La evolución de los sistemas políticos de España y Portugal: convergencias en la diferencia

Asamblea de la República de Portugal. Foto: Osvaldo Gago / Wikimedia Commons (CC BY-SA 3.0)

Tema

¿Cuáles son las coincidencias y transformaciones de los sistemas políticos español y portugués en el período previo y posterior a la crisis económica?

Resumen

Desde el siglo XIX, los sistemas políticos de España y Portugal han tenido una evolución semejante, con tendencia a la homogeneidad e incluso a la sincronía en el tiempo, si bien con una cierta anticipación por parte portuguesa. Los procesos simultáneos de democratización y europeización son el mejor reflejo de esta convergencia en la forma de gobierno y en el funcionamiento de la vida política, una pauta de desarrollo paralelo que, además, permitió la etapa de mayor intensidad en las relaciones bilaterales. En el difícil período comprendido entre 2011 y 2015 ambos países han experimentado importantes transformaciones de su modelo democrático que se han reflejado en el comportamiento electoral, el sistema de partidos y el desempeño institucional. En este análisis pretendemos verificar hasta qué punto se ha mantenido la convergencia y la sintonía teniendo en cuenta que, aunque los desafíos de la crisis fueron semejantes (menor prosperidad, erosión de la legitimidad y una gobernanza menos estable), la adversa coyuntura hizo disminuir la capacidad de influencia exterior de ambos países y debilitó transitoriamente el vínculo bilateral. Lo cierto es que, después de un breve período excepcional, la persistencia de las semejanzas estructurales y la coincidencia en los objetivos dentro del marco europeo han permitido recuperar el buen tono de la relación. No obstante, en el contexto actual de reflexión sobre el futuro de la UE, existe margen para que ambos países vayan más allá, renovando el espíritu de colaboración que llegaron a alcanzar coincidiendo con su adhesión al proceso de integración.

Análisis

(1) Similitudes y diferencias en la evolución de los dos sistemas políticos

Aunque seguramente es posible remontarse más atrás en el tiempo, es constatable que los sistemas políticos de España y Portugal han tenido una evolución histórica semejante durante el período contemporáneo. Esa similitud se reflejó ya en las revoluciones burguesas inacabadas del siglo XIX, con sus parlamentarismos liberales inestables, y se tradujo luego en las derivas autoritarias conservadoras durante un siglo XX en gran parte marcado por el retraso social o el aislamiento internacional, hasta que en la década de los 70 se produce por fin la transición y consolidación casi simultánea de la democracia. Es una tendencia a la convergencia e incluso a la sincronía en el tiempo, si bien con una cierta pauta de anticipación por parte portuguesa.1

A finales del siglo XX esta coincidencia resulta especialmente evidente, aunque la cercanía temporal de los procesos de transición democrática en España y Portugal no diluye las especificidades que resultan de las evoluciones históricas y sociales en los dos países. En España se produce una transición pactada a través de una reforma impulsada por elites del Estado (incluyendo el Rey recién proclamado) y consensuada entre los partidos políticos y otros actores, que se tradujo en una monarquía parlamentaria. En Portugal, por su parte, lo que se desencadena es una ruptura por golpe militar y una deriva revolucionaria, simultánea con el proceso de descolonización, que llevó a una profunda crisis del Estado, en la que destaca el protagonismo del Movimiento de las Fuerzas Amadas y la fuerte crispación entre los partidos políticos y demás fuerzas sociales. Esa transición convulsa opta por un sistema de gobierno semipresidencial, alejado del parlamentarismo más común en Europa y también distinto del modelo francés.

El ajuste y la consolidación de ambos regímenes se desarrolla en el mismo año: 1982. En España se produce entonces la primera mayoría absoluta del Partido Socialista Obrero Español (PSOE) con Felipe González, que da lugar a un largo período de estabilidad gubernamental y a la creación de una alternativa sólida en el Partido Popular (PP). En Portugal, ese mismo año, se revisa la Constitución y se eliminan los sesgos revolucionarios de la entente constitucional entre el Movimiento de las Fuerzas Armadas y los partidos políticos. La revisión de los poderes presidenciales en este marco va a permitir que a partir de 1986 Mário Soares desarrolle los principios teóricos de moderación suprapartidista del ejercicio del cargo que marca el semipresidencialismo portugués, favoreciendo la moderación ideológica y, en cierta medida, la estabilidad gubernativa que se inicia en 1987 con el ciclo de gobiernos mayoritarios unipartidistas del Partido Social Demócrata (PSD) –que no se ubica en la izquierda pese a lo que sugiere su nombre–, liderados por Aníbal Cavaco Silva. Pese a esas diferencias institucionales de partida, los dos países van a compartir objetivos y condiciones estructurales internas o geoestratégicas que se traducen en un común denominador que se concreta con la firma de la adhesión a la UE (entonces Comunidades Europeas) el 12 de junio de 1985.

(1.1) El ciclo de convergencia entre la democracia española y la portuguesa

Como se acaba de señalar, la última década de los 80 va a marcar el momento temporal en el que se empieza a hacer más evidente la convergencia entre ambos países y las sintonías que se producen en el desarrollo de los dos regímenes políticos democráticos en el casi cuarto de siglo que va de 1987 a 2010.

Los sistemas electorales teóricamente proporcionales pero de sesgos mayoritarios (por el tamaño medio-bajo de la mayor parte de los distritos), con listas cerradas y la fórmula D’Hondt, contribuyeron en España y Portugal a la bipolarización entre los dos principales partidos, de rasgos jerárquicos y disciplinados. La competición va a tener elementos de confrontación adversarial, sobre todo en España, aunque con una pauta más bien centrípeta, y con el condicionamiento adicional de pequeños partidos que llevan a caracterizar con más rigor politológico a los dos sistemas como multipartidismos moderados (con una media de cinco partidos con representación parlamentaria). En Portugal, junto a los dos grandes (Partido Socialista –PS– en el centro izquierda y PSD en el centro derecha) habrá pequeños partidos tanto en el polo de la derecha (los demócrata-cristiano-populares del CDS-PP) como en el de la izquierda (comunistas y más tarde el Bloco de Esquerda). En España, el bipartidismo imperfecto socialista y popular convivirá en estos años con Izquierda Unida (IU) a la izquierda, fuerzas centristas pequeñas (CDS y UPyD) y, sobre todo, los influyentes partidos nacionalistas de Cataluña y el País Vasco.

Ese pluralismo va a matizar pero no impedir que los sistemas se comporten en gran medida como bipartidistas. Al fin y al cabo, los gobiernos se van a beneficiar de reglas institucionales de refuerzo y de un índice muy bajo de fragmentación parlamentaria. Entre las monarquías constitucionales, desde los años 80 hasta 2015, España sólo es adelantada por el modelo mayoritario típico del Reino Unido, mientras Portugal es el sistema con menos partidos parlamentarios de entre todos los sistemas semi-presidenciales y la mayor parte de las repúblicas europeas. Los dos principales partidos en ambos países acumularon una proporción cada vez mayor de votos y escaños hasta el cambio de tendencia a partir de la crisis. En España, PP y PSOE ya sumaban casi el 70% de los votos en los años 80 pero llegaron a concentrar en 2008 casi el 85% y más del 90% de los escaños. A partir de 1993, en la medida en la que las distancias electorales se fueron acortando y el sistema se vuelve más competitivo, la contienda electoral entre los dos principales partidos va a ser más crispada. En Portugal, PS y PSD acapararon casi el 80% en los votos a partir de 1985 y hasta 2009. La estrategia tácita, entre estos partidos, de dejar gobernar el partido ganador de las elecciones, aunque fuese en minoría, tuvo como consecuencia la tendencia a una competición orientada hacia el centro del espectro político.

La hegemonía de los dos principales partidos en los dos países y su alternancia en el poder ha funcionado desde la mitad de los años 80,2 consolidando el predominio de gobiernos mayoritarios, unipartidistas, que descansan en liderazgos fuertes y en partidos cohesionados que facilitan la elaboración de políticas públicas sin apenas resistencia de unos poderes legislativos débiles (Asamblea de la República y Cortes Generales) pues se basan en reglas parlamentarias restrictivas y fuerte disciplina de voto. Además, el monocameralismo del modelo parlamentario portugués no dista tanto del bicameralismo muy imperfecto español, en el que el Congreso de los Diputados prácticamente anula al Senado en funciones legislativas y de control político.

No obstante, la praxis de la consolidación del sistema en Portugal no logró evitar períodos de relativa inestabilidad que llevaron a prácticamente el doble de elecciones y de gobiernos de los que habrían resultado del cumplimiento de los cuatro años de legislatura.3 La evolución del sistema de partidos portugués hacia esa suerte de bipartidismo imperfecto y la reducción del número de partidos no ha sido suficiente para garantizar mayorías estables. Hubo gobiernos minoritarios, disoluciones anticipadas de la Asamblea, ceses del gobierno por petición o iniciativa presidencial, así como coaliciones pre y post electorales. La influyente Presidencia de la República ha sido un actor de rasgos variables, que ha vivido en varias ocasiones en cohabitación ideológica con el gobierno, y con perfiles presidenciales más o menos intervencionistas, arbitrales o notariales. Dependiendo de las ocasiones, el presidente llegó a ser un contrapoder (Soares), un socio institucional (Sampaio y Cavaco en ciclos de confluencia) o un regulador crítico (Sampaio y Cavaco en cohabitación).4 La dialéctica entre los poderes presidenciales (formales e informales) que pueden condicionar de jure y de facto la actuación del gobierno y asumir un papel de veto player5sigue siendo uno de los aspectos del diseño constitucional portugués que vuelve a la agenda política en momentos de crisis institucionales como la que se siguió a las elecciones de 2015.

En España, el sistema de gobierno y el sistema electoral proporcional, corregido con sesgos mayoritarios como se ha dicho, posibilitó la formación de gobiernos unipartidistas que han llegado a alcanzar las más altas tasas europeas de estabilidad, pudiendo presumir incluso de ser uno de los sistemas más estables del mundo tras Australia. La arquitectura constitucional para la formación o destitución del poder ejecutivo regula la designación del presidente del Gobierno por mayoría relativa en segunda votación de investidura y su destitución limitada a mociones de censura “constructivas” que incluyan a un candidato alternativo respaldado por una mayoría parlamentaria. Como resultado de estas reglas de fortalecimiento del ejecutivo, incluso gobiernos minoritarios y en escenarios de gran fragmentación parlamentaria, como el que ha salido de las elecciones de 2016, pueden tener buenas perspectivas de cumplir la legislatura.

El protagonismo tradicionalmente asumido por los partidos políticos de ambos países y el objetivo de garantizar la estabilidad social con gobiernos sólidos respaldados en liderazgos fuertes, privilegió el desarrollo de las prerrogativas democráticas de representatividad, capacidad de dirección y legitimidad en vez de las de participación y concertación social. La escasa relación entre representantes y representados (listas cerradas y bloqueadas), la persistencia de una sociedad civil poco estructurada o el escaso uso del referéndum resaltan los sesgos mayoritarios de ambos sistemas. El kratós (autoridad) es claramente predominante en relación al demos (representatividad popular) en ambos países.

Por otro lado, Portugal y España son prácticamente los únicos países europeos sin formaciones populistas xenófobas ni eurófobas de extrema derecha. El recuerdo y la estigmatización de sus regímenes autocráticos explica en parte este rasgo, que se completa por la existencia de partidos anti-régimen a la izquierda que absorben la insatisfacción social. En Portugal, el comunismo (PCP, que desde 1987 se presenta a elecciones en coalición con los “Verdes” como Coalición Democrática Unitaria-CDU) ha sido relativamente fuerte, situándose entre la tercera y la cuarta fuerza política con una posición cercana al 7%-9% del electorado. En la década de los 90 surge el Bloco de Esquerda, cercano al actual Podemos español, que en su conjunto absorben esa misma contestación. En España el comunismo y sus posteriores derivadas han sido algo más débiles hasta 2014, pero también relevante si al PCE (desde 1986, IU) se suman las fuerzas nacionalistas de izquierda.

Para completar este panorama de las semejanzas entre los dos sistemas políticos es también importante señalar que existen muy parecidas tradiciones administrativas, culturas legales y de funcionamiento de la justicia, cuya inspiración continental francesa de burocracia centralizada y proteccionista conlleva un considerable peso del Estado en la sociedad. Ambas administraciones aumentaron significativamente su tamaño e influencia con la implementación reciente de los Estados de bienestar. El gasto público directo del Estado se ha duplicado en los dos países desde la democratización y ha pasado del entorno del 20% del PIB al 42,7% en España y al 45,8% en Portugal (datos de 2016), algo por debajo de la media europea del 47,3%.6 En gran parte este aumento se explica por el crecimiento del papel de Estado como suministrador de servicios sociales, incluyendo educación, salud y seguridad social. En general, la eficiencia ha mejorado en los últimos 30 años a raíz de reformas administrativas y legislativas ampliamente influenciadas por el cumplimiento de las obligaciones con la pertenencia a la UE.

Asimismo, ambos países tienen tribunales constitucionales poderosos que juegan un importante papel en el arreglo de las controversias institucionales de las respectivas arquitecturas constitucionales. En Portugal, el llamado pedido de apreciación constitucional previa por parte del presidente funciona, a veces, como estrategia de influir en la línea de actuación del Gobierno. En España, el Tribunal es llamado a dirimir las contiendas entre el Gobierno y las Comunidades Autónomas, pero también se ha usado por la oposición para contrapesar las decisiones mayoritarias del ejecutivo. El diseño institucional de ambos tribunales (composición y nombramiento) ha estado siempre en el debate público y vuelve con relativa fuerza a la agenda en momentos de crisis políticas en los dos países.

El panorama anteriormente expuesto, de similitudes y convergencia entre ambos sistemas políticos, debe completarse teniendo en cuenta dos importantes rasgos del diseño institucional en el que los dos países se separan: la jefatura del Estado y el modelo territorial.

Ya se ha mencionado antes la naturaleza semipresidencial del sistema portugués y el papel cambiante, y más o menos activista, del presidente de la República. Al comparar con el modelo monárquico español son obvias las importantes diferencias entre un Rey constitucional y una jefatura del Estado directamente elegida, que además dispone de amplios poderes formales e informales (veto político, recurrir la constitucionalidad de actos legislativos, nombrar y destituir el Gobierno o disolver el Parlamento) que le dan las llaves de la estabilidad del sistema político.

(1.2) La organización del territorio como rasgo diferencial

En todo caso, es en la organización del territorio donde Portugal y España expresan mayor alejamiento. En España la organización territorial fue pensada como una solución a medio camino entre la federalización y vías más profundas de integración. Una fórmula altamente descentralizada demostró su validez en la consolidación de la democracia. La descentralización del gasto público español es equiparable al de otros sistemas federales europeos, pasando del casi un 90% de gasto central a principio de los 80 a menos del 50% en 2007. El Estado autonómico, sin embargo, carece de un marco institucional claro de relación entre el Gobierno central y las Comunidades Autónomas. Ese papel no lo juega el Senado y, pese a la existencia de conferencias intergubernamentales para el tratamiento de políticas sectoriales, esa función ha tendido a ser sustituida por dos vías muy imperfectas: en el lado jurisdiccional por el Tribunal Constitucional y en el político, directamente por los partidos. Una relación dificultada por las muy distintas visiones de las fuerzas políticas con respecto al grado ideal de autogobierno o la forma de abordar el encaje del nacionalismo vasco y, sobre todo, catalán.

Pese a esto, es obligado referir el papel estabilizador de gobernabilidad por parte de los partidos moderados de corte nacionalista (sobre todo CIU hasta 2012, y aún todavía PNV) que además conformaron casi el único elemento pluralista de un sistema fuertemente bipolarizado hasta hace muy poco. Es evidente que la crisis constitucional desencadenada en Cataluña en los últimos años ha impactado sobre el modelo territorial, con consecuencias aún desconocidas. Lo que sí está ya claro es que se ha confirmado la importancia de esta dimensión clave del régimen político español que va más allá del debate sobre la descentralización pues afecta al sistema de partidos y al modelo democrático en su conjunto.

En sus antípodas, Portugal es el paradigma del Estado-nación con una población homogénea y el mismo territorio desde mitad del siglo XIII y definitivamente desde la mitad del XVII, lo que le coloca a la cabeza de la invariabilidad de las fronteras en Europa. No hay conflictividad sobre la identidad nacional e incluso como rescoldo del proceso de transición se mantiene la prohibición constitucional de formación de partidos políticos regionales. Sin embargo, hay cierto reparto geográfico entre los partidos parlamentarios. En los extremos del espectro político el derechista CDS-PP y la CDU funcionan respectivamente como partidos del centro-norte y meridional con el apoyo de los dos grandes, PS y PSD, que están geográficamente repartidos. El Bloco de Esquerda, por su parte, es un fenómeno más urbano.

Al contrario de la descentralización española, salvo por lo que se refiere a las islas autónomas de Azores y Madeira, el Estado portugués no ha alterado significativamente su organización territorial del poder con la democracia. La descentralización y el combate a la desertificación del interior del país están en el debate político y en los sucesivos programas de gobierno, sin éxitos profundos. La centralización portuguesa contribuye, en parte, a mantener la preponderancia del Estado en muchos aspectos de la sociedad y la economía, lo que resulta particularmente visible en las políticas de infraestructuras y movilidad territorial. El consenso político y social nacional en torno a la necesidad de más descentralización administrativa tiene el talón de Aquiles en su financiación.

Curiosamente, y pese a esas grandes diferencias, los modelos territoriales de los dos países han contribuido a consolidar los sesgos mayoritarios de sus sistemas políticos en el período 1985-2015. Por otra parte, su persistencia en las respectivas agendas de reforma institucional en momentos electorales o de crisis políticas (junto con la reforma de las leyes electorales, la financiación de los partidos), pueden ser indicadores de la adecuación, eficacia, y, quizá, el apoyo del que gozan los sistemas políticos en los dos países.

(2) Los impactos políticos de la crisis: nuevos ciclos y nuevas similitudes en los dos sistemas políticos

La profunda crisis económica que golpeó a los dos países a partir de 2008 tuvo que ser gestionada por sendos Gobiernos socialistas, que carecían de mayoría absoluta y afrontaban sus segundas legislaturas. En 2011, en Portugal se produce un rescate financiero exterior completo con la consiguiente implementación del programa de medidas de control impuestas por la Troika (Banco Central Europeo, FMI y Comisión Europea), lo que llevó a una dolorosa pérdida de soberanía, la dimisión del primer ministro Sócrates y castigos electorales al partido en el gobierno. En España, la condicionalidad europea fue parcial, limitada a la banca en 2012, pero los efectos económicos y sociales de la crisis fueron similares e incluso muy superiores por lo que respecta al ámbito político y la erosión de los dos grandes partidos.

En ambos países, la alternancia funcionó en las elecciones de 2011 con la formación de gobiernos de centro derecha (PP en España y la coalición del PSD con CDS-PP en Portugal) destinados a implementar medidas impopulares de contención del gasto público y otras duras reformas de ajuste. Las dos legislaturas que arrancan entonces van a marcar un auténtico test de estrés a los sesgos mayoritarios y bipartidistas de los dos sistemas políticos que se van a revelar en las siguientes elecciones del 2015 (4 de octubre en Portugal y 20 de diciembre en España). La división y el aumento de la insatisfacción social trajeron parlamentos fragmentados en los que hubo significativa disminución de la concentración del voto en los partidos del denominado “arco de la gobernabilidad”7 con el aumento de polarización. El surgimiento y/o refuerzo de los partidos anti-austeridad y anti cartelización (surgimiento del Pessoas-Animais-Natureza –PAN– y refuerzo del Bloco en Portugal y Podemos o Ciudadanos en España) dificultaron la formación de coaliciones inmediatas o evidentes de gobierno, a la vez que los partidos socialistas tampoco lograron sus objetivos electorales de forma que se van a abrir crisis políticas en ambos países. Por primera vez desde la consolidación de los respectivos sistemas políticos, los partidos en los gobiernos, que acababan de ganar las elecciones, no lograron formar gobiernos.

En Portugal, el último trimestre de 2015 estuvo marcado por la crispación entre los partidos y, también por el controvertido papel que tenía que jugar el presidente de la República, dificultado por la doble limitación circunstancial y temporal de sus poderes constitucionales (no puede disolver el parlamento antes de seis meses de su constitución, ni convocar nuevas elecciones en los últimos seis meses de su mandato) que le impidieron solucionar la crisis con una repetición electoral. Pese a que el presidente Cavaco encargó inicialmente al líder de la coalición de centro-derecha que siguiese gobernando (encabezaba la fuerza más votada pero sin lograr mayoría absoluta) al final el PS logró formar gobierno, tras hacer caer al Gobierno a los 11 días de su investidura. Se van a producir entonces dos grandes novedades en el funcionamiento de la democracia portuguesa de los últimos treinta años: va a conseguir gobernar el segundo partido más votado y lo va a hacer con un sorprendente e inédito respaldo parlamentario de los partidos a su izquierda (Bloco y CDU), en especial por lo que se refiere a los comunistas que abandonan su tradicional rigidez. El gobierno débil de António Costa arrancó con acuerdos de mínimos, por separado, con sus socios en políticas que promueven la recuperación de los ingresos (tributarias, prestaciones sociales, seguridad social, sueldos mínimos, etc.) y excluyendo de los acuerdos los temas de mayor crispación vinculados a divergencias de fondo, muchos sobre temas de política internacional, como la pertenencia a la OTAN o la gobernanza del Euro. En contra de todas las expectativas, tales alianzas ya han conseguido sobrevivir a más de la mitad de la legislatura con buenas perspectivas de cumplirla y un balance importante de éxitos. Sin duda, contribuye a este resultado el ciclo de crecimiento económico derivado de una coyuntura exterior de recuperación, de un clima de pacificación social y de recuperación de la confianza nacional que una entente institucional virtuosa entre el Gobierno de izquierda y el nuevo presidente de la República, el conservador Marcelo Rebelo de Sousa, lograron imprimir. Este último logra cotas de popularidad y un activismo presidencial que vuelve a suscitar el viejo debate portugués sobre los límites de sus funciones frente a las del Parlamento en el sistema semipresidencial.

La crisis de gobernabilidad fue aún mayor en España pues, en vez de durar dos meses, casi se alargó un año (de diciembre de 2015 a noviembre de 2016) y el resultado final se ha demostrado más frágil e inestable. Algunos de los elementos fueron similares a los de Portugal: inédita incapacidad del partido ganador de alcanzar mayoría parlamentaria, protagonismo insólito de los partidos nuevos o pequeños, o dudas y limitaciones constitucionales (que en el caso español eran evidentes por tratarse de un Rey) acerca del papel a ejercer por el jefe del Estado. Al final, sin embargo, el segundo partido en votos (PSOE) no pudo desbancar al presidente del Gobierno Mariano Rajoy por la imposibilidad de conseguir el apoyo de las fuerzas a su izquierda. La nueva legislatura de Rajoy, que como en Portugal también descansa sobre un único partido con que necesita completar la mayoría con varios socios y que igualmente disfruta de la recuperación económica, no ha conseguido en cambio beneficiarse de una mejora del clima político –en gran parte como efecto de la crisis catalana–, ni de certidumbre presupuestaria ni, en fin, de buenos augurios en los sondeos, con Ciudadanos superando al PP. De hecho, ni siquiera está asegurado el término del mandato aunque, al margen de la coyuntura, un posible efecto impactante de la situación desde un enfoque comparativo es que España convergiese con Portugal en un sistema de partidos más similar y organizado en torno a una izquierda donde lidera la socialdemocracia pero en la que también influyen mucho las fuerzas radicales y un centro-derecha en el que la opción moderada supera a la más conservadora.

Como se ha visto, los desarrollos más recientes en los dos sistemas políticos peninsulares presentan, una vez más, similitudes. Primero, la fase de mayorías absolutas y primeros ministros fuertes de los 80 se puede invertir con la consolidación de escenarios parlamentarios fragmentados que modifican además la relación entre poderes legislativo y ejecutivo. Los parlamentos de los dos países pueden transitar desde instituciones dedicadas a la legitimación y la rendición de cuentas de los gobiernos a actores más activos en la conducción de las políticas públicas y la gobernabilidad. Tal cambio puede todavía matizarse por factores institucionales, de competición política o incluso de volatilidad electoral. En España, el proceso soberanista catalán, la lucha por la hegemonía de la izquierda y la derecha aún está por decidir. En Portugal, un presidente de la República fuerte, con buenos índices de popularidad, puede usar activamente sus amplios poderes (formales e informales) para condicionar la vida política del país. Y en ambos países la volatilidad, aunque de menor magnitud en Portugal, hace que no sea descartable del todo el retorno a escenarios de nuevas mayorías absolutas.

Segundo, los escenarios fragmentados, sin predominio de una de las fuerzas, disminuyen la importancia de las victorias electorales. El partido que logra formar gobierno no es necesariamente el que gana las elecciones, sino el que tiene capacidad de construir mayorías parlamentarias (Gobierno de Portugal a final de 2015 e intento de investidura fallida del candidato socialista español Pedro Sánchez en 2016). El pragmatismo puede marcar la búsqueda de alianzas, ampliando el espectro político más allá de la tradicional alternancia y polarización derecha e izquierda. Los partidos podrían pasar a definirse mucho más según los temas programáticos en los que logran hacer efectiva su agenda legislativa, sea por acuerdos puntuales con el Gobierno o incluso formando mayorías parlamentarias alternativas desde la oposición.

Tercero, la estabilidad política pasa a exigir nuevas dinámicas de coalición y/o concertación que obligan a negociaciones permanentes y desafiantes equilibrios institucionales que pueden también jugar a favor de una cierta centralidad transaccional. Sin embargo, la acentuada bipolarización y una posible deriva centrífuga pueden dificultar tales consensos. En Portugal, hubo cierto alejamiento entre PS y PSD, pese a que desde 2004 eran los partidos con más baja diferenciación programática del contexto europeo. En España, el paso del bipartidismo imperfecto a un panorama a cuatro no ha alterado aún las conductas confrontacionales y rígidas de los partidos políticos en sus respectivos ejes, por temor a perder sus espacios y capitales políticos, lo que se ha traducido en una sucesión de vetos cruzados y una acentuación, en vez de una moderación, de los rasgos ideológicos.

La cuarta similitud que se observa al comparar la evolución reciente de los dos países no se refiere tanto a las mencionadas transformaciones de la gobernanza nacional (la erosión de la otrora fuerte jerarquía del poder ejecutivo o el posible tránsito de un proceso político mayoritario a otro más flexible aunque también segmentado e inestable), sino que más bien remite a un fenómeno compartido con otras democracias occidentales: el aumento de la desconfianza hacia las instituciones y la política. La especificidad de España y Portugal en este tema es que la pérdida de legitimidad ha sido muy intensa, muy rápida y además parece vinculada a un malestar social que apenas se alivia con el crecimiento económico y la recuperación de empleos experimentados últimamente. Los sucesivos Eurobarómetros revelan que, de una situación de partida más bien optimista que duró hasta 2008, ambos países se han situado ampliamente por encima de la media europea en descontento. Pero la evidencia empírica también señala otra coincidencia en los dos países. Se trata de que el objeto de insatisfacción consiste sobre todo en los partidos, los gobiernos y los parlamentos nacionales pero no en la UE. Hacia Bruselas se siente tal vez decepción, pero no rechazo, tal y como demuestra el hecho ya comentado de ser prácticamente los dos únicos de los 28 en los que no existen fuerzas eurófobas relevantes.

Conclusiones

Lecciones y perspectivas futuras

Aunque es pronto para saber con certeza si la crisis ha constituido una coyuntura crítica que ha transformado algunos de los rasgos de las dos democracias ibéricas, parece obvio que las semejanzas políticas (y, por tanto, la coincidencia de los desafíos) seguirán siendo superiores a las diferencias. El gran reto interno compartido consiste en recuperar la confianza de la ciudadanía y recuperar la estabilidad política y social. El éxito va a depender del nervio deliberativo y de la capacidad de las instituciones para integrar visiones plurales y antagónicas sin que ello suponga ingobernabilidad. Las importantes lecciones de la crisis deben, por lo tanto, estar presentes a la hora de completar las reformas estructurales en las instituciones y en las políticas públicas de los dos países. Una línea evidente para avanzar apunta a una mayor implicación y rendición de cuentas parlamentarias conjugada con modelos territoriales y políticas económicas más sostenibles. La europeización creciente de estos ámbitos significa que es imposible alcanzar ningún objetivo sin colocar el factor supranacional en el centro de las dos estrategias-país.

La enorme relevancia que tiene la UE en los sistemas político español y portugués lleva a concluir que el segundo gran reto es exterior y que tiene todo el sentido estrechar la cooperación entre los dos países para reposicionarse y frenar la innegable pérdida de influencia europea e internacional de la última década. En el cuarto de siglo que fue de 1985 a 2010 unas relaciones bilaterales fructíferas ayudaron a ambos a perseguir con éxito objetivos comunes especialmente trascendentales (en particular, resultó crucial la colaboración desarrollada en los emblemáticos años de preparación y adhesión al proyecto europeo). En cambio, el difícil período comprendido entre 2011 y 2015 hizo disminuir la capacidad de influencia exterior de ambos países y debilitó el vínculo bilateral pues Madrid y Lisboa no optaron por una conducción cooperativa de las adversidades de la crisis. Es verdad que después de ese breve período excepcional, la persistencia de las semejanzas estructurales y la coincidencia en los objetivos dentro del marco europeo han permitido recuperar e incluso fortalecer el buen tono de la relación. No obstante, en el contexto actual de reflexión sobre el futuro de la UE, existe margen para que ambos países vayan mucho más allá en sus sinergias para proseguir en los objetivos e intereses comunes.

Patrícia Lisa
Investigadora del Real Instituto Elcano
 | @Llisa_Patricia

Ignacio Molina
Investigador principal del Real Instituto Elcano
 | @_ignaciomolina


1 De modo ilustrativo: (a) el ultimátum británico de 1890, que obligó a Portugal a retirarse del territorio comprendido entre Mozambique y Angola, antecede a la derrota española de 1898 frente a EEUU y la pérdida de Cuba y Filipinas; (b) el fin de la Monarquía portuguesa para dar paso a un régimen republicano inestable y poco duradero se produjo 20 años antes que la proclamación de la II República en España; (c) el golpe de Estado de Sidónio Pais en 1917 precede en muy poco tiempo al de Primo de Rivera; (d) la dictadura iniciada en 1926 y la posterior llegada al poder de Salazar se adelanta sólo unos años al franquismo; (e) la revolución militar de abril de 1974 que da origen a la democracia portuguesa antecede la transición española desencadenada con la muerte de Francisco Franco en 1975; y (f) la Constitución portuguesa se aprueba el 2 de abril de 1976 mientras que la española es ratificada en referéndum el 6 de diciembre de 1978.

2 En los últimos 35 años ha habido 18 años de gobiernos socialistas en Portugal por 21 en España y 17 años con gobiernos de centro derecha en Portugal por 14 en España.

3 Incluso si consideramos el período de relativa estabilidad tras la formación de las primeras mayorías unipartidistas a partir de 1987, se han formado 11 gobiernos y cinco de ellos no cumplieron la legislatura (Guterres –segunda legislatura–, crisis política tras la salida de Durão Barroso, gobierno de Sócrates en la segunda legislatura y Passos Coelho en la segunda legislatura tras la crisis política de 2015).

4 Carlos Blanco de Morais (2016), “Semipresidencialismo de assembleia”Público, 13/I/2016.

5 Se usa la categorización de George Tsebelis para medir la diseminación del poder en las democracias. Véase George Tsebelis (2007), Jugadores con veto: cómo funcionan las instituciones políticas, Fondo de Cultura Económica de España.

6 Pese a la disminución generalizada del gasto público en los años de la crisis (2007-2010), de acuerdo con un estudio de la Comisión de 2012: “The quality of public expenditures in the EU”.

7 En España, la suma del voto a los dos principales partidos pasó del entorno del 80% previo a la crisis hasta el 51% en 2015. En Portugal, los dos principales partidos registraron una disminución sustancial de votos a partir de las elecciones de 2009, recibiendo por primera vez desde la consolidación del sistema en 1987, menos de dos tercios del total. Esta tendencia se mantuvo en las elecciones de 2011 y 2015.