EEUU 2020: hacia dónde va su política exterior (I)

Pórtico de a Casa Blanca iluminado con luces rojas, blancas y azules en julio 2020. Foto: GPA Photo Archive (Dominio Público).

Tema

La relación de EEUU con el mundo no es una de las protagonistas de las elecciones presidenciales que se celebrarán el próximo noviembre. Sin embargo, todo apunta a un cambio de rumbo, gane quien gane.

Resumen

La rotura del consenso bipartidista en política exterior en EEUU, el creciente rechazo a la “gran estrategia” de la post Guerra Fría, la creciente polarización política y el coste que los estadounidenses están dispuestos a soportar en sus espaldas para mantener el liderazgo en la comunidad global, están llevando a un creciente debate sobre el compromiso y el papel de EEUU en el mundo. Por ahora domina la idea de elaborar una estrategia que reduzca la presencia militar estadounidense en el exterior y que ajuste sus intereses de manera que no se involucre más ahí donde estén en juego sus intereses vitales.

Análisis

La rotura del consenso.

‘Ambitious foreign policy wannabes rarely question the desirability of US primacy, the need for nuclear superiority, the necessity of NATO, the desirability of the “special relationship” with Israel, the need to protect access to Middle East oil and defend an array of Asian allies and the inevitability of conflict with “rogue states” such as North Korea and Iran.’.1

El bipartidismo en la política exterior en EEUU ha sido una constante en las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Si bien había desacuerdos sobre los detalles, había un amplio consenso en los principios básicos: que el país debía jugar un papel activo en los asuntos internacionales y que debía contener la expansión del comunismo. El compromiso del país era diplomático –con la construcción de instituciones multilaterales y alianzas en Europa, Asia y América–, económico –con la ayuda al desarrollo y abiertos al comercio y a los flujos financieros– y militar –con operaciones que apoyaban regímenes amigos y actuaban contra regímenes que eran percibidos como hostiles–.

No sólo los principales elementos de este consenso sobrevivieron al final de la Guerra Fría sino que a partir de 1989 se puso plenamente de manifiesto el compromiso de EEUU de utilizar su poder “único” para “doblegar” al mundo hacia los ideales de democracia, libre mercado, Estado de derecho y derechos humanos con la aparición del “momento unipolar”. Republicanos y demócratas apoyaron la ampliación de la OTAN para ayudar a proteger a las jóvenes democracias de Europa Central, hubo continuos esfuerzos para liberalizar la economía internacional a través de una serie de acuerdos de libre comercio y la creación de la Organización Mundial del Comercio (OMC), y se hizo frente a aquellos que amenazaban el funcionamiento del sistema internacional, como Corea del Norte y Saddam Hussein.

Tras la desaparición de la Unión Soviética, EEUU adoptó una “gran estrategia” basada en el gran dominio norteamericano, con diferentes matices según las Administraciones. Washington daba así una respuesta estratégica única a los diferentes riegos a la seguridad que se apoyaba en el establecimiento de un orden internacional favorable a los valores e intereses de EEUU. Se habla de tres diferentes tipos de “gran estrategia”: la de primacía, según la cual el principal objetivo es la preservación indefinida de la posición preeminente de EEUU en el sistema internacional (George W. Bush); el internacionalismo liberal, que apuesta por la posición preeminente de EEUU en el mundo a través de las instituciones multilaterales y la promoción de la democracia y el libre mercado (Bill Clinton, Barack Obama y algunos elementos de la doctrina Bush); y la gran estrategia de offshore balancing, que tiene su origen en la teoría realista del equilibrio del poder, según la cual no se requiere un dominio de EEUU de todo el sistema internacional, siendo importante desplazar algunas de las cargas a otros Estados (hay debate sobre si Obama adoptó esta estrategia en algún momento).

La pervivencia durante tres décadas de una “gran estrategia” se vio favorecida en parte por la inercia entre los que pensaban, escribían y tomaban decisiones en política exterior, y que a su vez alimentaban el consenso bipartidista.2 Había –y continúa existiendo– una elite formada por funcionarios, miembros de think tanks, académicos, lobbies y medios de comunicación, bautizada por el que fuera asesor de Barack Obama, Ben Rhodes, como the Blob, cuyos miembros entraban y salían de gobierno, consultoras, universidades y talk-shows, que abarcaban desde las posiciones liberales y multilaterales hasta las más neoconservadoras. Sus diferencias eran tácticas, pero todos ellos promovían un conjunto de políticas que fueron definiendo la política exterior de EEUU en los últimos 30 años, esa “gran estrategia” que no dudaba de la indispensable naturaleza del liderazgo norteamericano.

Los detractores de la “gran estrategia” de la post Guerra Fría, sin embargo, prefieren denominarla “hegemonía liberal”.3 Una hegemonía durante la cual esa “elite” de política exterior no puso remedio a los errores estratégicos que se iban cometiendo, como las intervenciones en Irak (2003), Afganistán, Libia, Siria o Yemen, sino que llevó a los aliados a comportarse como free-riders, lo que incrementó aún más los requerimientos a EEUU, favoreció el crecimiento de los Estados fallidos y el terrorismo al querer imponer los ideales estadounidenses, e incluso llevó a un sistema financiero internacional más frágil, como se vio tras la crisis de 2008. En resumen, la “hegemonía liberal” fue un fracaso bajo gobiernos demócratas y republicanos que dejó a EEUU en una posición peor de la que estaba a principios de los 90.

La realidad de los últimos 30 años es más complicada que la mera existencia de esa “elite” en la política exterior, la simplificación de la teoría de la “hegemonía liberal” y el absoluto fracaso de Washington en el mundo (cabe recordar que el número de democracias pasó de 76 en 1990 a 120 a principios de los 2000, junto con una creciente integración económica y expansión del libre mercado). El mundo ha ido cambiando, han aparecido nuevos actores, nuevas potencias y nuevas amenazas, sin olvidar el impacto de grandes avances tecnológicos en todos los ámbitos. La noción de una “gran estrategia” se había convertido en una vana búsqueda de un orden y una coherencia en un mundo cada vez más complejo, por lo que cada vez era más difícil dar una respuesta estratégica única a la variedad de riesgos con los que se enfrentaba el país.

En 2016, Donald Trump demostró que era posible llevar a cabo una campaña electoral y dirigir una administración sin hacer reverencias a los tradicionales consensos y tabúes de política exterior estadounidense. La promoción de su política exterior America First se alejaba de manera notable de la “gran estrategia” de la post Guerra Fría sobre la que se había apoyado el liderazgo global estadounidense durante las últimas tres décadas. Sacudió importantes pilares como el compromiso con los aliados europeos, la contención del expansionismo ruso y el abrazar los mercados abiertos. La hasta entonces élite de política exterior quedó marginada por Donald Trump, que decidió abandonar el clásico proceso de toma de decisiones, haciendo caso omiso los informes de inteligencia, dando poco valor a la experiencia política y demonizando el orden liberal internacional.

Trump rompía con el consenso bipartidista ante un mundo y unas amenazas cambiantes, pero también revelaba un síntoma interno que iba cogiendo velocidad de crucero, una amenaza a la posición de EEUU en el mundo que venía de dentro: la polarización partidista, que entorpecía la cooperación bipartidista tan característica de la política estadounidense. Si hubo un largo período en el que había acuerdo sobre los medios y los fines en los asuntos internacionales, que implicaba además una considerable deferencia hacia el ejecutivo en temas de seguridad nacional, ahora se había reemplazado por un instinto a atacar.

La polarización política

Los debates y desacuerdos no son nuevos en la política estadounidense, pero algo ha ido cambiando en los últimos años. La polarización de la elite política es tal que la divergencia entre los partidos es total, con la práctica desaparición de los legisladores de centro y la eliminación de cualquier solapamiento entre republicanos y demócratas. Como consecuencia, hay una creciente homogeneización en los partidos y también una “polarización emocional” o “partidismo negativo”: la desconfianza y aversión hacia miembros del otro partido, lo que lleva a denegar cualquier victoria del contrario incluso si se apoyan sus objetivos. La dificultad de aceptar las propuestas del adversario político o alcanzar compromisos con ellos dificulta el desarrollo de la política exterior en EEUU, así como el ejercicio del poder diplomático y militar en el mundo. A este proceso habría que añadir la fragmentación de los medios de comunicación y la proliferación de nuevas fuentes de información partidistas.

La idea de que “la política acaba cuando empieza el mar” (politics stop at the water’s edge) –frase acuñada por el republicano Arthur Vanderberg para decir que más allá de las fronteras se imponían los intereses nacionales y se dejaban de lado las rivalidades políticas– no siempre ha sido real, pero había un considerable bipartidismo. Hubo, por ejemplo, importantes debates sobre el uso de la fuerza con propósitos humanitarios en los 90. Pero fue la Guerra de Irak cuando la división comenzó a hacerse más profunda, considerándose además un punto de inflexión en la hegemonía de EEUU en la post Guerra Fría que puso en evidencia su poder militar como una fuerza transformadora. Más adelante, los intentos de Barack Obama por no enredarse demasiado fuera de las fronteras y restaurar las relaciones con los aliados tuvieron un éxito relativo, en parte por la dura oposición republicana y su crítica al leading from behind. No obstante, Obama continuó con la tradición de nombrar a alguien del otro partido para ocupar un puesto en el entramado de política exterior (Robert Gates y Chuck Hagel), algo que se entendía facilitaba los puentes con la oposición. Pero la polarización política crecía a marchas forzadas.

El departamento de Estado tiene una lista de 45 tratados o acuerdos aún pendientes de la acción del Senado desde 1945, 22 de los cuáles son de la Administración Obama. Y esto a pesar de que Obama presentó muchas menos iniciativas en el Senado que sus predecesores: sólo 38 en dos legislaturas, comparado con 95 de George W. Bush y 189 de Bill Clinton. Obama, además, tienen la menor tasa de ratificación que cualquiera de sus antecesores, pues sólo un 44% de sus acuerdos fueron ratificados en tres años. El historial de Obama es un testimonio de la no voluntad de los republicanos en el Senado por aprobar o votar cualquier acuerdo que él firmara. Incluso uno de sus mayores éxitos, la ratificación del nuevo Tratado START con Rusia, demostró las dificultades de llegar a un acuerdo en una era de polarización. El Senado aprobó el acuerdo por 71 a 26, con el menor número de votos afirmativos de entre todos los acuerdos de limitación de armas estratégicas que pasaron por el Senado.4 Esta posición llevó también a un creciente uso por parte de Barack Obama de las órdenes ejecutivas (Acuerdo de París, JCPOA y restablecimiento de las relaciones diplomáticas con Cuba), fácilmente derogables por otra orden ejecutiva, como así ha ocurrido.

La incapacidad de alcanzar un consenso bipartidista ha convertido EEUU en un socio menos fiable en asuntos internacionales, ya que cualquier compromiso puede ser revocado por un cambio de Administración, lo que dificulta los compromisos a medio y largo plazo con socios y aliados. Al mismo tiempo, dificulta alcanzar un consenso sobre las lecciones aprendidas tras posibles errores en las decisiones de política exterior, tan necesarios para aprender y adaptarse. Otro gran riesgo de esta postura, y que nadie advirtió antes de 2016, es la vulnerabilidad del sistema político estadounidenses ante posibles intervenciones internacionales. El intrusismo ruso aprovechó la creciente división política en EEUU y trató de dividir aún más al país, que no supo unirse a la hora de responder a un ataque a su soberanía. En resumen, la polarización política complica la habilidad de EEUU para hacer uso de sus capacidades a fin de proteger sus intereses en el largo plazo y de defenderse de las amenazas a su soberanía.

Al igual que el Partido Republicano hizo con la última Administración demócrata, la creciente polarización lleva ahora el Partido Demócrata a criticar sin paliativos la política exterior de Donald Trump. Y para ello tiene que hacerlo desde la derecha y no desde la izquierda. Así, durante la primera Administración Trump, la mayoría de los senadores demócratas se posicionaron a favor de una línea dura contra Rusia, pidieron el mantenimiento de las sanciones, apoyaron el envío de armas a Ucrania y pidieron cerrarle la puerta de la OTAN a este último país. También una mayoría de los demócratas del Senado se ha opuesto a una retirada precipitada de Siria y Afganistán, después de que casi por unanimidad apoyaran el fin de las guerras en Oriente Medio. Y los representantes demócratas de la Cámara Baja sacaron adelante un proyecto de ley que impide al presidente retirar a EEUU de la OTAN tras las continuas amenazas y menosprecios a la organización. Los demócratas se oponen también al acercamiento a Corea del Norte, reprochan las reuniones del presidente de EEUU con el líder norcoreano y la decisión de suspender los ejercicios militares con Corea de Sur, y se oponen al deseo de retirar tropas estadounidenses la península coreana.

Estas respuestas de la mayoría de los senadores demócratas han sido una crítica desde el consenso bipartidista de la post Guerra Fría, pero desde la posición más escorada a la derecha, acercándose por tanto al clásico mainstream republicano.

Este “jugar” a ser más beligerantes que Donald Trump –a excepción de la cuestión iraní– les ha ido acercando casi sin querer al grupo de republicanos autodenominados Never Trump, que al fin y al cabo son los mismos que les acusaban de pacifistas hace algunos años. Por regla general, se trata de neoconservadores y “halcones” del Partido Republicano que no respetan las capacidades de Trump como Commander-in-Chief. Le califican de impulsivo, imprudente y cortoplacista. Este grupo de intelectuales de política exterior se refiere a Trump como “aislacionista”, uno de los adjetivos más peyorativos de la elite política de Washington, y que está destrozando el estatus de superpotencia de Washington en millones de piezas.

Pero cuanto más se hacen eco de estos ex halcones de la política exterior, más se alejan los demócratas de su base. Ésta apoya una reducción de la presencia militar en el exterior, es escéptica ante los grandes gastos en defensa y ha visto con recelo el extensivo uso de la fuerza militar para luchar contra el terrorismo.5 No sólo la base demócrata, sino los estadounidenses en general tienen una visión diferente de suspolíticos y desean una política exterior que se centre en dos objetivos: proteger el territorio de amenazas externas y proteger los puestos de trabajo. Así, buscan una política exterior cada vez más contenida, aunque rechazando el aislacionismo.

Esta separación entre lo que quieren los estadounidenses y la efectiva política exterior de EEUU ha sido, además, la tónica desde el final de la Guerra Fría. Desde entonces, Washington amplió sus esferas de influencia y sus compromisos en el exterior gracias al consenso bipartidista con la idea de que, de manera implícita, el estadounidense medio se beneficiaría a medida que creciera la huella global de EEUU. Sin embargo, la mayoría de los ciudadanos no pensaban lo mismo. El incremento de la deuda federal, el estancamiento de los salarios y la degradación de las infraestructuras no ha sido correlativa a la expansión internacional. Por eso, una mayoría se ha opuesto a las intervenciones de sus gobiernos en el exterior, con la excepción de la invasión de Afganistán y la campaña lanzada en 2014 contra Estado Islámico, por ser respuestas a ataques directos contra los estadounidenses.

Qué quieren los estadounidenses

Parte del problema ha sido no haberse dado cuenta –o no haber querido darse cuenta– de que los cambios que estaban aconteciendo en casa invariablemente estaban alterando cómo los norteamericanos percibían y conceptualizaban los intereses nacionales fuera. Pero también es cierto que los tres presidentes anteriores a Donald Trump eran de alguna manera sabedores de esta visión de los estadounidenses y que, a pesar de que todos al final adoptaron una “gran estrategia”, prometieron durante sus campañas hacer menos fuera y más dentro de casa. Al final se vieron superados por las guerras en la ex Yugoslavia, el 11-S, Afganistán e Irak, Libia y Siria, respondiendo a acontecimientos imprevistos que escapaban a su control. Tampoco hay que olvidar que existen una serie de impedimentos estructurales en EEUU que obstaculizan cualquier cambio radical en las instituciones políticas de seguridad nacional. Esto explica que a pesar de que Donald Trump abandonó el Acuerdo del Clima de París y el acuerdo nuclear con Irán y que priorizó en su primer mandato las relaciones bilaterales por encima de las multilaterales, no ha logrado disminuir todo lo que había prometido las tropas en Oriente Medio, que el compromiso con la OTAN sigue intacto y que hay más tropas norteamericanas en Europa Oriental que a finales de los 90.

El mantra de Bill Clinton en su campaña electoral de 1992 fue the economy, stupid, George W. Bush prometió una política exterior más humilde y modesta y el final de las políticas de nation building, y Barack Obama se mostró a favor del fin de la guerra de Irak y hacer nation building at home. Obama era consciente de que el anterior consenso sobre el papel de EEUU en el sistema internacional había ido mermando entre los votantes, lo que guio sus esfuerzos –sobre todo en el segundo mandato– a encontrar maneras de minimizar el coste que los estadounidenses estaban dispuestos a soportar a sus espaldas para mantener el liderazgo mundial. Algunos denominaron a este intento como la búsqueda de un paradigma low-cost, sin bajas. Donald Trump, por su parte, puso al descubierto cómo la narrativa que sustentaba las variantes del “pragmatismo internacionalista” sobre el que se apoyaron las Administraciones demócratas y republicanas habían colapsado para una mayoría de los estadounidenses, muchos de los cuales cuestionaban algunos de sus principios y dogmas. Cuando Donald Trump dijo en 2016 que la política exterior de EEUU era un completo fracaso y un desastre total, que el establishment había perdido el contacto con la realidad y que se comportaba de manera irresponsable, muchos estadounidenses asintieron con la cabeza.

Según una reciente encuesta del Eurasia Group Foundation, una mayoría de los votantes de Biden y Trump creen que la mejor manera de alcanzar la paz y mantenerla es centrándose en las necesidades domésticas y en la salud de la democracia estadounidense pero, al mismo tiempo, evitando intervenciones innecesarias más allá de sus fronteras. Un 56% frente a un 23% quiere que el país aumente su compromiso diplomático en el mundo y con menor énfasis en la presencia militar, más del 70% dice que EEUU debería volver a la OMS y a los Acuerdos sobre el Clima de París, un 66% afirma que EEUU debería volver al JCPOA y un 41% afirma que la estrategia de “máxima presión” a Irán ha hecho que EEUU esté menos seguro. Las generaciones más jóvenes son más escépticas ante la “excepcionalidad” de su nación y más de la mitad de los de entre 18 y 19 años creen que EEUU “no es una nación excepcional”, mientras que una cuarta parte de los mayores de 60 sí lo cree.6

Ante tales evidencias, la mayoría de políticos estadounidenses acepta que no va a haber una vuelta a la política exterior de 2016 ni de 2008, aunque sólo sea por el hecho de que la elección de Donald Trump y sus años de gobierno han comenzado ya a alterar la estructura de la política internacional. Además, el final del momento unipolar y el regreso a la competición de las grandes potencias han cambiado la estructura de coste-beneficio para los compromisos de EEUU y han puesto de manifiesto las limitaciones del poder norteamericano y la necesidad de modernizar el compromiso con otros países e instituciones. Los estadounidenses quieren que se renegocien los términos de la implicación de EEUU en términos de coste y compartición de cargas, y que se revise la cuestión de cómo los costes y los beneficios del compromiso de EEUU van a ser distribuidos entre la población.

La alternativa

Ni el establishment del Partido Demócrata que critica a Trump desde la derecha ni los neo-conservadores que no ven al presidente de EEUU como un digno Commander-in-Chief parecen tener las claves del futuro de la política exterior. Defender una “gran estrategia” basada en la visión del mundo de Hillary Clinton, Marco Rubio o Jeff Bush no parece viable, pero tampoco que su abandono sea una señal de declive nacional.

EEUU sigue necesitando lo mismo de su política exterior: promocionar las condiciones internacionales que den a los estadounidenses la mejor oportunidad para ser prósperos y libres. Y hay una clara tendencia hacia una estrategia que combine un “retraimiento” (retrenchment) global, que lleve a EEUU a retirar de forma paulatina sus fuerzas del mundo, con una restricción (restraint)o limitación de sus compromisos de seguridad. Es la alternativa que está emergiendo de manera más rápida y de forma más coherente.7

La limitación de los compromisos (restraint) –es decir, menos guerras y más diplomacia– quizá es menos controvertida que la retirada de la presencia militar de EEUU en el exterior. Significa ajustar los intereses sin lanzar guerras a no ser que estén en juego intereses vitales y, por tanto, implicaría acabar con el compromiso en Afganistán y otros países de Oriente Medio. Al mismo tiempo, supone forzar a las otras naciones a ocuparse de su propia seguridad y, en general, apostar más por herramientas diplomáticas, económicas y políticas.

Rentrenchment es una idea algo más controvertida porque significa retirar las fuerzas de Europa, Asia y el Golfo Pérsico. Aunque hay matices. John Mearsheimer, por ejemplo, argumenta que la presencia en Asia es necesaria para contener a China, el principal rival de EEUU, por lo que la retirada sólo afectaría a Oriente Medio y a Europa, aunque Barry Posen argumenta que los países asiáticos serían capaces de hacer ese trabajo por sí solos. Este último, además, pide la total reconsideración del papel de EEUU en la OTAN.8

Para todos estos realistas –Mearsheimer, Posen y también Walt– el principal argumento es que EEUU ha llevado demasiado lejos sus compromisos más allá de sus fronteras, sobre todo cuando no lo necesitaba, involucrándose innecesariamente en guerras pequeñas como Kosovo, Bosnia y Libia. Hacen hincapié sobre todo en la generosa geografía que ya de por sí aleja a EEUU de amenazas existenciales. Pero no sólo los realistas piden una contracción y una limitación en la política exterior. También está el recién formado Quincy Institute for Responsible Statecraft, que trata de poner juntos a los progresistas y a los conservadores no-intervencionistas y que aboga por una “nueva política exterior centrada en el compromiso diplomático y la contención militar”.

En esta política exterior de retraimiento y ajuste de intereses se dan, por tanto, la mano los realistas que criticaron la estrategia de “hegemonía liberal” que dominó los años de la post Guerra Fría y algunos progresistas que llevan también años dando señales de perseguir una política en la que EEUU reduzca sus compromisos militares en el exterior al tiempo que reduzca sus presupuestos de defensa. Los realistas dudan y mantienen cierto escepticismo sobre el tipo de competición regional que surgirá tras la ausencia del dominio de EEUU, mientras que los progresistas argumentan que el mundo estará más en paz y que incluso cooperará más.

Estos restrainers, tanto los realistas como los progresistas, piden sobre todo romper con los impedimentos morales y de credibilidad de EEUU, así como con la inercia del convencionalismo. De hecho, los principales argumentos en contra son, en primer lugar, que una política de este tipo puede lastrar la credibilidad del país. Si, por ejemplo, EEUU abandonara Taiwán, socavaría la credibilidad del compromiso de EEUU con Corea del Sur, Filipinas y Japón. Y si no lucha en Ucrania, ni Moscú ni Riga pensarán que EEUU haría frente a Rusia en Letonia (lo que durante la Guerra de Vietnam se llamó el “efecto dominó”). En segundo lugar está la crítica moral: ¿cómo puede EEUU permitir que países autoritarios intimiden a sus vecinos y no intervenga, cuando lo que quieren son las mismas libertades de las que disfruta EEUU? ¿Se pueden seguir promocionando los derechos humanos y la democracia sin enredarse militarmente en determinadas situaciones en que haya una grave situación humanitaria? Y, por último, la magnitud de los retos a los que se enfrenta en la actualidad EEUU dificulta la capacidad del país para hacer un cambio drástico y duradero de su estrategia.

Además, poner límites al papel o presencia fuera también significa que en casa te pongan la etiqueta de débil o blando en seguridad nacional, aunque todo apunta a que esta etiqueta se está superando. Lo que no se puede obviar es que una disolución de las alianzas y acabar con la presencia de tropas estadounidenses en el extranjero es una estrategia que podría debilitar el orden regional en Europa y Asia, que podría llevar a un incremento de la proliferación nuclear, y que podría favorecer el crecimiento de los nacionalismos y xenofobia en Europa. Por lo tanto, menos compromisos y tropas fuera no siempre significan que EEUU vaya a estar más seguro.

Existe, sin embargo, una alternativa más moderada y mucho menos desarrollada. EEUU puede dar por finalizada su intervención en Afganistán, pero ser más cauto en Irak y Siria por el peligro de un resurgimiento de Estado Islámico. Es decir, se puede apostar por una contracción y una limitación selectiva, acompañada de nuevos límites y condiciones a las alianzas con Estados autoritarios. Se trata, en cualquier caso, de evitar la locura de un retraimiento global y de diferenciar entre los compromisos en Europa, en Asia y en Oriente Medio, y distinguir aquellos que realmente importan y aportan seguridad a EEUU. Algunos sitios, como el National Security Action fundado en 2018 por Ben Rhodes (que ya forma parte de lo que él mismo denominaba the Blob), que quiere “promover el liderazgo estadounidense en el mundo y su fortaleza”, están empezando a trabajar en ello.

Conclusiones

En 1943 Walter Lippmann escribió que “the nation must maintain its objectives and its power in equilibrium, its purposes within its means and its means equal to its purposes, its commitments related to its resources and its resources adequate to its commitments, it is impossible to think at all about foreign affairs”. También la Estrategia de Seguridad Nacional de 2010 de Barack Obama afirmaba que hay que “vivir dentro de nuestras posibilidades”. EEUU debe abordar una crisis de “solvencia” de su política exterior. La idea es que no se puede incurrir en obligaciones externas que excedan el dinero, las armas y la voluntad de desplegar dichos recursos de forma indefinida y en todas partes. Cuando las obligaciones de un país exceden esas capacidades hay que volver hacia atrás para volver al equilibrio. Y en la competición entre grandes potencias en la que está inmerso ahora el mundo, con China y con Rusia como los principales competidores, los problemas de insolvencia pueden ser incluso mayores. EEUU ha llegado a extender su presencia hasta las fronteras de estos dos países. ¿Debería EEUU involucrarse en un conflicto lejano donde rusos y chinos están dispuestos a dar la vida –pero no los estadounidenses–, como en Taiwán?

America first no es una estrategia, pero está obligando a los políticos de ambos partidos a hacer frente a la tentación de la contracción e incluso al aislacionismo en los asuntos internacionales o a desarrollar un nuevo internacionalismo más selectivo. Lo que parece claro es que EEUU necesita una nueva política exterior que tenga más presente a sus ciudadanos, que no se olvide de las grandes preocupaciones globales como el cambio climático y la lucha contra las pandemias, y que tenga en cuenta la nueva configuración del poder en la que destaca el papel de China. Hay que explicar qué significa liderar y cómo se quiere hacer, y quizá devolver el papel al Congreso que debe tener en los asuntos internacionales.

Nada hace presagiar que estemos ante el fin del papel global de EEUU en el mundo, pero todo indica que, independientemente de quien gane en noviembre, la política exterior no volverá a ser la de antes, para ninguno de los dos partidos. Estamos ante una nueva era: la “post post Guerra Fría”.

Carlota García Encina
Investigadora principal de Estados Unidos y Relaciones Transatlánticas, Real Instituto Elcano | @EncinaCharlie


1 Stephen M. Walt (2018), The Hell of Good Intentions: America’s Foreign Policy Elite and the Decline of US Primacy , Farrar, Straus and Giroux, Nueva York, pp. 142-43.

2 Walt (2018), op. cit.

3 Esta creciente crítica la política exterior de EEUU del último cuarto de siglo se ha visto plasmada por diferentes autores: Barry Posen (2014), Restraint: A New Foundation for US Grand Strategy; David C. Hendrickson (2018), Republic in Peril: American Empire and the Liberal Tradition; John Mearsheimer (2018), The Great Delusion: Liberal Dreams and International Realities; y el ya mencionado Walt (2018).

4 Kenneth A. Schultz (2018), “Perils of polarization for US Foreign Policy”, The Washington Quarterly, invierno.

5 John Halpin, Brian Katulis, Peter Juul, Kark Agne, Jim Gerstein y Nisha Jain (2019), “America adrift”, Center for American Progress, 5/V/2019.

6 Mark Hannah y Caroline Gray (2020), “Diplomacy & restraint. The worldview of American voters”, Eurasia Group Foundation, septiembre.

7 Thomas Wright (2020), “The folly of retrenchment”, Foreign Affairs, 10/II/2020.

8 Barry Posen (2019), “Trump aside, what’s the US role in NATO?”, New York Times, 10/III/2019.

Pórtico de la Casa Blanca iluminado con luces rojas, blancas y azules en julio 2020. Foto: GPA Photo Archive (Dominio Público).