Europa y Rusia ante la crisis ucraniana

Europa y Rusia ante la crisis ucraniana

Tema: Las recientes elecciones en Ucrania han puesto de relieve la fragmentación del país y suscitan a la vez el debate sobre su futuro entre Europa y Rusia. En contraste con la habitual tibieza de la UE en este asunto, en la que la excepción son los nuevos miembros centroeuropeos, Rusia presenta una clara opción de mantener a toda costa a Ucrania en su área de influencia.

Resumen: Uno de los principales debates estratégicos, tras la desaparición de la URSS, gira en torno al destino de Ucrania. Rusia mantiene sus aspiraciones de influencia sobre este país. Factores de índole económica y política, combinados con fuertes vínculos históricos y culturales, han empujado a Moscú a buscar una relación privilegiada con Kiev, en la apuesta de más envergadura para fortalecer la CEI, una organización de estructuras muy laxas desde sus orígenes, y crear así un espacio económico común que abarcaría otras ex repúblicas soviéticas como Bielorrusia y Kazajistán. Pero por otra parte la existencia de Ucrania como Estado, desde 1991, implica necesariamente que Kiev tenga que fortalecer su identidad nacional y eso sólo puede hacerlo abriéndose hacia Occidente, hacia Estados Unidos y la UE, pese a las críticas que ha recibido de éstos por su situación política interna, ligada a los lentos avances tanto en la democratización como en las reformas económicas y, por lo demás, salpicada de acusaciones de corrupción hacia los gobernantes de la era postsoviética. Europa, sin embargo, ha tenido una actitud más bien tibia hacia las aspiraciones ucranianas hacia la Unión, al descartar la posibilidad de que sea un país asociado y quedar reducido al estatus genérico de “vecino”. En cualquier caso, Ucrania está obligada a consolidar un cierto equilibrio entre Rusia y Europa, que combine a la vez sus condicionamientos geopolíticos con su viabilidad como Estado independiente.

Análisis: Si repasamos las conclusiones de los Consejos Europeos o las declaraciones conjuntas al término de las reuniones UE-Ucrania, sin olvidar la estrategia sobre Ucrania (1999), encontraremos frecuentes referencias a la significación geoestratégica de este país y a su importancia para la seguridad en Europa. Mas otra cosa es el terreno de los hechos: se diría que la cuestión ucraniana no parecía revestir demasiado interés para el futuro de Europa. Es significativo que el presidente Kuchma visitara diversos países europeos, entre ellos España, durante su primer mandato y, sin embargo, las visitas a Kiev durante los últimos años apenas sobrepasaron el nivel de ministros de Exteriores. El contraste con los viajes oficiales de los mandatarios europeos a Rusia, e incluso a Kazajistán, resulta evidente.

Ucrania es un país europeo, situado en gran parte en Europa Central, con más de 47 millones de habitantes y una superficie algo mayor que la de Francia (603.000 km2). Es un territorio marcado por la oposición entre una Ucrania “prooccidental”, la situada entre la frontera polaca y Kiev, y una Ucrania “oriental” o rusófila, la de regiones minero-industriales como Donetsk o la de las orillas del mar Negro. Sin embargo, a excepción de Polonia y otros vecinos, son escasos los miembros de la UE que se interesen por Ucrania, de tal modo que se puede tener la sensación –percibida también por bastantes ucranianos– de que el país podría estar condenado a seguir el destino de la Bielorrusia de Lukaschenko, a la que los medios califican de “última dictadura de Europa”. Calificaciones aparte, no se ejerce sobre ella una presión similar a la empleada contra la Serbia de Milosevic. Por tanto, el vacío que deja Europa en esa zona lo llenan los Estados Unidos: son ellos los que han dado un mayor apoyo a la oposición a Lukaschenko. ¿Nos extrañaremos luego del sentimiento pro-americano en los países de Europa Central y Oriental, sean éstos o no miembros de la UE? Lo cierto es que una organización “low profile”, como es la OSCE, parece hacer más por la democracia en Bielorrusia, con la apertura de una oficina en Minsk desde comienzos de 2003, que la propia UE, que dispone de más recursos y supuestamente de mayores posibilidades. Esto también puede aplicarse al caso de Ucrania o al de Moldavia.

La UE ha carecido de una estrategia consistente hacia los países de la llamada “Europa Oriental”. Geográficamente nadie niega la condición de europeos a Bielorrusia, Ucrania y Moldavia, pero la realidad es que, a los ojos de Bruselas, tiene más futuro Turquía –con solo un 5% de territorio europeo– que cualquiera de los países citados. Esta situación obedece, sin duda, a una paradoja que resulta incómodo mencionar y que expresa un doble rasero a la hora de enfocar las relaciones internacionales. Nos hemos cansado de leer en documentos de las organizaciones europeas, tras la guerra fría, el rechazo explícito del concepto de “esferas de influencia”, lo que encaja en esa visión kantiana y posmoderna de las relaciones internacionales a la que se refiere Robert Cooper en The Breaking of Nations. Sin embargo, los hechos –y las omisiones– nos demuestran que la UE ha estado practicando una defensa del más rancio statu quo. Dicho de otro modo, se ha buscado no incomodar a Rusia, bien sea la de Yeltsin o la de Putin. Es un ejemplo de corrección política, que también se manifiesta, por supuesto, en relación con el conflicto del Cáucaso.

Respecto a la OTAN, la situación no es mucho mejor desde la firma de la Carta de asociación con Ucrania (1997). Las expectativas de una mejora cualitativa en el diálogo entre la Alianza y Ucrania no se vieron confirmadas por la Cumbre de Praga (2002). Se podrá achacar a la desconfianza de Washington hacia el presidente Kuchma por la supuesta venta de armamento a Irak, pero esta explicación no resulta suficiente. ¿Por qué la relación con Ucrania no ha alcanzado niveles hasta cierto punto similares a la establecida con Rusia? Además, Kiev ha enviado tropas para colaborar con Washington en la posguerra iraquí. No nos vale la excusa de pocos avances en el proceso de reformas para justificar una relación con la Alianza que no presenta demasiados progresos. Hay todo un contraste con el Diálogo Mediterráneo de la OTAN, que está llamado a dar un salto de calidad gracias a la Iniciativa de Estambul (2004), un intento de emular los éxitos del Partnership for Peace. ¿A quién no se quiere incomodar con esta actitud?

Una actitud de tibieza hacia Ucrania sólo puede dañar a la larga el discurso europeísta del que hacen gala algunos miembros originarios de la UE. Ese discurso no resulta tan creíble en los países de la “nueva Europa”. Ellos se dan cuenta de que el simple statu quo les condena, sin que nadie les haya consultado, a ser en su parte este una frontera entre dos mundos, distantes en lo político, social y económico, pese a todas las retóricas enfatizadoras sobre la democratización y la economía de mercado. Cuando la distancia entre los mundos se transforma en abismo, aumentan las amenazas a la seguridad de la Unión. Es otro ejemplo más de que en el mundo de hoy los riesgos no provienen sólo de países con un potencial militar amenazador sino también de los failed states que no están únicamente en latitudes africanas. La seguridad en el espacio euroasiático pasa de forma primordial por el mantenimiento de la soberanía y la integridad territorial de todos aquellos Estados nacidos tras la caída del comunismo, lo mismo se trate de Georgia que de los países bálticos, y por supuesto, de Ucrania. La UE debería recordar una vez más que toda entidad política –y por supuesto, todo espacio económico– necesita de unas fronteras seguras. Además, la frontera con Ucrania se incrementará notablemente con el previsible ingreso de Rumania en la Unión en enero de 2007.

Tras la ampliación de mayo de 2004, la UE no podrá permitirse el lujo de seguir mirando para otro lado. Se lo van a recordar –ya lo están haciendo– países miembros como Polonia y los países bálticos, que tienen tras de sí la experiencia de la historia y una mayor visión geoestratégica. Tampoco puede ser de otra manera, sobre todo en el ámbito de la seguridad, dado el progresivo proceso de “orientalización” de la OTAN: diez países de Europa Central y Oriental han ingresado en la Alianza desde 1999; y éste es un capítulo no cerrado teniendo en cuenta las incorporaciones de otros países balcánicos antes de que finalice la presente década. Si casi la mitad de los países de la OTAN en 2010 son antiguos países comunistas, y además gran parte de ellos son también miembros de la UE, las cuestiones de seguridad relacionadas con Ucrania y Rusia no podrán obviarse ni reducirse a la lógica del statu quo. Menos todavía, cuando estos mismos países tienen que jugar su correspondiente papel en la configuración de la política europea de seguridad y defensa. Sin embargo, la “nueva Europa” no ha tenido la percepción de que Bruselas u otras capitales de los Estados miembros hayan estado a la altura de los retos futuros.

Puestos a ver el presente con remembranzas del pasado, algunos de los recién llegados podrían acordarse de enfoques estratégicos de hace más de un siglo como la entente franco-rusa, aunque mas recientemente los nuevos miembros de la Unión habrán tenido ocasión de fruncir el ceño ante las reuniones del llamado “trío de la paz” (Chirac-Schröder-Putin), que habrán recordado, sobre todo al presidente ruso, escenas de la Europa del siglo XIX, con sus directorios o conciertos. Esa diplomacia a lo Metternich, muy propia de la “vieja Europa”, ha tenido que sentirse sacudida por los acontecimientos de Ucrania, pues se ve obligada a hacer una elección que le resulta incómoda: entre la democracia, que siempre dice apoyar, y el statu quo. Gazeta Wyborcza, uno de los medios más influyentes de la “nueva Europa”, ha hecho un llamamiento a no hacer dejación de responsabilidades ante la crisis ucraniana Es un mensaje dirigido a Bruselas, pero sin duda también a París. ¿No hablaba el propio De Gaulle, allá por la década de 1960, de una Europa desde el Atlántico a los Urales? Los sucesos de Ucrania deberían ser un alegato contra las fronteras artificiales, contra las “zonas grises” en territorio europeo. Resulta incongruente su existencia cuando se predica al mismo tiempo una Europa sin fronteras. Es también incongruente de cara al fenómeno imparable de la globalización, que supone además la crisis de la vieja geopolítica, tan cultivada en el antiguo espacio soviético.

La UE tendrá que comprender –y a esto le ayudarán sus nuevos miembros– que no se puede meter en el mismo saco a Ucrania que a Túnez, con el argumento de que todos ellos son vecinos y que todos podrían tener acceso a su espacio económico aunque no a sus instituciones, tal y como señalara el documento de la Comisión sobre los países vecinos de la UE (junio de 2003), acaso un intento más de poner puertas no sólo a las fronteras de la Unión sino también a las de Europa. No se trata de ofrecer una adhesión a la UE, y menos en época de querellas presupuestarias y crisis económicas internas, a países que están todavía lejos de cumplir los criterios políticos y económicos establecidos en Copenhague. Sí se trata, en cambio, de implicarse más en la reconstrucción política y económica de estos países, y particularmente de Ucrania. Los procesos de nation-building no son únicamente para países devastados por una guerra. Es en interés de la seguridad europea que Ucrania se consolide como Estado independiente. No sólo es cuestión de estructuras político-administrativas. Antes bien, estamos ante un caso similar al expresado por Manzoni en la Italia del Risorgimento: hecha Ucrania, ahora hay que hacer los ucranianos. Esto implica que UE abandone su actitud de wait and see: tiene que asumir una actitud de mayor pragmatismo y nunca dar por sentado que ésa es una “esfera de influencia” rusa. En estos tiempos de debate sobre Constitución y raíces europeas, bien está recordar a un ilustrado, francés por más señas, como era Voltaire, quien afirmaba que Ucrania siempre ha querido ser libre, pero las ambiciones de Moscovia se lo han impedido. Esa libertad se favorece hoy ayudando a la consolidación de un nacionalismo cívico. Esto también supone no admitir, ni siquiera implícitamente, cualquier división de Ucrania. No es esto lo que Europa ha defendido para los Balcanes, pese a las acometidas del nacionalismo étnico, sobre todo en Bosnia Herzegovina.

Nadie niega las diferencias políticas, económicas y culturales entre la Ucrania occidental y oriental, mas esto no conlleva que en esta última, pese a la mayor influencia rusa, no se quiera de modo mayoritario la independencia nacional. Una cosa es tener una relación preferente con Rusia pero, ¿quién querría la anexión a lo que un día fue el imperio? ¿Querrían acaso subordinarse económicamente a Moscú los poderes minero-industriales de la zona del Donbass? Es cierto que han corrido rumores de que los consejos legislativos de las regiones orientales de Donetsk y Lugansk propondrían consultas populares para decidir una posible secesión e incorporación a Rusia. Ni siquiera Moscú debería aplaudir esta hipótesis, pues supone dar carta blanca al derecho de secesión en los territorios de la antigua URSS. No es sólo que esta opción vaya contra los compromisos establecidos por la OSCE, desde el Acta Final de Helsinki hasta hoy, sino que va contra los propios intereses de Rusia, pues supondría crear un peligroso precedente en el área de soberanía rusa, susceptible de contagio a otros países de la CEI.

Por lo demás, en la crisis ucraniana, Moscú ha hecho gala de sus tesis geopolíticas más conocidas: las que implican que la expansión de Europa debe detenerse en la frontera ucraniana. Es el “euroasiatismo”, quizá no en el mensaje paneslavista y anti-anglosajón del teórico Aleksander Dugin, pero sí en el terreno práctico. Rusia ha llegado a afirmar que la actitud de la UE, al no reconocer el resultado de las elecciones, crea una nueva línea divisoria en Europa. Más bien es lo contrario: es el statu quo lo que fomenta las divisiones. Moscú puede haber cometido un error estratégico al apostar claramente en las dos fases de la campaña electoral por el candidato oficialista Yanukovich. Acaso ha olvidado que estamos en una situación muy diferente a la de las elecciones presidenciales de 1994 y 1999, en las que ganó el presidente Kuchma. Yeltsin le apoyó, y en las altas instancias europeas y americanas apenas se expresaron críticas a las posibles irregularidades. El motivo no era otro que la alternativa a Kuchma era la de Simonenko, el candidato comunista. De ahí que la victoria del hoy presidente saliente no encontrara objeciones. Mas ahora ha habido que optar entre la alternativa de un nuevo estilo en política, si bien Yuschenko fue primer ministro con Kuchma, y la de dejar las cosas más o menos como hasta ahora. Esta última opción puede suponer la ralentización de las reformas políticas y económicas, con el consabido argumento de que una “terapia de choque” llevaría a la desestabilización del país.

Con su apoyo a Yanukovich, Rusia está queriendo expresar que Ucrania no debe seguir una vía europea y atlantista, pero esto implica inexorablemente que Moscú esté despertando fuertes sentimientos antirrusos entre la población ucraniana, y no sólo en la región occidental. No han podido hacer nada mejor los rusos para favorecer el nacionalismo ucraniano. Ante esto languidecen las críticas a Yuschenko, acusado en campaña por sus adversarios de querer convertir al país en otro Estado norteamericano. Antes bien, Putin debería haber proclamado en todo momento que estaría dispuesto a colaborar con un presidente ucraniano democráticamente elegido, sea éste quien fuere. ¿Favorece a Putin que su imagen queda asociada así a las de Lukaschenko o Milosevic, quienes han aplaudido la victoria de Yanukovic? Pero no es creíble pensar que Yuschenko sea el candidato “antirruso”. ¿Quién si no él favoreció, durante su fugaz estancia en la jefatura del gobierno, las inversiones rusas en Ucrania? Un Yuschenko presidente tendría que tener en cuenta los intereses de Ucrania oriental, a no ser que quisiera repetir, por ejemplo, la situación de Abjazia, independiente de facto respecto al poder georgiano. En todo caso, el escenario sería más explosivo que el de esa región transcaucásica, sin olvidar tampoco la realidad de Crimea, poblada mayoritariamente por rusos. En beneficio de una Ucrania estable e independiente, Yuschenko –o Yanukovic– tendrán que mantener un equilibrio entre Rusia y Europa. Es falso el dilema de tener que elegir a una y descartar a la otra. Además tampoco Europa debe servirse de Ucrania para aislar a Rusia.

Moscú parece aferrarse al viejo concepto de “esferas de influencia”, lo cual suscita una pregunta: ¿para qué quiere Rusia a Ucrania? ¿Para ir hacia Europa o hacia Eurasia? Más bien parece lo segundo, lo que se contradice claramente con las aspiraciones rusas de establecer un espacio económico con la UE y encontrar una salida a la situación del enclave de Kaliningrado. Una Ucrania más orientada hacia Europa podría favorecer los intereses europeos de Rusia, pero si la política exterior de Moscú persistiera en el “eurasianismo”, el resultado será más Asia y menos Europa. La consecuencia será una soledad euroasiática, pues aislarse de Europa no supone tener una posición más firme y prestigiosa en Asia frente a los colosos chino y japonés. El “eurasianismo” suena sobre todo a conflictos en el “extranjero próximo”. Una cosa es ser un país euroasiático y otra defender tesis eurasianistas que habría hecho suyas el propio Lenin. Por lo demás, si el espacio económico que Rusia quiere edificar con Ucrania, Bielorrusia y Kazajistán se planteara como un intento de resucitar el imperio soviético, estaríamos ante un ejemplo de no entender la dinámica de la globalización. O ese espacio se relaciona con el europeo, que es algo más que un simple mercado, o su viabilidad será limitada. Acaso algo más prioritario es que Ucrania y Rusia puedan cumplir las condiciones para entrar en la OMC.

Conclusión: La crisis electoral habría de servir para que Europa modifique progresivamente su actitud hacia Ucrania, si de verdad cree en un continente sin líneas divisorias ni esferas de influencia. En esta tarea jugarán un papel decisivo países como Polonia o los bálticos. Rusia persistirá, en cambio, con su tradicional visión geopolítica de Ucrania, pero debería tener en cuenta que alejar a este país de Europa supone también distanciarse ella misma, apegándose a las viejas doctrinas del “eurasianismo”. Por lo demás, Ucrania no está obligada a elegir forzosamente entre Europa y Rusia. Antes bien, debe mantener un equilibrio entre ambas, siendo consciente a la vez de que su opción europea puede beneficiar a Rusia a largo plazo.

Antonio R. Rubio Plo
Profesor de Relaciones Internacionales, Centro Universitario Villanueva (Universidad Complutense)