Nubarrones en el horizonte para la economía mundial en 2023

Economía mundial. Imagen de crisis económica con un gráfico de caída y las palabras “world crisis coming?” en inglés

Tema

El FMI espera una desaceleración económica global más intensa de lo previsto y lo peor llegará en 2023.

Resumen

Las asambleas anuales del FMI y el Banco Mundial celebradas en Washington han constatado que la desaceleración económica global se intensificará en 2023. La inflación será todavía persistente, lo que obligará a una contracción monetaria más intensa (sobre todo en EEUU), que podría seguir fortaleciendo el dólar y causar problemas a muchas economías emergentes y en desarrollo. Pero, sobre todo, se subrayó que el entorno es enormemente incierto y volátil en un contexto en que la guerra en Ucrania y la rivalidad geopolítica dificultan la cooperación internacional.

Análisis

Incertidumbre y pesimismo han sido las dos palabras que mejor han definido las reuniones de otoño del Fondo Monetario Internacional (FMI) y del Banco Mundial en Washington, que se han vuelto a celebrar de forma presencial después de dos años de videoconferencias por la pandemia. A la desaceleración generalizada que sufre la economía mundial, y que amenaza con generar una recesión global (definida como un crecimiento por debajo del 2%), se le suma el riesgo de que sucesos imprevistos vinculados a la guerra en Ucrania o a la inestabilidad financiera –por nombrar sólo algunos ejemplos– compliquen todavía más las cosas a lo largo de 2023. Si el presidente de la Fed, Jerome Powell, decía en septiembre en las reuniones de Jackson Hole que bajar la inflación iba a ser doloroso, ahora Kristalina Georgieva, directora gerente del FMI, afirmaba que lo peor para la economía global está todavía por llegar. Argumentaba que las subidas de tipos de interés que se van a seguir produciendo tardarán todavía en tener los efectos deseados sobre los precios, por lo que el crecimiento tendrá que bajar. De hecho, Larry Summers, que viene advirtiendo desde el año pasado de que la inflación sería persistente, y que por ahora ha acertado, ha insistido en que no ve cómo se logrará reducir los precios sin pasar por una recesión en EEUU (lo que seguramente supondría también una recesión en otros muchos países). Sin embargo, esa visión tan pesimista contrasta con la de otros economistas, que siguen augurando caídas leves del PIB acompañadas de subidas limitadas del paro porque la economía mundial no presenta grandes desequilibrios y todavía no se observa una espiral descontrolada de precios y salarios.

Más allá de la difícil coyuntura macroeconómica, la sensación general en Washington ha sido que el mundo se enfrenta a lo que Adam Tooze ha bautizado como “policrisis”. El término se refiere a cómo la interacción de distintos fenómeno adversos como la elevada inflación, los altos y crecientes tipos de interés, el dólar fuerte, los problemas de sostenibilidad de deuda en algunas economías emergentes y en desarrollo, la persistencia de la guerra en Ucrania, los problemas energéticos y alimentarios, la competición geoestratégica entre EEUU y China y la necesidad de acelerar la transición energética, resultan abrumadores, hacen difícil diseñar políticas públicas y aumentan la probabilidad de cometer errores de política económica que los mercados penalicen, como le ha sucedido al Reino Unido. Se trata de un cóctel de factores que interactúan de forma compleja y que nos abocan, una vez más, a una incertidumbre económica y geopolítica radical.

Lo peor está por venir

Nadie duda ya que la economía mundial se está desacelerando. Los estímulos monetarios y fiscales a los que dio lugar la pandemia en 2020 y 2021, unidos a los shocks de oferta por la restructuración de las cadenas de suministro y el aumento del precio de la energía, han recalentado la economía global sacando al genio de la inflación de su lámpara por primera vez en 40 años, lo que ha obligado a la política monetaria a volverse mucho más contractiva, con el consiguiente efecto negativo sobre el crédito, el crecimiento y el empleo. La invasión rusa de Ucrania –que ha generado altos precios para la energía y los alimentos, así como una enorme incertidumbre– y el frenazo de la economía china por política de COVID cero, han terminado por situar a cerca de un tercio de las economías mundiales al borde de la recesión. Las europeas, que enfrentan un panorama especialmente incierto por el fin de la energía rusa barata y la falta de una auténtica unión energética en la UE, atravesarán un duro invierno, y las emergentes y en desarrollo tendrán que lidiar con los problemas que les supone un dólar tan apreciado y una restricción de la liquidez global, lo que podría generar problemas de deuda soberana (según el FMI, un cuarto de las economías emergentes y un tercio de las economías en desarrollo se encuentran en una situación angustiosa). EEUU, la economía más recalentada pero también menos expuesta a la energía rusa, parece que será capaz de sortear la recesión, o incluso podría caer en crecimiento negativo sin que apenas se eleve su tasa de desempleo. Y China, donde Xi Jinping ha vuelto a ser elegido para un tercer mandato de cinco años, es una gran incógnita: podría dejar atrás su política de COVID cero, lo que aceleraría su crecimiento en 2023, o hundirse todavía más por los problemas estructurales que arrastra su economía desde hace años.

En este contexto, el FMI ha revisado a la baja sus previsiones de crecimiento del pasado enero (un 0,8% para este año y un 0,2% para el siguiente) y espera que el PIB global suba un 3,2% en 2022 (en 2021 aumentó un 6%) y apenas un 2,7% en 2023, el más bajo desde 2001 si exceptuamos la crisis financiera de 2008 y los meses más duros de la pandemia en 2020. La inflación pasará del 4,4% en 2021 al 8,8% en 2022, un nivel inédito. Aunque dado el elevado nivel de incertidumbre hay que tomar estas previsiones con cautela, el FMI proyecta que las economías avanzadas tan solo crezcan un 1,1% (con recesiones en Alemania e Italia y un crecimiento anémico en el conjunto de la zona euro y el Reino Unido) mientras que las economías en desarrollo deberían crecer alrededor del 3,7%, con Rusia en recesión y China avanzando tan sólo un 4,4%, lo que para el gigante asiático supone un crecimiento muy débil que lastra el dinamismo del conjunto del mundo, y especialmente de Asia. América Latina, cuyas economías y empresas se ven especialmente golpeada por la fortaleza del dólar, tendrá muchas dificultades para continuar el enorme terreno perdido durante la pandemia, pero no se espera que entre en recesión.

El principal mensaje del FMI es que lo primordial ahora es controlar la inflación, tanto por el riesgo de que se vuelva permanente como porque drena poder adquisitivo de los ciudadanos más vulnerables y puede alimentar la inestabilidad social y política. Pero todo parece indicar que en Occidente reducirla será más difícil de lo previsto. En EEUU porque el exceso de demanda y el recalentamiento de la economía todavía es significativo, con un output gap que el FMI estima todavía como positivo pero que se debería cerrar a lo largo de 2023. Y en la zona euro porque, aunque el output gap todavía es negativo, los factores de oferta (subida de precios de energía y alimentos, reajuste de cadenas de suministro globales y cambios estructurales vinculados a la lucha contra el cambio climático) no van a desaparecer en 2023. Por lo tanto, los tipos de interés tendrán que seguir subiendo y permanecerán elevados un tiempo, incluso más de lo que anticipan los mercados (en privado se habla de hasta un 5% en EEUU y un 2,5% en la zona euro, pero eso nadie lo puede saber).

Eso implica que, para la economía mundial, lo peor está todavía por venir porque el efecto de la política monetaria contractiva tardará en llegar a la economía real y, durante ese retardo, el crecimiento caerá. La economía de EEUU seguirá sorprendiendo por su flexibilidad y capacidad de reacción, e incluso resulta llamativo que muchos expertos consideren probable que se pueda reducir la inflación sin que se eleve el desempleo, algo que sería bastante anómalo teniendo en cuenta que las subidas de tipos de interés serán especialmente intensas por parte de la FED que tiene claro que su papel es atajar el exceso de demanda. La resiliencia de la economía norteamericana contrasta con la debilidad de la europea, abocada a vivir sin gas ruso y con una incertidumbre muy elevada por la evolución de la guerra en Ucrania, los riesgos de fragmentación financiera ante la subida de tipos de interés por parte del BCE y la necesidad de repensar su modelo de crecimiento, demasiado dependiente de una demanda externa y una energía barata que se están agotando. España, con una inercia de crecimiento fuerte, un panorama energético menos peligroso y abundantes fondos europeos, no debería caer en recesión, pero podría enfrentar problemas a más largo plazo si no es capaz de reducir su creciente déficit público estructural a medida que el coste del endeudamiento aumenta. Finalmente, el FMI alerta sobre el riesgo de que a lo largo de los próximos años se incremente el número de países que necesiten apoyo financiero externo y/o reestructuraciones de deuda. Y es que la combinación de dólar fuerte, bajo crecimiento, caída de los ingresos fiscales, retirada de liquidez, inestabilidad financiera y elevada incertidumbre, será difícil de digerir por el conjunto de los países emergentes y en desarrollo, que desde 2020 han dejado de converger con los países ricos y de reducir la pobreza.

Debates abiertos

Más allá de la evolución de la coyuntura, las reuniones en Washington sacan a la luz los principales debates de política económica y ponen el foco en los riesgos y retos a largo plazo. De hecho, el FMI suele ser el principal prescriptor del consenso (o la ortodoxia) en política económica en cada momento. En los años 90 fue el neoliberalismo, la desregulación y la confianza en el mercado; con la crisis financiera se comenzó a hablar de la vuelta del Estado, la excesiva desigualdad y los límites de la globalización; en la pandemia se produjo un apoyo incondicional a las políticas de estímulo monetarias y fiscales y ahora, ante el fin de la barra libre de gasto y de la expansión monetaria, el FMI parece volver a plantear las disyuntivas (trade offs) de las distintas políticas económicas al tiempo que coloca la transición energética (y su financiación) en el centro de los debates.

Por una parte, en las reuniones se ha constatado que el diseño de la política económica hoy es mucho más difícil que antes de la pandemia. Entonces, a lo largo de 2020 y 2021, existía un amplio consenso sobre que la política fiscal y la monetaria tenían que remar en la misma dirección para mantener la economía a flote durante los confinamientos. Ahora, sin embargo, la política fiscal y la monetaria operan en direcciones opuestas. Los bancos centrales tienen que revertir la expansión cuantitativa y reducir la liquidez para frenar la inflación (cuando es más de demanda, como en EEUU, para enfriar la economía; y cuando es más de oferta, como en Europa, para evitar el desanclaje de expectativas y una espiral precios salarios que por el momento el FMI dice que no se ha producido). La política fiscal, por su parte, tiene que seguir apoyando a los grupos más desfavorecidos por la pérdida de poder adquisitivo generada por la inflación, sobre todo en relación con la energía y los alimentos. El aumento de la recaudación por los altos precios de la energía ayudará a financiar estos apoyos, que según el FMI no deben ser generalizados sino temporales, deben estar centrados en los grupos más vulnerables y tienen que evitar generar incentivos perversos, como que los subsidios energéticos acaben aumentando la demanda de petróleo y gas y financiando a Rusia. Pero, en todo caso, diseñar políticas con bisturí no es fácil. Muchas medidas de gasto corren el riesgo de volverse estructurales y alimentar déficit públicos que ante mayores costes de financiación pueden generar inestabilidad financiera y dañar el crecimiento. De hecho, ahora sabemos que los mercados, que a lo largo de los dos últimos años no han parecido inquietarse ante las fuertes subidas de la deuda pública y privada, se están volviendo a comportar como siempre lo han hecho, reaccionando ante las inconsistencias o irresponsabilidades de política económica, especialmente en el plano fiscal. El mejor ejemplo, y un aviso para navegantes, es el conato de crisis financiera en el Reino Unido, que ha costado la cabeza a su ministro de Economía y que casi todos en Washington tildaban de error de política económica por parte de un país que, desde el Brexit, parece haber perdido contacto con la realidad. En todo caso, la lección británica para los demás es que no se puede hacer al mismo tiempo populismo de derechas (bajar los impuestos) y de izquierdas (topar la subida del precio de la energía y dar generosas subvenciones) en un contexto de alta inflación, subidas de los tipos de interés y malas perspectivas de crecimiento.

Por otra parte, se ha subrayado que los elementos que más preocuparon a los decisores públicos durante la última crisis, sobre todo la fragmentación del euro y la debilidad del sistema bancario, seguramente no son los que más nos debería preocupar ahora. A pesar del cambio de gobierno en Italia –que generará tensiones entre Roma y Bruselas– y de la difícil tarea que enfrenta el Banco Central Europeo para controlar la inflación, parece que la zona euro cuenta con las herramientas necesarias para evitar una crisis financiera y, además, los bancos, en líneas generales, están bien capitalizados. Pero como suele suceder, los problemas ya están apareciendo en otros lugares. En particular, se debe prestar especial atención a los actores no bancarios del sistema financiero, como fondos de pensiones (y otros), que se han apalancado muchísimo y han hecho una mala evaluación del riesgo tras años de mucha liquidez. Y de forma más estructural, urge repensar cómo se va a generar crecimiento y empleos de calidad en un entorno de menor liquidez y restricciones al endeudamiento por la vuelta de los “vigilantes de mercado”.

Finalmente, se ha subrayado que es necesario aumentar los mecanismos de coordinación multilateral, tanto en el frente de la política monetaria (y cambiaria) como en el de la reestructuración de deudas soberanas cuando éstas sean necesarias. La contracción monetaria liderada por a la Reserva Federal de EEUU está siendo tan intensa y está apreciando tanto el dólar, que obliga a otros bancos centrales a seguir su estela. El resultado es una contracción monetaria sincronizada en todo el mundo excesiva, que además resulta subóptima a nivel global y que amenaza con reducir el crecimiento más de lo que sería necesario para contener la inflación. Sin embargo, nadie se ha atrevido a plantear una coordinación global que deprecie el dólar porque todos son conscientes de que la Reserva Federal no parará hasta controlar plenamente los precios, lo que nos recuerda que la centralidad del dólar en el sistema monetario internacional sigue siendo un problema porque EEUU, una vez más, está generando externalidades negativas al resto del mundo con sus políticas domésticas.

En el frente de las reestructuraciones de deuda soberana, se constató que, ante la más que probable oleada de impagos de algunas economías emergentes y en desarrollo en 2023/2024, sería conveniente tener un mecanismo ordenado para coordinar a acreedores y deudores que haga más rápidos y equitativos los ajustes. Sin embargo, los incentivos están alineados para que la estrategia de “patada hacia adelante”, tanto de deudores que no quieran reconocer la magnitud del problema como de acreedores que prefieran mirar para otro lado en vez de asumir alguna pérdida, nos abocará a reestructuraciones desordenadas que podrían ser evitables. Desde el FMI, también se alertó de que reestructurar deudas será más difícil que en los años ochenta del siglo pasado porque hay más diversidad de acreedores (públicos, privados, bilaterales y multilaterales), menos transparencia sobre quién debe qué a quién (sobre todo por los préstamos chinos), y porque no existe consenso político para establecer un mecanismo multilateral de restructuración de deuda soberana (el FMI ya intentó establecerlo hace 20 años y tampoco tuvo éxito entonces).

En este contexto pesimista sobre las posibilidades de coordinación multilateral la nota positiva ha sido sin duda que la inversión en transición climática se está acelerando. Aunque la crisis energética y la guerra en Ucrania ha supuesto un varapalo para las ambiciones de transformación energética en Europa a corto plazo, en palabras de Mark Carney, “se ha dado un paso atrás, pero cuatro adelante”. Se están movilizando muchos más recursos, cada vez más por parte del sector privado, las instituciones multilaterales están totalmente volcadas en la financiación de la transición y adaptación ante el cambio climático y el sistema financiero, más que construir un nicho verde de inversiones, parece decidido a incorporar la sostenibilidad en todos los proyectos que sea posible, tanto porque la rentabilidad esperada de muchos de ellos es elevada como porque lo demandan cada vez más sus clientes.

Pero sigue habiendo problemas. Uno es que la economía global necesita invertir entre tres y seis billones de dólares al año para lograr los objetivos del acuerdo de París y apenas se han superado los 500.000 millones anuales (y la subida de tipos de interés encarece el coste de los proyectos). Asimismo, hay que reconocer que existe cierta contradicción entre la reducción de pobreza –principal objetivo del Banco Mundial– y lucha contra el cambio climático; al menos a corto plazo.

Conclusiones

Las asambleas del FMI y el Banco Mundial en Washington han constatado que la desaceleración económica global se intensificará en 2023 y que son esperables más subidas de tipos de interés para hacer frente a la inflación, que en estos momentos es, sin duda, el enemigo a batir. Pero como hay demasiadas variables económicas, geopolíticas y sociales difíciles de anticipar, en Washington ha habido consenso en que lo peor parece estar todavía por venir. Habrá que volver a aprender a convivir con la incertidumbre radical, especialmente en Europa, a la que le espera un frio y tenso invierno. Y no será fácil contar con una sólida cooperación internacional ante los problemas que llegarán por las tensiones geopolíticas globales, como puso de manifiesto que la reunión del Comité del Fondo Monetario Internacional (IMFC), que actualmente preside Nadia Calviño, no lograra sacar adelante un comunicado conjunto por parte de todos los países ante la negativa rusa a aceptar la palabra “guerra” en el texto.

Asimismo, se constató que se están produciendo cambios estructurales en la economía mundial, sobre todo por el lado de la oferta, que tendrán un fuerte impacto en los precios relativos y transformará partes del modelo de crecimiento económico en muchos países. La pandemia ha generado importantes ajustes en las pautas de producción y consumo. Se han producido cambios en las cadenas de suministro por la creciente competencia entre grandes potencias y la búsqueda de autonomía estratégica en materia digital, energética y sanitaria. La globalización se está transformando de forma acelerada por el neoproteccionismo, el creciente desacoplamiento económico entre Occidente y el resto del mundo, la guerra en Ucrania y las sanciones a Rusia y la crisis del orden liberal internacional, donde las instituciones internacionales no levantan cabeza. Las tensiones geopolíticas vinculadas a la guerra en Ucrania y el auge de China van en aumento, lo que se ve acompañado por el creciente aislamiento económico de EEUU y su limitada predisposición a la cooperación económica internacional a pesar de que, en términos de seguridad, defensa, y clima la Administración Biden si haya modificado sustancialmente las políticas de Trump. Por último, la urgencia de acelerar la transición energética para luchar contra el cambio climático está generando importantes cambios en las pautas de inversión, y en el futuro lo hará también en las de consumo. Todo ello debería llevar a un entorno con mayor inflación y tipos de interés más altos durante años. De hecho, en los pasillos del FMI se comentaba que, en este contexto, y si tuviéramos que diseñar una meta de inflación desde cero, sería prudente elegir un nivel mayor del 2% para facilitar los cambios que se tienen que producir en la economía real. Pero no habrá cambios en el actual objetivo del 2% porque eso minaría la credibilidad de los bancos centrales en su lucha contra la subida de los precios, así que la economía global tendrá que transitar los cambios con menor lubricación monetaria.


Imagen: crisis económica gráfico de caída. Foto: Avanti_photo.