El regreso de los vigilantes del mercado

Mercado y gráficos económicos

Tema

La adversa reacción de los mercados cambiarios, de deuda y acciones al Plan de medidas fiscales, desreguladoras y de subsidios anunciado por el ministro de Economía británico, Kwasi Kwarteng, el 23 de septiembre, que obligó a una modificación y reversión de algunas de dichas medidas, nos deja varias lecciones, incluido el regreso de los Bonos y el FMI como vigilantes de los mercados.  

Resumen

En un mundo de mercados financieros globales, sería ingenuo pensar que la reacción de los mercados ante el plan de medidas anunciado por el ministro de Economía del Reino Unido el pasado 23 de septiembre (un país cuya moneda sigue siendo una de las monedas de reserva internacional, que cuenta con la City y que es una de las grandes economías europeas, aunque tras el Brexit esté fuera de la Unión Europea) no puede ocurrir en ningún otro lugar. No es lo que dice ni la historia, ni la experiencia, ni siquiera la costumbre.

Lo sucedido nos deja varios hechos y lecciones a tener en cuenta. El primer hecho extraordinario de lo ocurrido es la reaparición de los bonos – y del FMI – como vigilantes de los mercados.

La segunda gran lección del episodio británico es que los mercados no son lineales (en una hora el bono inglés a 10 años subió 100 puntos básicos, algo inédito en un mercado que no sea emergente).

Las consecuencias de esa brutal volatilidad nos ofrecen en bandeja la tercera lección: las vulnerabilidades del sistema financiero no aparecen donde las esperas, sino donde no estás mirando con suficiente atención.

La cuarta lección es que resulta prematuro declarar que todo está bajo control tan pronto como se revierten parcialmente las caídas de preciode los activos que pusieron el casi crash en marcha.

La última lección es que, “hasta el rabo, todo es toro”. El programa de compras del Banco de Inglaterra acabará el 14 de cctubre y, si por entonces el gobierno no ha sido capaz de despejar dudas y presentar un Plan que convenza a la sociedad, a los inversores y a los mercados, el país volverá a asomarse al abismo.

Análisis

La presentación el pasado 23 de septiembre por el recién nombrado Chancellor del Exchequer, Kwasi Kwarteng,  de un plan que contenía un controvertido paquete mixto de medidas desreguladoras, de subsidios a familias y empresas para hacer frente a la  crisis energética, y de rebajas impositivas particularmente concentradas en las rentas más altas y, por tanto, con muy probables impactos negativos sobre la equidad, desató inmediatamente una fuerte tormenta en los mercados cambiarios, de deuda y acciones.  La libra llegó a cotizar a 1.03 frente al US $, su nivel más bajo en 37 años, y el bono a 10 años pasó del 3.5% la semana anterior al 4.48%.

La adversa reacción del mercado se explicó tanto por el elevado coste presupuestario del paquete –46 mil millones de libras esterlinas– como por haber sido presentado sin identificar cómo sería financiado. La sospecha de que los recursos provendrían de la emisión de deuda convulsionó a unos mercados que estaban ya en tensión tras las sucesivas subidas del tipo de interés oficial –7 desde diciembre de 2021, pasando del 0.1% al 2.25% – y el anuncio por parte del Banco de Inglaterra de que comenzaría a achicar su balance vendiendo gradualmente sus sustanciales tenencias de bonos públicos y privados acumulados entre 2009 y 2021[1]. A la incertidumbre no ayudó la reacción de los analistas y de las instituciones internacionales, en particular el FMI [2] que el 27 de septiembre sacó un muy excepcional comunicado crítico con la decisión de política económica de una economía desarrollada. En él, el FMI se mostraba contrario, a la vista del contexto global y de las tensiones inflacionista, a la adopción de un gran paquete fiscal por su potencial conflicto con los objetivos anunciados y necesarios de política monetaria, y, adicionalmente por su negativo impacto sobre los niveles de desigualdad del país. Por ello, recomendaba que se reevaluara su conveniencia y composición.

Las agencias de rating, si bien no anunciaron ninguna acción inmediata, manifestaron igualmente su preocupación por el impacto a medio plazo de las medidas sobre la sostenibilidad fiscal de Inglaterra, máxime cuando el anuncio del mini-presupuesto no había venido acompañado ni siquiera de un avance del siempre necesario análisis independiente de la Oficina de Responsabilidad Presupuestaria. La postura inicial de las nuevas autoridades negando que hubieran recibido una opinión preliminar de la citada agencia, y su arrogancia al mantener que el informe solo se haría público el 23 de noviembre –casi dos meses después del crash del mercado– acompañando al proyecto de Presupuesto, ciertamente, no ayudaron a reducir incertidumbres tanto sobre el curso futuro de la política presupuestaria de Reino Unido, como sobre la competencia, comprensión del funcionamiento de los mercados financieros e integrismo ideológico del nuevo Gobierno.

Una semana después, el Gobierno ha tratado de acallar parcialmente esas incertidumbres por el camino políticamente más embarazoso: el Chancelor Kwasi Kwartenh anunció la eliminación de la prometida rebaja del tipo marginal del impuesto de la renta del 45% al 40%, lo que probablemente recortará el coste del paquete en unos 7.000 millones de libras[3], y el mantenimiento del Impuesto de Sociedades en el 19%. Por el momento, se mantiene el aumento del mínimo exento de 250 mil libras –que sube a 450 mil libras para la primera compra– del “stamp tax”, el límite  a 2.500 libras de la factura energética a familias y el esquema de alivio energético para empresas, la promesa de nuevas desregulaciones que constriñan el crecimiento, el condicionamiento de las ayudas a solicitantes de renta que trabajen al menos 15 horas semanales a que completen sus ingresos con otras fuentes de rentas, la eliminación del tope a los bonos en la City y la ampliación a otras nuevas 40 zonas geográficas del régimen de baja tributación por inversión. Así mismo, comprometió una mejor explicación  detallada del contenido integral y de la lógica de la política fiscal, aunque mantuvo el 23 de noviembre como la fecha de publicación del análisis del OBR. A su manera, la arrogancia cedió paso a una forma de humildad: en su comunicado Kwarteng lamentó que el plan se hubiera convertido en una distracción, y concedió “we get it, we have listened”. Algunos dirán, con razón, que parecido, aunque algo por debajo del mítico “Je vous ai compris” del general De Gaulle en 1958 en Argelia.     

Probablemente, y pese al estallido de una nueva rebelión abierta en el seno del partido Conservador y la apertura de una brecha de 33 puntos porcentuales a favor del Labor Party de Starmer, una semana después el nuevo Gobierno tiene la sensación de que lo peor de la crisis de deuda y cambiaria ha quedado atrás. Y ello gracias al masivo, aunque temporal[4], programa de compra de deuda anunciado el 28 de septiembre por el Banco de Inglaterra a raíz de la crisis de mercados. El Bono a 10 años ronda el 4% y la libra 1.13 frente al US dólar.

Haber sido capaces, aparentemente y por el momento, de evitar lo que eufemísticamente el BoE denomina en su comunicado “los riesgos a la estabilidad financiera de UK generados por la disfuncionalidad de la deuda pública”  no debería llevar ni a olvidar lo extraordinario de algunos de los acontecimientos de los últimos diez días, ni a dejar caer en saco roto algunas de las lecciones y debilidades sistémicas que la enorme volatilidad de los precios de la deuda –en torno a 7 desviaciones típicas– han puesto de manifiesto. Y en un mundo de mercados financieros globales, sería una inmensa ingenuidad pensar que la semana de infierno de UK y lo que ha pasado en un país cuya moneda sigue siendo una de las monedas de reserva internacional, que cuenta con la City y que es una de las grandes economías europeas, aunque tras el Brexit esté fuera de la Unión Europea, es un suceso idiosincrático que no puede pasar en cualquier otro lugar.  No es lo que dice ni la historia, ni la experiencia, ni siquiera la costumbre.

El primer hecho extraordinario de lo ocurrido es la reaparición de los bonos –y del FMI– como vigilantes de los mercados. Todo el mundo recuerda a James Carville, el asesor de campaña de Clinton, y su “es la economía estúpido”. Pero en realidad, la frase más brillante de Carville fue verbalizar que su deseo más profundo era reencarnarse en “mercado de bonos”, porque era la sede del auténtico poder: el mercado que disciplinaba a todo y a todos.

Hace muchos años –desde que la Gran Recesión de 2008 que nos condujo a los tipos de interés negativos– los mercados de bonos habían perdido su magia, entre otras cosas porque directamente casi lo que había desparecido era el mercado: los mayores compradores de bonos eran los Bancos Centrales y sus programas de QE. Tras la pandemia y la OPA hostil de la geopolítica a la economía parecía que los mercados de bonos iban a seguir jugando un papel determinante –comprar las ingentes cantidades de deuda que emiten los soberanos y las empresas– pero preteridos en sus funciones de vigilancia de la ortodoxia, al menos temporalmente. Acabamos de comprobar que la reacción de los mercados ante un plan económico mal diseñado y peor explicado ha bastado para torcer la mano al nuevo gobierno inglés, y cambiar de un plumazo la estrategia del BoE de  normalización de su política monetaria. Y detrás de los bonos, vendrán las agencias de rating, los analistas y los assets managers. No solo Inglaterra, sino el resto del mundo haría bien en tomar nota de que los “vigilantes” han vuelto para quedarse.

La segunda gran lección del episodio británico es que los mercados no son lineales. Durante meses hemos asistido a sesudos avisos de que deshacer el QE del pasado y la subida de tipos de interés, por justificados que estuvieran para hacer frente al contexto inflacionario, comportaban el riesgo de inducir una recesión. Incluso de una recesión global más intensa que la “necesaria” dado que el endurecimiento de las condiciones monetarias estaba ocurriendo en muchos de los grandes países de la economía mundial y, al menos aparentemente, no estaba bien coordinada globalmente. El mejor ejemplo de la descoordinación solía apuntarse que era la fortaleza del dólar, y la exportación de inflación desde Estados Unidos al resto del mundo. Con todo, el mayor riesgo que se apreciaba era que los   Bancos Centrales se pasaran de frenada, bien por error de apreciación, bien por no incorporar en sus modelos los efectos inducidos de la contracción monetaria de sus principales socios.

Lo interesante es que, pese a la evidencia histórica acumulada de que los riesgos de inestabilidad financiera aumentan en las fases de subida de tipos de interés, la confianza en que, guiando las expectativas de subida, dando tiempo a los inversores a que reposicionaran sus carteras y estando seguros de la eficacia de las medidas regulatorias de capital y liquidez que cada crisis ha traído consigo, se había asentado la percepción de que los riesgos de una crisis financiera sistémica eran bajos. Aunque detrás de esta sensación hay sofisticados modelos y grandes profesionales muy experimentados, lo que ha ocurrido es que nuevamente se ha cometido el error de asumir que el mercado funciona de manera continuamente lineal y, si no de forma totalmente predecible, sí al menos con volatilidad “acotable” y, por tanto, gestionable.  No ha sido así. En una hora el bono inglés a 10 años subió 100 puntos básicos, algo inédito en un mercado que no sea emergente.

Las consecuencias de esa brutal volatilidad nos ofrecen en bandeja la tercera lección: las vulnerabilidades del sistema financiero no aparecen donde las esperas, sino donde no estás mirando con suficiente atención. Probablemente a nadie le va a hacer popular insistir en que, lo que ha estado a punto de ser un grave tropiezo en la estabilidad del sistema financiero inglés, no ha sido el sistema bancario –estigmatizado, sometido a stress tests regulares, y con más que exigentes regulaciones de capitalización, liquidez y supervisión– sino el “aburrido” y periférico mundo de los fondos de pensiones. Aunque esta también es una característica histórica de la crisis: nacen no porque los mercados percibidos como “de riesgo” se hagan más “arriesgados”, sino porque los mercados considerados seguros – como, por ejemplo, el mercado de hipotecas -se convierten en mercados con mucho riesgo gracias a los Mortgage Backed Securities o los CBOs.

El mundo de la gestión de los fondos de pensiones que la mayoría tiene en la cabeza, si fuera cierto, haría prácticamente inverosímil que de él surgiera  una crisis financiera. Conceptualmente, de lo que se trata es de que los gestores del fondo de pensiones calculen el valor actual de todas las pensiones que en los próximos 30 años va a cobrar su cliente medio, y que para cubrir ese pasivo invierta en activos seguros de largo plazo, los mantengan al vencimiento, y así consigan cubrir exactamente –o más– los pasivos que afrontan. Esta estrategia de inversión, conocida por su acrónimo LDI –“liabilities driven investment”– está generalizada en la industria británica de fondos de pensiones y es una prudente forma de gestionar los recursos.   

Especialmente, porque los fondos de pensiones tienen una gran ventaja sobre los bancos: mientras que en éstos se pueden producir “corridas” de depósitos que pueden hacerlos pasar por difíciles situaciones de liquidez y, en última instancia, hacerlos quebrar, los fondos de pensiones por diseño están sistémicamente protegidos de ese riesgo, ya que las aportaciones no son rescatables hasta el momento de la jubilación. Esta menor presión para retener a los clientes supone también menos incentivos para adoptar estrategias de inversión arriesgadas. 

En gran parte, la anterior descripción continúa siendo una aceptable imagen de la industria en UK. Alrededor de los 1,6 billones españoles de activos en libras esterlinas están invertidos en deuda pública. Precisamente por eso es por lo que la deuda soberana británica tiene una de las mayores duraciones media de los países desarrollados[5]: en 2020, 17.8 años frente a los 7.7 años de la española o los 5.4 de la de EEUU.

Pero no todo el mercado y no durante todo el tiempo, la gestión es tan simple. Y no lo es porque ese mercado “plain vainilla” sería muy caro de operar. Imaginen un fondo de pensiones que debe pagarle a uno de sus clientes una pensión en 30 años cuyo valor actual neto hoy es de 100 libras. Si invierte en deuda al 2.25%, la inversión que hoy tendría que hacer – y mantener durante los siguientes treinta años- es de 44.4 libras. La tentación de mejorar el rendimiento –por reducción de la cantidad inmovilizada, por acortamiento del tiempo que ese activo permanece ocioso en el balance o por inversiones en otros activos de mayor rentabilidad esperada– es tan legítima como elevada. Por ejemplo, si en lugar de 44.4 libras de deuda invierte 10 libras en acciones que le rinden un 5%, la inversión en deuda puede reducirla a 22 libras y seguir cubriendo completamente sus obligaciones, si –y este “si” es importante– es capaz de metabolizar el aumento de riesgo que supone tener activos que, como las acciones, no tienen un rendimiento garantizado. Y el ejercicio se puede complicar: no tiene sentido económico tener los activos en el balance renunciando a los rendimientos que se podrían asegurar prestándolos a otros intermediarios con compromisos de recompra (repos). O comprando temporalmente mediante opciones otros activos, o haciendo hedges, o swaps…..

Las LDI funcionan muy bien en un mundo de tipos de interés “razonables” y poco volátiles. Pero cuando los tipos de interés de la deuda pública son bajos o muy bajos –como lo han sido durante casi 15 años– la necesidad de buscar rentabilidades inevitablemente crea un fuerte incentivo a políticas de inversión más sofisticadas y en activos de mayor riesgo. Por otra parte, el impacto sobre las LDI de una subida de tipos es asimétrico: por una parte, los mayores tipos de interés, al aumentar el denominador, reducen el valor actual de las pensiones futuras –es decir, el pasivo– pero también reducen el valor de los activos invertidos en deuda. El tamaño del descalce  entre activo y pasivo depende de la composición de la cartera, pero sea cual sea el signo de ese descalce fuerza a recomponer el portfolio de inversiones.  Y si parte de esas inversiones han sido adquiridas con opciones o futuros que conllevan el depósito en efectivo de una parte de su valor –“margin call”– la caída del valor del activo subyacente comportará la obligación de aumentar ese depósito, lo que a su vez puede forzar a liquidar otros activos en el balance para hacer frente a la mayor margin call.

La reacción del mercado a la presentación del paquete económico del gobierno de Liz Truss puso al borde del abismo el sistema. La deuda se desplomó, el valor del resto de los activos cayó fuertemente y activó la exigencia de margin call, y la demanda para los activos que había que vender no apareció por ningún lado. El mercado se rompió –no fue lineal– y el BoE tuvo que aparecer como comprador de esos títulos para dar liquidez sistémica al mercado.

La historia nos enseña que precisamente este tipo de situaciones es la que crea las condiciones necesarias para que aparezca la “tormenta perfecta”. Ante un shock de liquidez profundo y generalizado lo que ocurre, más allá de la angustia, es que el precio de los activos se desliga de sus fundamentales, que ceden su protagonismo a lo que Larry Summers denomina la “hidráulica”: a la dirección de los flujos de dinero que buscan comprar o vender. Cuando esa lógica mueve el mercado, las posibilidades de contagio al resto de segmentos del mercado se multiplica, porque todos se ven sometidos a la reevaluación bajo ese prisma de sus carteras y prácticas.       

La cuarta lección es que resulta prematuro declarar que todo está bajo control tan pronto como se revierten parcialmente las caídas de precio de los activos que pusieron el casi crash en marcha. En Marzo de 2008, la venta de Bear and Stern a J.P. Morgan se presentó como la solución definitiva al problema del excesivo apalancamiento y complejidad del trading en derivados complejos. Era una anomalía que se había atajado a tiempo. En septiembre cayó Lehman y la tormenta estalló. Que el BoE haya hecho lo que tenía que hacer –ser prestamista en última instancia del sistema– no significa que los inversores y las agencias de rating vayan a olvidar de un plumazo que el espacio fiscal con el que realmente cuenta Reino Unido quizás no sea tan amplio como para acomodar estímulos a la recuperación, el sostenimiento de las rentas de las familias y empresas ante la crisis energética, y, además, un masivo recorte de impuestos que profundizan la brecha social. Mientras no se despeje esa duda, se reforzará la que pende sobre la credibilidad e independencia del BoE. En decenas de episodios del pasado, las crisis estallan cuando los inversores concluyen que el Banco Central se ha convertido en el tesorero de políticas fiscales insostenibles. Es lo que los economistas llamamos “fiscal dependence”. Cuando esa duda se instala, las expectativas de inflación y de previsibilidad del tipo de cambio y del precio de la deuda se disipan, y todo se hace, francamente, mucho peor. UK no es Latinoamérica, pero puede aprender mucho estudiándola.     

Conclusiones

La última lección es que, “hasta el rabo, todo es toro”. El programa de compras del Banco de Inglaterra acabará el 14 de octubre y, si por entonces el gobierno no ha sido capaz de despejar dudas y presentar un plan que convenza a la sociedad, los inversores y a los mercados, el país se volverá a asomar al abismo. Si las dudas persisten, obviamente podrá ampliar la duración temporal y el volumen del programa de compras, pero ya para entonces todo el mundo habrá comprendido dónde está el problema:  en que cuando los vigilantes del mercado regresan y ejercen, no todo se puede hacer. Y muy en particular, no se puede hacer populismo fiscal. Sorber y soplar al mismo tiempo. Gastar y bajar impuestos.

Habrá que esperar hasta entonces y seguir muy de cerca los acontecimientos. Por el momento, basta con retener que los tiempos de dejar para el futuro los dilemas complejos están a punto de acabarse en UK, y muy probablemente en el resto de las economías. Las restricciones presupuestarias y financieras han vuelto a tocar a la puerta.       


[1] Entre marzo de 2008 y diciembre de 2021, el Banco de Inglaterra compró 895 mil millones de bonos a través de su politica de QE. De ellos, 875 mil millones fueron bonos públicos y 20 mil millones bonos corporativos.

[2] IMF Statement on the UK (September 27, 2022): “We are closely monitoring recent economic developments in the UK and are engaged with the authorities. We understand that the sizable fiscal package announced aims at helping families and businesses deal with the energy shock and at boosting growth via tax cuts and supply measures. However, given elevated inflation pressures in many countries, including the UK, we do not recommend large and untargeted fiscal packages at this juncture, as it is important that fiscal policy does not work at cross purposes to monetary policy. Furthermore, the nature of the UK measures will likely increase inequality. The November 23 budget will present an early opportunity for the UK government to consider ways to provide support that is more targeted and reevaluate the tax measures, especially those that benefit high income earners.”

[3] Las estimaciones publicadas apuntan a que en el tramo de renta por encima de los 150 mil libras se encuentran 660 mil contribuyentes que verían rebajada su factura impositiva en promedio en torno a las 10 mil libras esterlinas.

[4] Termina el 14 de Octubre. Las operaciones de compra de deuda pública a largo plazo, vienen acompañadas de la suspensión temporal del programa de venta de bonos que se había anunciado y que estaba estimado en 80 mil millones de libras. La escala del programa es abierta y los costes del programa los soportara el Tesoro. En su comunicado el BoE reitera que actuara sobre los tipos de interes que controla todo lo que sea necesario par asegurar que la inflación retorne a su objetivo del 2%. Ciertamente, el comunicado tuvo el impacto deseado sobre los precios de los activos, al coste de revelar los grandes dilemas que para un Banco central supone tener como objetivo no solo la estabilidad de precios, sino también, explicita o implícitamente,  preservar la estabilidad del sistema financiero aunque ello exija adoptar decisiones si no temporalmente inconsistentes, si al menos dinámicamente contradictorias: anuncios de venta de bonos, para unos días después anunciar un plan de  compra y simultáneamente recordar la probable trayectoria al alza de los tipos de interes para reconducir la inflación al 2%.   

[5] Sovereign Borrowing Outlook for OECD Countries, en Figure 1.14. Average term-to-maturity of outstanding marketable debt in OECD countries.


Imagen: Gráficos económicos. Foto: Formatoriginal.