Pakistán: del estado de excepción a la convocatoria de elecciones (ARI)

Pakistán: del estado de excepción a la convocatoria de elecciones (ARI)

Tema: Se analizan la declaración del estado de excepción en Pakistán y el cese del general Musharraf como jefe de las fuerzas armadas y su investidura como presidente, así como la convocatoria de elecciones para el próximo 8 de enero. 

Resumen: Este análisis examina el actual escenario político en Pakistán a raíz del establecimiento del estado de excepción en noviembre, que se prolongó a lo largo de casi mes y medio. Durante este período se creó un clima turbulento en el que tuvieron lugar cientos de detenciones de opositores al régimen (incluido el arresto domiciliario del presidente del Tribunal Supremo) y se produjo una amplia censura informativa. Con todo, la crisis ha ido amainando ante el cese de Musharraf como jefe del ejército el pasado día 28 de noviembre (ejerciendo ahora sólo como presidente), el anuncio de la convocatoria de elecciones, la facilitación del regreso de Nawaz Sharif y la posterior liberación de parte de los detenidos. Si bien la situación no se ha normalizado y persiste la inestabilidad, aún susceptible de agravamiento, lo cierto es que por primera vez en ocho años se ha abierto la posibilidad de una transición democrática en Pakistán. Esta transición sólo puede tener lugar si existe la madurez suficiente por parte de los líderes de los dos partidos políticos principales, el PPP y el PML-N, para colaborar y promover un cambio.

Análisis: El término que mejor ha definido la compleja situación de Pakistán durante el último año ha sido el de crisis: la crisis por motivo de la revuelta de los jueces, la crisis de la Mezquita Roja, la crisis tras la cuestionable reelección presidencial de Musharraf y, por último, la crisis generada con la declaración del estado de excepción para garantizar la investidura del presidente y su cese como jefe militar. No obstante, dada la frecuencia con que suceden las crisis, habría que preguntarse si esta situación se está convirtiendo ya en un escenario desgraciadamente endémico en Pakistán, dada la agitada vida política paquistaní, o si, por el contrario, el problema apunta a la persistencia de una profunda fisura –entre la omnipresencia del poder militar como garante posible de la pervivencia de Pakistán como nación y el resto de la sociedad civil– gestada durante el período posterior inmediato a la creación del Estado paquistaní. Esta fisura, aún no resuelta, sería la causante de la casi permanente turbulencia política que aqueja a ese país y que impide la consolidación de un sistema democrático. En cualquier caso, una parte de la inestabilidad presente de Pakistán también se debe al clima convulso que vive la región y a la ausencia de una presión internacional efectiva en apoyo a la demanda cada vez más evidente de la sociedad paquistaní para favorecer que el ejército abandone su especial posición de poder. 

Así, una vez levantado el estado de excepción impuesto el pasado tres de noviembre, se avecina un nuevo período de incertidumbre debido a la celebración de las elecciones legislativas que tendrán lugar, previsiblemente, el próximo ocho de enero. Los vaivenes de las distintas fuerzas de la oposición en las últimas semanas acerca de si participar o no en unos comicios que, a priori, ofrecen escasas garantías, han dado paso a múltiples cábalas sobre un escenario post-electoral que promete ser agitado. Aunque Musharraf ha dejado entrever que podía abandonar la presidencia del país si el pueblo no le apoya, la poca credibilidad que ofrecen sus palabras hace pensar que seguramente continuará en el cargo, a menos que los dos líderes de los principales partidos políticos, Nawaz Sharif y Benazir Bhutto, colaboren para forzar su marcha.

La proclamación del estado de excepción
A pesar de los rumores, la declaración del estado de excepción causó una gran sorpresa, tanto dentro como fuera de Pakistán. La detención inmediata de cientos de miembros de la oposición política y de la sociedad civil contraria a Musharraf (principalmente abogados y defensores de los derechos humanos), junto con el apagón informativo inicial, hicieron presagiar la deriva hacia un endurecimiento del carácter militar del régimen. No en vano, Musharraf promulgó una Orden Constitucional Provisional y la suspensión de la Constitución basándose en su condición de jefe de las fuerzas armadas. Además, para garantizar que tras el cese del estado de excepción las detenciones ocurridas durante este período no fueran susceptibles de ser recurridas ante los tribunales superiores de justicia, el general aprobó el día 21 de noviembre una cuestionable enmienda constitucional.

El motivo del establecimiento del estado de excepción podía estar en una eventual decisión del Tribunal Supremo –una sección del mismo estaba deliberando sobre la validez de las elecciones presidenciales del 6 de octubre– de invalidar la reelección de Musharraf, dada su condición de militar. El temor a que la decisión diera origen a una protesta masiva en el país, aumentando notablemente la inestabilidad interna, obligó una vez más al general (y al ejército que lo respalda) a intervenir en beneficio propio. Quizá Musharraf también hubiera sido capaz de continuar en la presidencia pese al veredicto judicial adverso, pero dada la tradicional actitud de la mayoría de los líderes paquistaníes –tanto los dictadores como los primeros ministros civiles– de hacer promover sus intereses personales modificando la legalidad vigente, Musharraf optó por crear un clima de confusión, apelando a la necesidad de estabilidad interna del país, para cambiar a los jueces del Tribunal Supremo y poner a otros afines a su figura.

Durante el último mes han continuado los ataques en la región fronteriza con Afganistán, un tipo de violencia que pasa más desapercibida a las críticas de la comunidad internacional, y que está afectando a la población civil de la zona, especialmente a los niños, las víctimas de los últimos incidentes. Sin embargo, en el resto del país se ha vivido una relativa calma en cuanto a la actividad de los grupos violentos, desde luego en comparación con los atentados del 18 de octubre en Karachi –mientras tenía lugar la celebración multitudinaria del regreso de Benazir Bhutto–, que costaron la vida a 139 personas, o con el nuevo intento de asesinato del propio Musharraf días más tarde.

Es probable que Musharraf buscase un clima de máxima seguridad para propiciar el cambio más delicado y más ansiado por una parte de la sociedad paquistaní: su abandono del uniforme militar. El pasado 28 de noviembre dejaba su condición de jefe de las fuerzas armadas e investía en el cargo a su más cercano colaborador, Ashfaq Pervez Kayani. Además, el día 15 había tenido lugar otra situación igualmente delicada: la disolución del Parlamento y de las asambleas provinciales, y el nombramiento del hasta entonces presidente del Senado como jefe del Gobierno interino, que sería el encargado de garantizar el buen desarrollo de la convocatoria electoral.

Desposeído de su condición de militar, el futuro político de Musharraf queda más a merced de la capacidad de colaboración de los partidos políticos para disminuir los poderes del presidente (o eventualmente forzar su salida del cargo), o del apoyo que pueda ofrecerle el ejército, que de su propia voluntad para llevar las riendas del país. No obstante, Musharraf, pese a ser un líder en declive, ha mostrado hasta ahora una enorme capacidad de supervivencia, en parte por la nula predisposición de los principales partidos políticos para hacer un frente común con otros sectores relevantes de la sociedad civil.

El papel de los partidos políticos
Con el regreso a Pakistán de Nawaz Sharif el 25 de noviembre –a raíz de la intermediación del Gobierno de Arabia Saudí–, y la vuelta triunfal en octubre de Benazir Bhutto –tras haber pactado con Musharraf un acuerdo de naturaleza política–, se ha modificado sustancialmente el panorama político interno, pues ahora están presentes todos los actores principales. Esta situación, que no se producía desde 1999, ha constituido un paso más hacia una verdadera normalización política, pero aún queda el escollo de la celebración de unas elecciones con las debidas garantías. La proximidad de la fecha de los comicios (el 8 de enero), su cercanía temporal con el estado de excepción, las dificultades de organización de los partidos políticos (quizá el mejor movilizado y con mejor estrategia sea el PPP) y las dudas sobre la capacidad de la Comisión Electoral para la elaboración de unas listas creíbles son factores que hacen difícil que las elecciones se celebren con las suficientes garantías.

Aún así, pese a las dudas iniciales, los principales partidos, como el PPP y el PML-N, han optado por participar en los comicios. El primero en anunciar su decisión de presentarse a la convocatoria fue el PPP, a través de su presidenta, Benazir Bhutto, quien en los últimos meses ha pasado de posible colaboradora de Musharraf (a favor de una transición democrática en el país) a ejercer de cabeza visible de la oposición durante el estado de excepción y más recientemente a adoptar una postura de expectativa y diálogo ante la evolución de los acontecimientos. Nawaz Sharif, ya incorporado a la actividad política interna en plena crisis, tras un pacto por el que podrían haberse eliminado los cargos pendientes contra él con la justicia paquistaní, también se posicionó inicialmente en contra de presentarse a los comicios, quizá pensando que esa estrategia sería la más favorable para capitalizar el descontento popular. Sin embargo, el día 3 de diciembre, tras haberse reunido con su antigua contendiente, Benazir Bhutto, el líder del PML-N anunció que su partido concurriría a las elecciones.

Con respecto a las demás formaciones, la más próxima a Musharraf, el partido gubernamental del PML-Q (Liga Musulmana de Pakistán, Quaid-e-Azam) acudirá a los comicios buscando obtener un respaldo que le garantice una posición de negociación ante la formación de una posible coalición de poder. La situación del partido liderado por Chaudhary Shujaat Hussain parece muy precaria, dado que carece de una base tradicional de votos y ha sido encumbrado al poder a través de la corrupción electoral. Lo más probable es que si las elecciones se celebrasen con unas mínimas garantías, el PML-Q no alcanzaría una mayoría suficiente de votos y esto influiría significativamente en los apoyos a la figura del presidente. Por otra parte, el MQM (Muttahida Qaumi Movement), un partido más pequeño que cuenta con especial apoyo en Karachi y que es conocido por su participación en actividades violentas, apoyaría una eventual coalición favorable a Musharraf.

En cuanto a la formación islamista del MMA (Muttahida Majlis-Amal), agrupación de seis partidos que obtuvo un 12% del voto en las elecciones del 2002, la crisis que se había cerrado tras las diferencias sobre la reelección presidencial, debido al deseo de boicoteo por parte de la Jamaat-i-Islami de la misma, ha aflorado de nuevo de cara a los próximos comicios. Mientras que la mayor parte de los partidos de esa agrupación, liderados por el maulana Fazlur Rehman de la Jamiat-Ulema-i-Islam o JUI, va a participar, la Jamaat-i-Islami no acudirá a las urnas. Si persisten las fricciones en el seno del MMA, esto podría repercutir negativamente en la intención de voto a estos grupos.

El papel de la sociedad civil
Si bien Musharraf todavía cuenta con algún respaldo popular (difícilmente medible, pero claramente visible), un amplio sector de la sociedad paquistaní, formado por los abogados, los periodistas, los grupos de derechos civiles y, sobre todo, las masas populares que apoyan a los principales partidos, se ha pronunciado en contra de su figura tras el establecimiento del estado de excepción. Pese a la prohibición de las manifestaciones, la gente ha salido a las calles de las principales ciudades para mostrar su descontento, y la prensa paquistaní no ha dudado en pronunciarse en contra del giro que estaban tomando los acontecimientos.

Sin embargo, no hay que olvidar que Musharraf llegó al poder en 1999 mediante un golpe de Estado (el único que no fue respaldado inicialmente por EEUU, a diferencia de los de Ayub Khan y Zia-ul-Haq, que sí contaron con el beneplácito de Washington) que obtuvo un cierto apoyo social, dada la crisis económica del momento y la incapacidad de los principales partidos (enzarzados en sus disputas) para dar una respuesta a los problemas del país. El descontento popular arreció con la perpetuación de Musharraf en el poder y su posterior alianza con EEUU, a raíz de la intervención en Afganistán; en este último caso debido a los sentimientos de confraternidad por el ataque a una comunidad musulmana en el país vecino.

La irrupción de una oposición más o menos organizada contra el presidente y general se ha hecho patente durante el último año y ha estado, en principio, liderada mayoritariamente por los abogados. La figura representativa de ese descontento no ha sido ni Benazir Bhutto ni Nawaz Sharif, sino el presidente del Tribunal Supremo, el juez Iftikhar Muhammad Choudhrary. Choudhrary fue apartado de su cargo en abril pero, debido a la presión popular, fue readmitido en julio. Posteriormente, fue nuevamente suspendido (y puesto bajo arresto domiciliario) con la proclamación del estado de excepción, por negarse a firmar la Orden Provisional Constitucional. Su situación y la de otros jueces del Tribunal Supremo, tras el restablecimiento de la normalidad constitucional, sigue sin estar resuelta.

La convocatoria del 8 de enero y el posible escenario post-electoral
Dado el carácter imprevisible de la evolución de los acontecimientos en Pakistán, resulta difícil avanzar qué es lo que puede ocurrir tras las elecciones del 8 de enero, si finalmente éstas tienen lugar. La situación actual es claramente distinta a la de hace mes y medio, cuando parecía evidente una solución a modo de transición democrática pactada entre Musharraf y Bhutto para devolver una cierta estabilidad política al país. El regreso de Sharif abre la posibilidad de nuevos pactos que pueden otorgar una mayor o menor estabilidad política, según quiénes sean los actores y los objetivos comunes a conseguir.

En principio, la primera duda se cierne sobre las garantías que ofrece la convocatoria electoral y la posible aceptación de los resultados por las fuerzas políticas. Pese a que podría haber un fraude masivo, la estrategia de líderes del PPP y del PML-N de optar por la participación se debe a la persistencia de una mutua desconfianza entre ellos y a que pueda haber todavía la posibilidad de colaboración de ambos con el régimen, a través de una coalición con el partido gubernamental, el PML-Q. Una de las principales habilidades de Musharraf ha sido la de explotar la rivalidad existente entre Bhutto y Sharif. Si, por el contrario, tanto el PPP y el PML-N deciden impugnar los resultados por prácticas fraudulentas, esta situación elevará de nuevo la tensión política y social en el país.

A pesar de la guerra de palabras y declaraciones del último mes y medio, no debería descartarse tampoco una posible colaboración entre Bhutto y Musharraf (a través del PML-Q), dada la precaria situación que atraviesa Pakistán y la necesidad de favorecer una transición sin sobresaltos. El PPP ha salido muy beneficiado de la oposición al estado de excepción, por estar organizado y contar con su líder en el país al inicio de la misma. Musharraf, a pesar de las críticas, sigue teniendo el apoyo de Washington en la lucha antiterrorista. Además, la visita a Pakistán del subsecretario de Estado de EEUU, John Negroponte, el pasado 17 de noviembre, cuando se entrevistó con Musharraf y posteriormente con Bhutto, pudo haber favorecido el diálogo entre ambos líderes, pues la dirigente del PPP adoptó posteriormente una actitud más cautelosa.

Nawaz Sharif y Benazir Bhutto han sido los máximos exponentes de un juego político de nula cooperación –exceptuando casos puntuales– durante su alternancia en el poder en la última década del siglo pasado. Si bien no se puede afirmar que esa situación haya provocado en última instancia la intervención del ejército, sí es cierto que la falta de unidad entre los dos partidos en determinadas cuestiones claves –como la reforma de las fuerzas armadas– ha propiciado el retroceso democrático posterior. Por ello, a pesar de las buenas intenciones, parece difícil que se produzca un Gobierno de unidad entre el PPP y el PML-N y, aunque llegase a ocurrir, todo parece indicar que éste sería muy inestable.

El futuro político de Musharraf –ahora un presidente con amplios poderes, pero éstos susceptibles de ser reducidos– también va a depender de lo que ocurra durante y después de la convocatoria electoral de enero. Si finalmente se establece una nueva formación de Gobierno, el presidente (si no se va debido a su impopularidad) bien puede mantenerse como árbitro de la nueva situación política, bien –por la colaboración de las fuerzas políticas críticas– su figura puede ser claramente debilitada, eventualmente reduciendo los poderes del presidente.

Conclusiones: Los acontecimientos del último mes y medio representan un episodio más en la deriva de un régimen que ya no puede dar más de sí y que sobrevive simplemente porque se presenta como la única alternativa al caos. No obstante, a pesar de que es muy crítica con los partidos políticos tradicionales, una parte de la sociedad paquistaní está exigiendo un cambio. Las próximas elecciones legislativas, si se celebran con unas mínimas garantías y son acatadas por las partes, incluyendo el ejército, pueden propiciar una alternativa que, aunque tendrá que contar con la preeminencia y eventual interferencia de las fuerzas armadas, representa la única oportunidad creíble para que Pakistán evolucione hacia el sendero democrático. 

Antía Mato Bouzas
Especialista en el área de Asia Meridional