Uruguay: el estreno de la izquierda

Uruguay: el estreno de la izquierda

Tema: El debut de la izquierda en Uruguay abre una nueva etapa y plantea nuevas interrogantes.

Resumen: La izquierda uruguaya nucleada en el Frente Amplio ganó las elecciones de octubre 2004 y su estreno en el gobierno –que se suma a las experiencias de Brasil, Chile y Argentina– implica una alternancia trascendente, aunque de perfil moderado, en el marco de uno de los sistemas de partidos más antiguos del mundo, que experimenta cambios considerables, pero preserva su alto grado de institucionalización y competitividad. Tal acontecimiento tiene repercusiones para el Mercosur y América Latina, que interesan a su vez a las relaciones con EEUU y Europa. Este artículo aporta claves explicativas del ascenso del Frente Amplio y esboza el escenario de gobierno que puede plantear el debut de una izquierda, que mantiene su identidad, pero ha hecho un recorrido hacia el centro.

Análisis: La izquierda uruguaya nucleada en el Frente Amplio (FA) ganó en primera vuelta las elecciones de octubre de 2004, obteniendo la mayoría absoluta de los votos. El 1 de marzo de 2005, Tabaré Vázquez asumirá la presidencia y se producirá una alternancia trascendente, por tratarse del estreno de la izquierda y dado que –por primera vez en la historia del Uruguay, sin contar los períodos autoritarios– el gobierno no será ocupado por uno de los partidos tradicionales: el Partido Colorado (“colorados”) y el Partido Nacional (“blancos”), los “padres fundadores” del Estado nacional.

El ascenso de la izquierda se produce en un régimen democrático sólido –que ha recuperado su integridad después de una dictadura de más de una década (1973-1985)– y en el marco de uno de los sistemas de partidos más antiguos del mundo, que experimenta cambios considerables, pero preserva en la travesía su alto grado de institucionalización y de competitividad. Esto es un signo distintivo y una ventaja comparativa en el concierto de América Latina.

El debut del FA se suma al que han protagonizado los partidos de izquierda que están en el gobierno en Brasil y en Chile, así como al giro político que se registra en Argentina. Estamos pues ante un acontecimiento muy relevante para el Uruguay y para la región, que es bueno ubicar frente al “espejo” de España y de las demás experiencias de los partidos socialistas y socialdemócratas en Europa Occidental.

Claves de desarrollo del Frente Amplio
El FA fue fundado en 1971 –poco antes de la dictadura– y en el período democrático abierto en 1984 logró un crecimiento electoral sostenido, llegando a la mayoría absoluta en 2004: 50,45% sobre votos emitidos y 52% sobre votos válidos, lo que establece la marca para la elección presidencial y también para la elección parlamentaria, que se define conjuntamente en la primera vuelta. Su contrincante más cercano, el Partido Nacional, obtuvo el 36% de los votos válidos. El Partido Colorado –durante décadas el partido dominante, con períodos de gobierno que suman más de cien años– apenas llegó al 10% de los votos válidos. Estos resultados coronan un realineamiento gradual, que muestra sin embargo una tendencia consistente –con saltos de alrededor de diez puntos en las tres últimas elecciones– y que viene a delinear un nuevo formato en el sistema de partidos.

Tabla 1. Apoyo electoral por bloques (% votos válidos), 1971-2004

 Partido Colorado + Partido NacionalFrente Amplio
19718118
19847621
19896921
19946330
1999 5540
20044652

Fuente: Instituto de Ciencia Política – Banco de Datos.

En términos generales, la prosperidad del FA se debe a su desarrollo como partido catch-all, de carácter electoral marcado. Según Kirchheimer –quien acuñó esa denominación– ello implica adoptar una ideología “blanda”, que se aparta de los libretos doctrinarios originales y de las pretensiones “revolucionarias”; perder espesor como partido de masas, convirtiéndose cada vez más en una maquinaria electoral; alejarse de las posiciones que ubican a la clase trabajadora como protagonista privilegiado, aun manteniendo su hermandad con el movimiento sindical. Todo ello, a cambio de “una audiencia más amplia”, con una convocatoria ciudadana diversificada y en pos de “un éxito electoral inmediato”.

El FA preserva las marcas de origen y afirma su propia tradición, al tiempo que experimenta una renovación significativa, combinando lo viejo y lo nuevo en la trayectoria de la izquierda, en un enlace que no todos los partidos logran anudar. Las lealtades que consigue por vía de la transmisión familiar, la “captura” del sistema de educación pública y de los circuitos culturales, así como el dominio en los sindicatos y en otras redes colectivas, contribuyen a que el FA retenga a sus adherentes, prevalezca entre los jóvenes y conquiste nuevos votantes.

En términos orgánicos, el FA –que nació como una coalición de partidos, juntando a los viejos exponentes de la izquierda con sectores escindidos de las filas blancas y coloradas– pasa a ser un “partido de coalición”, que unifica a toda la izquierda y ensancha su círculo político, mediante fórmulas de acoplamiento de pequeños grupos (“Encuentro Progresista”, “Nueva Mayoría”), configurando una estructura monopólica, que aporta un rastrillo electoral extenso y diversificado, en el mismo momento en que se estrecha el abanico de ofertas en el bloque de los partidos tradicionales.

Este complejo partidario se compone así con fracciones de sesgos distintos, representantes de la “vieja” y de la “nueva” izquierda, unos de más anclaje sindical, otros de composición más ciudadana o de perfil marcadamente “popular”. Sin embargo, los votos del FA se concentran en pocos grupos, más que nada en las franjas centristas y moderadas. Elección tras elección, la mayoría interna ha ido rotando entre ellos, en un esquema balanceado y sin que ninguno conservara el cetro. En 2004 el primer lugar correspondió al sector proveniente de los Tupamaros: un núcleo armado muy activo en los 60, que originariamente no pertenecía al FA, pero que se ha integrado a la vida democrática y hace gala de pragmatismo y moderación. Su dirigente más destacado rivaliza en popularidad con el propio Tabaré Vázquez y con Danilo Astori, quien fue designado anticipadamente para el Ministerio de Economía –a fin de dar garantías de “cambio responsable”– cuyo sector está segundo en el ranking interno del FA, seguido por los demás exponentes del ala moderada, que en conjunto es largamente mayoritaria.

A esto hay que agregar los recursos de poder y la capacidad de reclutamiento que proporciona la Intendencia de Montevideo –la capital del país, que concentra el 42% de la población– en una posición de gobierno que el FA ha ocupado por tres períodos consecutivos (desde 1990), con marcas electorales largamente dominantes (58% en las municipales de 2000, 63% en las nacionales de 2004). Tabaré Vázquez –un médico de extracción socialista– que es el primer presidente electo por la izquierda, fue también el primer intendente del FA en Montevideo y construyó a partir de allí su carrera política.

Por lo demás, la acumulación política y el éxito electoral se basa en una estrategia a dos puntas. El FA cultiva una oposición sistemática de cara a los partidos históricos y a los gobiernos de turno, que rechaza cualquier compromiso y contribuye a asentar la división izquierda-derecha como eje de la dinámica política. La oposición se asienta en la crítica al neo-liberalismo, focalizándose en la reforma del Estado y particularmente, en las privatizaciones, capitalizando el descontento con las orientaciones predominantes y haciendo hincapié en la cultura fuertemente Estatista de la ciudadanía. Lo cual ayuda a que el Uruguay mantenga las empresas y los servicios públicos estratégicos en la órbita del Estado, con los índices más bajos de reformas “pro-mercado” en el ranking de América Latina. Este es un eje central del conflicto en la transición liberal por la que atravesamos y aparece como un factor decisivo de los alineamientos políticos y del trasiego electoral que se ha venido produciendo.

Pero la oposición frontal se combina con la moderación ideológica y la adopción de posiciones cada vez más pragmáticas, en un compás dualista, que se alinea en la competencia hacia el centro y extiende la convocatoria electoral. De 1989 a 2004, el FA multiplicó sus votos. Sin embargo, en ese mismo período, la proporción de votantes que se auto-identifican en posiciones de izquierda y centro-izquierda representa alrededor de un cuarto del electorado, subiendo unos pocos puntos en el último quinquenio. Esto significa que el FA se ha corrido hacia el centro y que su frontera de crecimiento está en ese segmento ciudadano. El centro –en el que se ubica la mayor parte del electorado uruguayo– no es un blanco fijo, sino un campo complejo, con inclinaciones diferentes, que la propia competencia política e ideológica desplaza hacia un lado u otro.

Valen aquí las observaciones de Maurice Duverger (Los partidos políticos, 1951), acerca de la Francia de los años 30: “En la Tercera República, los franceses se deslizaron hacia la izquierda, sin duda; pero la izquierda se deslizó hacia los franceses, igualmente: hizo la mitad del camino”. Este “teorema” es aplicable a la evolución de Uruguay o a la que franqueó la victoria de Lula en Brasil. Con una diferencia importante: en el caso del PT, esto ocurre a través de coaliciones –en una situación comparable a la de la izquierda chilena– mientras que en el caso del FA el trayecto se hace acumulando votos como polo autónomo y fuerza monopólica de oposición.

Perspectivas de la alternancia: innovación y continuidades
La alternancia del FA en el gobierno nacional es muy significativa, aunque no “brusca”. Las continuidades serán probablemente considerables y habrá sin duda innovación, pero de signo moderado y procesamiento complejo. Las formas de desarrollo del FA y las pautas de competencia en que se mueve, constituyen un punto de partida condicionante, acentuando su perfil de centro-izquierda –social-demócrata– y, en cierta medida, la convergencia con orientaciones que combatió desde la oposición.

Por lo demás, la transición liberal tiene consecuencias estructurales y provocó una “revolución cultural”, que hace mella en filas frenteamplistas. Hay nuevos asientos de ideología, valores y disciplinas, códigos de responsabilidad y constreñimientos nacionales e internacionales. Se establecen condiciones y restricciones, que pesan sobre los desempeños de gobierno.

Las herencias del pasado marcan el territorio. Las políticas anteriores, los compromisos gubernamentales y las reformas implementadas, producen efectos persistentes, modelando las áreas a las que se aplican y los respectivos cuadros de poderes e intereses. Es difícil acudir a un “revisionismo” drástico, que de todos modos no está en los propósitos del FA. Más bien hay que apostar por un horizonte de cierta continuidad, especialmente en lo que respecta a la liberalización y la apertura de la economía, el relieve del mercado y la entrada de inversiones privadas, la sacrosanta disciplina fiscal y las reformas institucionales sancionadas, que resultaría complicado desmontar.

Habrá una renovación de la “atmósfera” política del país y en los enfoques internacionales, así como propuestas de correctivos y de reformas, importantes pero moderadas. Para implementar políticas públicas de nuevo sesgo hay que encontrar una “ventana política” y plantear iniciativas pertinentes, tejiendo coaliciones y compromisos: caso a caso, difícilmente en empeños muy abarcativos y uniformes. El FA tiene ciertas condiciones favorables para la innovación. Se registra una inflexión en el ciclo de “fortuna” del neo-liberalismo y de algunas de sus recetas, dando cabida a un giro “post-liberal”, aunque no haya estrictamente un nuevo paradigma alternativo. Este giro –que en Uruguay se acentúa con la crisis aguda desatada en 2002– se advierte en América Latina y en los vecinos de la región, sobre todo en Argentina y Brasil, que serán puntos de referencia y de afinidad. La propia alternancia aporta capital político y espacio de maniobra, aprovechando las ventajas del período inicial (que los efectos del “ciclo electoral” tienden a reducir). Dentro de un cuadro de restricciones, puede haber pues cierta elasticidad y posibilidades de innovación política, en franjas que el FA tendrá que esforzarse para cubrir efectivamente.

¿Gobierno de mayoría o gobierno de compromisos?
La vitalidad del gobierno y del liderazgo presidencial, su proyección nacional y sus modalidades de ejercicio, se juegan primordialmente en dos frentes. Primero, en la relación del gobierno con el partido del gobierno y en los vínculos con sus propias bases, fundamentalmente con los sindicatos. En este plano hay posibilidades de conflicto, pero también flujos de apoyo y, en particular, márgenes de autonomía, que se han ido labrando en el trayecto de los últimos años –sobre todo con el estilo de liderazgo y la independencia de Tabaré Vázquez– que pueden trasladarse al desempeño del gobierno y del centro presidencial.

La capacidad del gobierno depende asimismo de su caudal político y de las relaciones con los demás partidos. El FA tiene la mayoría absoluta de los escaños parlamentarios (55% del Senado, 52% de Diputados), en una posición que ningún partido uruguayo alcanzaba desde 1950. Con estas marcas, podrá funcionar un gobierno de partido –de corte mayoritario– que tendrá las holgadas facultades del Poder Ejecutivo –con el refuerzo de la Presidencia impuesto por las últimas reformas constitucionales– y las posibilidades que brinda la mayoría absoluta en ambas Cámaras. Lo que en todo caso exige una ajustada disciplina política y estará sujeto a la competencia interna del bloque partidario.

Sin embargo, aun con mayoría absoluta, es positivo que el FA busque ensanchar apoyos y acotar el disenso: para asegurar una mejor gobernabilidad y evitar prácticas de mayoría “arriesgada”, moderar los antagonismos y fortalecer al gobierno, en relación con los agentes de poder y los actores de veto, en el ámbito nacional e internacional, logrando por esa vía una implementación más firme de las políticas públicas y otra sustentabilidad en la innovación.

Con el mapa partidario actual, quedan descartadas las coaliciones que se traduzcan en la formación del gabinete. Aunque a este nivel puede haber designaciones “emblemáticas”, que no comprometan a otros partidos, pero muestren una vocación de apertura y reflejen la pluralidad política. En vez de un “presidencialismo de coalición” –como el que rige en Brasil y Chile– puede haber un “presidencialismo de compromiso”, en una pauta típica del Uruguay, que es también común en Estados Unidos y en otros países. Esto significa que no existe estrictamente gobierno “compartido”, pero sí que se tienden puentes y se labran intercambios con sectores de otros partidos, en una gramática de cierta vocación “consensual”. Con tal designio, hay posibilidades para una “política de gestos” y un régimen de consultas. Cabe acudir al viejo expediente uruguayo de la “coparticipación”, que desde la época fundacional fue una pieza clave del bipartidismo tradicional: adjudicando a otros partidos puestos relevantes y cargos directivos en las empresas del Estado, los servicios públicos y los órganos de contralor. Complementariamente, esta estrategia puede pasar asimismo por la regulación de las iniciativas gubernamentales, procurando acuerdos parlamentarios caso a caso, en algunas líneas programáticas y en ciertas “políticas de Estado” de amplio alcance, mediante una lógica negociadora de efectos fructíferos.

La oposición no será complaciente y, en el mejor de los casos, habrá una tensión de rigor entre cooperación y competencia política, sobre todo ante las próximas elecciones municipales y a medida que se arrime la elección nacional siguiente. Pero puede haber espacio para este tipo de intercambios y acuerdos, incluso en tiendas de los partidos tradicionales, que desde el llano no actuarán necesariamente “en bloque”, como lo han hecho en buena medida durante los últimos ejercicios de gobierno. El Partido Nacional –que es la segunda fuerza en el escenario político– puede tener a este respecto una disposición relativamente propicia, dado que existen franjas de coincidencia programática con la izquierda y porque tras la elección, algunos de sus representantes más destacados se ubican en actitud de oposición “constructiva”.

Por cierto, las alternativas de compromiso serán objeto de la competencia interna del propio FA, dependiendo de la inclinación de los cuadros gobernantes de primera línea y sobre todo del comando presidencial de Tabaré Vázquez, quien ha mostrado por momentos un sesgo “populista”, pero es un líder muy pragmático y últimamente se ha declarado dispuesto a recorrer el “camino del diálogo” –político y social, inclusive con los empresarios–, cultivando un temperamento más componedor, que es compartido por varios dirigentes del FA. En virtud de ello y dada la consistencia del régimen democrático y del sistema de partidos, el nuevo gobierno tiene grandes probabilidades de ubicarse en un tenor comparable al de Lula o Lagos, pudiendo descartarse una ecuación como la de Chávez en Venezuela.

Una política que combine la autonomía de gobierno y una productividad innovadora con la búsqueda de compromisos, constituye un desafío problemático y trabajoso. Pero su concreción haría que el estreno de la izquierda se ajustara a la tradición pluralista del sistema uruguayo y tuviera mejores réditos, para la calidad del gobierno y para la calidad de la democracia.

Conclusiones: En todo caso, el debut de la izquierda abre una nueva etapa y plantea nuevas interrogantes. Con problemas cruciales para el sistema nacional y cuestiones estratégicas, que interesan a América Latina y a EEUU, mediando en este caso la intención expresa de mantener y si es posible ampliar el flujo de exportaciones. Hay asimismo posibilidades de ahondar los vínculos con Europa, en particular respecto a España, con la que Uruguay tiene lazos seculares y es un país de enlace en el orden internacional. El equipo entrante muestra una vocación declarada en favor del Mercosur y mayor sintonía con los gobiernos de los países vecinos, en particular con Lula y Kirchner. Lo que no dejará de tener sus repercusiones, aunque difícilmente afecte los intercambios comerciales en curso y el “regionalismo abierto” que ha practicado Uruguay en los últimos años. Por lo demás, la afinidad política no borrará las contradicciones y los desequilibrios en el Mercosur, ni ha de traducirse linealmente en avances marcados de integración, en el plano de la organización institucional y en la complicada madeja de intereses económicos.

Jorge Lanzaro
Instituto de Ciencia Política, Universidad de la República (Uruguay), del que ha sido Fundador y Director. Autor de “La izquierda uruguaya entre la oposición y el gobierno” y coordinador de los estudios de CLACSO sobre “La izquierda en América Latina”