Mensajes clave
- La sociedad española muestra clara simpatía hacia la autodeterminación del Sáhara Occidental, sobre la base de una interpretación exigente del derecho internacional, el peso emocional significativo de la causa saharaui y la relación a veces complicada con Marruecos.
- Ese posicionamiento empático se ha tenido que conjugar diplomáticamente, y en gran medida subordinar, con condicionantes de primer orden: la necesidad de mantener equilibrios y vínculos de importancia crucial en la vecindad sur, la realidad sobre el terreno y las posturas de otros importantes actores internacionales.
- Tanto la retirada del territorio, en el momento final de la dictadura, como la conducta mantenida por España a partir del primer gobierno democrático en 1977 han tenido como guía el mal menor, considerando el entendimiento que se ha hecho en cada momento del interés nacional y de las limitadas capacidades para imponer un curso alternativo al conflicto.
- El acercamiento a partir de 2022 a la solución que promueve Marruecos también se explica en esa misma lógica, evolucionada a luz de los desarrollos recientes y la clara prioridad que se otorga ahora a mantener una relación funcional Madrid-Rabat. El margen de agencia disponible podría reorientarse a apoyar un autogobierno efectivo para la antigua colonia.
Análisis
El 14 de noviembre de 1975 se firmó la Declaración de principios entre España, Marruecos y Mauritania sobre el Sáhara Occidental (Acuerdo de Madrid) que marcaba el fin de la administración española sobre el Sáhara Occidental y daba pie a la ocupación inmediata de la mayor parte del territorio por parte de Marruecos y, en su tercio sur, por Mauritania. Cuando se cumplen 50 años de aquel hito, es buen momento para reflexionar sobre la cuestión y sus desarrollos a lo largo de este tiempo. Además del interés intrínseco que tiene el conflicto desde distintos ángulos de las relaciones internacionales –incluyendo, entre otros, los procesos de descolonización, las tensiones regionales en el Magreb y la impotencia de las Naciones Unidas para resolver contenciosos–, constituye también un paradigmático estudio de caso sobre la difícil, cuando no imposible, conciliación entre la lógica de los valores y la del interés nacional que a veces se produce en la política exterior de una democracia; en este caso, la española.
En las páginas que siguen se adopta esta perspectiva y, tras un preámbulo general, se analizan los factores que han moldeado las principales decisiones de Madrid hacia el territorio en tres grandes momentos: el de la retirada (1975-1976), durante los 45 años de neutralidad sobre su estatus definitivo (1977-2022) y el del reciente acercamiento a la solución de autonomía postulada por Rabat.
España frente al conflicto saharaui: actitudes, intereses y condicionantes
¿Cuál es la postura española hacia el conflicto del Sáhara Occidental? Responder a la pregunta sobre qué piensa todo un país acerca de un asunto internacional controvertido aconseja primero distinguir varios niveles: las actitudes mayoritarias entre la población general, la visión dominante entre quienes tienen capacidad prescriptora (partidos políticos, organizaciones de la sociedad civil y referentes intelectuales), el parecer que impera en el aparato del Estado (diplomáticos, Fuerzas Armadas y otros altos funcionarios) y, por fin, la posición oficial del gobierno, que dirige la política exterior, sobre la confianza de una mayoría parlamentaria.
Los estudios de opinión disponibles coinciden en el alto interés que suscita el tema. Tres cuartas partes de la ciudadanía afirma tener visión propia, que se expresa prácticamente siempre a favor de la libre determinación. Entre las posibles opciones que hay dentro de ésta, una sólida mayoría se decanta por la independencia, con alguna oscilación a la baja en ese apoyo, pero también con hallazgos posteriores llamativos como preferir, en segundo lugar, que el territorio sea autónomo dentro de España antes que quedar bajo soberanía de Marruecos. La firme oposición a esta última alternativa no conoce, además, distinción de color político, aunque sí difieren las razones: mientras la izquierda lo hace por cercanía a la causa saharaui, la derecha muestra más bien distancia hacia la marroquí.
Ese claro apoyo se extiende a la sociedad civil organizada, a la academia y es también hegemónica entre las élites político-administrativas. Existe, en primer lugar, un sentimiento de compromiso histórico con la población del Sáhara y sus duras condiciones, que se viene plasmando durante este tiempo en forma de solidaridad ciudadana y cooperación oficial. Otro factor importante es el valor que España otorga al derecho internacional como guía deseable de política exterior, que en este caso no se plasma sólo en la conveniencia de aplicar una regla de ius cogens indefinidamente aplazada sino también en la inconveniencia de permitir que sea Marruecos, y no las Naciones Unidas, quién defina cómo se completa la descolonización en su ámbito cercano.
En contraste con ese sentimiento de país, difuso pero persistente, a favor del ejercicio de la autodeterminación, la conducta de los distintos gobiernos no se ha guiado durante este tiempo por una política de principios sino más bien por la definición que se ha ido haciendo de los intereses nacionales y la percepción de otros condicionantes externos.
La principal dimensión que explica las decisiones españolas en la práctica apunta a la protección de la integridad del territorio nacional. El Sáhara Occidental nunca se entendió como parte de la nación española y ni siquiera del Estado –a pesar de haber recibido, de forma tardía, el estatus administrativo de provincia–, pero sí ha resultado siempre decisiva la preocupación por las derivadas del conflicto hacia Ceuta, Melilla y las Islas Canarias. Por un lado, por el persistente irredentismo marroquí y, por el otro, por la promoción que hizo la Argelia postcolonial de la independencia canaria.
Vinculado a lo anterior, pero yendo más allá, España es consciente de la importancia de preservar la estabilidad en su vecino inmediato y de la conveniencia de evitar tanto actos internos turbulentos como el descarrilamiento de la relación bilateral. Eso lleva a preferir gestionar las acciones hacia Marruecos con un enfoque funcionalista y mediante fórmulas de compromiso diplomático, tratando de evitar la confrontación siempre que sea posible. La amistad con Argel es también importante, pero Rabat tiene una capacidad inmensamente mayor de condicionar cuestiones de seguridad, flujos migratorios y cooperación económica.
Un tercer elemento recurrente ha sido el escaso entusiasmo por el nacimiento de un nuevo Estado en el Magreb, frente a las costas canarias, extenso en superficie, poco poblado, de previsible institucionalidad débil, vulnerable a las amenazas que vienen del Sahel –en forma de extremismo yihadista, redes criminales e incluso influencia rusa– y dependiente en última instancia de Argelia. Es más, la frágil seguridad que vive el amplio norte de África incrementa el valor del factor de estabilidad que representa Marruecos para España.
Por último, y más allá de sus valores e intereses, España es consciente de su capacidad limitada de influencia en el devenir del contencioso a la luz de dos grandes determinantes externos: la evolución sobre el terreno y el contexto internacional de cada momento. Aunque el Frente Polisario demostró relativa fuerza en los años 70 y 80, forzando altos el fuego con Mauritania y Marruecos, es indudable que la realidad fáctica le resulta ahora cada vez más desfavorable.
El panorama regional también ha estrechado el margen de España, dada la rivalidad permanente entre los dos grandes países del Magreb. Las divisiones europeas –con París siempre inclinada a apoyar a Rabat– y la evolución de la política mundial tampoco han ayudado: primero, por la Guerra Fría y, en los últimos 20 años, por el retorno a unas relaciones internacionales más ásperas. Sólo en el breve periodo que va de 1989 a 2001, marcado por la hegemonía benevolente de Estados Unidos (EEUU) –país que siempre ha mantenido una amistad estratégica con Marruecos–, hubo cierta esperanza de lograr una solución equilibrada para las partes, que pudiera además haber conciliado principios e interés nacional de España.
El fin del Sáhara español: descolonización, Guerra Fría y agonía del franquismo
Cuando las potencias europeas se lanzaron al reparto de África e islas adyacentes a finales del siglo XIX, España estaba ya de vuelta de su historia imperial y sólo pudo participar en esa ocupación del continente de modo marginal y tardío, para tratar de preservar un mínimo estatus internacional. Más allá de los territorios que forman parte integral de España desde su misma fundación –Canarias, Melilla y Ceuta–, se desarrolló una modesta presencia en el norte de Marruecos, en el llamado África Occidental español y en el golfo de Guinea que respondía sobre todo a propósitos simbólicos.
El Sáhara Español se estableció formalmente en 1884, se delimitó en 1912 y fue declarado por las Naciones Unidas a principios de los 60 como “territorio no autónomo” pendiente de autodeterminarse. Sin embargo, Marruecos, que acababa de poner fin al protectorado de Francia y España en 1956, comenzó a reivindicarlo como parte de un audaz plan nacionalista de expansión territorial: el “Gran Marruecos”, que también incluía Mauritania y partes de Malí y Argelia. Se desencadena así una pugna regional marcada, sobre todo, por la fuerte rivalidad entre Rabat y Argel a partir de 1962.
Desde su posición central en el gobierno franquista, Luis Carrero Blanco se opuso frontalmente a que el Sáhara siguiera la suerte de Cabo Juby e Ifni –entregados a Marruecos en 1958 y 1969– argumentando que nunca había sido marroquí y alimentando la esperanza de que, definiéndolo como provincia española, el territorio pudiera evitar la descolonización. Era un plan condenado al fracaso que sólo sirvió para retrasar, y a la postre frustrar, la estatalidad; un proceso que, en cambio, sí había culminado con éxito para Guinea Ecuatorial en 1968.
El escenario se complicó en 1973 con la aparición del Frente Popular para la Liberación de Saguía el-Hamra y Río de Oro (Frente Polisario), que enseguida inició acciones violentas contra súbditos e intereses españoles en nombre de la independencia. Entre 1974 y 1975 murieron entre 10 y 15 militares[1] en enfrentamientos con el Frente Polisario y cientos de pescadores y trabajadores en las minas de fosfatos fueron asesinados o secuestrados. La escalada de esa insurgencia, unida a la presión de las Naciones Unidas para que se ejerciese la autodeterminación, llevó en 1974 a que Madrid decidiera conceder cierto grado de autonomía y anunciar un referéndum.
La diplomacia franquista concebía como escenario ideal aplicar de modo impecable el derecho internacional –lo que reportaría réditos en la presión simultánea a Londres para descolonizar Gibraltar–, impedir el ansia anexionista de Marruecos y crear un nuevo Estado hispanófilo. El ministro de Asuntos Exteriores, Pedro Cortina, le dijo a su colega estadounidense, Henry Kissinger, que los saharauis no querían vivir bajo autoridad marroquí y que Madrid no podía dejarlos a su suerte como si fueran una “piara de camellos”. Antes pues de que España fuese una democracia, estaban ya definidos los tres elementos de una política exterior de principios sobre el Sáhara que resultaba a priori coherente con los intereses nacionales.
Pronto se demostró que era un esbozo bien intencionado alejado del principio de realidad. La decisión de organizar la consulta abrió una agria crisis con Rabat, que reactivó sus reclamaciones históricas y llevó el caso ante el Tribunal Internacional de Justicia, lo que retrasó la celebración del referéndum, a petición de la propia Organización de las Naciones Unidas (ONU). En octubre de 1975, el tribunal reconoció ciertos vínculos jurídicos de lealtad remotos entre el sultán marroquí y algunas tribus de la zona, pero concluyó que éstos no implicaban soberanía y reafirmó el derecho del pueblo saharaui a decidir su futuro. Sin embargo, Hassan II interpretó sesgadamente el dictamen como un aval a sus aspiraciones e impulsó ese mismo mes la efectista Marcha Verde. Bajo apariencia de movilización civil, combinó presión política y despliegue militar en un momento de máxima debilidad española, para forzar una retirada que, pese a las reticencias de los diplomáticos, se negoció y produjo rápidamente.
El Acuerdo de Madrid, más allá de que jurídicamente no pudiera transferir la soberanía, suponía la entrega efectiva de la administración del territorio y su subsiguiente partición entre Marruecos y Mauritania. El texto incluía algunas compensaciones económicas para España en pesca y fosfatos. También había una cláusula incumplida –que recuerda la indirecta alusión huera de la Declaración Balfour a los palestinos– pidiendo respetar la opinión del pueblo saharaui y su asamblea tribal. El no reconocimiento del texto por parte de las Naciones Unidas lo redujo a arreglo provisional y ambiguo, que mantuvo a España como Potencia Administradora de iure, pese a la solicitud enviada el 26 de febrero de 1976 al secretario general de la ONU renunciando a serlo. Enseguida se desató un conflicto entre los nuevos ocupantes y el Frente Polisario, pero la suerte estaba echada.
Ese desenlace no puede entenderse sin atender a la delicada coyuntura española de entonces. En plena agonía del general Franco, el gobierno presidido por Carlos Arias Navarro era consciente de la imposibilidad política y militar de sostener un conflicto con un Marruecos agresivo, que estaba dispuesto a forzar la situación como había hecho hace poco con Argelia en la Guerra de las Arenas y antes, contra la misma España y Francia, en Ifni. Rabat lo había advertido, además, de forma explícita tanto a Madrid como a Washington.
Las Fuerzas Armadas, incluyendo al príncipe Juan Carlos, se oponían a embarcarse en una guerra sin horizonte de victoria y también pesaba el miedo, tanto en sectores reaccionarios como aperturistas, a que un conflicto colonial postrero llevase a una ruptura institucional semejante a la ocurrida en Portugal el año antes. La inauguración inminente del nuevo reinado, en un contexto interno muy difícil, aconsejaba desde luego evitar una confrontación militar y hacía inviable el uso de la fuerza ante la muchedumbre desarmada de la Marcha Verde. Tampoco podía esperarse apoyo popular interno, considerando que la atención estaba concentrada en la incertidumbre del fin del régimen, que el servicio militar era obligatorio y que las tropas españolas sufrían entonces ataques del Frente Polisario.
A todo ello se sumaba un contexto internacional que resultó muy adverso para la suerte del Sáhara. Aunque el Magreb no era un frente central de la Guerra Fría, Marruecos se benefició de la convergencia con EEUU y Francia, ambos interesados en mantener la influencia occidental. Washington priorizaba la estabilidad y los lazos con su aliado histórico norteafricano, mientras París buscaba preservar influencia en la región, especialmente a la luz de su enemistad con Argelia con la que acababa de perder una dolorosa guerra de independencia.
El bloque soviético, por su parte, adoptó una postura pasiva. Pese a la cercanía ideológica de Argelia al campo socialista, Moscú evitó un enfrentamiento directo con Rabat, en parte gracias a la habilidad diplomática marroquí. En diciembre de 1975, la mayoría de los países del Pacto de Varsovia se abstuvieron en las votaciones de las Naciones Unidas, reflejando una neutralidad que, de facto, favoreció los intereses de Marruecos.
Por lo demás, España no tenía incentivos ni base internacional para aguantar la presión. No pertenecía ni a la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) ni a las Comunidades Europeas, estaba aislada diplomáticamente por las últimas ejecuciones del franquismo, la ONU le instaba a una descolonización que ya llegaba tarde y, como se acaba de decir, sus dos principales referentes de política exterior en África –con implicación personal del secretario de Estado estadounidense, Henry Kissinger, y del presidente francés, Giscard d’Estaing– querían evitar que el Sáhara se convirtiese en un nuevo Estado potencialmente frágil. Argelia, que sí apoyaba abiertamente la autodeterminación, era un actor muy poco fiable, como se demostró enseguida cuando se dispuso a alentar el independentismo en Canarias o proporcionar refugio y entrenamiento a miembros de ETA hasta los años 80.
Volviendo la vista atrás a esa constelación endiablada de factores es difícil afirmar que hubiera un curso de acción alternativo preferible al que finalmente se recorrió. Salvo contadas excepciones, se ha juzgado con demasiada dureza aquella retirada. Es verdad que nunca puede ser un episodio brillante haber incumplido una responsabilidad con la comunidad internacional y con una población, en teoría considerada compatriota, a la que no se fue capaz de guiar hasta la libre determinación. Pero, siendo imposible la celebración de un referéndum bajo auspicios españoles, se optó en ese momento por el mal menor de evitar una guerra[2] y proteger los intereses nacionales prioritarios.
También está extendida en España otra idea singularmente autocrítica: que el empantanamiento actual del conflicto muestra que el país sería el último y el peor de los países occidentales en poner fin a sus ambiciones coloniales. Sin duda, se debería de haber impulsado antes la autodeterminación del Sáhara. Pero España no es un caso único en procesos descolonizadores tardíos y mal llevados a cabo. El abandono portugués de Timor, mientras Indonesia se disponía a invadirlo, fue simultáneo y muy similar. También por aquel entonces, el Estado segregacionista de Rhodesia cumplía 10 años de independencia unilateral en la actual Zimbabue, sin que Londres hubiese podido evitarlo. Es más, en noviembre de 1975, el Reino Unido, Francia y EEUU mantenían todavía una quincena de colonias que hoy son Estados independientes.[3]
45 años de equilibrios realistas y retórica normativa
La posición española sobre el Sáhara Occidental entre 1977 y 2022, pese a haberse sucedido gobiernos de tres colores políticos distintos, muestra mucha más continuidad que cambios. La configuración de una política exterior democrática, con partidos y una opinión pública que apoyan la causa del Sáhara como postura de principio, llevó a fijar un relato consensuado de respeto a la legalidad internacional a través de la defensa de “una solución política justa, duradera y mutuamente aceptable, que prevea la libre determinación del pueblo del Sáhara Occidental en el marco de Naciones Unidas”.
La fórmula era, no obstante, suficientemente ambigua y la incomodidad que pudiera causar a Rabat se amortiguaba por un discurso añadido de neutralidad estricta sobre el estatus definitivo del territorio, que también era funcional para acercarse a Argelia. Los crecientes intercambios económicos entre España y ambos países del Magreb van ayudando a esa línea de equilibrio pragmático, aunque poco a poco se fue haciendo evidente que Marruecos tenía más resortes –económicos, de seguridad, en materia migratoria y en apoyos internacionales– para condicionar es devenir de la cuestión.
Al inicio del periodo, en plena Transición, la relación con Rabat era muy mejorable, dado el recuerdo cercano de la retirada traumática del Sáhara y las permanentes crisis pesqueras. Y todavía era mayor la distancia con Argel, que apoyaba por entonces a grupos terroristas operando en España y se lanzó a promocionar la autodeterminación canaria en la Organización para la Unidad Africana, en parte como represalia por la entrega de la antigua colonia a Marruecos.
Va a ser a mitad de los 80, coincidiendo con la normalización definitiva de las relaciones exteriores de España y la adhesión a las Comunidades Europeas, cuando se impulsa el enfoque global que caracterizará desde entonces la relación con el principal vecino del sur. Una política definida por el gobierno de Felipe González tendente a alimentar interdependencias entre ambos países, a partir de la gráfica idea del “colchón de intereses” compartidos, que funcionaría a modo de amortiguador de las tensiones, y cuya fórmula también fue extensible a Argelia, cuando abandonó sus veleidades desestabilizadoras y pasó a ser un proveedor energético clave.
Los lazos con Marruecos se solemnizan en el Tratado de Amistad de 1991, que basaba la buena vecindad sobre la cooperación funcional e institucionalizaba el diálogo periódico, favoreciendo que el contencioso del Sáhara quedase así relativamente encapsulado. A partir de ahí, la relación bilateral va a sufrir vaivenes, más de estilo que de fondo, pero la posición española hacia el conflicto –en la práctica, retórica y neutral– se mantiene invariable. Así fue también con José María Aznar, pese a su nítido distanciamiento de Marruecos y la crisis del islote de Perejil, que evidenció que la supuesta amistad era mucho menos estructural de lo pensado y que Rabat seguía dispuesta a recurrir a acciones de presión. En todo caso, José Luis Rodríguez Zapatero restauró el buen tono del vínculo y Mariano Rajoy lo estabilizó bajo una lógica eminentemente funcional orientada a cooperar y evitar la confrontación directa.
En estos años, los intercambios económicos y la integración en cadenas de valor conjuntas con Marruecos han aumentado de forma muy considerable. El comercio bilateral supera los 22.500 millones anuales de euros, situando a España como primer socio comercial, con un importante superávit y una fuerte inversión de empresas españolas. España, aprovechando su posición de Estado miembro importante de la Unión Europea (UE), ha dedicado capital político a promover a Marruecos como socio preferente de Bruselas. La cooperación económica se ha ido luego ampliando a otros ámbitos de preferencias convergentes, como la lucha contra el terrorismo y el control de flujos irregulares de personas. También se ha multiplicado la relación interpersonal y el número de residentes marroquíes en España se acerca ya al millón. En definitiva, la estabilidad del vecino del sur y de la relación bilateral con él se convirtió en interés nacional prioritario.
Mientras tanto, los hechos y el contexto internacional fueron consolidando la posición marroquí, sobre todo a partir del cambio de siglo. En los 15 años de guerra que siguieron a la retirada española, el Frente Polisario se había anotado algunos éxitos, forzando a Mauritania a renunciar en 1979 a sus pretensiones sobre el territorio y logrando en 1991 un alto el fuego con Marruecos, auspiciado por la ONU, que incluía la creación de una misión para organizar un referéndum: MINURSO. A final de los 90, en el momento de auge del multilateralismo que siguió al fin de la Guerra Fría, se instaló incluso la pequeña esperanza de llegar a una solución impulsada por las Naciones Unidas. De hecho, se logró en Timor Oriental –un conflicto similar que parecía todavía más intratable– pero, en el caso del Sáhara, fracasaron sendos planes de James Baker.
El enviado especial de las Naciones Unidas había sido nada menos que hombre fuerte de Ronald Reagan y George Bush, como jefe de gabinete de la Casa Blanca y secretario de Estado de EEUU. Baker propuso primero (2001) una fórmula de autonomía bajo soberanía marroquí, que fue rechazada de plano por el Frente Polisario, al que le parece que la independencia es la única solución legítima. Su segundo plan (2003) preveía una autonomía transitoria de cinco años seguida de un referéndum de independencia y fue en cambio rechazado por Marruecos, que sostiene que la consulta es inviable debido al carácter nómada de parte de la población y a la supuesta imposibilidad de un censo fiable.
El statu quo desde entonces ha venido marcado por la falta de avances en la autodeterminación, el control de facto que ejerce Marruecos sobre la mayor parte del territorio –que incluye la antigua parte asignada a Mauritania y está delimitado por un muro defensivo de casi 3.000 km– y la progresiva llegada de colonos marroquíes que van alterando la composición demográfica original. A lo anterior se une la precariedad prolongada de casi el 40% de los saharauis, desplazados al suroeste de Argelia, en los campamentos de refugiados de Tinduf. Una realidad sobre la que el tiempo opera en contra.
Internacionalmente, se instaló la idea de conflicto congelado. En el plano regional, Argelia y Marruecos mantenían su rivalidad estructural, con la frontera cerrada desde 1994, y el resultante bloqueo de cualquier avance en sus relaciones. En la UE se produjo algún avance institucional favorable a la causa del Sáhara, aunque acotado al Parlamento Europeo y el Tribunal de Justicia. Los límites estructurales de la política exterior europea impidieron que eso se tradujera en impactos efectivos, sobre todo considerando la abierta inclinación de Francia, que decidió apoyar oficialmente el inconcreto plan de autonomía presentado por Marruecos en 2007. EEUU también mantuvo su habitual respaldo a Marruecos, que fue elevado en 2004 a la categoría de aliado estratégico.
Incluso en las Naciones Unidas, el Frente Polisario fue perdiendo apoyos: en 1979, el Comité de Descolonización de la ONU había aprobado una resolución que instaba a Marruecos a poner fin a su “ocupación” del territorio, con 83 votos a favor, 43 abstenciones y sólo cinco en contra, reflejo del respaldo que entonces mantenía la causa saharaui. Veinticinco años después, en la votación de la Asamblea General de 2004, apenas 50 Estados respaldaron ese derecho, frente a un centenar de abstenciones o ausencias, evidencia de la creciente indiferencia global hacia el conflicto.
Dada esa combinación de factores entre panorama internacional, realidad sobre el terreno e intereses trascendentales de cooperación con los dos vecinos del Magreb –muy en particular, con Marruecos–, la posición española sobre el Sáhara entre 1977 y 2022 se mantuvo invariable en la línea del mal menor. Con muy escaso margen para llevar por otro curso el conflicto, se optó por una retórica normativa conciliadora y una línea de actuación pragmática. Se ponía formalmente en el centro a las Naciones Unidas, para satisfacer los valores mayoritarios de la sociedad, pero absteniéndose de tomar posiciones de fondo que comprometieran su estrechísima relación con Rabat y la cooperación energética con Argel.
Las razones del acercamiento a la posición marroquí a partir de 2022
En los últimos cinco años, el conflicto del Sáhara Occidental ha entrado en una nueva fase marcada por la consolidación internacional de la posición marroquí. El punto de inflexión se produjo en diciembre de 2020, cuando la Administración de Donald Trump reconoció la soberanía de Rabat sobre el territorio en el marco de los Acuerdos de Abraham; es decir, a cambio de la normalización de relaciones entre Marruecos e Israel. Aquella decisión –no rectificada luego por la Administración Biden– alteró de manera decisiva el ya de por sí erosionado equilibrio previo y reforzó la percepción de que el statu quo era irreversible.
En este contexto, el Frente Polisario declaró el fin del alto el fuego en vigor desde 1991 y reanudó las hostilidades, reflejo de la frustración ante el estancamiento político y del creciente control marroquí sobre el territorio. La guerra se reactivó de forma limitada, casi simbólica, mientras la ONU constataba de nuevo su incapacidad de mediación. Su nuevo enviado especial, el ítalo-sueco Staffan de Mistura, comprobó que todas las partes rechazaban su postrero plan de partición, que ofrecía la integración de dos tercios del territorio en Marruecos y la creación de un Estado saharaui en la parte sur, asignada a Mauritania en 1976.
En marzo de 2022, España alteró su posición tradicional. El presidente del gobierno, Pedro Sánchez, expresó en una carta a Mohammed VI que consideraba el plan marroquí de autonomía de 2007 como “la propuesta más seria, realista y creíble” para resolver el conflicto. Con ello, Madrid abandonaba su neutralidad formal y se acercaba, al menos parcialmente, a la posición defendida por París y Washington. La decisión fue presentada como un modo pragmático de avanzar en el futuro del Sáhara y, sobre todo, de abrir una etapa más estable en la relación bilateral, marcada entonces por la grave crisis migratoria de mayo de 2021.[4]
En efecto, detrás de ese movimiento pesó sobre todo la creciente agresividad de Marruecos, que no aceptaba que España no siguiera el camino ya emprendido por EEUU y Francia en relación con el Sáhara. Y, para lograr que cediera, estaba muy dispuesta a forzar su capacidad de presión en ámbitos muy sensibles para la seguridad nacional: control de los flujos migratorios, delimitación marítima, presiones sobre Ceuta y Melilla, cooperación antiterrorista y ciberseguridad, con el caso Pegasus como principal exponente.
El paso entrañaba desde luego importantes riesgos: en el interior, considerando el clima de polarización y la sensibilidad social dominante, iba a generar el rechazo tanto de la oposición como de los socios menores de coalición y buena parte de su propio electorado. En el plano exterior, se perdía cierto ascendente de autoridad, por otro lado, de dudosa utilidad en los 45 años previos, conectado a haber mantenido hasta ahora una posición normativa e imparcial sobre el conflicto. Además, el movimiento rompía con la asentada expresión de equilibrio entre Argel y Rabat, lo que llevó a represalias argelinas con impacto negativo, sobre todo en el plano energético. Además, y seguramente más peligroso, se podía alimentar en Rabat la tentación de seguir usando en el futuro estas estrategias de coerción híbrida, donde no se usa la fuerza militar, pero sí instrumentos que golpean vulnerabilidades de seguridad como inmigración descontrolada o la interrupción de la cooperación en materia antiterrorista o de narcotráfico.
El gobierno era consciente de esos inconvenientes, pero entendió, ponderando intereses nacionales y margen de actuación disponible, que la prioridad había pasado a ser reducir la peligrosa tensión con el vecino inmediato y recomponer la relación deteriorada. En todo caso, y aunque Marruecos querría considerar que España ya ha hecho una concesión definitiva de soberanía similar a la de Trump, lo cierto es que la nueva postura sigue apelando a la autodeterminación, aunque aconsejando ahora que no se plasme en independencia; una línea similar a la ya dada por Francia hace casi 20 años y que, después de España, adoptaron también Alemania, el Reino Unido y Portugal.
Esa evolución posterior –culminada en una resolución del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas de octubre de 2025 que también respalda de forma implícita las posiciones de Rabat– viene a confirmar una tendencia internacional abrumadora a favor de la solución de la autonomía, que incluye a los cinco miembros permanentes y a toda la UE. Con sólo 45 países que hoy reconocen a la República Árabe Saharaui Democrática –frente a los más de 160 que reconocen, por ejemplo, a Palestina–, el Sáhara Occidental ha quedado relegado a un segundo plano en la agenda internacional.
En definitiva, siendo innegable que se produjo ese giro en la posición española sobre el Sáhara que abandonaba la tradicional imparcialidad oficial, hay también un núcleo invariable en 50 años: la conjugación, y en su caso la subordinación, de las preferencias difusas de la sociedad a las exigencias concretas, cuando no inmediatas, de una relación bilateral complejísima. Un pragmatismo reforzado por un contexto internacional y una realidad fáctica que en los últimos cinco años ha evolucionado reduciendo al mínimo cualquier margen realista de una independencia saharaui. Por eso es previsible que un futuro gobierno del PP, pese a su actual discurso de tensión con Marruecos, no altere el fondo de la postura adoptada en 2022.
Conclusiones: la dificultad de combinar buena vecindad con política exterior de principios y la incógnita de un autogobierno creíble
España ha mantenido más continuidad que variación en su postura hacia el Sáhara Occidental durante el último medio siglo, a pesar de que en ese tiempo ha habido un cambio de régimen, siete presidentes del gobierno y aparentes giros de guion en el lenguaje diplomático empleado. Esta continuidad se expresa tanto en el consenso social dominante, que sigue siendo muy favorable al ejercicio de la autodeterminación, como en la política mantenida por el gobierno, que siempre ha optado por primar la gestión de los intereses nacionales considerados prioritarios sobre un enfoque basado en principios. No hay ningún otro ámbito de la política exterior española, y no existen muchos ejemplos similares en las políticas exteriores de otras democracias, donde se presente de forma tan nítida esta tensión. El reto de futuro consiste en gestionarla y reducirla, lo que exige actuar al menos en cuatro niveles interrelacionados: el de la relación con Marruecos, el del futuro del autogobierno saharaui, el de la rendición de cuentas interna y el de la política exterior general.
Las relaciones Madrid-Rabat seguirán desarrollándose en un espacio rico y a la vez frágil donde coexisten la colaboración, la competencia y la fricción. Es obvio que no va a desaparecer la vecindad geográfica directa y parece más que probable que tampoco lo haga la estrecha cooperación en casi todos los órdenes ni la existencia de tensiones, que incluyen el cuestionamiento de la integridad territorial. No es imposible que Marruecos recurra de nuevo a patrones de presión inaceptables entre buenos vecinos como los empleados en los precedentes de la Marcha Verde en 1975, Perejil en 2002 y Ceuta en 2021, pero en ambos lados hay inteligencia suficiente para entender la importancia mutua y las líneas rojas de cada parte en sus posiciones esenciales. Para Marruecos no es negociable la independencia del Sáhara, pero España también tiene importantes valores e intereses en juego. No se trata sólo de idealismo o de saldar una deuda moral, sino de evitar un precedente en el que los hechos consumados unilaterales se impongan al derecho internacional a la hora de definir las fronteras en su entorno estratégico inmediato.
Eso lleva al margen de maniobra que tiene España para influir en el estatus final del Sáhara. Conviene empezar recordando que siempre ha sido un margen muy limitado y que no puede pedirse a España que logre una solución política digna y aceptable para los saharauis cuando no lo han conseguido ni un vecino con capacidad militar significativa como Argelia, ni la entonces Organización para la Unidad Africana –que llegó a otorgar al asunto tal relevancia que provocó la retirada de Marruecos–, ni el multilateralismo activo de las Naciones Unidas –con una misión específica y numerosas resoluciones–, ni la posición exigente de las instituciones europeas y ni siquiera la diplomacia estadounidense en sus fases más constructivas, con un antiguo secretario de Estado al frente del proceso.
Sin embargo, hay espacio para usar el ascendente disponible en la relación bilateral y en los foros multilaterales. Al fin y al cabo, a Marruecos le conviene el reconocimiento internacional de que la descolonización se ha producido para normalizar sus relaciones con la UE y con el conjunto de África, empezando por el deshielo en el lesivo bloqueo de su relación con Argelia. La ventaja de la posición actual con respecto a la de la neutralidad mantenida de 1977 a 2022 es que ahora se puede adoptar una posición más proactiva en el planteamiento de soluciones de autogobierno amplio y garantizado. Marruecos ha llegado a citar como posibles referentes para su plan de 2007 los ambiciosos Estatutos de Autonomía de Andalucía, Canarias o Cataluña, lo que otorga a España autoridad para ser protagonista en el proceso. Es verdad que hoy no parece verosímil una autonomía genuina bajo un régimen de naturaleza autoritaria y con un historial de incumplimiento de compromisos previos hacia el propio Sáhara Occidental. Pero la baja credibilidad actual de la propuesta marroquí también ayuda a reforzar un posible papel promotor o supervisor por parte española.
En tercer lugar, y aun siendo casi imposible recomponer el consenso interno, hay al menos que promover la conversación que merece una democracia avanzada. Se trata de exponer con transparencia las importantes razones de interés nacional en juego y explorar el modo de conciliarlas con los igualmente importantes principios; lo que de nuevo lleva a tomarse en serio la promoción de soluciones de autonomía o de asociación con un autogobierno amplísimo. De hecho, España no puede deslegitimar el principio de autonomía como posible forma de autodeterminación sin cuestionar el propio modelo territorial que la define internamente. Por otro lado, también es posible interpelar a la sociedad española, que es sensible con la golpeada población saharaui, apelando a que avanzar en una línea de compromiso con Marruecos puede ser el modo más práctico de mejorar la situación de los derechos humanos y permitir el retorno digno de los refugiados desde Tinduf; lo que podría acompañarse de la concesión de la nacionalidad española a la población saharaui original.
Por último, lo anterior también ayudaría a reducir la aparente disonancia entre la postura adoptada en este asunto y la retórica de coherencia que se reivindica en otros escenarios, como Ucrania y Gaza, sobre la defensa del derecho internacional y el principio de autodeterminación. La credibilidad exterior no es sólo una cuestión de prestigio; es también un elemento que implica predictibilidad y solidez, y por tanto poder. Desde luego en Rabat, pero también en el resto de las capitales que son relevantes para España. Al final, puede ser que los principios no estén tan en tensión con los intereses nacionales.
[1] La horquilla de entre 10 y 15 militares muertos responde a la falta de fuentes oficiales completas y a la existencia de testimonios contradictorios sobre el número exacto. Durante aquellos años, muchos incidentes en el Sáhara Occidental no fueron documentados con precisión y algunas cifras proceden de recuentos posteriores elaborados a partir de declaraciones de supervivientes. Por otro lado, la Asociación Canaria de Víctimas del Terrorismo sitúa el número de pescadores españoles muertos en atentados del Frente Polisario en torno a las 300 personas; una cifra muy alta y sorprendentemente desconocida.
[2] La expansión colonial española tras 1945 era comparativamente modesta, pero en cualquier caso el país logró evitar el drama humano y el coste económico –en conflictos sin posible victoria final– que sí sufrieron franceses (Argelia, Indochina, Madagascar), portugueses (Angola, Guinea-Bissau, Mozambique), neerlandeses (Indonesia) y hasta británicos (Kenia, Malasia, Palestina).
[3] Esos mismos tres países son las actuales potencias administradoras de 15 de los 17 territorios que la ONU considera todavía no autónomos. Los otros dos casos son Tokelau, cuyo estatus definitivo con respecto a Nueva Zelanda está por definir y, en efecto, el Sáhara Occidental, que es el más grande de esos 17 territorios pendientes de descolonizar tanto en población como en superficie.
[4] La crisis se desencadenó tras la hospitalización por COVID en España del líder del Frente Polisario, Brahim Gali, lo que provocó la ira de Rabat. En respuesta, Marruecos relajó el control fronterizo en Ceuta y permitió la entrada masiva de unos 10.000 migrantes, incluyendo menores, en apenas 48 horas. La acción mereció la condena del Parlamento Europeo.
