La ONU en la lucha contra el terrorismo: cinco años después del 11-S

La ONU en la lucha contra el terrorismo: cinco años después del 11-S

Tema: Este ARI describe y comenta las iniciativas contra el terrorismo desarrolladas en las Naciones Unidas, más concretamente en su Consejo de Seguridad, desde los atentados del 11 de septiembre, explicando cuáles son los problemas que están dificultando ulteriores avances en dicha materia.

Resumen: Durante los cinco años transcurridos desde el 11 de septiembre de 2001, el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas –aunque en muchas ocasiones al dictado de los acontecimientos– ha sido coherente en la condena al terrorismo, contundente en la adopción de medidas y decidido en la exploración del fenómeno y en la búsqueda de nuevas fronteras para contrarrestarlo. Todo ello queda de manifiesto en las diferentes Resoluciones aprobadas desde entonces. Por su parte, el secretario general de las Naciones Unidas ha desarrollado una acción con progresiva intensidad. Sin embargo, profundas divergencias de criterio acerca del terrorismo explican la incapacidad de los Estados miembros de las Naciones Unidas para ponerse de acuerdo sobre una Convención general contra esa amenaza a la paz y seguridad internacionales. El peligro de una tentación burocratizadora y repetitiva, estimulada por todos aquellos que quisieran vaciar de contenido el sistema establecido, acecha a las tareas antiterroristas de las Naciones Unidas, a lo que debe añadirse la tensión que existe entre los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad y la Asamblea General.

Análisis: Los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York y Washington tuvieron como principal efecto en la opinión pública mundial el de generar una reacción de rechazo y condena tan profunda y generalizada como para posibilitar una sensibilidad diferente ante el fenómeno de la violencia indiscriminada utilizada por grupos no estatales para la consecución de determinados fines políticos. La fecha, desde ese punto de vista, constituye una divisoria clave en la percepción internacional del terrorismo y consiguientemente en las medidas que cupiera adoptar para luchar en contra suya y, eventualmente, acabar con él. Esa afirmación hay que comprenderla en el contexto de una cierta relatividad: antes de septiembre de 2001 existía el terrorismo en sus diversas manifestaciones, y los Estados no se habían mostrado precisamente inermes a la hora de hacerle frente; y no todo ha sido coser y cantar en la lucha antiterrorista después de ese momento. Tampoco cabe olvidar que el terrorismo que se reclama islamista era suficientemente conocido antes de la destrucción de las Torres Gemelas. Pero la orgía de barbarie que Bin Laden y sus secuaces llevan a las ciudades americanas rebasa los límites de lo hasta entonces sufrido e impone un cambio urgente de actitud. De las manifestaciones aisladas de terrorismo –lo que muchos consideraban simples “molestias tácticas”, reducidas en el espacio y en la reivindicación, pocas veces aplaudidas pero muchas comprendidas, o al menos toleradas, o quizá explicadas como resultados de malformaciones previas nunca adecuadamente solucionadas– se transita casi sin solución de continuidad a un intento global de destrucción donde el objetivo no es tal o cual sociedad nacional sino mas bien el conjunto del orden internacional existente –es una “amenaza estratégica”–. Tras el 11 de septiembre de 2001 un escalofrío recorre la espina dorsal de la sociedad internacional. Incluso la de aquellos de sus miembros que por razones de simpatía o afinidades varias pudieran haber tenido la tentación de explicar lo ocurrido en términos de la perspectiva derivada de una cierta visión del mundo. No había justificación para la matanza, ni comprensión para los que la ordenaron y la llevaron a cabo, ni atenuantes para los criminales y sus cómplices. Nadie, ni los más poderosos, estaban a salvo de las embestidas. En una fracción breve de tiempo y de profunda y angustiosa intensidad emocional la comunidad internacional cree comprender que siendo el riesgo diferente también debe serlo la respuesta. Al tiempo que el terrorismo se impone con desgarro en la agenda de las cuestiones internacionales todos comprenden que la solución, si existe, debe buscarse en una voluntad reforzada de cooperación internacional.

La ONU recoge de manera casi inmediata la demanda y el reto. El Consejo de Seguridad, que había condenado sin paliativos los atentados del 11 de septiembre un día después, en la Resolución 1368 (2001), adopta pocas semanas después, el 28de septiembre, la Resolución 1373 (2001), pieza central de toda la concepción y de toda la actuación antiterrorista de la ONU después de la fatídica fecha. Es una Resolución adoptada bajo el Capítulo VII de la Carta de las Naciones Unidas, que por tanto contiene obligaciones jurídicamente exigibles por la Organización internacional bajo la eventual amenaza de sanciones, y en su momento aprobada por la unanimidad de todos los miembros del Consejo. La Resolución impone obligaciones genéricas a los Estados miembros –las de criminalizar la financiación del terrorismo y el mismo terrorismo– y recomienda la adopción de una amplia serie de conductas en el ámbito de la cooperación internacional contra el fenómeno, abarcando desde la colaboración entre servicios policiales y de inteligencia hasta a la que tiene lugar entre los aparatos judiciales, al tiempo que pide la firma y ratificación de los instrumentos internacionales contra el terrorismo aprobados por la Asamblea General de las Naciones Unidas (1).  Estos convenios, doce en el momento de aprobarse la Resolución 1373, trece en el momento actual, son en sí mismos un reflejo de la actividad desarrollada en el marco de las Naciones Unidas contra el terrorismo desde los años sesenta: todos los actos de terrorismo imaginables son recogidos en los textos de los convenios, catálogo ilustrativo de las acciones que los Estados deben emprender para impedir que tales actos se produzcan. Naturalmente, a esa enumeración deben añadirse las Resoluciones del Consejo de Seguridad sobre terrorismo previas al 11 de septiembre. En 1999, el 15 de octubre, la Resolución 1267 había establecido un sistema de prohibiciones y sanciones para personas o instituciones relacionadas con al-Qaeda y los talibán, la lista de los cuales figura a disposición del Comité –órgano subsidiario del Consejo– creado para vigilar y asegurar la puesta en practica de los términos de la Resolución. Con anterioridad, el Consejo había impuesto sanciones contra Libia por su participación en el atentado terrorista contra un avión de la compañía americana Pan Am que cayó en Lockerbie, Escocia, en diciembre de 1988 y también por el atentado contra el vuelo de la compañía aérea francesa UTA, derribado en Níger en septiembre de 1989. El Consejo también había impuesto sanciones contra Sudán por haber dado cobijo a los responsables del atentado terrorista dirigido contra el presidente egipcio Mubarak en junio de 1995 en Addis Abeba, con ocasión de la cumbre de la Unidad Africana que tenía lugar en la capital etíope. En ambos casos, y aunque los resultados de las acciones del Consejo tardaron un cierto tiempo en producir frutos, sobre todo en el caso de Libia, la iniciativa alcanzó casi todos los efectos deseados: Sudán entregó los sospechosos del atentado a Egipto y Libia hizo lo propio con los presuntos autores de los dos atentados contra aeronaves, puestos a disposición de la justicia francesa o juzgados en Holanda de acuerdo con la legislación escocesa, amén de aceptar el pago de indemnizaciones a las víctimas. En el recuento deben ser también tenidas en cuenta las numerosas Resoluciones sobre el terrorismo aprobadas por la Asamblea General desde fecha temprana en la vida de la Organización. Cubren tales Resoluciones diferentes aspectos del terrorismo, incluyendo el tema del respeto a los derechos humanos, y son siempre útiles para conocer el estado de ánimo de la comunidad internacional y subrayar su utilidad en el caso de que hayan sido aprobadas con la unanimidad de los Estados miembros. Cuando la comunidad internacional se siente convulsionada por los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001, lo menos que cabe registrar es que las Naciones Unidas, sus Estados miembros, habían manifestado ya durante muchos años su condena y firme repulsa en contra del terrorismo. Es evidente que lo ocurrido en esa fecha fuerza a un replanteamiento del fenómeno del terrorismo en la vida internacional. La primera respuesta en ese cambiante panorama es la Resolución 1373.

Como queda apuntado, la Resolución introduce un factor novedoso en el comportamiento del Consejo de Seguridad, cual es el de imponer obligaciones generales a los Estados miembros. En la sistemática habitual de las Naciones Unidas, corresponde a la Asamblea General “legislar”, mientras que es atribución del Consejo tomar decisiones sobre temas que afecten a la paz y a la seguridad internacionales, normalmente traducidas en acciones contra sus violadores, nominativamente identificados. La Resolución 1373 es, con carácter obligatorio, una norma jurídica internacional dictada por el Consejo de Seguridad. No es de extrañar que, desde su aprobación, haya recibido críticas al ser interpretada como una “invasión” por parte del Consejo de las atribuciones en principio confiadas a la Asamblea General, si además se tiene en cuenta que su texto relaciona el terrorismo inequívocamente con los actos contrarios a la paz y a la seguridad internacionales. Un texto tan robusto y contundente como el que contiene la 1373 se explica en la atmósfera de conmoción creada por los atentados del 11 de septiembre, añaden todos aquellos que resienten su incursión en las responsabilidades de la Asamblea General, pero ningún miembro de la comunidad internacional, con alguna pequeña y no demasiado significativa excepción, ha osado públicamente oponerse al cumplimiento de sus disposiciones. Más bien al contrario, la Resolución ha creado una dinámica decididamente favorable a la observancia de sus normas y claramente inspiradora de la convicción generalizada en contra del terrorismo y de sus manifestaciones. Todo ello ha sido fomentado en la misma Resolución por la creación de otro órgano subsidiario del Consejo, el Comité Contra el Terrorismo, que tiene como finalidad fundamental la de comprobar el cumplimiento de los términos de la Resolución a través de una relación continua y directa con todos los Estados miembros que incluye eventualmente la prestación de la ayuda técnica en beneficio de aquellos países que puedan encontrar dificultades materiales en la aplicación de los preceptos aprobados por el Consejo. En los cinco años transcurridos desde 2001, el Comité Contra el Terrorismo ha recibido más de seiscientos informes de los Estados Miembros en respuesta a las cartas remitidas por el CTC sobre el estado del cumplimiento de la Resolución. Y el aumento de las ratificaciones de los Convenios internacionales sobre el terrorismo ha sido notable: después de la aprobación de la Resolución 1373, las doce existentes antes del 11 de septiembre recibieron entre un tercio y dos tercios de las ratificaciones después del año 2001, oscilando el número total de las mismas entre las ciento ochenta de las convenciones para la protección de las navegación aérea y las ciento veinte de las relativas ala protección del material nuclear o la fabricación de explosivos plásticos. La última de las Convenciones, relativa a los actos de terrorismo realizados con armas o componentes nucleares, fue adoptada por la Asamblea General el 13 de abril de 2005, recibió ochenta y dos firmas en el momento inicial, cuenta en el momento actual con ciento seis y con tres países que ya la han ratificado. La nueva y elogiable disposición para firmar y ratificar las convenciones antiterroristas tiene indudablemente mucho que ver con el 11 de septiembre y con la Resolución 1373.

El impulso adquirido por el Consejo de Seguridad en el terreno de las medidas contra el terrorismo ha tenido varias manifestaciones más en el curso de estos últimos cinco años. La primera se produce poco tiempo después de la adopción de la Resolución 1373 y constituye una clara reafirmación de la misma: es la Resolución 1377, del 12 de noviembre de 2001, que recoge una declaración “sobre el esfuerzo global para combatir el terrorismo”. Del mismo tenor, aunque más extensa, y también reafirmando la validez de la 1373, es la declaración “sobre la cuestión de la lucha contra el terrorismo” aneja a la Resolución 1456 aprobada, como la anterior, en sesión ministerial del Consejo, el 20 de enero de 2003.

El 26 de marzo de 2004 el Consejo de Seguridad adopta la Resolución 1535, que endosa el llamado plan de revitalización de Comité Contra el Terrorismo y crea la Dirección Ejecutiva del Comité, con la función de ayudar al mismo en el desempeño de sus tareas. La gestión de este último texto había sido larga y prolija. El impulso final habría de venir de otra fecha trágica: el 11 de marzo de 2004 habían tenido lugar en Madrid los atentados terroristas contra los trenes de cercanías que se dirigían a la estación de Atocha. La Dirección Ejecutiva queda configurada como una “misión política especial” incluida en y regida por las normas de la Organización de las Naciones Unidas y al servicio del Comité y sus miembros.

Otro terrible ataque terrorista, el perpetrado contra una escuela por independentistas chechenos en Beslan, en la Federación Rusa, en septiembre de 2004, inspira la Resolución 1566, adoptada por el Consejo el 8 de octubre de 2004 y que, sobre las anteriores, incluye algunas novedades significativas: ofrece una definición del terrorismo; insta al Comité Contra el Terrorismo a iniciar visitas a los Estados miembros, como medio adicional para comprobar el grado de cumplimiento de la Resolución 1373; y crea un grupo de trabajo con la finalidad de ampliar la lista de personas y organizaciones terroristas a otras que no estén relacionadas exclusivamente con al-Qaeda y los talibán y de considerar “la posibilidad de establecer un fondo internacional para indemnizar a las victimas del terrorismo y a sus familias”. Meses antes, el 28 de abril de 2004, el Consejo había aprobado la Resolución 1540 dirigida a impedir que los Estados suministren “cualquier tipo de apoyo a los agentes no estatales que traten de desarrollar, adquirir, fabricar, poseer, transportar, transferir o emplear armas nucleares, químicas o biológicas y sus sistemas vectores”.La Resolución contempla asimismo una serie de medidas para impedir la proliferación de las armas de destrucción masiva, colocando su ámbito más allá del estricto de la lucha contra el terrorismo. Ello motivó que su gestación fuera lenta y laboriosa y no por ello menos criticado el texto, al entender algunos que el Consejo volvía a interferir en terrenos propios de la Asamblea General. La 1540, como antes la 1267 o la 1373, crea un Comité, órgano subsidiario del Consejo, encargado de vigilar el cumplimiento de los términos de la Resolución. Esta es la única de la serie quinquenal examinada que no ha sido motivada o inspirada por ataques terroristas y que quizá por ello demuestra con mas fuerza la firme voluntad política que ha mostrado el Consejo a la hora de adoptar medidas, en este caso preventivas, en contra del terrorismo.

La enumeración se completa con la Resolución 1624, adoptada por el Consejo el 14 de septiembre de 2005 en una de las raras sesiones que el órgano ha celebrado en el nivel de jefes de Estado y de Gobierno –tres en toda su historia– y que tiene de nuevo como trágica inspiración varios atentados terroristas: los llevados a cabo en el sistema publico de transportes de Londres el 7 de julio de ese año. La Resolución cubre dos terrenos distintos y novedosos. Por una parte, contempla y predica acciones estatales contra “la incitación a la comisión de un acto o actos de terrorismo”, que debe ser prohibida por ley. Por otra, realiza un llamamiento a todos los Estados para “promover el dialogo y mejorar el entendimiento entre las civilizaciones”. La gestión de su cumplimiento queda confiada al Comité Contra el Terrorismo.

Como bien se observa, durante los cinco años transcurridos desde el 11 de septiembre de 2001, el Consejo de Seguridad, cierto que en muchas ocasiones al dictado de los acontecimientos, ha sido coherente en la condena del terrorismo, contundente en la adopción de la correspondientes medidas y decidido en la exploración del fenómeno y en la búsqueda de nuevas fronteras para contrarrestarlo. Todas las Resoluciones mencionadas han sido aprobadas con el voto unánime de los miembros de Consejo, y hay que tener en cuenta el carácter cambiante de su composición a través de la presencia de los miembros no permanentes para saber lo que la unanimidad significa. Las Resoluciones 1373, 1540 y 1566, además de la 1267, están situadas bajo la autoridad del Capitulo VII de la Carta de las Naciones Unidas –“Acción en caso de amenazas a la paz, quebrantamiento de la paz o actos de agresión”–. Sólo la 1624 rompe la norma al situarse bajo el Capitulo VI –“Arreglo pacífico de controversias”– en un evidente compromiso entre aquellos que querían una dura respuesta a la “incitación del terrorismo” y los que temen la colisión de la figura con la libertad de expresión. Pero seria erróneo concluir con ello que la 1624 “vale” menos que las anteriores o que su mandato es menos obligatorio, aunque las consecuencias de los respectivos y eventuales incumplimientos sean diferentes: el Capitulo VI no incluye sanciones.

Paralelamente a la acción del Consejo, el secretario general ha venido desarrollando la suya con progresiva intensidad. En octubre de 2001 se creó, en el Secretariado, un “Grupo Asesor sobre las Naciones Unidas y el Terrorismo” cuyas primeras y únicas conclusiones –el Grupo daría paso más tarde al “Equipo Especial” para la lucha contra el terrorismo– reflejan una aproximación todavía tentativa, aunque prefiguren algunas de las propuestas posteriores del secretario general, fueron presentadas a la Asamblea General y al Consejo de Seguridad el 6 de agosto de 2002. Es el mismo secretario general el que, en septiembre de 2003 y ante la Asamblea General, convoca un Grupo de Alto Nivel sobre “las amenazas, los desafíos y el cambio” para que evaluara los riesgos a los que la humanidad debería hacer frente en el siglo XXI y propusiera la mejor manera en que las Naciones Unidas pudieran proporcionar seguridad colectiva para todos. El informe que presenta el Grupo a la Asamblea General con fecha 2 de diciembre de 2004 constituye un poderoso y detallado análisis de los problemas a los que se enfrenta la humanidad en el tiempo presente y del papel que las Naciones Unidas pueden desempeñar para solucionarlos y contiene los elementos esenciales del paquete de reformas que la Organización ha venido considerando, y todavía sigue haciéndolo, en el curso de los últimos tiempos. En particular por lo que se refiere al terrorismo, al que el Informe dedica su Capitulo VI, el texto se mueve entre aguas relativamente contradictorias (condena el terrorismo, pero al tiempo procede a la enumeración de las causas que supuestamente explican su aparición) sin por ello rehuir los aspectos más controvertidos del fenómeno: “La falta de consenso sobre una definición clara y bien conocida [del terrorismo] compromete la posición normativa y moral contra el terrorismo y ha mancillado la imagen de las Naciones Unidas”. Frente al argumento de que cualquier definición del terrorismo debe incluir “el caso de un Estado que utiliza fuerzas armadas contra civiles” los autores del informe consideran que “el marco jurídico y normativo aplicable a las violaciones por parte de los Estados es mucho mas sólido que en el caso de los actores no estatales”, para descartar la necesidad de que ese tema sea recogido en la definición del terrorismo. Y frente a la exigencia de que una definición del terrorismo no derogue el derecho a la resistencia de un pueblo bajo dominación extranjera, el informe, con harta razón por lo demás, argumenta que “el quid de la cuestión no es ese, sino el hecho de que la ocupación de ninguna manera justifica el asesinato de civiles”. Los autores del informe tienen incluso el coraje de proponer una posible definición del terrorismo: “Cualquier acto, además de los ya especificados en los convenios y convenciones vigentes sobre determinados actos de terrorismo, los Convenios de Ginebra y la Resolución 1566 (2004) del Consejo de Seguridad, destinado a causar la muerte o lesiones corporales graves a un civil o a un no combatiente, cuando el propósito de dicho acto, por su naturaleza o contexto, sea intimidar a una población u obligar a un gobierno o a una organización internacional a realizar un acto o a abstenerse de hacerlo”.

El secretario general recogió no pocas de las conclusiones del Informe del Grupo de Alto Nivel –llegando a endosar la definición del terrorismo que el Grupo había propuesto– en el discurso que pronunció el 10 de marzo de 2005 en Madrid, en un acto convocado para recordar el primer aniversario de los actos terroristas en la estación de Atocha. Es en ese momento cuando lanza un primer esbozo de la estrategia global de las Naciones Unidas contra el terrorismo que resume en “las cinco des”:

• “Disuadir” a los grupos descontentos de elegir el terrorismo como táctica para alcanzar sus objetivos.
• “Dificultar” a los terroristas el acceso a los medios para llevara cabo sus atentados.
•  Hacer “desistir” a los Estados de prestar apoyo a los terroristas.
• “Desarrollar” la capacidad de los Estados para prevenir el terrorismo.
• “Defender” los derechos humanos en la lucha contra el terrorismo.

El texto de Madrid merece lectura y recordatorio, entre otras cosas por la contundencia con que se pronuncia el secretario general contra el terrorismo –“no puede justificarse invocando causa alguna… es en sí mismo un ataque directo a los derechos humanos y al Estado de Derecho”– y por el recuerdo dedicado a todas las víctimas del terrorismo –“Debemos respetar a las víctimas. Debemos escucharlas. Debemos hacer todo lo que podamos por apoyarlas”–.

El informe del secretario general a la Asamblea General presentado el 21 de marzo de 2005 bajo el título “Un concepto mas amplio de libertad: desarrollo, seguridad y derechos humanos para todos”, recoge algunos de los aspectos esenciales del informe del Grupo de Alto Nivel, endosa algunas de sus conclusiones, en particular la definición del terrorismo propuesta, pide a los Estados miembros la adopción de una estrategia contra el terrorismo, insta la finalización de un convenio internacional para la represión de los actos de terrorismo nuclear –adoptado pocas semanas después–, pide el nombramiento de un relator especial “sobre la compatibilidad de los medios contra el terrorismo con las normas internacionales de derechos humanos” –también nombrado en el curso del mismo año– e insta a los Estados miembros a concertar un convenio general sobre el terrorismo. El Documento final de la Cumbre Mundial 2005, aprobado por Resolución de la Asamblea General el 16 de septiembre de ese año repite la misma petición, subraya “la importancia de asistir a las víctimas del terrorismo y de ayudarlas, a ellas y a sus familias, a sobrellevar sus pérdidas y su dolor”, y acoge con satisfacción los elementos de una estrategia para luchar contra el terrorismo presentados por el secretario general, que deberían ser posteriormente desarrolladas por la Asamblea General. Y en cumplimiento del mandato emanado de la Cumbre 2005, el secretario general presenta a la Asamblea General con fecha 27 de abril de 2006 el informe titulado “Unidos contra el terrorismo: recomendaciones para una estrategia mundial de lucha contra el terrorismo” que debería servir de base para la correspondiente decisión por parte de la Asamblea. Es un texto directamente inspirado en las manifestaciones anteriores del secretario general que respeta incluso la sistemática del discurso de Madrid, que no otorga ninguna concesión ni deja resquicios a ningún argumento que pueda ser utilizado para justificar los actos terroristas –la resbaladiza llamada a las “causas del terrorismo” se sitúa en el prisma bien diferente de “las condiciones que pueden ser aprovechadas por los terroristas”– y que concentra su atención en las medidas prácticas que la cooperación internacional, con la colaboración de las Naciones Unidas y bajo su tutela, puede desarrollar en la lucha contra el flagelo. No hay en él ninguna mención a la tan deseada y mencionada Convención General Contra el Terrorismo, y la omisión no se produce por coincidencia: las discusiones que habían tenido lugar en torno al terrorismo todos los meses precedentes, incluyendo las celebradas sobre el mismo proyecto de convención, habían mostrado claramente las profundas divergencias de criterio existentes sobre el tema del terrorismo y ante la evidencia de las dificultades el secretario general opta por una aproximación que se quiere realista. El texto evita la referencia a los temas que hasta el momento han sido la base para las discusiones “filosóficas” –la definición, las causas, el terrorismo de Estado, el derecho a la resistencia– para concentrarse en medidas de cooperación internacional. En el mes de julio de 2006 todavía no se había producido ningún acuerdo sobre esta nueva iniciativa del secretario general y la esperanza, no por todos compartida, es que en el otoño la Asamblea General puede llegar a finalizar algún tipo de acuerdo al respecto.

Es precisamente la incapacidad de los Estados miembros de las Naciones Unidas para ponerse de acuerdo sobre una Convención General Contra el Terrorismo la que bien resume la dificultad en que se encuentra la comunidad internacional para alcanzar niveles elevados de eficacia en la lucha contra esa lacra. Las Naciones Unidas siguen encarnando el más poderoso instrumento normativo que tiene a su alcance la comunidad de naciones en la prosecución de un mundo más justo y seguro y el balance que en ese terreno ofrece –incluido el que arriba queda reflejado sobre el terrorismo– es impresionante. Pero en la gestación de las normas y en su aplicación las Naciones Unidas poco pueden hacer sin o en contra de la voluntad de los Estados miembros. Esa realidad, que muchas veces se olvida, imputando a la Organización defectos que en su totalidad son patrimonio de los que la integran –la ONU sigue siendo una organización interestatal en la que el dogma de la soberanía nacional brilla con más fuerza que en ninguna otra parte– es la que debe ser tenida en cuenta para analizar las imperfecciones en la lucha antiterrorista tal como se predica, se practica y se percibe desde las Naciones Unidas.

Todavía no existe un consenso universal sobre la prohibición de utilizar la violencia indiscriminada por parte de agentes no estatales –es decir, los terroristas– para alcanzar fines políticos. Bajo la capa del deleznable cinismo reductor e igualitario que tantas veces se ha utilizado en este terreno –“mi combatiente por la libertad es tu terrorista”– siguen existiendo, aunque muchos de ellos no osen decir públicamente su nombre, sectores estatales que, bajo pretextos varios, alientan, financian, permiten, premian o aplauden actividades terroristas. La lucha contra el terrorismo, que tantas veces se ha mostrado eficaz en ámbitos nacionales, o en internacionales limitados, y que no necesita de la definición del terrorismo para continuar su tarea, encuentra obstáculos serios para su plenitud si la misma naturaleza del objeto en contra del cual se combate es radicalmente puesto en duda. Ese es el trasfondo real del problema de la definición del terrorismo y de la incapacidad de las Naciones Unidas para alcanzar consenso sobre una Convención General.

Pero ese no es el único dilema. En otras configuraciones de la alineación política, algunos Estados estiman que terrorismo es sólo aquel que a ellos les afecta, mientras que otros que sufren de los mismos métodos violentos –y conviene recordar que lo que iguala a todos los terroristas no es la ideología sino el método– están contemplando solo manifestaciones varias de luchas por la autodeterminación o en contra de la tiranía. Tanto como si los primeros Estados estimaran que los segundos se lo tienen bien merecido. Según esta óptica, habría terrorismos malos y otros no tan malos, explicables por la aplicación de diversas varas de medir, resultado de la famosa ley del embudo, ejemplo eminente de la existencia de raseros varios.

Claro que también existen aquellos que, en ausencia de una definición, y aprovechándose de la elasticidad del concepto, tienen la tentación de calificar como terrorista a todo aquel que se mueve, sobre todo en contra del gobierno de turno, para así rentabilizar la ola de horror que el fenómeno produce y de paso quitarse de encima sin muchos miramientos para los derechos humanos y las libertades fundamentales a los disidentes, opositores o críticos.

Otros, por el contrario, estiman que la lucha contra el terrorismo, por mucho que lo diga la ONU, no es su prioridad nacional, volcados como están en conseguir niveles aceptables de vida para sus respectivas poblaciones. Y ello, que revela no tanto una creencia sino una realidad respetable, hace que al menos la mitad de los Estados miembros de las Naciones Unidas no informen con regularidad a los órganos subsidiarios del Consejo de Seguridad del cumplimiento de sus obligaciones en este terreno. El término reporting fatigue, cansancio de tanto informe, es uno de los más repetidos hoy en los círculos antiterroristas del East River neoyorkino. La prestación de asistencia técnica a los países que se encuentran con tales dificultades es una cuestión prioritaria para los órganos competentes de la Organización, aún sabiendo de los obstáculos que la tarea encuentra: son muchos los que todavía no comprenden que mejorar la respuesta antiterrorista de los países que la necesitan no es sólo atender a la seguridad sino también hacerlo en beneficio del desarrollo y de la prosperidad –el terrorismo, sus antecedentes y sus consecuentes son terribles elementos destructivos de vidas y haciendas–.

Pero tanta es a veces la capacidad de atracción de la asistencia técnica que llegan algunos a confundirla con la lucha antiterrorista, como si ésta no debiera ser fruto de una determinada voluntad política y solo objeto de una cuidadosa atención desarrollista. El fenómeno puede llegar a producir un desenfoque tan profundo como para hacer olvidar aquello de lo que se está hablando. El terrorismo desaparece de la conversación.

El terrorismo, como todas las malas noticias, provoca reacciones tan profundas en el sentimiento como cortas en el tiempo. Los Estados que en el Consejo de Seguridad o, menos, en la Asamblea General reaccionan con prontitud y contundencia ante los atentados terroristas y prometen, como en su momento hiciera aquel ministro español del Interior, que van a buscar a los terroristas “en el mismo infierno”, olvidan la urgencia de la convocatoria cuando el nubarrón se ha disuelto y es otra la crisis a la que tienen que hacer frente. Aún contando con la persistencia en el tiempo de los órganos creados por el Consejo de Seguridad para obtener el cumplimiento de las correspondientes Resoluciones, y cuya tarea no puede ser en ningún caso minusvalorada, y con la benemérita y coherente actitud al respecto adoptada por el secretario general de las Naciones Unidas, lo cierto es que el peligro de una tentación burocratizadora y repetitiva, ayudada por todos aquellos que por razones varias quisieran vaciar de contenido el sistema, acecha a las tareas antiterroristas, posiblemente a muchas otras, de la Organización. Los órganos subsidiarios del Consejo de Seguridad toman decisiones sobre la base de la unanimidad de sus miembros. Se puede fácilmente comprender que así, y fuera de los momentos excepcionales, aún tratándose de un número reducido de quince Estados, las decisiones tardan en fraguarse y tienen de sólidas lo que también tienen de minimalistas. No es extraño que en esas circunstancias haya Estados que relativicen lo que la ONU les pueda aportar en su lucha contra el terrorismo y opten por instrumentos domésticos o bilaterales.

La Resolución 1566 del Consejo de Seguridad, que abría esperanzadoras vías para considerar la posibilidad de que la ONU administrara una lista global de individuos y organizaciones terroristas y, al tiempo, invitaba a la creación de un fondo internacional para ayudar a las víctimas del terrorismo y sus familias, no ha conducido a ninguna parte. La Resolución 1624 del Consejo de Seguridad, que ya sufrió la relativa degradación de verse situada bajo el Capitulo VI de la Carta en vez de estarlo, como el resto de las recientes Resoluciones sobre el terrorismo, bajo el más vigoroso Capitulo VII, debía recibir de todos los Estados miembros –ciento noventa y dos– informes sobre su cumplimiento con la finalidad de que el Comité Contra el Terrorismo transmita al Consejo el 14 de septiembre de 2006, un año después de su aprobación, noticia del grado de su cumplimiento. En julio de 2006 sólo cincuenta Estados habían cumplido con tal compromiso.

Y no se puede olvidar que en el trasfondo de las cuestiones que tienen que ver con el terrorismo, como en muchas otras que competen a las Naciones Unidas, la tensión permanente entre el Consejo y la Asamblea –o más bien entre la Asamblea y los cinco miembros permanentes del Consejo– tiene una influencia retardataria y negativa. Se quejan los miembros de la Asamblea de la intromisión del Consejo en esas cuestiones al tiempo que se muestran incapaces de encontrar consensos entre ellos mismos, pero cuando el Consejo actúa con la prontitud que le permite lo reducido de su composición y el peso con que en ella cuentan los permanentes, la Asamblea, o algunos de sus miembros, ponen en duda la validez de unas orientaciones que, según algunos, responderían exclusivamente a las agendas nacionales de las grandes potencias. La atmósfera general que desprende esta permanente situación impide también que el Consejo recurra a las sanciones o a la amenaza de las mismas, teñidas como están de la sospecha de ser el resultado de la imposición de los grandes o de alguno de ellos, y en consecuencia la invocación del Capitulo VII, nunca fácil de conseguir, a la postre puede convertirse en un alarde retórico.

Conclusión: La aportación conceptual y normativa de las Naciones Unidas a la lucha global contra el terrorismo es impresionante e imprescindible. Los comportamientos nacionales y la cooperación internacional han conocido sustanciales mejoras como consecuencia del papel de las Naciones Unidas en ese terreno. Las Naciones Unidas no pueden ni deben reemplazar el papel de los Estados individual o colectivamente considerados en la conducción de las acciones antiterroristas cuya legitimación, sin embargo, debe ser contrastada con las reglas y las orientaciones producidas por la Organización.

Esas reglas están todavía inconclusas, fundamentalmente debido a la falta de acuerdo entre los Estados Miembros para concluir una Convención General contra el Terrorismo. Esa falta de acuerdo revela a su vez la subsistencia de divergencias profundas en el seno de la comunidad internacional en torno a cuestiones centrales de la misma, tales como la utilización de la violencia, la responsabilidad de las fuerzas armadas en los conflictos internos, el derecho a la resistencia por parte de los pueblos sometidos a dominación extranjera o los límites de la práctica del derecho a la autodeterminación. El Consejo de Seguridad, el secretario general, la misma Asamblea General, ha emitido normas y orientaciones al respecto que, sin embargo, no son todavía aceptadas por todos.

A pesar de esa y de otras limitaciones, que tienen que ver fundamentalmente con la inevitable presencia en el seno de las Naciones Unidas de ciento noventa y dos agendas nacionales diferentes y contrapuestas, el sistema se ha sabido dotar de una maquinaria incipiente pero ya relativamente robusta para hacer cumplir las normas dictadas y eventualmente prestar la asistencia necesaria a todos aquellos que la precisen. En los cinco años trascurridos desde el 11 de septiembre de 2001, y a pesar de la evidente mejora en las capacidades nacionales e internacionales de prevención ante y respuesta contra el terrorismo, las manifestaciones mortíferas del mismo han seguido produciéndose. No corresponde a ningún interés nacional concreto sino al general de la humanidad el mantener, como lo hizo la Cumbre 2005, que el terrorismo “constituye una de las amenazas más graves para la paz y la seguridad internacionales”. La cooperación internacional bajo la inspiración y el mandato de las Naciones Unidas es hoy en día el método más eficaz para enfrentarse con él. Corresponde en última instancia e los Estados miembros el adoptar las medidas oportunas para desarrollarlo.

Javier Rupérez
Subsecretario general y director ejecutivo del Comité contra el Terrorismo en las Naciones Unidas, Nueva York

Nota:

(1) Convenio relativo a las infracciones y ciertos otros actos cometidos a bordo de las aeronaves. Firmado en Tokio el 14 de septiembre de 1963, en vigor desde el 4 de diciembre de 1969.
(2) Convenio para la represión del apoderamiento ilícito de aeronaves. Firmado en La Haya el 16 de diciembre de 1970, en vigor desde el 14 de octubre de 1971.
(3) Convenio para la represión de actos ilícitos contra la seguridad de la aviación civil. Firmado en Montreal el 23 de septiembre, en vigor desde el 26 de enero de 1973.
(4) Protocolo para la represión de actos ilícitos de violencia en los aeropuertos que presten servicio a la aviación civil internacional, complementario del Convenio para la represión de actos ilícitos contra la seguridad de la aviación civil. Firmado en Montreal el 24 de febrero de 1988, en vigor desde el 9 de agosto de 1989.
(5) Convenio sobre la prevención y el castigo de delitos contra personas internacionalmente protegidas, inclusive los agentes diplomáticos. Aprobado por la Asamblea General de la ONU el 14 de diciembre de 1973, en vigor desde el 20 de febrero de 1977.
(6) Convención internacional contra la toma de rehenes. Aprobada por la Asamblea General de la ONU el 17 de diciembre de 1979, en vigor desde el 3 de junio de 1983.
(7) Convención sobre la protección física de los materiales nucleares. Firmada en Viena el 3 de marzo de 1980, en vigor desde el 8 de febrero de 1987.
(8) Convenio para la represión de actos ilícitos contra la seguridad de la navegación marítima. Hecho en Roma el 10 de marzo de 1988, en vigor desde el 1 de marzo de 1992.
(9) Protocolo para la represión de actos ilícitos contra la seguridad de las plataformas fijas emplazadas en la plataforma continental. Hecho en Roma el 10 de marzo de 1988, en vigor desde el 1 de marzo de 1992.
(10) Convenio sobre la marcación de explosivos plásticos para los fines de detección. Firmado en Montreal el 1 de marzo de 1991, en vigor desde el 21 de junio de 1998.
(11) Convenio Internacional para la represión de los atentados terroristas cometidos con bombas. Aprobado por la Asamblea General de la ONU el 15 de diciembre de 1997, en vigor desde el 10 de abril de 2002.
(12) Convenio internacional para la represión de la financiación del terrorismo. Aprobado por la Asamblea General de la ONU el 9 de diciembre de 1999, en vigor desde el 10 de abril de 2002.
(13) Convenio internacional para la represión de los actos de terrorismo nuclear. Aprobado por la Asamblea General de la ONU el 13 de abril de 2005. Todavía no ha entrado en vigor.