La Comunidad Internacional y Darfur

La Comunidad Internacional y Darfur

Tema: En Darfur, región musulmana en el oeste de Sudán, se vive desde febrero de 2003 una gravísima situación humanitaria causada por la violencia sistemática contra civiles por parte de las fuerzas gubernamentales sudanesas apoyadas por las milicias progubernamentales yanyawid. Algunos han descrito incluso la situación como genocidio, pero la comunidad internacional continúa sin responder ante las escalofriantes cifras de víctimas y desplazados.

Resumen: Ante la mayor crisis humanitaria, como ha sido definida por Naciones Unidas, la respuesta internacional ha sido poco más que condenar la situación y no se ha ejercido suficiente presión sobre Jartum para que cese su campaña criminal. Sin embargo, ha preferido llevar a buen término el proceso de paz que pone fin a una larga guerra civil que dura más de 20 años y que enfrenta al gobierno sudanés, apoyado por las elites del norte y del centro del país, y los rebeldes del sur, cristiano y animista.

Análisis: En el plazo de una semana, entre el 24 y el 31 de marzo, el Consejo de Seguridad (CS) de Naciones Unidas aprobó tres resoluciones sobre varios aspectos de la situación en Sudán. La primera, la resolución 1590 (24/III/2005), establece la creación de una misión de 10.000 efectivos militares en la región meridional del país para favorecer el cumplimiento del denominado Acuerdo Global de Paz, firmado el 9 de enero de 2005, y que pone fin a más de dos décadas de enfrentamiento entre el gobierno sudanés, apoyado por las elites árabes del norte y centro del país, y las fuerzas rebeldes del sur del país, cristianas y animistas.

Las otras dos resoluciones, la 1591 (29/III/2005) y la 1593 (31/III/2005), hacen referencia al otro frente que Jartum mantiene abierto en la región occidental de Darfur, toda ella de población musulmana, contra dos grupos rebeldes, el Ejército/Movimiento de Liberación de Sudán (SLM/A en sus siglas en inglés) y el Movimiento para la Justicia y la Igualdad (JEM en sus siglas en inglés). El levantamiento en febrero de 2003 de estos dos grupos, distinguidos como no árabes o africanos, contra el régimen de corriente fundamentalista islámica del presidente Omar al-Bashir por la marginalización de la región, dio inicio a una brutal represión del ejército del gobierno con el apoyo de las milicias árabes pro-gubernamentales denominadas Yanyawid (véase Informe – Darfur: estado de la cuestión, de diciembre de 2004).

La resolución 1591 (29/III/2005) extiende el embargo impuesto en junio de 2004 a las fuerzas no gubernamentales activas en Darfur al gobierno de Jartum y le exige poner fin de inmediato a los vuelos militares ofensivos en la región. El CS establece también la creación de un Comité para que vigile dicho embargo e imponga sanciones a todos aquellos que violen los derechos humanos y el alto el fuego.

La resolución 1593 (31/III/2005) establece remitir a los responsables de las atrocidades cometidas en Darfur al Tribunal Penal Internacional (TPI). La decisión del CS estuvo determinada por la recomendación hecha por el Comité Internacional de Investigación –creado en septiembre de 2004 por el CS– en su informe sobre la violación del derecho internacional humanitario en Darfur publicado el 1 de febrero de 2005.

Las tres resoluciones son fruto de la partición de una única proposición inicial que se fraccionó, a propuesta de EEUU, debido a las posiciones encontradas respecto al Tribunal Penal Internacional (TPI) y a la insistencia de la comunidad internacional en separar dos situaciones que coexisten en un mismo país.

Sin embargo, ambas pugnas tienen muchos elementos en común. En primer lugar, las dos forman parte de los muchos problemas que asolan a un país donde el reparto de los recursos naturales está exageradamente desequilibrado, y donde existen, desde su independencia en 1956, profundas diferencias sociales, confrontaciones religiosas y problemas interétnicos. Ambas son parte de una realidad mucho más compleja donde el gobierno, cuya zona de influencia geográfica se identifica con el norte y centro del país, se enfrenta a las regiones periféricas. El último gran levantamiento contra Jartum ha sido precisamente el de Darfur, aunque no ha sido el único en dicha región en los últimos 20 años, y llegan noticias de nuevas revueltas, por ahora de poca intensidad, contra el poder central con la consiguiente mano dura del gobierno. Una nueva entidad rebelde, bajo el nombre Eastern Front, está operando en las deprimidas zonas del este del país fruto de la unión de dos antiguos grupos: los denominados Beja Congress y Free Lions. La tensión se ha incrementado desde finales de marzo de 2005 tras una reunión entre el Eastern Front, que se entrena y tiene sus bases de operaciones en Eritrea, con los líderes del SLM/A y el JEM, los principales grupos insurgentes de Darfur.

En segundo lugar, varias fuentes aseguran que existen lazos entre el SLM/A y el Ejército/Movimiento Popular de Liberación de Sudán (SPLA en sus siglas en inglés), la principal fuerza rebelde de la región meridional del país con la que Jartum ha firmado el llamado Acuerdo Global de Paz. Los sureños han provisto de armas, entrenamiento y estrategia a los insurgentes de Darfur, además de ayudar en la elaboración de la declaración política del SLM/A del 13 de marzo de 2003. Ambos consideran que el gobierno ha perpetuado la hegemonía de la elite del norte y centro del país a costa de la marginalización de las regiones periféricas.

Tercero, porque el gobierno ha recurrido en ambas ocasiones a milicias progubernamentales para luchar contra los rebeldes en su nombre. El Gobierno reclutó milicias tribales nómadas en formaciones paramilitares denominadas localmente Murahilin, que fueron dotadas de prerrogativas ilimitadas para mantener la seguridad en la región sur y ayudar en los combates en las zonas de guerra del Sudán meridional. Los Yanyawid son los sucesores de las milicias árabes Murahilin, se enriquecen robando ganado y atacando a los denominados africanos, en el oeste de Sudán, en nombre del gobierno. Según la organización Human Rights Watch, han obtenido armamento, entrenamiento y equipamiento del gobierno sudanés para realizar una operación de “tierra quemada” en Darfur. Musa Hilal, considerado por muchos como el máximo dirigente de las milicias progubernamentales, afirmó en una entrevista en septiembre de 2004 que el gobierno ha respaldado y dirigido las actividades de los denominados Yanyawid. Jartum sigue negando cualquier conexión con ellos.

La actual crisis de Darfur estalló en febrero de 2003 coincidiendo con una nueva ronda de negociaciones en Kenia entre el Gobierno y el grupo armado de la oposición del sur del país, y no por casualidad. Los rebeldes pretendían llamar la atención en el denominado proceso de paz de Naivasha para que sus demandas y la situación de la región de Darfur también se tuvieran en cuenta en las negociaciones (véase el Análisis del RIE Implicaciones Geopolíticas de Darfur, Carlos Ruiz Miguel, 20/IX/2004. La comunidad internacional tuvo entonces tres opciones: dar prioridad a la paz entre el norte y el sur; dar preferencia a Darfur, o acercar la resolución de ambos conflictos. Los países que desde hace años estaban involucrados en el proceso de paz de Naivasha –EEUU, el Reino Unido, y Noruega– eligieron llevar a buen puerto las negociaciones y dar prioridad a la firma del Acuerdo Global de Paz. Otros países como Francia, China y Rusia pensaron que sus intereses nacionales –el petróleo, posibles depósitos de uranio y la venta de armas– estarían mejor servidos dando preferencia a la firma del Acuerdo Global de Paz. Según Mukesh Kapila, el entonces coordinador de la ONU en Sudán, durante las visitas que realizó a las capitales de los Miembros Permanentes del CS entre finales de 2003 y principios de 2004 le aseveraron que simpatizaban con los problemas de Darfur pero que no era el momento para meterse en más problemas: primero había que llevar a buen fin el proceso de Naivasha.

Esta elección tuvo serias repercusiones. A principios de 2004 el gobierno de Sudán desencadenó una desproporcionada ofensiva en Darfur con la seguridad de que nadie intervendría para evitarlo. No fue hasta abril de 2004 cuando la comunidad internacional despertó ante las atrocidades que se estaban cometiendo, precisamente porque se cumplía del décimo aniversario del genocidio de Ruanda y se dio cuenta de que todo lo que iba a decir sobre “nunca más” estaba ocurriendo en Darfur. Durante los meses siguientes, algunos medios escritos, principalmente norteamericanos, situaron en primera plana la realidad de Darfur, creció la presión internacional contra el gobierno de Jartum y 15 meses después del inicio de la crisis el CS aprobó la primera resolución sobre el problema, impulsada fundamentalmente por EEUU. Su gobierno ya desempeñaba un papel clave en las negociaciones entre el régimen de Sudán y el Sudán meridional, ya que el conflicto levantó siempre mucha expectación entre sus poderosas iglesias cristianas y los grupos afroamericanos. Desde el inicio de la nueva crisis temió poner en peligro el proceso de paz en Sudán meridional,  pero la insistencia de estos dos grupos en que no se dejara en el olvido a Darfur obligó a la administración Bush a tomar partido en el conflicto.

La resolución 1556, de 30 julio de 2004, instaba a Jartum a facilitar el acceso de asistencia humanitaria, a establecer las condiciones necesarias de seguridad, a desarmar a las milicias Yanyawid y capturar a sus líderes en el plazo de un mes, condición que Jartum no cumplió. Tres meses después, el 18 de septiembre de 2004 el CS aprobó la resolución 1564, que consideraba la posibilidad de adoptar algún tipo de medidas en el caso de la no cooperación del gobierno sudanés y que incluso podrían afectar al sector petrolífero del país. Se estableció, además, la creación de una Comisión Internacional de Investigación para que determinara si se habían producido actos de genocidio. Esta última resolución pareció reflejar un pequeño avance en la voluntad de la comunidad internacional de frenar la grave situación, y parecía transmitir a Jartum la idea de que se llegaría a un Acuerdo Global de Paz sólo si se resolvía la crisis de Darfur. Sin embargo, todas las expectativas se tornaron en decepción en noviembre de 2004, con la aprobación de la resolución 1574, que devolvía todo el protagonismo al proceso de paz de Naivasha y dejaba en el olvido, de nuevo, a Darfur. A diferencia de las dos resoluciones anteriores, no se mencionaba la necesidad de establecer las precisas condiciones de seguridad, ni de que el gobierno sudanés cumpliera su compromiso de desarmar las milicias Yanyawid, ni de capturar y procesar a sus líderes, y por supuesto no contemplaba la aplicación de castigo alguno. Las sanciones que la ONU anunció en las dos resoluciones anteriores y que nunca se atrevió a poner en práctica, ni siquiera habían sido dignas de mención expresa en la 1574. Cualquier advertencia de la comunidad internacional a Jartum para que acabara con la situación en Darfur era contestada con una sutil amenaza de que podía peligrar el avanzado proceso de paz, y la Comunidad Internacional acabó jugando con las cartas que le ofrecía Jartum. Sólo tras la firma del Acuerdo Global de Paz el 9 de enero de 2005 el Consejo de Seguridad de Naciones volvió a ocuparse de la cuestión.

¿Genocidio?
El 31 de marzo de 2005 el CS aprobó la resolución 1593, por 11 votos a favor y las abstenciones de EEUU, China, Brasil y Argelia, que decide remitir la grave situación que se vive en la región sudanesa de Darfur al Tribunal Penal Internacional (TPI) y llevar a los responsables de los crímenes y atrocidades allí cometidos a la fiscalía del TPI, con sede en La Haya. Como era de esperar, el embajador de Sudán en Naciones Unidas, Elfaith Erwa, rechazó la resolución, alegando que su país no ha ratificado el Tratado de Roma, por el que se creó el TPI, y criticó al Consejo por violar la soberanía nacional y ejercer una cultura de superioridad al imponer que los juicios se lleven a cabo por ese tribunal.

El proyecto de esta última resolución fue presentado después de que la Comisión Internacional de Investigación, creada por el propio Consejo de Seguridad tras la aprobación de la resolución 1564 (18/IX/2004) para analizar la cuestión de Darfur, presentara un informe final donde recomendaba remitir el asunto al TPI. EEUU, firme opositor del Tribunal, decidió abstenerse y permitir que la resolución prosperara para acabar con el clima de impunidad en Darfur. Obtuvo, sin embargo, una serie de concesiones importantes que aseguran la exención de sus ciudadanos, tanto militares como civiles, de la jurisdicción del tribunal. Además, la embajadora adjunta de EEUU ante la ONU, Anne Patterson, ha indicado que pese a esta concesión, su país mantiene sus objeciones contra el TPI. Irónicamente, ha sido EEUU quien durante más de un año ha estado prácticamente sólo en su empeño por arrancar del Consejo de Seguridad una acción determinante en Darfur. Francia y China, con importantes intereses petrolíferos en Sudán, no estaban interesados. Tampoco Rusia, que no quería comprometer su comercio de armas. La propuesta inicial de EEUU de que se juzgara a los culpables en un tribunal ad hoc en Tanzania se encontró con un poco entusiasta interés en las capitales africanas, después de que París pusiera precio a la ayuda europea y a las relaciones comerciales. La resolución 1593 finalmente aprobada fue promovida por Francia y posteriormente patrocinada por el Reino Unido porque Francia no apoyaba que se eximiera a los estadounidenses de estar bajo la jurisdicción del TPI. Precisamente el gobierno francés ratificó, en febrero de 2002, la creación del TPI con una reserva muy especial: durante los primeros siete años sus ciudadanos no podrán ser juzgados por crímenes de guerra. Francia hace uso así del polémico artículo 124 de la carta de creación del TPI, aprobada en Roma en 1998, que ella misma propuso introducir.

La aparición en escena del TPI es la consecuencia del debate público sobre la denominación de la violencia en Darfur. Varias organizaciones humanitarias y medios de comunicación han etiquetado la situación de genocidio, según establece la Convención sobre Prevención y Castigo del Delito de Genocidio de 1948 adoptada por la Asamblea General de Naciones Unidas. Pero fue el Congreso norteamericano el primero en declarar oficialmente, en julio de 2004, que tales crímenes se estaban cometiendo en Darfur, afirmación que reiteró Colin Powell el 9 de septiembre, tras lo cual el CS decidió establecer la Comisión para investigar la naturaleza de los crímenes. Según su informe final el gobierno de Sudán ha sido hallado culpable de cometer graves crímenes de guerra y contra la humanidad pero, sin embargo, no es culpable de llevar a cabo una política deliberada de genocidio.

Jartum recibió con irritación y arrogancia el documento y tras su publicación varios funcionarios gubernamentales advirtieron, en febrero de 2005, que de ser aprobado los juicios en el TPI habría una explosión de violencia contra el personal humanitario y cualquier presencia extranjera en el país.

El Comité ha tratado el término genocidio con excesiva prudencia. Para que un acto criminal sea tachado como tal debe cumplir tres condiciones. La primera es que los actos de genocidio se cometan solamente contra grupos que puedan identificarse, sean nacionales, étnicos, raciales o religiosos. El segundo elemento es establecer el requisito del estado mental del acusado (mens rea), es decir, la intención delictiva específica de destruir a uno de los grupos mencionados. El tercero requiere que el crimen figure en la lista de actos prohibidos. Según las conclusiones del informe, la política de atacar y arrasar aldeas, de dar muerte u obligar a desplazarse de sus hogares a los miembros de varias comunidades no evidencia un intento específico de aniquilar total o parcialmente un grupo y por lo tanto no se cumple el segundo elemento del genocidio (mens rea).

El hecho de que el principal debate internacional sobre Darfur haya girado alrededor de la indeterminación de este término sólo ha logrado desviar aún más la atención sobre las cuestiones verdaderamente importantes, como paliar la grave crisis humanitaria. Un debate muy poco productivo porque la acusación de genocidio tiene exclusivamente un impacto moral y no es una palabra mágica a pesar de que sugiere la idea de que obliga a las partes a actuar para prevenir y castigar los actos, según establece la Convención sobre el Genocidio en su artículo VIII. De ser calificado como tal, el asunto caería de nuevo sobre la mesa del CS, que debería iniciar nuevas discusiones para acordar qué sanciones y qué planes de acción llevar a cabo. Pero las diferencias entre sus miembros dan poca credibilidad sobre la posibilidad de que llegaran a adoptar medidas concretas.

Aunque la conclusión final del Informe no haya sido la esperada por algunos, sin duda constituye un importantísimo documento que acopia innumerables datos y describe con lujo de detalle las brutales acciones cometidas principalmente por el gobierno de Sudán y los Yanyawid, y en menor grado las llevadas a cabo por las dos facciones rebeldes del oeste del país. Además, el Comité ha elaborado una lista de alrededor de 50 culpables de tales delitos entre los que se encuentran varios funcionarios del gobierno, lista que ha sido remitida a la TPI tras la aprobación de la Resolución 1593. Sin embargo, en el informe de la Comisión se menciona muy fugazmente a la Unión Africana (UA), único organismo oficial implicado sobre el terreno, que desde julio de 2004 vigila el cese de hostilidades, pero para el cual no determina ningún papel que pueda desempeñar en el castigo de los culpables y de los violadores de los derechos humanos. Cuando Colin Powell tachó de genocidio lo que ahí está ocurriendo, la UA se apresuró en afirmar que tales declaraciones eran un grave error. Si aceptamos las conclusiones del informe de que se han cometido crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad, aunque no se ha llevado a cabo una política de genocidio por parte de las autoridades de Jartum, la UA debería invocar el artículo 4 del acto constitutivo de la organización –según el cual la UA tiene el derecho de intervenir en un país miembro respecto a graves circunstancias, como crímenes de guerra, genocidio y crímenes contra la humanidad– para intervenir en Darfur y proteger a la población civil. Pero, a pesar de una alentadora respuesta inicial, los líderes africanos no tienen la voluntad política, por ahora, de autorizar a la organización para intervenir en uno de sus miembros más importantes, pues podría sentar un precedente. De hecho, insisten reiteradamente en que se trata de un asunto africano, como así ocurrió en una mini cumbre africana, celebrada el 17 de octubre de 2004, impulsada por el presidente nigeriano, actual jefe de la UA, y a la que acudieron los representantes de Libia, Chad, Egipto y el propio Sudán.

El gobierno de Jartum se ha dado cuenta desde el principio de que el coste de no actuar, de no cumplir con las promesas, es mínimo. Al Bashir ha demostrado ser más resistente de lo que nadie imaginaba. Apoyó durante los primeros años de su mandato, alcanzado tras un golpe de Estados en 1989, a las fuerzas islámicas en Egipto, Argelia, Etiopía, Yibuti, Somalia, Kenia, Uganda, Gambia, Nigeria y Senegal. También apoyó, paradójicamente, a los fundamentalistas cristianos en el norte de Uganda en represalia por el apoyo del país a la oposición del sur de Sudán, y a las milicias Hutu con base en el oeste de Zaire por razones similares. El 11-S complicó la situación del país. Se convirtió en un punto de interés por su afinidad con los grupos extremistas islámicos y por haber acogido a Osama bin Laden. Decidió incorporar ligeros cambios en su política terrorista para evitar condenas más severas y abrirse al exterior ante las pocas alternativas que le quedaban. Incrementó su cooperación en la lucha contra el terrorismo con EEUU y se convirtió en un insólito aliado suyo. Mientras sigue figurando en la lista negra de Estados sospechosos de apadrinar el terrorismo internacional, continúa facilitando y compartiendo información sobre terrorismo con la CIA, para la que se ha convertido en una pieza importante. Sin duda, este factor ha impedido que EEUU actúe con mayor contundencia en Darfur, incluso más que el miedo inicial a que se paralizara el proceso de paz de Naivasha. La CIA intenta reiteradamente suavizar las relaciones entre las dos administraciones con respecto a la violación de los derechos humanos en Darfur, porque no quiere perder a este importante aliado. La colaboración y las reuniones secretas entre los servicios de inteligencia de ambos países continúan, aunque Al Bashir niega ante su partido, donde existe una fuerte oposición interna, colaborar en asuntos contraterroristas con EEUU.

Conclusión: Darfur ha desencadenado algunos forcejeos y denuncias internacionales, pero pocas acciones efectivas. La violencia sistemática contra civiles por parte de las fuerzas gubernamentales sudanesas y los Yanyawid constituye un crimen contra la humanidad y algunos la han descrito incluso como genocidio; sin embargo, la respuesta internacional ha sido poco más que condenar las atrocidades y enviar un puñado de fuerzas africanas mal equipadas con algo de ayuda. No se ha ejercido suficiente ni seria presión sobre Jartum para que cese su campaña criminal y no se ha movilizado ninguna fuerza de protección significativa.

El otro frente que Jartum ha mantenido durante décadas en el sur del país ha servido como coartada moral para ignorar la situación en el oeste del país. En el Acuerdo Global de Paz falta Darfur y también representantes del este del país, donde crece la tensión. A pesar de los deseos de los sudaneses de acabar con dos décadas de guerra, la paz está cimentada en enrevesados protocolos de difícil aplicación. Hay muy pocas posibilidades de que dicho proceso de paz tenga un efecto positivo en la resolución del conflicto de Darfur, como vaticinaban aquellos que apostaron por concluir el Acuerdo y relegar la crisis en el oeste de Sudán.

Ante las primeras advertencias de lo estaba ocurriendo, también los medios de comunicación prestaron una muy deficiente atención. Incluso la cifra de 70.000 víctimas que los medios han utilizado durante la crisis como estimación global de mortalidad era errónea. Esos datos no incluyen los primeros 14 meses del conflicto, ni las muertes en las zonas rurales más inaccesibles de la región, ni las de los campos de refugiados en Chad ni, por supuesto, las muertes violentas. Contar las víctimas también las valora. Además, permite estimar correctamente el coste en vidas que la guerra se puede cobrar en los próximos meses, muertes que en cualquier caso son evitables. Las últimas estimaciones de la ONU de marzo de 2005 se elevan a 180.000, una media de 10.000 personas al mes. Otras evaluaciones elevan las cifras a más de 350.000.

Siguen llegando informaciones de matanzas, bombardeos, violaciones masivas y organizadas de mujeres y niñas, toma de niños como rehenes, saqueos y destrucción de propiedades y ganados, y quema de cosechas. La única diferencia con los meses anteriores es que se han incrementado los ataques e intimidaciones de Jartum y los Yanyawid contra las organizaciones de ayuda humanitaria y la Unión Africana. Se obstruye, además, el acceso a determinadas áreas para investigar muertes y daños causados por bombardeos aéreos. Según varias fuentes, el gobierno sudanés se dio prisa en destruir las evidencias de las masacres que él mismo autorizó cuando conoció la decisión de la ONU de crear un comité para investigar los actos de genocidio. La situación está empeorando aún más a medida que avanza la estación lluviosa. El acceso a algunos campos quedará bloqueado y aumentará la posibilidad de que se produzcan brotes de paludismo y cólera. Se estima que más de un millón de personas van a morir de aquí a final de año.

Naciones Unidas sigue sin actuar con contundencia y la Unión Europea y la Liga Árabe se mantienen expectantes ante la crisis, emitiendo comunicados lamentándose por la grave situación humanitaria y de seguridad que se vive. La implicación de estos dos últimos actores en la crisis podría jugar un papel muy relevante, pero la Liga Árabe seguirá defendiendo los intereses de los gobiernos árabes pero no los de la población, mientras que a la UE le cuesta aceptar, hoy por hoy, la legitimidad del uso de la fuerza incluso cuando los derechos humanos están en peligro. Ni siquiera se reciben los millones que se estiman necesarios para aliviar la crisis humanitaria. De los más de 690 millones de dólares solicitados por la Oficina de Coordinación de Asuntos Humanitarios de la ONU para Darfur, sólo se han recibido 270 millones. Ni siquiera en este campo la respuesta internacional ha estado a la altura de las circunstancias.

La actitud de la comunidad internacional ante las tragedias en África es pasiva, sencillamente porque no se juega nada. Nadie ha estado ni está dispuesto a movilizarse ni a intervenir en el Congo, en Somalia, en Uganda ni, por supuesto, en Darfur, que tampoco se erige como la peor situación de todas ellas. No existe hoy por hoy una manera de responder sistemática y estructurada a este tipo de situaciones y lamentablemente seguiremos diciendo “nunca más” durante muchos años.

Carlota García Encina
Ayudante de Investigación, Real Instituto Elcano