La política exterior en las elecciones generales del 2004: entre el divorcio de la opinión pública y la falta de consenso entre los partidos

La política exterior en las elecciones generales del 2004: entre el divorcio de la opinión pública y la falta de consenso entre los partidos

Tema: Este análisis se centra en las ofertas electorales en materia de política exterior de los dos grandes partidos con posibilidades de formar gobierno (PP y PSOE) después del 14 de marzo de 2004.

Resumen: Estas elecciones pueden ser caracterizadas por la continuidad del divorcio entre Gobierno y opinión pública en materia de seguridad y las notables divergencias entre los dos grandes partidos políticos en torno a dos aspectos claves de nuestra política exterior: la relación bilateral con los EEUU y la política hacia la Unión Europea. Recuperar el consenso en materia de política exterior es deseable y necesario, pero debe ser precedido de un análisis riguroso que distinga qué opciones políticas pueden ser objeto de consenso y cuáles deben variar legítimamente en función de los cambios de gobierno.

Análisis

Política exterior sin opinión pública
“Es en la dirección de los asuntos exteriores”, escribía Tocqueville, “donde los gobiernos democráticos me parecen decididamente inferiores a los demás”. “La política exterior”, afirmaba en La Democracia en América, “no exige uso de casi ninguna de las cualidades que son propias de la democracia e impone, por el contrario, el despliegue de casi todas aquellas que le faltan”. A juicio del pensador francés, las características deliberativas, participativas y abiertas del proceso de formulación de políticas típicas de las democracias eran intrínsecamente incompatibles con los requisitos esenciales de una política exterior exitosa, a saber: “la capacidad para trazar planes a largo plazo y llevarlos a cabo, con paciencia, discreción y decisión a través de los obstáculos”. Para Tocqueville, la opinión pública, mayoritariamente ignorante en materia de política exterior y muy dada al sentimentalismo, podía ser fácilmente manipulada por políticos demagógicos y medios de comunicación sensacionalistas.

Curiosamente, sería España una de las primeras víctimas de la agudeza de análisis de Tocqueville: en 1898, el Gobierno de los EEUU, preso de una opinión pública agitada por los diarios sensacionalistas del Grupo Hearst, no dudó en fabricar un motivo ficticio para ir a la guerra (el atentado contra el Maine) y lanzarse a la guerra contra España.

Ciento setenta años después, las reflexiones de Tocqueville seguramente tocan de lleno el corazón de los tres últimos Presidentes del Gobierno en España: tanto Leopoldo Calvo Sotelo como Felipe González y José María Aznar han experimentado muy de cerca lo que significa hacer política exterior en contra de la opinión pública y tener que someterse al dictado de las urnas después de haber actuado en flagrante contradicción con la voluntad general. El primero llevando al país a formar parte de la OTAN en contra de la mayoría de la opinión pública; el segundo apostando por mantener al país en la OTAN en contra de la rotunda promesa electoral de retirar al país de dicha organización; el tercero, apoyando activamente a la Administración Bush en una guerra preventiva contra Irak a pesar de contar con el apoyo de menos del cinco por ciento de la opinión pública (un porcentaje tan bajo que, según ha contado el propio Blair, le llevaría a bromear con Aznar en el sentido de que era incluso inferior al de personas que creían que Elvis Presley seguía vivo).

Ciertamente, no son estos los únicos casos en los que la opinión pública ha limitado nuestra acción exterior: ni aún contando con un mandato rotundo del Consejo de Seguridad pudo convencer Felipe González a la opinión pública de la necesidad de España de intervenir en la primera guerra del Golfo, teniendo que limitar España su participación en el conflicto al envío de dos fragatas en misión de bloqueo naval. Tampoco comprendió bien la opinión pública española la guerra de Kosovo, primera ocasión en la que, con la participación de cazabombarderos españoles en misiones de ataque, la democracia española ha ido realmente a la guerra. Igualmente, el inexistente apoyo de la opinión pública a la guerra de Irak hace ahora un año impidió al Gobierno español igualar su participación en la retórica de las Azores con una participación en el conflicto acorde con su apoyo diplomático y político (descartando la posibilidad de enviar un grupo aeronaval a la región).

En su reflexión a posteriori acerca del referéndum de la OTAN, González parecía darle la razón a Tocqueville cuando reconocía que someter las cuestiones relacionadas con la seguridad nacional a debate público era una irresponsabilidad y afirmaba que en el sueldo de los políticos iba la obligación de resolver los problemas, no la de trasladarlos a la ciudadanía. La única pregunta que sabíamos que ganaría el referéndum, pero que no podíamos plantear, ha ironizado González, era: “¿Es usted partidario de que España permanezca en la OTAN pero con su voto en contra?” Parece que nuestros líderes, acostumbrados al divorcio entre opinión pública y política exterior en materia de seguridad, han acabado tomándose con cierto humor esta falta de sintonía.

En este sentido, las reflexiones de Aznar al respecto no distan mucho de las de González. “La arena internacional”, ha dicho el presidente, “no es un jardín del Edén en donde la filantropía política inspira siempre las acciones de todos los actores”. La concepción de Aznar y del PP de lo internacional refleja nítidamente una distinción clave entre el mundo de “ahí fuera” y el de “aquí dentro”. Hacia adentro, vivimos en un Estado democrático y derecho; hacia fuera, el derecho es débil, la democracia inexistente y la ley la del más fuerte. Por lo tanto, no sólo no podemos aplicar las mismas reglas del juego sino que, incluso, como ocurrió cuando Rusia se opuso a la intervención en Kosovo, debemos estar dispuestos a violar si es necesario las pocas reglas del juego existentes (interviniendo en Kosovo sin autorización del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas y respaldando la guerra preventiva contra Irak también sin mandato de la ONU).

Por tanto, analizando la trayectoria en materia de política exterior de ambos partidos, parece evidente que la relación entre democracia y política exterior en nuestro país ha sido más tortuosa que virtuosa: al menos en materia de seguridad, parece evidente que las grandes decisiones se han tomado a espaldas o en contra de la opinión pública. Ni la opinión pública parece haber visto reflejada en la política de seguridad de nuestro país sus preferencias en la materia, ni, por su parte, los gobiernos han contado con el apoyo de la opinión pública cuando han tomado las decisiones más relevantes en materia de seguridad.

¿Continuará este divorcio entre opinión pública y Gobierno después del 14 de marzo? Obviamente, es difícil predecirlo, pero, desde luego, como se desprende de la afirmación del PP en su programa electoral en el sentido de que “debemos esforzarnos por construir una nueva conciencia de seguridad en torno a la política exterior de España”, en dicho partido parecen estar preparados para convivir durante algún tiempo más con la falta de apoyo popular a la nueva política de seguridad adoptada como consecuencia de la nueva percepción de la seguridad que ha seguido a los atentados terroristas del 11-S. En consecuencia, es fácil predecir que el Gobierno que salga de las urnas continuará viéndose notablemente limitado en sus acciones exteriores por la falta de sintonía con la opinión pública en materias de seguridad.

Política exterior sin consenso entre partidos

Al divorcio entre Gobierno y opinión pública, al parecer histórico en la España democrática en lo referente a los temas de seguridad, cabe añadir la ruptura del consenso entre los dos grandes partidos en materia de política exterior.

En su programa electoral, el PSOE acusa por activa y por pasiva al PP de haber roto el consenso imperante en materia de política exterior. Para el PSOE, el consenso en materia de política exterior significa atenerse a seis principios inamovibles que han estado vigentes en los últimos veinte-veinticinco años: “una clara opción europeísta; el respaldo a la legalidad internacional que representan las Naciones Unidas; la conciencia de una pertenencia activa a la Comunidad Iberoamericana de Naciones; una política global en la región mediterránea dirigida a promover el diálogo y la cooperación con todos los países de la región y a impulsar una resuelta acción a favor de una solución justa y duradera del conflicto árabe-israelí y, naturalmente, el reconocimiento de la importancia del dialogo trasatlántico en condiciones de equilibrio y autonomía con los EEUU incluida su vertiente bilateral. Así mismo, la lucha contra el terrorismo y el crimen organizado han sido siempre referencias sólidas de nuestra política exterior”. 

El PP, por su parte, reconociendo implícitamente que, efectivamente, había un consenso y éste se ha roto, hace una oferta de un “nuevo” consenso sobre el que desplegar la política exterior española del Siglo XXI. Los pilares básicos de este nuevo consenso serían: “la libertad, la democracia, la seguridad y la defensa de los derechos humanos y del Estado de Derecho”. Nuestra oferta de consenso, ha dicho el PP, “sólo exige una condición: creer en la capacidad de España en la era de la globalización así como en los principios y valores que consagra nuestro ordenamiento constitucional”. Por tanto, concluye el análisis, “debemos estar juntos y unidos en los principios y los valores que definen nuestra identidad y abandonar los complejos que la marca España sigue suponiendo para algunos. Unidos dentro seremos más respetados fuera y juntos así podremos avanzar en un mundo lleno de oportunidades y desafíos”.

Resulta evidente que el consenso que ofrecen ambos partidos es demasiado genérico como para constituir la base de una política de Estado. Obviamente, la agenda exterior de España viene dada por nuestras circunstancias geográficas, históricas y políticas, por lo que para cualquier Gobierno, la Unión Europea, Iberoamérica, el Mediterráneo y la relación transatlántica serán ejes prioritarios de actuación. Igualmente, los principios que inspiran nuestro ordenamiento constitucional no representan opciones, sino que son de obligado cumplimiento. Ahora bien, plantearlos como base de nuestra política exterior es otra cuestión; más aún cuando es evidente que el diagnóstico que hace el PP de la nueva situación mundial tras el 11-S, predominantemente centrado en la seguridad y la lucha contra el terrorismo y la proliferación, conlleva delicados ajustes, cuando no sonoras renuncias, en materia de promoción de la democracia, los derechos humanos y las libertades.

El problema de este “nuevo consenso” reside en que la seguridad a largo plazo vendrá de la mano de la extensión de la democracia, el Estado de Derecho, los derechos humanos y las libertades en el mundo. Pero para llegar a ello sólo hay dos caminos: provocar dichos cambios de manera violenta, lo que conllevará mucha inseguridad a corto plazo, o promover dichos cambios de manera gradual, lo que implicará mucha tolerancia con las violaciones de aquellos principios constitucionales que definen nuestra identidad. Este dilema es algo que ningún partido político que gobierne España podrá soslayar, por lo que sí puede ser objeto de un consenso bipartidista. En áreas vitales de nuestra política exterior, como América Latina o el Mediterráneo, por no hablar de Guinea Ecuatorial, España tendrá que sostener delicados equilibrios entre la defensa de los intereses de España y la defensa de los principios en los que creemos, que naturalmente nos gustaría ver extendidos a los ciudadanos de dichos países. España está obligada a relacionarse con un gran número de democracias frágiles, gobiernos semi-autoritarios y satrapías indisimuladas: cómo modular nuestros instrumentos de acción exterior en relación a estos países debe ser objeto de consenso ya quien se juega la imagen y el prestigio internacional no es el PP o el PSOE, sino España y los españoles en su conjunto.

En el mismo sentido, dentro de esta oferta de “nuevo consenso”, el PP propone situar la nueva relación con los EEUU “al abrigo de los agrios (sic) avatares de la política interna”. Sin embargo, si el candidato demócrata John Kerry, que ha dicho públicamente que su país fue a la guerra engañado por la Administración Bush, gana las presidenciales de noviembre, los avatares de la política interna norteamericana pueden bien pasar factura a España o bien dejar sin recompensa todos los sacrificios políticos realizados por el PP en defensa de la política exterior de la Administración Bush. Por esta razón, quizás la lección más evidente de lo sucedido en las relaciones hispano-norteamericanas es que nuestras relaciones con los EEUU deberían contar no sólo con los cambios de gobierno en España, sino también en los propios EEUU. De lo contrario, tendríamos hasta cuatro combinaciones posibles de relaciones con los EEUU (demócratas-PSOE, demócratas-PP, republicanos-PSOE, republicanos-PP) cosa que España, obviamente, no se puede permitir.

No obstante, hay alguna razón para el optimismo. Hace algunos meses, antes de que la posguerra en Irak obligara a la Administración Bush a moderar sus ambiciones, los EEUU iban camino de convertirse en una potencia “revolucionaria”, término que se otorga a los Estados que no sólo promueven un determinado tipo de orden internacional acorde a sus intereses, sino que quieren también moldear las características internas de los Estados que actúan en ese orden mundial, tal y como se hizo en 1945 con Japón y Alemania. El discurso de Bush ante el National Endowment for Democracy promulgaba la extensión de la democracia occidental al mundo musulmán como medio para conseguir un orden mundial seguro y la guerra preventiva como instrumento predilecto de combate contra los Estados fallidos o “eje del mal”. Cada día que pasa, sin embargo, ese discurso se difumina un poco más, de tal manera que es menos probable que España tenga que posicionarse a favor o en contra. Después de los errores, bienintencionados o no, en el cálculo de la capacidad de destrucción masiva de Irak, la guerra preventiva ha quedado descartada, mientras que la imposición de la democracia al mundo musulmán apenas está superando el test del primer caso.

Por esta razón, da la impresión de que el consenso PP-PSOE en materia de seguridad internacional se terminará produciendo más por la vía de la moderación de la política norteamericana tras los errores y fracasos en Irak y por el deseo de los europeos de restaurar las relaciones trasatlánticas que por factores de política interna en España, sin descontar el impacto que podría tener una eventual victoria de John Kerry en las elecciones presidenciales de noviembre. En realidad, el documento Solana y la nueva estrategia europea de seguridad pueden ser el factor externo sobre el que “centrar”  las relaciones con los EEUU y someterlas a un consenso bipartidista. El PSOE incluye en su programa electoral los nuevos temas de seguridad (terrorismo, armas de destrucción masiva, Estados “fallidos” y crimen organizado), y aunque plantea una aproximación a estos problemas desde el derecho internacional, la diplomacia preventiva y el refuerzo del multilateralismo, es obvio que cualquier contribución española a esta nueva agenda pasa por la participación en la creación y sostenimiento de una fuerza de combate a escala europea. Por tanto, este podría ser otro de los puntos de consenso de ambos partidos en materia de seguridad ya que, al ser los medios militares de nuestro país notablemente insuficientes para actuar en solitario, la contribución militar española a la nueva agenda de seguridad sólo tiene sentido dentro del reforzamiento de la política de defensa común de la Unión Europea.

El imposible consenso en torno a la política europea

Quizás de todos los ámbitos en los que se ha roto el consenso en materia de política exterior, el ámbito europeo sea aquél en el que dicha ruptura es menos relevante. La Unión Europea es hoy parte de nuestra vida cotidiana hasta tal punto que, por debajo de la mera pertenencia a la Unión, que configuraría el punto de consenso, todas las opciones, siempre que estén dentro de los Tratados y respeten el acervo comunitario son plenamente legítimas.

La política europea es hoy, parafraseando a Clausewitz, “la continuación de la política nacional por otros medios”. Las cesiones de soberanía a la Unión tienen como fin la consecución de objetivos nacionales que, por razones varias, ya no son alcanzables en el nivel nacional. Esta es la lógica última y motor del proceso de integración europeo por lo que, en último extremo, no puede existir una contradicción entre intereses europeos e intereses nacionales. A partir de ahí, en ausencia de un Gobierno y un demos propiamente europeo, los Gobiernos nacionales tienen no sólo el deber, sino la obligación, de servirse de la Unión Europea para conseguir objetivos nacionales (prosperidad, seguridad, etc.). Obviamente, como muchos de estos bienes son indivisibles, su provisión debe hacerse colectivamente de tal manera que todos se beneficien del proceso.

Claramente, al igual que el PSOE hizo en su momento, el PP ha utilizado la Unión Europea para conseguir objetivos que responden al proyecto colectivo con el que el PP se presentó a las elecciones de 1996 y 2000. El PP ha practicado una política europea notablemente más intergubernamentalista en los aspectos institucionales, centrada sobre todo en los aspectos económicos y de seguridad interior y exterior. Por esta razón, en su programa electoral, el PP propone seguir reforzando estos aspectos de la construcción europea que son compatibles con su proyecto colectivo en el ámbito nacional, ignora deliberadamente los postulados más federalistas que se esconden detrás del proyecto de Tratado Constitucional y, finalmente, advierte, en clara alusión al Tratado de Niza y la fracasada Conferencia Intergubernamental 2003, que “mantendrá el peso institucional de España”, que es, añade, el que se merece en función de su peso económico y político. En esta materia, que es crucial para España y sobre la cuál se negociará muy intensamente durante los siguientes meses, el PSOE, no se pronuncia expresamente: en un ejercicio de calculada ambigüedad, el PSOE, ha venido ofreciendo durante el último año, por un lado, su apoyo al Gobierno del PP para que el peso de España en la Unión no disminuya, mientras que, por otro, ha criticado la obsesión del PP y el Gobierno de Aznar con las minorías de bloqueo.

El PSOE también acusa en su programa electoral al PP de “haber alterado los ejes fundamentales de nuestra política europea, haciendo suya una visión que se aleja de la orientación federal de Europa”. En su apartado de propuestas, el PSOE afirma respaldar plenamente el proyecto de Constitución como “avance extraordinario hacia una unión política de orientación federal” (énfasis añadidos). No obstante, cabe criticar aquí al PSOE por considerar el federalismo como punto de consenso: al igual que ocurre con las preferencias del PP en materia europea, el federalismo es una opción que tiene que ver con el proyecto e identidad colectiva de un sector de la sociedad española, con una interpretación determinada de la historia de España y de lo que significa ser español en España, en el mundo y en la Unión Europea.

Con todo, las diferencias más notables, y más irreconciliables, entre el PP y el PSOE se plasman en cuanto a las posiciones de ambos partidos respecto a cómo debe situarse España frente al eje franco-alemán. En esta materia, es evidente que en los últimos años, a raíz de los éxitos económicos de España y la parálisis que atenaza a Francia y a Alemania, se ha impuesto en el PP un discurso que, por un lado, considera a Francia y a Alemania modelos socioeconómicos fracasados, incapaces de reformarse, abrirse y competir y, por otro y como consecuencia, postula el fin de la dependencia de nuestra política europea de este eje. Obviamente, la guerra de Irak no ha hecho sino agudizar esta percepción de que los intereses de España no pasan ya por París y por Berlín sino por un eje atlántico-periférico en el que pueden estar no sólo países como el Reino Unido y algunos “clásicos” atlánticos como Portugal y Dinamarca, sino un gran número de los nuevos miembros que se incorporarán el 1 de mayo. Por su parte, el PSOE no ha cejado en su campaña electoral de poner de relieve las limitaciones que, a su juicio, conlleva esta aproximación y las funestas consecuencias que tiene para la defensa de políticas clave para España como la cohesión económica y territorial, el área Mediterránea etc.

Es esta radical diferencia entre PP y PSOE en cuanto a, por un lado, los modelos socioeconómicos de referencia (anglosajón en el caso del PP, continental en el caso del PSOE) y, por otro, el modelo de integración (intergubernamentalista en el caso del PP, federalista en el caso del PSOE), la que ha venido configurando la política europea de nuestro país en las dos últimas legislaturas y, con toda seguridad, seguirá haciéndolo, independientemente de quién gobierne después del 14 de marzo. Por tanto, el consenso en esta materia será absolutamente imposible de conseguir, salvo en lo que se refiere a apoyos mínimos puntuales en la defensa de intereses concretos (acceso a recursos presupuestarios, mantenimiento de las principales políticas, agrícola y cohesión que benefician a España, etc.)

Conclusión: Llegadas las elecciones generales, todos los partidos políticos consideran necesario hacer una oferta electoral específica en materia de política exterior. En el caso de los dos grandes partidos, PP y PSOE, la agenda de temas exteriores que proponen como áreas prioritarias de actuación y las principales orientaciones de las políticas que se plantean aplicar es notablemente similar. En este sentido, es fácil prever que cualquier Ministro de Asuntos Exteriores que tome posesión después de las elecciones generales hará un alegato a favor de profundizar en las relaciones con Iberoamérica, mantener un sólido vínculo transatlántico, contribuir a la estabilidad y prosperidad del Mediterráneo, participar activamente en la Unión Europea, implicarse a fondo en la solución del conflicto palestino-israelí y perseverar en la lucha contra el terrorismo internacional, las proliferación de armas de destrucción masiva y el crimen organizado.

Detrás de este aparente consenso se esconden, sin embargo, profundas divergencias en cuanto a los objetivos últimos de nuestra acción exterior y la posición de España en el mundo. No obstante, estas diferencias se verán matizadas por dos factores: por un lado, la opinión pública española continuará obligando a cualquier Gobierno a actuar de una manera gradual e incremental en la consecución de una nueva agenda de seguridad internacional; por otro lado, las limitaciones de España en cuanto a su peso específico económico y militar, le obligarán a concertar dichas políticas en un marco multilateral amplio (más bien atlántico en el caso del PP, seguramente europeo en el caso del PSOE). En consecuencia, las posibilidades de que realmente se materialice un auténtico consenso en materia de política exterior tras las elecciones dependen más del reconocimiento por parte de ambos partidos de los límites inherentes a nuestras posibilidades de acción exterior que de un difícil, por no decir imposible, acuerdo en algunas cuestiones básicas relacionadas con la política de seguridad y la política europea.

José Ignacio Torreblanca
Profesor titular de la UNED y colaborador del Real Instituto Elcano