¿Politizar la Comisión? ¿Es posible? ¿Es conveniente?

Tratados de Roma por los que se crean la CEE y Euratom. Foto: Marco Zeppetella/ European Union, 2017.

Tema

¿Es posible y conveniente avanzar hacia una Comisión Europea más política a la luz de los Tratados y la evolución histórica?

Resumen

La Comisión Europea fue inicialmente concebida como un cuerpo tecnocrático e independiente, creada para salvaguardar los Tratados y defender el interés general de la UE. No obstante, su naturaleza sui generis político-administrativa, a partir de las competencias atribuidas en los Tratados, y la evolución histórica han llevado a que la Comisión adquiera un papel cada vez más político. La pregunta que se plantea es, hasta qué punto es posible y deseable una Comisión más fuerte y política. Asimismo, se aborda aquí el tema de estudio teniendo en cuenta los retos y oportunidades para España ante una Comisión Europea más política.

Análisis

¿Hacia una Comisión Europea más política? Evolución histórica

El diseño inicial de la Comisión Europea se basó en un ideal tecnocrático, siguiendo el “método Monnet” (Russack, 2019). Según esto, la Comisión debía ser una institución que tomara decisiones sobre la base de la capacidad técnica y la protección del interés general, lejos de los intereses políticos del corto plazo y el particular de los diferentes Estados miembros. La “guardiana de los Tratados” sería, por tanto, legítima en la medida en que fuera independiente y eficaz para sacar adelante cuestiones de alto carácter técnico, como la culminación del mercado interior o la creación de la moneda única.

Sin embargo, a partir del Acta Única Europea (1986) empezó a plantearse como insuficiente dicha legitimidad tecnocrática, señalando un déficit democrático de la Unión. Varios fueron los aspectos que desencadenaron este debate: el “no” danés al Tratado de Maastricht en 1992, que mostró por primera vez el escepticismo ciudadano respecto al proceso de integración y sus elites políticas y tecnocráticas; el desbordamiento del proyecto europeo, que comenzó a abarcar un mayor número de áreas –justicia, asuntos exteriores, inmigración etc.–; el aumento del uso del voto por mayoría cualificada, disminuyendo la capacidad de veto de los Estados miembros; y, por último, la caída de la Comisión Santer en 1999, bajo acusaciones de corrupción, abuso de poder y fraude. Esta combinación de factores perjudicó la concepción originaria de una Comisión independiente y tecnocrática (Russack, 2019).

Para resolver esta percepción de falta de calidad democrática, se decidió aumentar el control del Parlamento Europeo sobre la Comisión Europea en los siguientes Tratados (Maastricht, Ámsterdam y Lisboa) tanto en el nombramiento inicial del presidente y la designación del resto del Colegio como en la posterior rendición de cuentas periódicas.

En términos de contenido, la Comisión Europea aumentó su capacidad de actuación sobre un mayor número de cuestiones que conllevaban interpretaciones de carácter político. Esto implica tomar decisiones que afectan de manera directa a la ciudadanía de los Estados miembros, por lo que el comportamiento de las instituciones europeas ya no es algo ajeno al público general y empieza a estar sometido al escrutinio. Es decir, se difumina la diferencia entre la integración europea y la política doméstica, pues las decisiones políticas nacionales se ven condicionadas por el plano europeo.

En términos de procedimiento, la progresiva vinculación de la Comisión al Parlamento Europeo en aras de solventar el déficit democrático comporta una concepción de la Comisión como un cuerpo de carácter político, más allá de su capacidad técnica y experiencia.

En este contexto, la Comisión Juncker (2014-2019) marca un punto de inflexión. En 2015, durante su primer Discurso sobre el Estado de la Unión, el presidente Juncker afirmó: “Quiero liderar una Comisión política. Una Comisión muy política”.

Con este propósito, acometió cambios hacia una estructura organizacional más jerárquica, mediante el nombramiento de vicepresidentes que lideraran las diferentes carteras. El objetivo era acabar con la mentalidad de silos, así como favorecer la coordinación interna desde la etapa inicial en la elaboración de propuestas y toma de decisiones. Juncker reforzó la priorización de temáticas, como muestran las 10 áreas recogidas en sus orientaciones políticas, siguiendo la idea de “hacer más en las grandes cosas y menos en las pequeñas” (Borchardt, 2016; Dawson, 2019). Por lo tanto, también implicaba poner a la Comisión en el centro de los grandes debates, superando las cuestiones burocráticas y pormenores técnicos. Dos fueron las razones que motivaron esa aproximación.

En primer lugar, Juncker se vio legitimado por el procedimiento del Spitzenkandidaten con el que fue nombrado, según la interpretación que se hizo para las elecciones de 2014 del Tratado de Lisboa (que había entrado en vigor a final de 2009 y, por tanto, era la primera vez que desplegaba sus efectos en una investidura de nueva Comisión). La alusión a que la propuesta de candidato a presidente se ha de hacer “teniendo en cuenta el resultado de las elecciones europeas” llevó a los partidos políticos europeos a designar candidatos principales, y él fue el candidato del Partido Popular Europeo, que resultó ganador relativo. La idea era vincular la figura del presidente de la Comisión con los electores europeos, dando así un importante paso en la legitimación política de la institución.

Además, Juncker fue nombrado en un contexto complicado: las elecciones europeas de 2014 contaron con una participación de menos del 43%, el porcentaje más bajo de la historia, resultado del euroescepticismo que había ganado peso tras la gestión de la Gran Recesión y la crisis de deuda (2008-2014), que alentó las críticas hacia una UE manejada por elites tecnócratas que imponen medidas de austeridad en perjuicio de la ciudadanía. Juncker, por lo tanto, entendió que la Comisión debía priorizar en aquellos temas de mayor relevancia y con beneficios tangibles para la población.

La Comisión von der Leyen y la política

La designación de Ursula von der Leyen como presidenta en 2019 pareció, en un primer momento, que revertiría dicha vocación política que renovó Juncker, pues no se hizo conforme al proceso del Spitzenkandidaten sino que fue designada sin transparencia mediante negociaciones intergubernamentales. Además, von der Leyen, hasta entonces ministra de Defensa alemana, estaba estrechamente vinculada a la canciller Merkel y parecía carecer del carisma político de su predecesor.

No obstante, von der Leyen continuó con la estructura jerárquica iniciada por Juncker, ha destacado el “liderazgo político” que ejercen sus comisarios y ha identificado sus orientaciones políticas en torno a seis ejes. Es más, anunció su vocación de liderar una Comisión geopolítica. En un contexto internacional complejo y de competitividad entre grandes potencias, la Comisión no debía permanecer ajena a estas dinámicas, apostando por adoptar un papel proactivo en la defensa de los intereses europeos. Esto se ha materializado en propuestas de marcado carácter estratégico, como la nueva estrategia industrial, la iniciativa para monitorizar las inversiones extranjeras o el mecanismo para proteger el mercado único de la competencia desleal de empresas del exterior que reciben apoyo público. Ante el desafío sin precedentes de la pandemia, supo adoptar iniciativas innovadoras como el mecanismo de compra conjunta de vacunas o el Instrumento SURE para proteger el empleo.

En definitiva, en los últimos años se ha podido observar una evolución del papel de la Comisión, que ha venido adquiriendo una posición de mayor protagonismo y carácter político. Por un lado, esto se ha debido a la voluntad del presidente de la Comisión –sobre todo con Juncker–; por otro, las crisis de las últimas décadas, así como un contexto europeo e internacional más complejo, han obligado a la Comisión a adoptar decisiones de manera más ágil y rápida, con un papel más proactivo a la hora de priorizar la agenda y tomar la iniciativa, teniendo en cuenta el entorno y las preocupaciones de la ciudadanía. Este desarrollo no ha quedado reflejado en un cambio de los Tratados, por lo que el futuro de la politización de la Comisión no está consolidado.

La posibilidad de una Comisión Europea política a la luz de los Tratados y las limitaciones institucionales

Esta tendencia histórica hacia una Comisión más política se debe a su naturaleza híbrida, basada en una doble misión: por un lado, política –enfocada a la integración europea y representada por los comisarios–; y, por otro, administrativa –centrada en funciones burocráticas y de gestión, a cargo de las Direcciones Generales y sus servicios (Nugent y Rhinard, 2019; Russack, 2019)–. De hecho, Nugent y Rhinard (2019) afirman que los propios Tratados dotan a la Comisión de distintos papeles políticos.

En concreto, el artículo 17.1 del TUE apunta que “la Comisión promoverá el interés general de la Unión”. Teniendo en cuenta la vaguedad del concepto “interés general”, y que éste puede verse afectado por el marco temporal, la Comisión tiene la capacidad de establecer y dar forma a la agenda de la Unión en función de las prioridades.

Asimismo, el artículo 17.2 del TUE establece que “los actos legislativos de la Unión sólo podrán adoptarse a propuesta de la Comisión”. Si bien la decisión final recae en el Consejo y el Parlamento Europeo, la Comisión tiene la iniciativa legislativa y se encuentra presente en todas las etapas legislativas hasta su adopción; además, no se ve afectada por las limitaciones de continuidad o de heterogeneidad de intereses que tienen las otras dos instituciones.

Por último, el TUE concede a la Comisión las funciones de ejecución y gestión del presupuesto y los programas, así como la supervisión de la aplicación del Derecho de la UE. Por consiguiente, la Comisión puede adoptar decisiones en materia de competencia, fiscalidad o Estado de derecho que afectan a Estados miembros y empresas y que, en muchos casos, adoptan un tinte político. Un claro ejemplo es la discrecionalidad en la aplicación del Pacto de Estabilidad y Crecimiento, como se puso de manifiesto en 2016 cuando Juncker optó por dar mayor margen a Francia –y también España– antes de aplicar sanciones ante el incumplimiento de las reglas fiscales. Si bien las normas buscan una implementación objetiva, la voluntad política puede influir de manera determinante en su interpretación. Ante el impacto de la pandemia, el masivo apoyo público a la economía fue posible gracias a la decisión de la Comisión de adoptar un marco temporal más flexible para la concesión de ayudas de Estado.

A las disposiciones incluidas en los Tratados, hay que añadir que las personas que ocupan los altos cargos de la Comisión, en concreto el presidente, son figuras de carácter político y que han desarrollado sus respectivas carreras políticas en el ámbito nacional. Nguyen (2021) pone como ejemplo el apoyo mostrado por la presidenta von der Leyen al candidato de su misma familia política europea durante las elecciones croatas. Junto a esto, el proceso de elección del presidente de la Comisión y los comisarios está condicionado por diferentes factores de carácter político: distribución geográfica entre los nombramientos, relevancia política en el país de origen, personalidad del candidato, etc.

En cualquier caso, pese a la evolución histórica y margen concedido en los Tratados, la Comisión Europea encuentra muchos límites a la hora de desarrollar su carácter político y ser un ente más fuerte en el entramado institucional europeo.

Muestra de ello es la dificultad que tuvo la Comisión Juncker a la hora de convertir en legislación sus propuestas. Según el Parlamento Europeo, a finales de 2018 –cuando quedaban meses para finalizar la legislatura– la Comisión había presentado el 94% de sus propuestas; sin embargo, sólo el 66% de las mismas había sido adoptado. De acuerdo a los últimos datos relativos a la Comisión von der Leyen, a finales de agosto de 2021 apenas se ha adoptado el 50% de las 212 propuestas presentadas por la Comisión. Por lo tanto, el Parlamento Europeo y Consejo, ostentadores del procedimiento legislativo ordinario (art. 294 del TFUE), siguen teniendo la última palabra a la hora de materializar las iniciativas de la Comisión.

A esto hay que añadir la creciente importancia que ha adquirido el Consejo Europeo como iniciador y fijador de la agenda europea. De acuerdo con el artículo 15 del TUE, “el Consejo Europeo dará a la Unión los impulsos necesarios para su desarrollo y definirá sus orientaciones y prioridades políticas generales”. Además, los debates en el seno del Consejo Europeo son cada vez más concretos y las conclusiones de los Consejos Europeos más precisas, lo que reduce el margen de la Comisión (Dinan, 2017; citado en Russack, 2019).

Esta dinámica se justifica por el nuevo intergubernamentalismo, una escuela de pensamiento que señala que la integración europea ha seguido una lógica más intergubernamental que supranacional. En concreto, apunta que el creciente peso del Consejo Europeo responde al hecho de que los Estados miembros pueden estar dispuestos a una mayor interacción en el seno de instituciones europeas intergubernamentales, pero son reacios a transferir soberanía a las instituciones supranacionales (Bickerton, Hodson y Puetter, 2015; citado en Russack, 2019).

Prueba de ello es el Instrumento Europeo de Recuperación, cuya adopción es resultado del impulso dado por los principales Estados miembros –Francia y Alemania, pero también España–, así como de largas y técnicas negociaciones que tuvieron lugar en el Consejo Europeo de julio de 2020. De la misma manera, cuando Hungría y Polonia vetaron la adopción de dicho Instrumento por su oposición al mecanismo que vincula los fondos europeos al respeto al Estado de derecho, el desbloqueo se produjo gracias a un acuerdo intergubernamental en el Consejo Europeo de diciembre de 2020.

En este sentido, la capacidad y alcance de la Comisión para sacar adelante propuestas sigue dependiendo en gran medida del respaldo y apoyo de los jefes de Estado y de Gobierno de los Estados miembros.

En último lugar, cabe señalar las dificultades ante los intentos de democratizar –y, con ello, politizar– la Comisión Europea. El fracaso del proceso de Spitzenkandidaten en las elecciones de 2019 demuestra los obstáculos de este modelo a la hora de encontrar respaldo incluso entre los principales europeístas, como el presidente Macron. Por último, avanzar hacia una Comisión vinculada a los procesos electorales tiene otras limitaciones: por un lado, podría erosionar la credibilidad de la Comisión como institución independiente que vela por el interés general, dificultando su función; por otro lado, avanzar hacia una democratización de la Comisión no se consigue únicamente con el proceso Spitzenkandidaten, sino que requiere de otros elementos, como partidos políticos europeos con programas en clave transnacional o un verdadero espacio público europeo, aspectos en los que queda mucho camino por recorrer.

¿Es deseable una Comisión Europea “política?”

La experiencia apunta a que, pese al ideal inicial tecnocrático, la Comisión ha tendido a ser crecientemente política; es más, como se desprende del presente análisis, de hecho, para que la Comisión pueda ejercer su función como defensora del interés general de la Unión debe, en cierto modo, ser política.

En este sentido, no debería entenderse una Comisión política en los términos tradicionales de izquierda/derecha o progresista/conservador, sino en cuanto a su capacidad para defender los valores sobre los que se constituyó el proyecto europeo. Según el artículo 2 del TUE, la Unión se fundamenta sobre valores como la libertad, la democracia o la igualdad y, de acuerdo con el artículo 3 del TUE, la finalidad de la UE es promover dichos valores. Por lo tanto, la UE es un objeto político en la medida en que su naturaleza viene guiada por unos valores consagrados, sobre la base de una elección política, en los Tratados, diferenciándose así de otros modelos políticos. De esta manera, la actuación de las instituciones europeas –incluida la Comisión– viene motivada y justificada por dichos principios.

En plano interno, el desafío planteado por Polonia y Hungría al Estado de derecho es político, pues están poniendo en tela de juicio los valores que cimientan la Unión. La capacidad para hacer frente a esta deriva depende, en gran medida, de la resolución política de la Comisión para defender los principios constitutivos de la UE.

La actuación titubeante de la Comisión en este asunto ha venido generándole críticas, acusada de dejación de funciones –incluyendo una demanda del Parlamento Europeo por inacción–. A su vez, demuestra las debilidades de la propia Comisión a la hora de ejercer su cometido con autoridad y autonomía. En cualquier caso, esta situación refleja la necesidad de acordar una mejor definición de responsabilidades de las distintas instituciones, que eviten la imagen de una Unión con instituciones débiles, incapaces de llevar a cabo sus respectivas funciones o que se superponen en el ejercicio de las mismas.

Cabe recordar que el papel ejercido por la Comisión durante las negociaciones del Brexit con el Reino Unido, siendo capaz de mantener una voz sólida y unida, con un mandato claramente político, demuestra lo oportuno de una Comisión fuerte y política.

Hoy en día, a diferencia del sentimiento euroescéptico surgido tras la crisis de 2008, la reacción ambiciosa y solidaria de la UE ante la pandemia del coronavirus, con un papel importante de la Comisión, ha ayudado a mejorar la confianza de los ciudadanos hacia el proyecto europeo. Es más, en comparación con el Parlamento Europeo y el Consejo, la Comisión demostró más capacidad de adaptación para acomodar su funcionamiento y proceso de toma de decisiones al contexto de pandemia, dotándose así de un papel más destacado (S. Russack y D. Fenner, 2020).

La Conferencia sobre el Futuro de Europa puede ser una buena ocasión para reflexionar sobre la oportunidad de avanzar hacia una Comisión más fuerte y política. No parece posible que este proceso pueda desembocar en un cambio en los Tratados; además, teniendo en cuenta los retos pendientes y la necesidad de consolidar los importantes pasos dados por la UE en este último año, no sería prudente abrir nuevos expedientes delicados, como una revisión o ampliación de las competencias de la Comisión.

Además, la idea de una Comisión más política también cuenta con opiniones más reacias, por ejemplo, se plantea el hecho de que pueda perjudicar el papel neutral de la Comisión de guardiana de los Tratados. Igualmente, hay que preguntarse si una Comisión fuerte y política reforzaría el apoyo a la UE o, por el contrario, podría avivar un sentimiento de rechazo y euroescepticismo. Una Comisión más política también puede llevar a que ésta quiera ampliar progresivamente sus funciones, afectando al equilibrio interinstitucional y al reparto de competencias con los Estados miembros.

Sin embargo, sí sería adecuado abordar, con mirada histórica, cómo ha evolucionado esta institución y definir de manera clara cuál debe ser su posición ante los retos que afronta la UE. En un contexto complejo, donde las dinámicas de cambio son cada vez más veloces, no sería prudente dejar el papel de la Comisión a la voluntad política del momento, sin haber definido con anterioridades los límites de actuación de cada institución y la relación entre las mismas.

Conclusiones

Desde una mirada española

Desde diferentes perspectivas, a España podría convenirle una Comisión más política. Por un lado, es un país altamente europeísta, que ha sabido posicionarse como un socio fiable ante cuestiones como la compra conjunta de vacunas; es decir, situarse cerca de la Comisión facilitaría un aumento de su influencia. Además, una Comisión fuerte podría mantener una posición en defensa de la UE en su conjunto más allá de los intereses nacionales de los grandes Estados miembros –sobre todo, Francia y Alemania–. Frente a las alianzas gubernamentales –eje franco-alemán, Visegrado, frugales, etc.–, España podría presentarse como un actor útil para tejer diferentes vínculos de confianza y, con ello, ser un forjador de consensos. España es, además, uno de los países más tolerantes y avanzados en derechos de la ciudadanía, lo que podría ser de gran apoyo ante la Comisión para ejercer su papel político como defensora de los principios democráticos que rigen la Unión. Por otro lado, dejar que la Comisión adopte un papel más duro ante países como Hungría y Polonia reduciría las potenciales tensiones en las relaciones interestatales.

Esta posibilidad, no obstante, también entraña retos para España. Una Comisión más política implicaría que ésta se pronuncie ante aspectos delicados de la vida política interna –la renovación del Consejo General del Poder Judicial, la cuestión catalana…– y sea más exigente en la supervisión de la aplicación del Derecho de la UE. También podría conllevar que busque aumentar sus funciones en áreas en las que España no quiere ceder competencias o quedar sujeta al ámbito supranacional. La tendencia de los actores políticos nacionales de llevar a Bruselas los desencuentros internos tampoco es apropiada.

Además, a la hora de reforzar la influencia en la Comisión es importante tener en cuenta aspectos como los siguientes: la habilidad a la hora de elegir al comisario nacional –considerando factores como la preparación y conocimiento de la esfera europea del potencial elegido, afinidad con el resto de miembros del Colegio de Comisarios, etc.–; incrementar la presencia de nacionales en la Comisión en direcciones generales, cargos intermedios y puestos de carrera, e impulsar la interlocución y coordinación con y entre ellos, sobre todo en aquellas carteras y temas en los que haya especial interés; y, finalmente, la capacidad de España de construir una política europea consensuada con todos los actores nacionales y que se mantenga en el tiempo más allá de los cambios gubernamentales, con el fin de asegurar una mayor visibilidad ante las instituciones europeas, en este caso, la Comisión.


Referencias bibliográficas

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