Tema
¿Cuáles son las raíces de la actual cultura estratégica rusa?
Resumen
Las ideas importan por su capacidad para generar sistemas, definir pautas y políticas gubernamentales, además de servir como inspiración cultural y motores históricos. Las raíces de la actual cultura estratégica rusa se encuentran en las ideas engendradas durante la existencia de los imperios zarista y comunista. Este análisis se centra en tres de estas ideas, por su importancia y por sus ecos en la política exterior e interior de la Rusia actual: (1) la idea de Moscú como la Tercera Roma; (2) la de la “revolución permanente”; y (3) la de la “dialéctica artificial” (una forma especial de gobernar dirigiendo el curso medio entre los opuestos dialécticos de la apatía y el fanatismo). El mesianismo es la característica más destacable de la cultura estratégica rusa.
Análisis
1. Introducción
Desde la llegada al poder de Vladimir Putin en 2000, el debate habitual entre académicos y analistas era sobre si Rusia es una potencia que está en declive o en auge, si es regional o global, así como si tiene una gran estrategia o es un actor oportunista.[1] En un anterior análisis[2] se explicó cómo el Kremlin ha ido cambiando su estrategia hacia Occidente y los países del espacio post soviético desde el final de la Guerra Fría. Este análisis se centra menos en la estrategia y más en la cultura estratégica. La cultura estratégica[3] no es sinónimo de estrategia. Es el contexto en el que se formulan las ideas principales de la estrategia, conceptos sobre la paz, la seguridad, la fuerza armada, la guerra y las alianzas, y la política exterior. La cultura estratégica se encarna en las decisiones políticas.
La cultura estratégica rusa ha estado marcada, ante todo, por la condición del Estado ruso de imperio euroasiático: no tenía unas fronteras fijas –sus territorios frecuentemente se solapaban entre sí–, y debido al gran tamaño imperial era imposible establecer uniformidad administrativa alguna. Esta condición supuso la expansión con objetivo de garantizar la “seguridad absoluta” y alejar al enemigo potencial lo más lejos posible. Catalina la Grande lo resumió en su célebre frase: “La única manera de proteger mis fronteras es expandiéndolas”. La expansión y la misión de proteger a los cristianos y en particular los cristianos ortodoxos han sido dos principales características de la política exterior del Imperio zarista (1613-1917).
Desde finales del siglo XVIII, Rusia fue una parte integral del Concierto de Europa, y sus elites políticas compartían con sus contemporáneos europeos las ideas sobre paz, el lenguaje de la diplomacia y las estrategias militares. La Revolución rusa de 1917 supuso el triunfo de las ideologías mesiánicas y trajo al poder a los bolcheviques, que abogaron por principios ideológicos y políticos muy diferentes de los europeos. Su política exterior contrastó radicalmente con todas las prácticas anteriores. El poder soviético esencialmente “reinventó” la cultura estratégica del Estado ruso. La ruptura de la Revolución rusa con las antiguas prácticas de gobierno no tenía análogos en la historia moderna, al menos en la civilización europea. Este contraste se expresó en su evaluación de la situación político-militar en el contexto de la Primera Guerra Mundial, pero sobre todo en la visión específica del mundo como un ámbito de confrontación intransigente y existencial entre dos sistemas, el capitalista y el socialista. Esto generó la creencia de que la convivencia a largo plazo con el futuro adversario era imposible, y la cooperación para fomentar la confianza, aún más. La arquitectura de las instituciones internacionales, creada después de la Primera Guerra Mundial, fue vista inicialmente por los bolcheviques como una “aldea de Potemkin” construida para engañar a las masas. La participación en las instituciones se consideró no sólo algo sin sentido, sino también perjudicial, ya que legitimaba el orden sociopolítico global que estaba siendo impuesto por el Occidente capitalista. Las únicas relaciones naturales con Occidente fueron la confrontación directa en el campo de batalla, o la confrontación indirecta a través del apoyo a la revolución en países occidentales. Esta posición, adoptada por las generaciones posteriores de líderes soviéticos, se convirtió en su “código operativo”.
2. El eco de la idea de Moscú como la “Tercera Roma”: “proteger a los compatriotas”
El 25 de abril de 2005, Vladimir Putin, en su discurso ante la Asamblea Federal de Rusia, dio un importante giro en el pensamiento estratégico de Rusia. Entre 1991 y 2000, durante los dos mandatos de Boris Yeltsin, aparentemente Rusia iba a integrarse en el sistema internacional de las democracias liberales. Sin embargo, en el discurso mencionado, Putin definió el colapso de la Unión Soviética como “la mayor catástrofe geopolítica del siglo”, y añadió que los rusos son la nación “dividida” más grande, refiriéndose a los 25 millones de rusos que quedaron como minorías étnicas en las ex repúblicas soviéticas ya independientes. Entre 1991 y 1999 el gobierno de Boris Yeltsin publicó seis documentos oficiales –leyes y decretos– sobre las relaciones con los compatriotas residentes en los países vecinos. Desde la llegada al poder de Putin, el Kremlin ha publicado 16 documentos con el mismo propósito. En 2008 la intervención militar en Georgia fue justificada con el argumento de que Rusia tenía el “derecho y deber de proteger a los compatriotas”. En 2014 y 2022 el mismo argumento fue usado para justificar la anexión de Crimea y la invasión a gran escala de Ucrania. El concepto de “proteger”, en este caso a los compatriotas, claramente remite a la tradición mesiánica zarista de salvar a los cristianos ortodoxos súbditos de otros imperios: en el siglo XIX a los del Imperio otomano y austrohúngaro o entre los siglos XIV y XVI a los del Principado polaco-lituano.
El mesianismo ruso tiene su raíz en la desintegración de la Rus de Kiev a causa de la invasión mongol (1237-1240) y la creación del Imperio ruso en el siglo XIV, pero se desarrolló en un contexto más amplio de enfrentamiento político y religioso en Europa, lo que aumentó la importancia del estatus de Moscú como la “Tercera Roma”.
El primer enfrentamiento entre católicos y ortodoxos fue protagonizado por Constantinopla y Roma, que culminó en la ruptura entre la Iglesia católica occidental y la Iglesia ortodoxa oriental el 16 de julio de 1054, por una serie de diferencias eclesiásticas y teológicas, entre el rito griego oriental y el latino occidental. El segundo enfrentamiento lo protagonizaron Rusia y Polonia, que se intensificó en el siglo XIV, en las tierras de las actuales Ucrania y Bielorrusia, y que ha perdurado hasta hoy, convirtiendo el contencioso religioso en rivalidad geopolítica.[4]
Entre 1054 y 1450 hubo unos 30 intentos de acercamiento entre las dos Iglesias. La oriental reconoció en dos ocasiones la supremacía de Roma: en el Concilio de Lyon en 1276 y en el de Florencia en 1439 (que había comenzado en Ferrara en 1438). La caída de Constantinopla en 1453 acabo con toda posibilidad de reconciliación y fue interpretada por Roma como un castigo divino por el rechazo de la Iglesia oriental a la unión entre las Iglesias. Sin embargo, en Moscú se vivió como un castigo divino para los apóstatas que habían suscrito dicha unión. Fue más tarde cuando a la idea de Moscú como la “Tercera Roma” se le dio un sentido (geo)político, pero el primero en hacerlo fue Simeón de Suzdal cuando volvió del Concilio de Florencia. El matrimonio de Iván III con Sofía Paleólogo, sobrina del último basilus, en 1471 convirtió a Moscú en una metrópoli ortodoxa, gobernada por un gran príncipe ortodoxo. En 1472 Iván III anunció que Moscú era la “Tercera Roma”.
En 1512, Filotea, un monje de Peskov, desarrolló la idea de Rusia como la “Tercera Roma”. Según él, Rusia estaba protegida por Dios, porque el zar que llevaba las riendas de todas las sedes de la Iglesia Oriental estaba en Moscú. A los católicos los definió como “presas del demonio”, y concluyó que “dos Romas cayeron, la tercera está de pie y no habrá una cuarta”. El monje Filotea no pretendía proponer un programa político, sino lanzar una advertencia religiosa, espiritual, a Basilio III: si el zar no ejercía una mayor vigilancia y claudicaba, como las dos Romas anteriores, sería el fin del mundo.
La idea de la “Tercera Roma” es el paradigma del mesianismo ruso: comenzó como un deber de proteger a los cristianos ortodoxos frente a los pueblos de otras religiones. Durante el reinado de Catalina II la Grande, esa fue la política oficial del imperio. Sin embargo, la victoria del Imperio en las Guerras napoleónicas y de la URSS en la Segunda Guerra Mundial ha sido interpretada como el cumplimiento de la misión de “salvar” no sólo a los cristianos, sino a Europa entera, frente a Napoleón y Hitler.
3. La guerra híbrida y la revolución permanente
Para Lenin, la Revolución de octubre no constituía el objetivo final, sino el medio de desencadenar una Revolución mundial (otro de los mesianismos rusos –para salvar al proletariado de los capitalistas–). Tras el fracaso de la revolución en Alemania en 1919 y de la derrota en la guerra con Polonia en 1920, la idea de la revolución mundial se iba desmoronando. La idea del “socialismo en un solo país” combinaba la aceptación pública del fracaso bolchevique de contagiar a Europa con su Revolución con la necesidad de Stalin de ajustar cuentas con León Trotski y el propósito de convencer a los soviéticos de que su sistema político podría sobrevivir sin el apoyo revolucionario exterior. En diciembre de 1924, Stalin desafió a Trotski contraponiendo su idea del “socialismo en un solo país” a la de la “revolución permanente”. El argumento de Stalin, a saber, que la Unión Soviética podría crear un Estado socialista sin una revolución proletaria internacional, era contrario a la posición de Trotski, que defendía que la victoria final del socialismo en la URSS dependía del éxito de la revolución en los países occidentales (el debate era antiguo).[5] La idea de Trotski era más un análisis sociológico de las peculiaridades históricas de la Rusia del siglo XIX que una teoría revolucionaria. Según él, en Rusia la industrialización parcial había provocado la aparición de la clase obrera, los grandes centros urbanos, la inteligencia revolucionaria y las demandas políticas radicales. Pero, dado el carácter agrícola de Rusia, los campesinos tenían un poder desmesurado, lo que impedía una revolución burguesa. Sólo una revolución permanente, durante un largo período de tiempo, combinaría los objetivos democráticos de la burguesía con las aspiraciones avanzadas de los campesinos convertidos en proletariado.
Al salir del período de espera de que se produjera la Revolución mundial, la cultura estratégica bolchevique tenía sólo una perspectiva: “sin paz, sin guerra”, propuesta por Trotski para negociar el tratado de Brest-Litovsk en 1918, esto es, Rusia se retiraría de la guerra, pero sin firmar la paz con Alemania en la Primera Guerra Mundial.
Aparentemente, el régimen de Vladímir Putin no persigue una revolución del orden mundial. Actúa más bien como una potencia revisionista que no acepta el orden internacional creado tras el final de la Guerra Fría. Sin embargo, la “revolución permanente” de los bolcheviques, que aspiró a contagiar a toda Europa con el virus comunista, y la guerra híbrida, que es una “guerra permanente” por todos los medios para asegurar la influencia de Rusia y presentarla como una alternativa viable a la “decadencia de Occidente”, tienen el mismo objetivo final: provocar cambios en la política global.
El concepto de guerra híbrida encaja perfectamente en la tradición ortodoxa leninista que considera que la paz es sólo un estado de preguerra, así como en la tradición trotskista de “sin paz, sin guerra”. En este sentido, el poder blando es sólo un primer paso del poder duro. Las intervenciones rusas en Georgia y Ucrania demuestran que hay siete fases de la conversión del poder blando en poder duro en la guerra híbrida, cuyo fin último es obtener el control, formal o informal (zona de influencia), sobre un territorio.[6] Occidente había aceptado el concepto de esferas de influencia, considerado un anacronismo peligroso ya en la década de 1920, sólo debido a la victoria triunfal soviética en la Segunda Guerra Mundial, y había desechado el concepto en la primera oportunidad. El modelo de desarrollo global basado en valores, normas e instituciones comunes implicaba lógicamente la superación gradual de la naturaleza conflictiva de las relaciones internacionales y la abolición de la planificación estratégica como herramienta para regularlas. La continua adhesión de Rusia al concepto tradicional de seguridad, que Moscú veía como una estructura de toda la arquitectura de las instituciones internacionales, es una de las razones del fracaso del diálogo entre Rusia y Occidente tras el final de la Guerra Fría.
4. Apoyo a Vladimir Putin: los rusos entre la apatía y el fanatismo
Desde 2020, la aprobación de la gestión de Vladimir Putin entre los ciudadanos rusos ha sido, con oscilaciones no muy fuertes, de alrededor del 80%.[7] En 2022 los analistas occidentales (y los políticos) esperaban que las duras sanciones económicas y una guerra en el país vecino provocaran la rebelión de la ciudadanía rusa y de sus elites, que hipotéticamente cambiarían el régimen ruso. La economía no se ha colapsado gracias a la capacidad del Estado ruso de adaptarse, pero sobre todo a un gran aumento de la producción militar.[8] Sin embargo, la capacidad del régimen de asegurar el crecimiento económico, así como de no convocar una movilización general, probablemente por sí solos no serían suficientes sin lo que Isaiah Berlin, en un ensayo escrito en 1952 para el Brookings Institution, denominó la “mentalidad soviética”.[9] Una de las principales características de esta mentalidad, que obviamente no despareció cuando se desintegró la URSS, son los efectos que produce la “dialéctica artificial”. Berlin, que visitó Moscú en 1945, concluyó que existen unas “fluctuaciones en la línea general” de los bolcheviques. Según él, Stalin, en un intento de evitar el destino natural de todos los regímenes revolucionarios desde la Revolución Francesa, inventó la “dialéctica artificial”, una forma especial de gobernar dirigiendo el curso medio entre los opuestos dialécticos de la apatía y el fanatismo. Tan pronto como se establece un curso intermedio de este tipo, todo lo que queda es llevar a cabo la política para usar la fuerza con mucho cuidado, justo a tiempo y en la medida correcta, con el fin de mover el péndulo político y público a la posición necesaria en un momento dado.[10] La tensión perpetua se mantiene con la ingeniosa flexibilidad táctica del Partido Comunista que jamás permitiría que el sistema deviniera “demasiado renqueante o ineficaz”, pero tampoco que se sobrecargara y volviera autodestructivo. Se trata de una versión extraña e irónica de la “revolución permanente” de Trotski, o, una vez más, de la fórmula de “ni guerra, ni paz” que ideó para la Paz de Brest-Litovsk.
El éxito de la “dialéctica artificial” depende de la organización de todos los recursos naturales y humanos disponibles en aras de controlar por completo la opinión pública, de imponer una disciplina férrea a toda la población y, sobre todo, de una sensibilidad temporal por parte de los manipuladores individuales, en especial del dictador supremo, que exige una gran habilidad. Putin y putinismo son el paradigma de la “dialéctica artificial”.[11]
Conclusiones
La gran popularidad de Putin es el resultado más visible de la apatía política de la ciudadanía rusa, que nunca ha tenido la experiencia de vivir en un país democrático y está resignada a que un individuo no pueda influir en los acontecimientos políticos y cambiar el régimen. El fanatismo en Rusia tiene distintas formas, pero la más visible, sobre todo desde la invasión total de Ucrania, es el uso del legado imperial, zarista y comunista para justificar el fervor con el que los rusos están dispuestos a matar y morir para demostrar que tanto rusos como ucranianos son un único pueblo.
[1] Michael Kofman (2019), “Drivers of Russian Grand Strategy”, FRIVÄRLD, Briefing, nº 6.
[2] Mira Milosevich-Juaristi (2022), “Rusia y el orden de seguridad europeo: del descontento pasivo al revisionismo activo”, ARI, nº 3/2022, 25/II/2022, Real Instituto Elcano.
[3] El término “cultura estratégica” fue propuesto por primera vez por el profesor Jack Snyder en el siguiente artículo: J.L. Snyder (1977), The Soviet Strategic Culture: Implications for Limited Nuclear Operations, RAND Corporation, Santa Monica, CA.
[4] Mira Milosevich-Juaristi (2022), “¿‘No matarás’?: el papel de la Iglesia Ortodoxa Rusa en Ucrania”, ARI, nº 44/2022, Real Instituto Elcano, 21/VI/2022.
[5] El concepto de “revolución permanente” siempre se ha asociado con Trotski, pero no fue él quien lo usó por primera vez. La idea de una revolución continua, que transforma las vidas de los hombres y que eventualmente deberá culminar en una sociedad socialista, se originó en los círculos socialistas franceses en la primera mitad del siglo XIX. Posiblemente lo acuñó Louis Auguste Blanqui (1805-1881). El término incluso aparece en Pierre-Joseph Proudhon (1849), La idea de la revolución en el siglo XIX, París.
[6] Sobre las fases de la guerra híbrida rusa, véase: Mira Milosevich-Juaristi (2016), “El proceso de reimperialización de Rusia 2000-2016”, Documento de Trabajo, nº 11/2016, Real Instituto Elcano, 15/VII/2016.
[7] https://es.statista.com/estadisticas/1293686/indice-de-aprobacion-de-vladimir-putin-en-rusia-mensualmente/.
[8] “A lot higher than we expected: rate of Russian military production worries European war planner”, The Guardian, 15/II/2024.
[9] Varios ensayos publicados entre 1946 y 1954 están reunidos en el libro: Isaiah Berlin (2009), La mentalidad soviética. La cultura rusa bajo el comunismo, Galaxia Gutenberg, Círculo de Lectores.
[10] I. Berlin (2001), Istoriya svobody. Rossiya [History of Freedom. Russia], Novoe Literaturnoe Obozrenie, Moscú.
[11] Véase, por ejemplo: Mira Milosevich-Juaristi (2018), “Putinismo el sistema político de Rusia”, ARI, nº 6/2018, Real Instituto Elcano, 9/II/2018.