Sobre el mal de altura: política exterior, opinión pública y lucha contra el terrorismo

Sobre el mal de altura: política exterior, opinión pública y lucha contra el terrorismo

Tema: Los efectos del 11-M han supuesto un cambio importante en la percepción que los españoles tienen de cuál debe ser su papel en la sociedad internacional. Frente a una visión optimista, característica de estos últimos años y que se expresaba en un importante protagonismo tanto en asuntos continentales como atlánticos, se manifiesta ahora una vuelta hacia actitudes propias del viejo Retraimiento canovista. Se asume un papel más secundario y supeditado a las grandes potencias europeas y se acepta una actitud más pasiva en la lucha contra el terrorismo islamista.

Resumen: Desde la muerte del general Franco hasta nuestros días la sociedad española ha vivido un proceso de integración y asunción de responsabilidades en la escena internacional. Paulatinamente iba quedando atrás la cultura política del Retraimiento, la forma característica de entender las relaciones internacionales por parte de los españoles a partir del reconocimiento de la propia impotencia. Durante los últimos cuatro años se percibió un cambio de tono, con una acción exterior mucho más decidida tanto en la definición del papel de España como en la relación con Estados Unidos, la presencia en América Latina o la gestión de la agenda magrebí. Sin embargo, la crisis iraquí y los sucesos del 11-M han llevado a una importante marcha atrás en este proceso. Los fundamentos del viejo Retraimiento se han reforzado con la creciente presencia de tendencias antinorteamericanas y pacifistas y, sobre todo, con una intensa campaña política dirigida a convencer a la opinión pública de que es posible evitar la acción terrorista rehuyendo la intervención en Oriento Medio y distanciándose de la política norteamericana. Este nuevo Retraimiento supone un peligroso desarme moral de la sociedad española ante los retos que tiene ante sí y un refuerzo para la estrategia del islamismo radical.

Análisis: Por encima de los intensos debates de estas últimas semanas hay un punto en el que analistas, políticos y opinión pública parecen coincidir: la importancia histórica que para la política exterior española han tenido tanto el atentado terrorista del 11-M, como su efecto sobre las elecciones generales del 14-M y, finalmente, la orden dada por el Presidente del Gobierno de una retirada inmediata de las tropas estacionadas en Iraq. Hay un antes y un después de estos hechos cuya importancia en ningún caso podemos minusvalorar.

Es mucho lo que se ha dicho y escrito, desde posiciones políticas e ideológicas distintas, para valorar el giro dado a nuestra política exterior por el nuevo gobierno español. Cabe suponer que el debate se prolongará durante meses o años, cayendo de forma inevitable en la repetición de argumentos con la intención de que éstos vayan calando en la opinión pública. Es mi intención tratar de evitar caer en la citada repetición, volviendo a escribir lo ya expuesto en anteriores publicaciones, y centrarme en un aspecto menos tratado aunque de enorme importancia: la relación entre opinión pública y política exterior.

Los comportamientos ciudadanos acerca de temas relativos a la acción exterior del Estado tienden a mantenerse bastante estables a lo largo del tiempo. Al fin y al cabo conforman eso que hemos dado en llamar “culturas políticas”, conjuntos de percepciones y valoraciones que están latentes en el subconsciente colectivo y que se transmiten de padres a hijos. La política exterior por excelencia de los españoles es el Recogimiento, modelo establecido por Antonio Cánovas del Castillo desde un análisis racional de nuestras capacidades. El Recogimiento no era otra cosa que el reconocimiento de la impotencia. Después de la Guerra de la Independencia, las guerras coloniales en Hispanoamérica, las guerras carlistas, las cantonales y los desmanes de La Gloriosa era evidente que España carecía de los medios económicos para poder dotarse de un Ejército y una Armada en condiciones para hacer frente a los retos de una política exterior que implicara compromisos de mutua defensa con otras naciones europeas. Pero no era sólo un problema de medios. Pesaba y mucho la historia. Cánovas había realizado notables trabajos de investigación histórica sobre la decadencia de España. La imagen de un proyecto nacional lleno de oportunidades frustrado por la subordinación a los intereses de la Casa de Habsburgo en el continente estaba presente tanto en él como en los restantes dirigentes de la España liberal. España debía tratar de aislarse de un entorno caótico, que sólo le podía traer desgracias, para tratar de reconstruirse moral y materialmente y apuntarse al tren de la modernización.

La I Guerra Mundial puso a prueba el instinto de supervivencia de la clase política española. Dividida en sus afectos optó por la neutralidad, convencida de que era mucho más lo que se podía perder que lo que se podía ganar. El Recogimiento se impuso entonces y se volvió a imponer años más tarde, durante la II República, cuando un sector de nuestra intelectualidad y clase dirigente creyó llegado el momento de establecer el sueño kantiano de una sociedad internacional regida por el Derecho y ordenada en torno a una organización internacional, la Sociedad de Naciones. La II República alentó ilusionadamente el proyecto, pero cuando llegaron las dificultades, cuando algunos Estados miembros comenzaron a incumplir las resoluciones, en vez de exigir su cumplimiento se optó por rehuir el conflicto, el Recogimiento se transformó en Apaciguamiento, que no era otra cosa que traición a los ideales que se decía defender desde la convicción, una vez más, de la propia impotencia.

Para aquellos que vivieron con uso de razón la Transición de la dictadura a la democracia era evidente el ansia que los españoles sentían por poner fin a la humillante experiencia del aislamiento impuesto y por incorporarse lo antes posible al club de las naciones democráticas. En ese contexto Europa ya no era un ámbito caracterizado por las rivalidades entre naciones y la sucesión de estériles guerras. Bien al contrario, el proceso de unificación continental aparecía a los ojos de los españoles como la quintaesencia de todo lo que se anhelaba: los principios y valores de la convivencia, el Estado de bienestar y, sobre todo, una garantía de que no se volvería atrás. Los españoles necesitaban sentirse reconocidos como europeos, como iguales, en el concierto de las naciones. De ahí que desde los tiempos de la UCD la diplomacia española perseverara en lograr la “normalización” de nuestras relaciones internacionales y la plena incorporación a las instituciones europeas.

¿Suponía la incorporación a la Comunidad Europea un definitivo abandono del Recogimiento canovista? Definitivamente no. Por aquel entonces, en plena Guerra Fría, la Comunidad estaba lejos de asumir competencias en materia de política exterior, de seguridad y de defensa. Esos cometidos recaían, desde 1949, en la Alianza Atlántica, en el “vínculo transatlántico”. Los españoles no tenían dudas sobre las ventajas del ingreso en la Comunidad, hasta el punto de ser alarmante la falta de espíritu crítico ante una decisión de tanta envergadura. Pero no ocurría lo mismo con la Alianza Atlántica.

A diferencia de húngaros, polacos, checos y demás centroeuropeos, que han buscado con ahínco ingresar en la Alianza para lograr un cierto compromiso norteamericano con su seguridad, una gran parte de los españoles sólo veía inconvenientes en el ingreso. Los argumentos, más o menos expresos, eran varios y relacionados entre sí:

• No se percibía una amenaza que hiciera necesario un compromiso multinacional en materia de defensa, la Unión Soviética era un Estado lejano cuya peligrosidad había sido tan utilizada por la propaganda franquista para fines propagandistas que había llegado a perder credibilidad.

• Estados Unidos no era la nación que había salvado a España del fascismo sino todo lo contrario. Su colaboración con el general Franco, el respaldo a múltliples dictaduras latinoamericanas, los conflictos raciales o la Guerra de Vietnam eran elementos que hacían de este país un modelo rechazable para una izquierda que venía del radicalismo.

• El liberalismo político había quedado reducido a sectores muy minoritarios. Ni desde el mundo católico ni desde los distintos sectores de la izquierda se aceptaba una filosofía política considerada como inmoral y de la que Estados Unidos era su máximo exponente.

• La Alianza no sólo era innecesaria sino peligrosa, pues no era más que un instrumento del imperialismo norteamericano en el Viejo Continente.

• La paz era posible, no mediante la disuasión sino a través de la renuncia al uso de la fuerza. De ahí que el primer paso para garantizar nuestra seguridad fuera, para muchos, la ruptura del vínculo transatlántico.

En este contexto ideológico, el Partido Socialista no tuvo inconveniente en potenciar los prejuicios latentes y consolidar, sobre todo, una idea: que la entrada en la Alianza Atlántica suponía asumir un mayor riesgo de tener que participar en guerras. El resorte fundamental de activación del Recogimiento se había encendido y el rechazo al ingreso de España en la OTAN se convirtió en una valiosa palanca para conquistar el poder. El Partido Socialista no sólo no trató de educar a la sociedad española, bien al contrario potenció sus prejuicios con fines electorales. Aún así, ya en el poder y a través de complejos vericuetos diplomáticos, Felipe González mantuvo a España en la Alianza. España seguiría dentro, pero los españoles no sabían muy bien por qué, ya que no sentían la necesidad de formar parte de una alianza porque no percibían ninguna amenaza.

Una vez en la Comunidad –más tarde Unión Europea– el gobierno socialista situó a España bajo el paraguas protector del Eje París-Bonn. Eran los tiempos de Mitterrand y Köhl, años de claro compromiso atlántico y de preparación para el gran salto adelante que representarían los tratados de Maastricht y Amsterdam y la llegada de la moneda única. España buscaba estar en la foto, convencer de que era un país solvente, recibir fondos que permitieran poner a punto nuestra economía, ser aceptado como uno más al nivel que correspondía a su población de cuarenta millones de habitantes. El tiempo pasó y aquella política quedó anacrónica. Francia y Alemania, dirigidas ahora por Chirac y Schroeder, abandonaron el atlantismo y pasaron de ser el motor de la Unión a ser su lastre. La mala gestión económica, el rechazo a liberalizar la economía, el alto déficit público, la baja productividad y, en general, la mentalidad corporativa y antiliberal llevó a las economías de estos países hacia el estancamiento. Los grandes retos que se había planteado la Unión, recogidos en el Pacto de Estabilidad del euro y en la agenda de Lisboa fueron boicoteados por las dos grandes naciones europeas. Mientras tanto, España se había ganado una posición de respeto en el seno de la Unión. Había mostrado su solvencia y el relativo buen uso de los fondos para modernizar su economía. Los buenos resultados le otorgaban autoridad, era un modelo de referencia reconocido en toda Europa. España no sólo “estaba”, ahora ya “era” un actor importante. Esa autoridad comenzó a transformarse en poder en manos de un Aznar mucho más seguro de sí mismo, capaz de sacar adelante medidas de muy distinto tipo frente a la opinión de los grandes.

La sociedad española vivió con satisfacción el creciente bienestar económico y el destacado papel que se asumía en la dirección de los asuntos continentales. Pero el Partido Popular perdió la oportunidad de convencer a la ciudadanía de que España, por primera vez en su historia, ya no se limitaba a ejercer un europeísmo retórico, sino que había asumido la responsabilidad de participar en la dirección de los asuntos europeos con el objetivo de modernizar y hacer más competitivas las estructuras económicas continentales.

La crisis de Irak puso más en evidencia el escaso interés o la poca capacidad del Partido Popular para informar y convencer a la sociedad de sus propios puntos de vista. La política seguida fue coherente con las posiciones que el Gobierno venía manteniendo en temas tan importantes como guerra contra el terrorismo, relaciones transatlánticas, Unión Europea o relaciones con América Latina, pero apenas trató de explicar su postura. Con la gran mayoría de los medios de comunicación en contra, se fue generalizando una interpretación que podríamos resumir en:

• La guerra es innecesaria.
• La guerra es ilegal.
• La relación con Estados Unidos implica riesgo de guerra.
• La relación con Estados Unidos va en contra de la causa europeísta.

José María Aznar había logrado con éxito uno de los objetivos más importantes que se había marcado al inicio de su gobierno: colocar a España en el lugar que le correspondía en la escena internacional, en la cabeza de la construcción europea y con un vínculo privilegiado con Estados Unidos. Sin embargo, la mala gestión de su política informativa, la incapacidad del Partido Popular para explicar su exitosa acción exterior, hizo que la población sufriera vértigo por el papel que España estaba asumiendo y por los riesgos que se estaban corriendo. En otras palabras, la reacción a lo que no se entendía despertaba los fantasmas del pasado, el deseo de ocupar un papel más discreto pero más seguro. El espíritu del Retraimiento volvía a campar por sus respetos.

Los sondeos parecían dar la razón a los estrategas populares. Era evidente que la población no apoyaba la política exterior seguida, pero estaba dispuesta a continuar votando al Partido Popular por sus éxitos en política económica, empleo, lucha contra el terrorismo y defensa de la unidad nacional. Sin embargo, había un presupuesto que finalmente no se cumplió: que el coste de la política exterior fuera aceptable. El 11-M situó la cuestión de Irak en primera línea y el Partido Popular perdió las elecciones generales. El período más exitoso de la política exterior de España se saldaba con una derrota debida al rechazo ciudadano al papel jugado en Irak, por una artificial vinculación entre los atentados y la guerra. Cuando más razón tenían los españoles para superar sus complejos del pasado y actuar en la escena internacional con la autoridad y el poder legítimamente ganados, más la ciudadanía reivindicaba volver a su papel de potencia de tercer nivel, creyendo que con ello se garantizaba su bienestar, aun a costa de quedar sometida a los intereses franco-alemanes y de debilitar su posición ante las presiones marroquíes.

De la misma forma que en 1981-82 el Partido Socialista no tuvo ningún escrúpulo en movilizar el voto radical en torno al debate sobre el ingreso en la Alianza Atlántica, en 2003-04 una nueva generación de socialistas no ha tenido ningún reparo en fomentar el antinorteamericanismo, aun a sabiendas de la importancia que la colaboración con este país tiene para nuestra seguridad como españoles y como europeos. La colaboración de Estados Unidos en la lucha contra ETA, en la resolución de la Crisis de Perejil o en la conducción de determinadas cuestiones en Hispanoamérica la hacían merecedora de otro tratamiento, por reconocimiento y por interés nacional. De la importancia de Estados Unidos en la gestión de Marruecos es buena muestra el giro dado por el Gobierno socialista, abandonando la posición tradicional mantenida desde los tiempos de la UCD, para ceder ante las demandas marroquíes. Es un caso formidable de “autoderrota preventiva”, ante la evidencia de que en un futuro tanto Francia como Estados Unidos primarán al aliado marroquí frente a España. De esta forma se trata de dar alguna satisfacción a la nación vecina y ganar tiempo frente a futuras demandas.

La oposición socialista defendió la idea de que España actuaba en contra de los intereses de la Unión Europea, aunque a iniciativa de Aznar diecisiete países se desmarcaran de la posición franco-alemana y pese a que estos dos grandes sean los mayores obstáculos para el cumplimiento de los objetivos de modernización económica asumidos por la propia Unión. El mensaje caló, así como sus consecuencias. Para muchos españoles hay naciones europeas de primera y de segunda. Francia y Alemania, por su tamaño e historia, parecen tener más derechos que otras a la hora de definir posiciones comunes. El bien de España pasa por situarse bajo su influencia y renunciar a la defensa de sus derechos, sean estos referentes al número de votos, a la definición de la agenda de modernización o a sus responsabilidades en el Magreb. El Retraimiento se transmuta en irresponsable entreguismo, en pos de unas seguridades que no sólo no llegarán sino que implicarán un alto coste.

Tras el 11-S la comunidad internacional fue paulatinamente definiendo los medios con los que combatir el terrorismo islamista. Poco a poco se fue generando una cierta cultura, que en el caso español se sumaba a la previa consolidada tras décadas de lucha contra ETA. Sin embargo, en la escalada dialéctica en torno a la crisis de Irak, el Partido Socialista y determinados medios de comunicación llegaron a afirmar que el atentado terrorista del 11-M estaba directamente vinculado con la presencia española en Irak. El mensaje, expresado con meridiana claridad, era: si dejamos de intervenir en Oriente Medio nos veremos libres del terrorismo islamista. Es la injerencia de todo tipo auspiciada por Estados Unidos la responsable de estos sucesos. Con estos argumentos el Partido Socialista llegaba fácilmente al elector, poco preparado por el Partido Popular para analizar estos sucesos, pero lo empujaba hacia un desarme moral en el largo conflicto contra el terrorismo. No sólo los argumentos eran falsos, resultaban además una irresponsabilidad que acabará pagando su inductor. El Gobierno español, sea cual sea el grupo parlamentario que lo sustente, necesita una sociedad claramente unida en torno a la cuestión terrorista, frente a la que no hay más estrategia que el decidido combate junto con nuestros aliados. Pensar que alejándonos de Estados Unidos y retirándonos de Oriente Medio vamos a apaciguar a los terroristas es una prueba de la falta de comprensión del fenómeno. Con Occidente fuera de Oriente Medio la evolución de la región seguirá en la misma línea de descomposición que en las últimas décadas, hasta llegar a una situación en la que el islamismo radical pueda conquistar el poder político. España, como nación vecina, sufrirá muy directamente las consecuencias.

En este proceso de alimentación del viejo Retraimiento y de desarme moral frente al terrorismo se dio un importante paso adelante al explicar a la población que la retirada de las tropas españolas estacionadas en Irak, después de sufrir el ataque del 11-M, no suponía un paso atrás en el combate contra el terrorismo. La realidad era exactamente la contraria. El islamismo radical vivió la retirada como un triunfo, de la misma forma que los que defienden la democracia liberal en el Mundo Árabe la sintieron como una grave derrota. Francia y Alemania se limitaron a “comprender”. El aislamiento de la posición española fue grande, pero la población vivía la experiencia con alivio.

Si tras el 11-S quedó claro que una amenaza de aquellas dimensiones no podía ser combatida sólo por medios policiales y de inteligencia, como resultó evidente en Afganistán, tanto en España como en Europa se oyen voces desde la izquierda rechazando el uso de las Fuerzas Armadas en el combate contra el terrorismo. Una vez más se avanza en el intento de convencer a la población de que es posible evitar las acciones terroristas si nos retiramos de la primera línea, si dejamos de perseguir a los terroristas allí donde se organizan y tienen sus centros operativos. Exactamente el mismo mensaje que el islamismo radical quiere que triunfe en Europa, aquél que le permitirá intervenir en las campañas electorales y chantajear a la opinión pública a cambio de una ilusión de paz.

Conclusiones: El 11-M ha supuesto un hito en la historia de la política exterior española, representando una marcha atrás en el proceso de maduración y asunción de responsabilidades de España en la escena internacional. El desinterés o la incapacidad del Partido Popular en la labor fundamental de explicar sus políticas a la ciudadanía hizo que sus posiciones no tuvieran nunca el suficiente respaldo y que al producirse el atentado terrorista la opinión estuviera fácilmente dispuesta a asumir posiciones críticas. El Partido Socialista hizo suyas las banderas del antinorteamericanismo, del desenganche atlántico y del pacifismo, creando la ficción de que la paz es posible si se rehuye la intervención. El resultado es un desarme moral de la sociedad española en su lucha contra el terrorismo internacional y el realineamiento de España en posiciones contrarias a la modernización de las estructuras económicas de la Unión Europea y a la colaboración transatlántica en la lucha contra el islamismo radical.

Florentino Portero
Secretario del Grupo de Estudios Estratégicos (GEES)