El reconocimiento del Estado de Palestina, tan necesario como insuficiente

Las banderas de los dos Estados observadores ante la ONU, la Santa Sede (izquierda) y el Estado de Palestina (derecha), ondean en la sede de las Naciones Unidas en Nueva York. La bandera del Vaticano ondeó en la ONU por primera vez el 25 de septiembre, mientras que la del Estado de Palestina lo hizo el 30 de septiembre. La Asamblea General adoptó el 10 de septiembre de 2015 una resolución que permite que las banderas de los Estados observadores ondeen en la sede de la ONU y en sus oficinas en todo el mundo
Las banderas de los dos Estados observadores ante la ONU, la Santa Sede y el Estado de Palestina, ondean en la sede de las Naciones Unidas en Nueva York (2015). Foto: UN Photo/Cia Pak (CC BY-NC-ND 4.0 Deed)

Tema
El gobierno español ha anunciado su intención de formalizar el reconocimiento del Estado de Palestina. Este paso puede quedarse en algo puntual y con escasa trascendencia o puede servir para algo más que contribuya a no mantener el statu quo en Israel/Palestina.

Resumen
El gobierno español ha anunciado su decisión de reconocer el Estado de Palestina después de muchas dilaciones, empujado por la actual guerra en Gaza y por su inclusión explícita en el acuerdo de gobierno de coalición. Dada su histórica posición sobre la cuestión palestino-israelí y su importante compromiso político y económico con el esfuerzo internacional para construir las instituciones de un Estado palestino desde 1994, España debería haber dado ese paso hace tiempo. Las circunstancias actuales le han llevado a reconsiderar la cuestión y, aparentemente, ejecutar esa decisión cuando logre que algún otro Estado europeo le acompañe. Pero el reconocimiento corre el riesgo de ser un acto simbólico con escasa trascendencia, dada la actual condición de Palestina y la catastrófica realidad sobre el terreno; más aún si tarda en materializarse. Consciente de ello, el gobierno español ha vinculado este paso a una retórica en torno a la vigencia de la “solución de los dos Estados” y la necesidad de una conferencia internacional de paz. Ambas cuestiones no deben ligarse necesariamente. El reconocimiento tiene sentido en sí mismo por coherencia y como un medio de empoderamiento de la parte palestina. Pero, además, debería servir para reorientar sustancialmente las relaciones con Israel.

Análisis
En el peor momento posible, se ha vuelto a poner en el debate la cuestión de la estatalidad palestina y la llamada “solución de los dos Estados”. La creación de un Estado palestino en Cisjordania y Gaza, a la par del Estado de Israel, ha sido uno de los pilares constitutivos de la mayor parte de las propuestas de arreglo de la longeva e irresuelta cuestión palestino-israelí. Sin embargo, el desenlace del Proceso de Oslo, que para los palestinos (y sólo para ellos) debía materializar ese Estado, logró lo que Israel buscaba: crear una situación en la que finalmente se diluyera la estatalidad. Volver a poner sobre la mesa la estatalidad de Palestina y su carácter central en una solución al conflicto, cuando más difícil parece llevarla a cabo, parece una quimera. En este texto se insistirá en disociar la necesaria estatalidad de Palestina de una posible resolución de la cuestión palestino-israelí a corto o medio plazo. Los palestinos tienen derecho a decidir de manera libre y autónoma tener un Estado propio. En cambio, una “solución” justa y duradera, requiere mucho más que la estatalidad en ambas partes.

Ante la hecatombe de Gaza, España ha tenido una voz disonante, adelantándose a lo que otros países europeos han dicho más tarde. Es obvio que los excesos de Israel y la parálisis de la Unión Europea han generado una vasta incomodidad y frustración. Pero la posición verbalizada por España ha dado pie a una vociferante respuesta del gobierno israelí. Ese ha sido el marco en el que Madrid ha reiterado su compromiso con el reconocimiento del Estado de Palestina, y con ello contribuir a recuperar la “solución de los dos Estados” y a organizar una conferencia de paz cuando las condiciones lo permitan.

El reconocimiento del Estado de Palestina, una decisión política necesaria

En la gran mayoría de análisis y de discursos que han tenido lugar en estos meses de guerra se obvia que disponer de un Estado propio es, en primer lugar, un derecho del pueblo palestino; un derecho reconocido por la comunidad internacional y recogido en varias resoluciones de la Asamblea General de las Naciones Unidas. Los palestinos son el pueblo autóctono del territorio, fueron desposeídos de su tierra por el colonialismo británico y el movimiento sionista, y fueron las víctimas de una anómala decisión de partición aprobada en la Asamblea General en 1947, única entre todos los procesos de descolonización. Europa despachó su “cuestión judía” proyectándola fuera del continente y haciendo pagar sus consecuencias a quienes menos responsabilidades tenían. La ilegitimidad de origen de Israel explica el amplio rechazo popular de los países vecinos, aunque no de sus gobiernos. Después de más de 75 años, la estatalidad israelí es irreversible, pero el problema es que Israel sigue encastillado en un proyecto nacional estatal expansivo, ejerciendo prácticas puramente coloniales con los autóctonos y con sus vecinos, manteniendo uno de los casos más sangrantes de exilio forzado de millones de personas y ejerciendo una ocupación ilegal de Cisjordania y Gaza desde hace más de 56 años.

Desde mediados de los años 70, y de manera oficial desde 1988, la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) asume que la realización de su proyecto de Estado se limitaría a Cisjordania y Gaza, en el marco de una solución global que incluiría también la cuestión de los refugiados. Este compromiso histórico de la OLP nunca fue valorado en su justa naturaleza por Israel, ni siquiera por el sionismo liberal. Al contrario, la postura de los sucesivos gobiernos de Israel ha sido profundizar en su proyecto nacional, expulsando población, ocupando territorio y ampliando la colonización, incluso durante los siete años del Proceso de Oslo (1993-2000).

En la resolución 3236 del 22 de noviembre de 1974, la Asamblea General de las Naciones Unidas definió los llamados Derechos inalienables del Pueblo Palestino y estableció un Comité para poder ejercerlos. Estos derechos son: “el derecho a la libre determinación sin injerencia del exterior, el derecho a la independencia y soberanía nacionales, y el derecho de los palestinos a regresar a sus hogares y propiedades, de los que habían sido desalojados y desarraigados”. La cuestión de la estatalidad palestina es, por lo tanto, un derecho que no puede ser cuestionado ni vetado por Israel, ni por la comunidad internacional, ni depender de un acuerdo o de una transacción.

La Declaración de Independencia de Palestina, adoptada por el Consejo Nacional Palestino en Argel el 15 de noviembre de 1988 se inscribió en ese principio y decidió el establecimiento de un Estado en sólo una parte de la Palestina histórica, apenas el 22%. Sin embargo, la ocupación indefinida del territorio por parte de Israel nunca permitió la materialización de ese Estado y convirtió Palestina en el caso paradigmático de “casi-Estado” que cumple sólo parcialmente los atributos propios de una entidad estatal. A pesar de ello, el Estado de Palestina fue reconocido por decenas de países.

Cuando se puso en marcha el controvertido Proceso de Oslo (1993), Israel exigió que la estatalidad palestina se congelara y que el estatus definitivo de Cisjordania y Gaza fuera definido en la última fase de las negociaciones (cuestiones del estatuto final). La creación de un Estado palestino al final del proceso se convirtió en parte de la retórica de la paz de Oslo, al menos para una parte de la comunidad internacional, y en particular para la Unión Europea (UE). De hecho, durante esos años se operó un enorme esfuerzo financiero internacional de apoyo a la Autoridad Palestina para prepararla como antesala del futuro Estado palestino. Sin embargo, Israel siguió con su empresa colonizadora y profundizó la fragmentación y dependencia de los territorios ocupados. Más aún desde el colapso del proceso, a finales del año 2000, Israel ha actuado unilateralmente, construyendo una frontera física (muro de Cisjordania), replegándose de Gaza (plan de desconexión) y sometiendo la Franja a un bloqueo prolongado, incrementando la ocupación de Cisjordania y prosiguiendo la desarabización de Jerusalén Este. En esta deriva, la comunidad internacional no intervino y, peor aún, contribuyó, pasiva y activamente, a mantener la situación.

La frustración palestina llevó a que en 2010 la Autoridad Palestina –creada como administración interina en el marco del Proceso de Oslo y mantenida cuando éste colapsó– decidiera recuperar la cuestión de la estatalidad y buscara apoyo internacional para salir de la bilateralidad del Proceso de Oslo y, así, poder utilizar mecanismos propios de los Estados. Para ello, adoptó la denominación de Estado de Palestina y amplió su reconocimiento internacional, tanto a nivel bilateral como con una activa participación en el plano multilateral. En la actualidad, 140 países han reconocido el Estado de Palestina; éste tiene la condición de Estado observador no miembro de Naciones Unidas, participa en varias organizaciones internacionales y ha suscrito numerosos tratados e instrumentos internacionales, entre los cuales destaca el Estatuto de Roma. Pero Israel ha seguido como si nada pasara; niega cualquier naturaleza estatal y trata a las autoridades palestinas como una administración interina e, incluso, adopta represalias ante cada nuevo avance de la diplomacia palestina.

La estrategia palestina de la estatalidad y la internacionalización ha tenido resultados importantes, pero limitados. Aunque no disponga de soberanía efectiva y esté sometido a una ocupación, el Estado de Palestina ha hecho enormes esfuerzos para que se le reconozca, pero no ha logrado que gran parte de los países occidentales que le ayudaron en la fase de Oslo dieran el paso del reconocimiento formal. Se ha creado así una situación anómala en la que conviven un movimiento de liberación nacional (la OLP, bajo mínimos), un espejismo de autoridad interina palestina (para Israel) y un casi-Estado reconocido por un gran número de países, pero sin soberanía, todo ello en un contexto de ocupación. El reconocimiento es necesario por varias razones. En primer lugar, porque es un derecho reconocido al pueblo palestino y sólo éste tiene la legitimidad de decidirlo. Como cualquier pueblo autóctono colonizado, los palestinos necesitan un Estado propio y soberano que los represente y garantice su seguridad. La segunda razón fundamental es porque debe acabarse con una situación anómala de un casi-Estado, sin soberanía y bajo ocupación; situación que interesa a gobernantes como Benjamín Netanyahu, que ha hecho todo lo posible para evitar la creación de un Estado palestino.

España y el reconocimiento que no llega

España tiene una antigua y singular relación con Palestina. Aunque todos los gobiernos españoles democráticos han sostenido la necesidad de un Estado palestino como parte de una solución justa y duradera, ninguno ha dado el paso del reconocimiento formal. Palestina solicitó el reconocimiento en 2011, pero no ha obtenido una respuesta positiva, a pesar de una opinión pública favorable, peticiones de numerosas personalidades y de una Proposición No de Ley en noviembre de 2014 que fue suscrita por todo el arco parlamentario.

Durante los gobiernos del Partido Popular (PP), el reconocimiento de Palestina se pospuso, condicionándolo a una posición consensuada europea. Frente a esa postura, la entonces oposición socialista, prometió el reconocimiento en cuanto llegara al gobierno. La llegada del Partido Socialista Obrero Español (PSOE) al gobierno podía augurar finalmente un cambio, pero no fue así; tampoco con el primer gobierno de coalición, a pesar de las reiteradas promesas, y de una Campaña por el reconocimiento del Estado palestino que reúne a movimientos sociales y sindicatos. El gobierno siguió condicionando el reconocimiento a un acuerdo previo entre palestinos e israelíes, y a una respuesta europea consensuada. A lo que se añadían consideraciones off the record que “un reconocimiento individual tendría poco valor, como cuando lo hizo Suecia en 2014”, y que “en la práctica, cambiaría poco las excelentes relaciones bilaterales existentes con Palestina”. A nadie se le escapa que ambas razones han sido pretextos poco creíbles para no dar el paso. Israel no quiere un Estado palestino y, por lo tanto, esperar un supuesto acuerdo es simplemente concederle un poder de veto a Israel. Por otra parte, no hay posibilidad de que la UE actual consensúe una posición común en la materia, a pesar de que nueve de sus Estados miembros ya reconocieron a Palestina en diferentes momentos.

Todos estos años el gobierno palestino no ha ocultado su decepción con la actitud española, sus reiteradas promesas y, finalmente, sus continuas dilaciones. Ahora parece que el acuerdo de coalición de 2023 y la situación provocada por la guerra desatada el pasado 7 de octubre han precipitado un próximo reconocimiento. El gobierno español afirma que la decisión está tomada y que está buscando que otros Estados europeos se sumen (por ejemplo, Irlanda, Portugal, Bélgica, Luxemburgo y Eslovenia). La respuesta israelí a la posición española manifiesta el temor de que cunda el ejemplo y otros países europeos se sumen al reconocimiento. Israel percibe una grieta en el esquema de protección europea, una cuestión estratégica que quiere evitar.

La posición española en estos cinco meses de guerra ha sido algo diferente a la de otros países europeos. Se han tomado medidas sensatas y valientes. Recordemos las declaraciones del presidente Sánchez en su viaje a la zona en noviembre –que propiciaron una sobreactuación declarativa y diplomática intimidatoria israelí–; las reiteradas demandas de alto el fuego y de acceso de la asistencia humanitaria; el mantenimiento e incremento de la financiación a la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados de Palestina en Oriente Medio (UNRWA); el compromiso de suspender la venta de armas; el apoyo a las medidas cautelares ordenadas por la Corte Internacional de Justicia (CIJ) el pasado 26 de enero; la audiencia voluntaria ante la misma Corte sobre la ilegalidad de los asentamientos; la petición de una evaluación del cumplimiento del Acuerdo de Asociación con la UE o la decisión de sancionar a colonos israelíes radicales. Por ello mismo, un próximo reconocimiento del Estado de Palestina debe ser algo más que un acto simbólico. Como declaró Francesca Albanese, relatora especial de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) sobre la situación de los derechos humanos en los territorios ocupados palestinos, tras su paso por España: “es el momento de pasar de valientes declaraciones positivas a hechos y medidas concretas (…). Si el Gobierno de España pasa de las palabras a los hechos, de las declaraciones a la adopción de medidas decididas, estaría desempeñando un papel transcendental para liderar en la UE los esfuerzos globales que abogan por la justicia y la paz, avanzando hacia un mundo más inclusivo y respetuoso de los derechos humanos”.

Una decisión necesaria pero insuficiente

El reconocimiento del Estado palestino, a pesar de ser tardío, es necesario e imprescindible. Por coherencia con la que ha sido la posición española histórica, con los fundamentos de su política exterior de alineamiento con el derecho internacional y con el sentir de la opinión pública española. En segundo lugar, porque puede contribuir positivamente, no a resolver el conflicto, sino a apoyar a la parte palestina y a enviar un mensaje claro a Israel. El acto de reconocimiento puede no tener ninguna trascendencia si se limita a un acto protocolario y a sumar a España a la lista de países que han reconocido a Palestina. Por eso, debe inscribirse en una estrategia que suponga aportar algo efectivo y de calado político. Para ello, el reconocimiento debe tener como objetivos: acabar con la ocupación, empoderar a los palestinos y contribuir a desmontar la impunidad de Israel.

El reconocimiento de la estatalidad de Palestina debería hacer mención expresa al derecho a la autodeterminación que asiste a los palestinos y a la condena de la ocupación. Por ello, debería referirse a las fronteras anteriores a junio de 1967, tal como lo han hecho decenas de países (América Latina, países árabes, Chipre, China), y afirmar el no reconocimiento de los actos de anexión ilegal llevados a cabo por Israel. Eso supondría considerar que el Consulado General de España en Jerusalén está en territorio palestino, que la Línea Verde es la frontera palestina con Israel, al igual que la existencia de fronteras con Jordania y Egipto, negando la legitimidad de los controles fronterizos israelíes y la petición de permisos de acceso ante el ocupante israelí. Además de reconocer el espacio aéreo y marítimo palestino. En consecuencia, España debería asumir un papel activo para que el Estado de Palestina pudiera convertirse en miembro pleno de las Naciones Unidas.

El reconocimiento debería también intensificar las relaciones bilaterales con el Estado de Palestina. Y para ello debe acabar el consentimiento de las prácticas impuestas por Israel de obligar a que las visitas a las autoridades palestinas se acompañen de visitas a la parte israelí. La negación de acceso a territorio palestino debería conllevar la adopción de medidas contundentes que se reflejaran en las relaciones bilaterales con Israel. Consecuencia evidente de lo anterior sería la adopción de medidas tajantes e inequívocas en cuanto a la actividad de empresas españolas en los territorios ocupados al servicio de la ocupación y colonización, la entrada de productos de los asentamientos en el mercado español, la entrada de colonos al territorio español y la participación de ciudadanos españoles en el ejército israelí.

Finalmente, el reconocimiento debe servir para reformular las relaciones bilaterales con Israel. Uno de los principios que Israel ha logrado instalar en sus relaciones con los demás Estados ha sido separar las relaciones bilaterales y la cuestión del conflicto con los palestinos. Esto le ha permitido tener relaciones “normales”, mientras proseguía la ocupación. Este principio de la compartimentación y del encapsulamiento de su relación con los palestinos, totalmente excepcional, ha formado parte del escudo de impunidad que se ha construido. Por coherencia, las relaciones bilaterales con Israel deben estar condicionadas a la ocupación y al respeto del derecho internacional y de los derechos humanos. Es probable que la respuesta israelí sea abrupta y de nuevo ruidosa, pero acabar con complicidades complacientes supone asumir un deterioro de las relaciones, aunque sea de forma temporal.

Por otra parte, la normalización de relaciones bilaterales con Palestina debería acompañarse de medidas que respondan a la urgencia de la guerra en curso y a una asunción coherente de las obligaciones que tienen los Estados para evitar violaciones del derecho internacional o situaciones graves de vulneración de los derechos humanos. España puede hacer bastante más para implementar medidas de protección inmediata. El comercio de armas no puede limitarse solamente a la venta, sino a la compra, al tránsito y a la colaboración tecnológica. España puede implicarse de manera más activa en los procedimientos en curso en la CIJ, así como asumir iniciativas con otros países de la UE y de fuera de la región para forzar la entrada de ayuda humanitaria en Gaza. Asimismo, debería medir la retórica diplomática que se utiliza hasta hoy con Israel (“valores comunes”) y dejar de propiciar actividades de lavado de imagen a través de instituciones de diplomacia pública. La lista de posibilidades es larga.

El espejismo de la “conferencia de paz” y de la “solución de los dos Estados”

El reconocimiento tiene que asumir también un enfoque realista. Es habitual que todos los discursos asocien la estatalidad palestina con la llamada “solución de los dos Estados” y con la celebración de una conferencia de paz cuando cesen las hostilidades. Sin embargo, es difícil que se pueda llevar a cabo una genuina conferencia de paz a corto o medio plazo. En algún momento habrá un alto el fuego, probablemente sin un acuerdo político sustantivo. La Franja de Gaza estará arrasada. Israel no habrá erradicado a Hamás ni a la resistencia. Ambas sociedades estarán traumatizadas por un largo tiempo y difícilmente legitimarán una conferencia. Lo prioritario será atender a dos millones de desplazados en un territorio gazatí casi inhabitable. El “día después” no conllevará las mejores condiciones para conversaciones ni para un acuerdo a largo plazo. Menos creíble aún es pretender recuperar y reencarrilar el Proceso de Oslo (los procesos de paz que fracasan dejan un legado negativo para nuevos intentos). Los palestinos han prevenido que “no quieren repetir una farsa teatral”. Y mucho debería cambiar la correlación de fuerzas políticas en Israel para que haya un gobierno proclive a negociar. Por otra parte, la imposición internacional de una conferencia o de un arreglo forzado serían fuente de hostilidad mutua y de próximos enfrentamientos. En suma, es poco creíble que tras la catástrofe en curso haya condiciones para una conferencia de paz.

El segundo espejismo es la “solución de los dos Estados”. Desde hace décadas se sostiene que la “solución” del conflicto palestino-israelí pasa por una fórmula de dos Estados que satisfagan las aspiraciones nacionales de los dos pueblos. Oslo debía haber abocado a esta realidad biestatal, pero no fue así. La comunidad internacional preparó las condiciones con ingentes transferencias financieras, aunque con escaso brío político. Pero ha sido Israel el principal y último responsable de que el Estado palestino no se haya concretado. Todos los gobiernos de los últimos 15 años han rechazado el establecimiento de un Estado palestino en Cisjordania y Gaza, y mediante una colonización intensa han hecho más difícil su materialización, con centenares de asentamientos, más de 700.000 colonos y una transformación radical del territorio. Israel ha buscado impedir la posibilidad material y política del Estado palestino.

Ante la obstinación israelí, hoy conviven dos discursos: aquellos que siguen empecinados en que la biestatalidad es la “única solución viable” y los que sostienen que ha dejado de ser materialmente posible. Si se pone fin a la ocupación, el Estado palestino es realizable. El principal problema es que se ha hecho de la estatalidad el único componente de la “solución” al conflicto cuando no lo es. La creación de un Estado palestino es parte de una solución, pero la cuestión palestina tiene muchos más componentes (refugiados, apartheid, reparaciones) que deben entrar en la ecuación de un arreglo. Por lo tanto, cabe preguntarse por la utilidad de invocar una “solución”, irrealista a corto plazo, incompleta y cada vez más contestada. En el verano de 2023, un grupo de analistas estadounidenses publicó un libro sobre la situación palestina-israelí que suscitó un interesante debate.[1] Para ellos, la situación existente debe denominarse “la realidad de un solo Estado”: Israel domina de hecho todo el territorio, con un sistema de desigualdad que no es sostenible si no es a través de la fuerza y la complicidad internacional. Por ello, es mucho más realista fijar un objetivo a corto y medio plazo que se dirija a acabar con el statu quo, a socavar “la realidad de un solo Estado” y que contribuya al establecimiento de una “realidad de dos Estados”, sin que eso sea la solución definitiva. El reconocimiento del Estado palestino independiente, soberano, viable e integrado en las Naciones Unidas debería enmarcarse en ese horizonte.

Conclusiones
El anuncio del reconocimiento del Estado de Palestina por parte de España es una decisión necesaria y coherente, urgente y que debe ir inserta en una estrategia más ambiciosa. El Estado palestino no es la solución definitiva al conflicto, pero es parte de ella. El veto israelí es inaceptable. La ocupación y las dificultades que tiene el Estado palestino actual no pueden ser una excusa para negar su necesidad y urgencia. Las críticas sobre la gobernanza del actual gobierno palestino no deben anular el derecho inalienable que tienen los palestinos al autogobierno y son ellos quienes deben establecer y garantizar un sistema legítimo y representativo, soberano y democrático.

La estatalidad debe ser parte de un compromiso internacional más amplio, basado en los derechos inalienables del pueblo palestino y no consintiendo la ocupación ni las agresiones. Debe finalizar la impunidad que ha protegido a Israel. España no puede demorar más el reconocimiento y debe enmarcar ese acto en una estrategia coherente y comprometida con sus obligaciones ante un caso de ocupación ilegal prolongada y de plausibles actos de genocidio.

Mantener el statu quo es inaceptable. La comunidad internacional y cada uno de los Estados individualmente pueden y deben actuar. Si las fórmulas experimentadas han fracasado, eso implica que hace falta un cambio profundo en la forma de abordar el conflicto. Se requiere un nuevo enfoque que acabe con la complicidad por asentimiento y no contribuya a la impunidad de Israel. Es el momento para que cese el fuego y se sienten las bases de una paz con justicia.


[1] Michael Barnett et al. (2023), The One State Reality: What is Israel/Palestine?, Cornell University Press, Ithaca, NY.