

Rusia defiende un modelo “neowestfaliano” y una geopolítica tradicional
¿Existen ahora posibilidades de integrar a Rusia dentro de la llamada “comunidad euroatlántica”, tal y como se aseguraba en la década de 1990? Una comunidad tiene unos valores comunes, en este caso los de la democracia liberal, lo que supondría al menos, en teoría, el convencimiento de que dichos valores son  indispensables para conseguir la paz y la estabilidad en las propias fronteras. Serían también un modelo para el mundo, lo que justificaría algún grado de intervencionismo. Rusia rechaza este modelo porque se aferra a un modelo “neowestfaliano”, que consagra sus aspiraciones de ser un actor global en un mundo multipolar. Al igual que sucedía en la Europa del siglo XIX, las grandes potencias han de ser adictas al principio de equilibrio, que descarta cualquier unipolaridad, y tienen en cuenta los intereses antes que las ideologías. La Guerra Fría fue una lucha entre ideocracias, algo que queda descartado en el siglo XXI. No es extraño que los profetas del realismo en las relaciones internacionales se fijen en la Inglaterra victoriana, orgullosa de su sistema político pero al mismo tiempo capaz de aliarse con potencias autoritarias por defender el sagrado principio de equilibrio.

Si el mundo del futuro llega a perfilarse como una época de potencias “neowestfalianas”, que coexistan en el marco formal de las instituciones internacionales, la OTAN será percibida por Moscú como una reliquia de la Guerra Fría, una época lejana de competitividad ideológica. Por tanto, el secretario general de la Alianza estaba en lo cierto al asegurar que las relaciones con Rusia no son sólo fruto de malentendidos. Habría que añadir que esto es a veces una justificación retórica: la que afirma que tenemos que sentarnos para identificar los retos y amenazas comunes para disipar unas percepciones equivocadas. Pero las divergencias son de fondo porque los intereses estratégicos son opuestos. Tampoco es realista señalar que las relaciones entre la OTAN y Moscú no deberían estar sometidas a los altibajos de la política interna. En Rusia no se puede separar históricamente la política interna de la externa porque esta última es, por encima de todo, una percepción basada en la geopolítica tradicional.

Se ha escrito mucho sobre si Rusia se estaba quedando al margen de la globalización por haberse aferrado a una visión geopolítica con hondas raíces en el pasado. Con todo, la nueva doctrina de seguridad  rusa, aprobada en mayo de 2009, introduce un concepto más amplio de la seguridad en la que también priman los aspectos económicos y una entusiasta defensa del multilateralismo, que niega a la OTAN toda legitimidad para convertirse en una organización global de seguridad. Pero la escena internacional del siglo XXI, la de las potencias emergentes, no permite pronosticar que la geopolítica haya pasado a la historia. De hecho, los retos económicos y medioambientales también pueden ser abordados desde esta dimensión. Sin embargo, la lectura de clásicos rusos de la geopolítica de hace un siglo, como Aleksey Vandam, cuyo verdadero nombre era Aleksey Edrikhin, no es un ejercicio histórico desfasado, pues este autor se anticipó a otros tiempos al ver a los “anglosajones” como los principales adversarios de Rusia y por su defensa de áreas de influencia para su país desde la desembocadura del Danubio hasta las costas asiáticas del Pacífico.

Conclusiones: Las relaciones entre la Alianza y Rusia siguen ancladas en el formalismo instituido por el Consejo OTAN-Rusia. Pero no pueden ir más allá de una cooperación en aspectos puntuales por la diferencia de intereses estratégicos e incluso en estos casos las percepciones pueden ser divergentes. Los rusos preferirán privilegiar las relaciones bilaterales con cualquier potencia o país de su interés a incrementar sus lazos con la OTAN, que para ellos representa el pasado y un competidor en el escenario geopolítico. Su continua defensa del multilateralismo ha de interpretarse conforme a una idea de la seguridad basada en el equilibrio entre potencias, lo que implica dar preferencia al principio de la soberanía de los Estados y a los derechos que le son inherentes, en plena sintonía con la geopolítica tradicional.

Antonio R. Rubio Plo
Doctor en Derecho y analista de política internacional