Lecciones aprendidas de las revueltas árabes: la deriva represora de Egipto

Lecciones aprendidas de las revueltas árabes: la deriva represora de Egipto

Tema: Las revueltas que han tenido lugar en los países árabes desde 2011 muestran que tienen más posibilidades de sobrevivir a ellas los gobiernos que se anticipan con cesiones o los que recurren a la represión extrema. El actual gobierno militar egipcio ha optado por esta vía para erradicar la movilización islamista contra el golpe civil y militar que depuso al gobierno en julio de 2013.

Resumen: El Real Instituto Elcano dedicó un especial a la caída del gobierno presidido por Mohamed Morsi en el que se advertía a quienes celebraban en la calle el éxito de su revuelta que los Hermanos Musulmanes pondrían en marcha su propio proceso de movilizaciones que podía llevar a Egipto a un guerra civil. Las lecciones aprendidas de otras revueltas revelan que los gobiernos son menos vulnerables a las movilizaciones cuando realizan concesiones a tiempo de desactivarlas o cuando recurren a la violencia para reprimirlas. Por el contrario, han caído todos los gobiernos que se quedaron a medio camino en la represión o adoptaron medidas demasiado tarde.

En este ARI se estudia cuál ha sido el patrón de evolución de las revueltas en los países árabes y las distintas respuestas de cada gobierno para desactivarlas. En algunos casos como Marruecos, Argelia y Yemen, sus gobiernos adoptaron medidas que contuvieron las demandas sociales; en otros, como Bahréin, Libia y Siria, los gobiernos optaron por quebrar las movilizaciones sociales recurriendo a la represión armada. Entre ambos, reaccionando tarde o reprimiendo sin convicción, figuran los depuestos gobiernos de Ben Alí en Túnez y de Hosni Mubarak en Egipto. Para acabar con las manifestaciones de los partidarios del depuesto Morsi tras su caída, el gobierno militar egipcio ha optado por la represión más violenta de todas las conocidas hasta ahora, lo que obliga a recurrir a la violencia a quienes quieran contestar su poder.

Análisis: La materia prima imprescindible para que triunfe una movilización social contra un gobierno es la existencia de un sentimiento generalizado de injusticia, necesidad y desafección social. Una materia prima abundante en los países árabes que explica la proliferación de movimientos reivindicativos a partir de 2011. Éstos han utilizado una estrategia de movilización que ha mostrado la dificultad de los gobiernos para afrontar reformas (si realizan concesiones, se incrementa la ambición de las reivindicaciones hasta que no pueden atenderlas) y para reprimirlas (si recurren a la represión se deslegitiman). También han mostrado su habilidad para construir percepciones de la realidad (relatos) que favorecen las movilizaciones, aprovechando el descrédito de los medios oficiales de comunicación y el crédito ingenuo del que gozan las redes sociales. Lo anterior da a los movimientos sociales una aureola virtual de legitimidad y pone a los gobiernos a la defensiva, salvo que realicen concesiones preventivas o recurran a la represión que sea necesaria para abortar la generalización de las protestas.

Los gobiernos de Argelia y Marruecos son ejemplos de actuaciones reactivas o preventivas a tiempo de evitar la generalización geográfica de las reivindicaciones y la escalada de las mismas. El presidente Aziz Bouteflika levantó el estado de emergencia en febrero de 2011 tras 19 años de vigencia para desactivar las revueltas debidas a la subida de precios y a la falta de libertades. Tanto él como el Rey de Marruecos se anticiparon a demandas constitucionales radicales llevando a cabo reformas limitadas. Eso no evita que sectores de las sociedades marroquí y argelina continúen movilizados en contra del gobierno pero tendrán que esperar a que llegue desde el azar la chispa que pueda prender las movilizaciones, ya que ellos no supieron aprovechar su oportunidad.

Otros gobiernos como el tunecino de Ben Alí y el egipcio de Mubarak pagaron la novedad de la primavera árabe y trataron a las manifestaciones como lo habían hecho en el pasado, recurriendo a la represión policial para mantener el orden. El gobierno de Ben Alí empleó al Servicio de Seguridad Nacional con contundencia, provocando las primeras víctimas a principios de enero. Las víctimas multiplicaron la movilización y se produjo una división entre mandos policiales sobre el uso de la fuerza contra la población al mismo tiempo que las fuerzas armadas y la guardia nacional se negaron a secundar la represión, lo que aceleró la caída del gobierno.

En Egipto, las manifestaciones fueron pacíficas. Hasta su caída, el gobierno de Mubarak se mostró contrario a reprimir con violencia las demostraciones, retiró intermitentemente de las calles a las fuerzas policiales y desplegó a las fuerzas armadas en los puntos críticos, aunque no supo prevenir algunas acciones violentas contra los manifestantes o los medios de comunicación. Las manifestaciones se mantuvieron bajo el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas por reivindicaciones políticas, laborales o religiosas, pero sin llegar a repetir la masa crítica que alcanzó en febrero de 2011.

En Yemen, las movilizaciones comenzaron a partir de octubre de 2010, cuando el presidente Ali Abdullah Saleh rompió el diálogo con las fuerzas de la oposición y arreciaron en febrero de 2011. Conociendo lo ocurrido en Túnez y Egipto, el presidente Saleh anunció que no prorrogaría su mandato para desmovilizar a la oposición. Pero ésta –que también conocía lo ocurrido– solicitó su dimisión inmediata para provocar la de caída de su partido. El gobierno permitió las manifestaciones pero los enfrentamientos entre partidarios y opositores aumentaron la violencia y desbordaron a las fuerzas de seguridad que recurrieron a la mano dura (el suceso más grave tuvo lugar el 18 de marzo de 2011 y causó la muerte de unos 50 manifestantes y varios centenares de heridos).

En Bahréin se convocaron manifestaciones en demanda de reformas políticas y sociales en febrero de 2011. Algunas pacíficas como la de la plaza de La Perla en Manama y otras más conflictivas en las zonas de población chií que reprimieron las fuerzas de seguridad con medios antidisturbios y que causaron dos muertos. El gobierno ofreció inicialmente diálogo, remodeló el gobierno, liberó presos, retiro a las fuerzas armadas y repartió dinero sin lograr disuadir todas las movilizaciones, especialmente a aquellas que cuyo fin último era acabar con la monarquía y el predominio sauditas. Enfrentados al dilema de continuar cediendo sin conseguir paralizar las movilizaciones o intentarlo por la vía dura, optaron por declarar el estado de emergencia y el primer ministro Salman al-Qalifa solicitó ayuda a los países del Golfo (operación Peninsula Shield Force). Las cesiones, un acuerdo entre los principales grupos políticos y la mayor capacitación y recursos antidisturbios de las unidades militares del Consejo de Cooperación del Golfo evitaron la generalización de las protestas aunque la población chií ha seguido movilizada y a la espera de su oportunidad.

Siria también se vio afectada por las revueltas en febrero de 2011 y el gobierno de Bashar al-Assad trató de evitar su extensión repartiendo subsidios entre las familias más pobres, interfiriendo Internet y la televisión y anunciando reformas que nunca llegó a poner en marcha. A partir de mediados de marzo comenzó a recurrir a la violencia en Daraa para reprimir las movilizaciones con las fuerzas de seguridad. Estas actuaron de la misma forma que siempre, combinando el empleo indiscriminado de las armas de fuego contra la población, detenciones arbitrarias, torturas y desapariciones de quienes participaban en las manifestaciones de forma pacífica. También el gobierno sirio actuó como siempre, sin exigir responsabilidades, investigar los excesos ni pedir perdón a las víctimas, con lo que las manifestaciones fueron engrosando en participantes, animosidad y ámbito geográfico.

La militarización de las movilizaciones: acciones y rebeliones armadas
En algunos países, las movilizaciones pacíficas se vieron pronto acompañadas de acciones armadas para defender a los manifestantes de la represión o para atacar directamente a las fuerzas gubernamentales. Su comienzo señala un punto de involución en la vía pacífica y da paso a una espiral de enfrentamientos armados de difícil control En Yemen, donde ya padecían de la violencia asociada a la lucha contra las milicias secesionistas o los yihadistas de al-Qaeda por el control del territorio, las tensiones entre partidarios y opositores derivaron en enfrentamientos armados para controlar los accesos, el aeropuerto y las bases militares que rodean la capital Saná. Los primeros enfrentamientos y la división de un sector de las fuerzas armadas encabezado el general Ali Mohsen Al-Ahmar se registraron en marzo de 2011. Los combates hicieron perder al presidente parte de sus apoyos tradicionales y casi la vida (fue herido en un asalto al palacio presidencial) pero se las arregló para mantenerse en el poder y forzar, desde él y con la mediación saudí y estadounidense, una salida pactada a la crisis desde dentro del régimen. Su salida en febrero de 2012 desactivo las revueltas pero continúan las divisiones dentro de los grupos políticos y de las fuerzas armadas que sembró, lo que no presagia nada bueno para el futuro de un Estado casi fallido.

En Siria se fueron produciendo acciones armadas para defenderse de la represión junto a ataques y emboscadas a las fuerzas gubernamentales que derivaron en enfrentamientos abiertos, con lo que aumentaron las víctimas y la violencia sectaria. Si hasta junio de 2011 la media mensual de víctimas se mantuvo en torno a las 300 víctimas, el inicio de la resistencia armada en las provincias de Hamas, Homs e Idlib elevó la cifra a los 400, que se convirtieron en 600 a partir del inicio de la rebelión armada en Homs en enero de 2012. Desde entonces Siria entró lentamente en una guerra civil que ha causado hasta la fecha unas 100.000 víctimas, además de millones de desplazados y refugiados.

En Libia, las fuerzas policiales se vieron desbordados por las manifestaciones de Bengasi y Al-Bayda y recurrieron a la violencia causando unas decenas de víctimas en los primeros días. El gobierno del coronel Gadafi consiguió contener las protestas lejos de la capital pero los disturbios degeneraron en enfrentamientos armados a medidas que se formaron milicias con las armas requisadas en las instalaciones militares y policiales tomadas. Las acciones armadas dieron paso rápidamente a una rebelión armada en el este del país que acabó transformándose en una guerra civil de nueve meses y que acabó con la caída del régimen libio y la muerte de su fundador. La intervención externa facilitó la caída del gobierno, pero no garantizar su sostenibilidad.

Elementos adicionales: propaganda, malas compañías y peores remedios
Las partes, sus acciones y reacciones no son lo único que cuenta. En la evolución de los conflictos influye la percepción de lo que ocurre, los equilibrios de poderes internos y las injerencias externas. Tratándose de conflictos en medio de la sociedad global de la información que se interesa por los problemas pero que no conoce la realidad de lo que ocurre, las partes necesitan elaborar una narración que les ayude a reclutar partidarios o que evite su pérdida. Hay que transformar realidades complejas en mensajes simples y emotivos. Por eso entran en una guerra de relatos por el dominio de la percepción en la que todo vale. Titulares, comunicados, tweets, imágenes, estadísticas… y muertos; todo sirve de munición si sirve para captar adeptos. Siria y Libia pronto recurrieron a justificar su represión atribuyendo la violencia a la actuación de infiltrados terroristas, milicias islamistas o mercenarios extranjeros al servicio de una conspiración externa contra el régimen para justificar la represión, la falta de libertades, los toques de queda y la arbitrariedad (Ben Alí en Túnez, el jeque Hamad en Bahréin y Mubarak en Egipto también echaron mano de relatos parecidos).

Los gobiernos no son los únicos que juegan sucio en la guerra de la propaganda y las redes sociales y los medios de comunicación acaban tomando partido por la audiencia o por uno de los bandos. La lucha por la percepción se cobra entre sus víctimas –además de la verdad– a los periodistas que cubren las movilizaciones, a los médicos que asisten a los heridos (en Bahréin se les acusó de colaboración), a los medios de comunicación que no son afines y a los activistas de derechos humanos que se interesan por el destino de las personas que se detienen, desaparecen o torturan.

A las partes enfrentadas no les faltan compañías (buenas o malas según les den o no razón y apoyo, respectivamente). A las innumerables divisiones internas en líneas étnicas, familiares, tribales y económicas tan difíciles de comprender para quienes no disponemos de la suficiente comprensión cultural de esas sociedades –y que tanto facilita nuestra desinformación– se añaden las líneas de fractura seculares que separan a las identidades persa e iraní, suní y chií. Las divisiones también arrecian entre los países occidentales. Su capacidad de influencia, blanda o dura, y su voluntad de influencia no dejan de menguar, por lo que ya no pueden determinar el resultado de los conflictos regionales de acuerdo a sus intereses. Su desorientación ante la primavera árabe, las divisiones sobre Libia y las dudas sobre Siria crean un vació de influencia en Oriente Medio que rellenan los países del Golfo, Irán y Turquía.

Tampoco faltan compañías no deseadas. A los conflictos acuden combatientes de ideología, vocación o precio que hacen de la lucha su forma de vida. Acuden a las movilizaciones pacíficas para realizar actos violentos, combaten en guerras ajenas y no rinden cuentas ni respetan normas humanitarias. Grupos como los tuareg que vivían de mercenarios con Gadafi pasaron a vivir del crimen organizado en el Sahel y ocuparon el norte de Mali junto a los yihadistas de al-Qaeda en el Magreb Islámico. Ellos y algunas de las milicias que los combatieron están suministrado armas a quienes combaten en Siria y Egipto; una tarea a la que coadyuvan los donantes gubernamentales del Golfo y Occidente junto con los traficantes de armas que siempre han existido en Oriente Medio. Grupos interpuestos como Hezbolá o Hamás, servicios de inteligencia o criminales organizados completan la nómina de implicados en hacer escalar los conflictos y evitar las reconciliaciones. Por el contrario, algunas organizaciones internacionales parecen desaparecidas. La divergencia de intereses de sus miembros, el desfase entre sus deseos y capacidades y la complejidad de los conflictos ha ido reduciendo el papel de Naciones Unidas, la OTAN, la Liga Árabe, la Unión Africana y tantas otras organizaciones subregionales (el Consejo de Seguridad se ha limitado a mantener una reunión a puerta cerrada sobre la situación en Egipto durante agosto de 2013).

La deriva egipcia
Problemas políticos y económicos aparte, la caída de Mubarak no arregló ninguno de las asignaturas de seguridad pendientes. Morsi no fue capaz de acometer reformas estructurales ni en las Fuerzas Armadas ni en las Fuerzas Centrales de Seguridad, por lo que tuvo bajo su mando –o enfrente, como se vio luego– el mismo aparato institucional que derribó a Mubarak. Si alguna vez lo intentó, su posterior dependencia de ellas para preservar el orden le llevó a distanciarse de las reformas radicales que habían propuesto Mohamed El Baradei y Amr Mousa al inicio de la transición. Tras repetidas huelgas y reivindicaciones laborales de los policías, las fuerzas armadas se vieron obligadas a hacerse cargo de unas tareas de orden público para las que no estaban preparadas ni querían asumir. El vacío policial facilitó el crecimiento de la delincuencia y la aparición de milicias civiles que se dedicaron a proteger sus vecindarios o a tomar la justicia por su mano.

Las movilizaciones –que desde la caída de Mubarak se convirtieron en la forma habitual de dirigirse al gobierno–, nunca lograron reunir a grandes multitudes. El gobierno de Morsi afrontó ese tipo de movilizaciones tras su llegada al poder en junio de 2012, como lo había hecho hasta entonces el Consejo Supremo de Justicia Militar. El presidente Morsi aprovechó los graves incidentes que se produjeron en el Sinaí en agosto para relevar a la cúpula militar, incluido el mariscal Tantawi, sin que se registrara ninguna reacción significativa. La primera movilización importante llegó tras la firma de los decretos de noviembre que colocaban al ejecutivo por encima del resto de poderes. La oposición sólo reunió unos 100.000 manifestantes en la plaza Tahrir, pero los decretos proporcionaron a la oposición la etiqueta –el hashtag– para aglutinar las protestas. Las movilizaciones se acompañaron de acciones violentas contra las sedes islamistas que las fuerzas armadas se negaron a proteger, lo que fomentó la multiplicación de los asaltos y el recurso a la autodefensa (entre la manifestación del 30 de junio y el ultimátum militar del 1 de julio murieron 14 personas y fueron heridas casi 1.000). El gobierno de Morsi no pudo recurrir a la represión para cortar las movilizaciones porque carecía de control sobre las fuerzas policiales o militares que podían ejercerla. La “neutralidad” de las fuerzas armadas y policiales alimentó la espiral de manifestaciones y contramanifestaciones, agresiones y represalias.

Siendo las fuerzas armadas el único factor que podía inclinar la balanza, la oposición multiplicó las llamadas en privado o en público a que tomaran el poder; y en junio de 2013 la Plataforma Tamarod, creada sólo un mes antes, pedía ya la destitución del gobierno. Como resultado, el relato de un gobierno impotente y a la defensiva fue abriéndose paso en la percepción interna y externa de lo que ocurría. En ese relato se atribuían al gobierno de Morsi no sólo los errores propios sino la inseguridad, el caos y el desabastecimiento causados por quienes pretendían derribarlo. Una percepción que los medios de comunicación controlados por la Plataforma trasladaron rápidamente a las redes sociales y en pocas semanas, prendió el relato de un gobierno incompetente, al que se oponía toda la sociedad egipcia y que estaba a punto de ser derribado por los militares. Las movilizaciones masivas del 30 de junio, sean ciertas o no las cifras manejadas y a pesar de las contramanifestaciones, corroboraron la percepción de que “todos” estaban contra el gobierno de Morsi. Una percepción que legitimó a las fuerzas armadas para salvar al país del caos que ellas mismas habían contribuido a crear desde que se hicieron cargo del poder deponiendo a Mubarak.

Conclusiones

Apuntes para una revuelta en marcha
Tal y como ya ha ocurrido en otras revueltas, la oposición egipcia ha recurrido a las movilizaciones en la calle para contestar al gobierno militar. Al principio sólo contarán con sus partidarios y sus agravios, por lo que no podrán generalizar sus movilizaciones. Pero seguirá intentándolo a la espera de que el nuevo gobierno fracase en colmar las expectativas de quienes veían en la salida de los Hermanos Musulmanes la solución a todos sus problemas.

Tratarán de ganar la calle si se les permite seguir en la legalidad. Pero si se les pasa a la clandestinidad, parece difícil que las nuevas generaciones de islamistas se resignen a ella como sus mayores se aparten de la calle una vez que han conocido el poder de las movilizaciones. Si la ilegalización impide la dinámica de movilización social, la clandestinidad alimentará la radicalización y la violencia. Bajo Mubarak, los Hermanos Musulmanes y las Fuerzas Armadas llegaron a una acomodación mutua que difícilmente podrá reeditarse tras la represión actual. La ruptura deja libre a la Hermandad para socavar la unidad de las fuerzas armadas aprovechando las diferencias entre los oficiales y los cuadros de oficiales y reclutas forzosos. No faltan argumentos de abuso de poder, corrupción, incompetencia y corporativismo para deslegitimar a las fuerzas armadas si vuelven a los cuarteles y no faltarán errores y perjudicados en sus decisiones de gobierno para movilizarse si se prolongan en el ejercicio del poder.

Con movilizaciones o sin ellas, no faltará la violencia. Egipto ha dejado de ser el factor de estabilidad regional que fue para convertirse en un factor –otro más– de inestabilidad en Oriente Medio. De momento, la multiplicación de frentes de combate en Siria, Irak o Líbano disminuye las posibilidades de que vuelvan a Egipto los combatientes salafistas que allí combaten. Pero si lo hacen, no tardarán en crear graves problemas de seguridad, especialmente si persiste el foco de desestabilización del Sinaí. Tampoco faltarán quienes les provean de armas ni quienes les ayuden a desestabilizar el país. Las fuerzas militares y de seguridad egipcias no están preparadas para hacer frente a una insurgencia armada porque su estructura y adiestramiento se ha orientado siempre a hacer frente a fuerzas regulares o a disidentes políticos. No podrán hacerlo porque ningún gobierno se atreverá a reformar el sector de la seguridad contra la voluntad policial y militar.

La violencia también afecta a los grupos sociales. Tanto antes como después de Mubarak y de Morsi, los gobiernos y las fuerzas de seguridad han consentido la violencia contra la minoría copta como válvula de escape de la violencia integrista y nacionalista. Otras minorías religiosas han aprendido, como los islamistas en propia carne, la necesidad de defenderse por sí mismos. La proliferación de grupos de autodefensa comunitarios o sectarios no favorece la convivencia pacífica, como tampoco la confrontación violenta entre manifestantes y contramanifestantes que se ha vuelto una práctica corriente en los últimos meses.

El gobierno de Morsi cayó porque ni supo atender a las reivindicaciones ni pudo reprimir las movilizaciones en su contra. Ahora, para hacer frente a las revueltas, las fuerzas armadas han optado por la represión. Y las mismas fuerzas que no accedieron a usar la fuerza contra los manifestantes que acosaban a los gobiernos de Mubarak y de Morsi, ostentan ahora el récord de violencia en todas las primaveras árabes: unos 800 muertos en tres días. Cualquier activista egipcio ya sabe que para derribar al nuevo gobierno no bastará con llenar pacíficamente la plaza Tahrir u ocupar las inmediaciones de una mezquita, sino que tendrá que recurrir a la violencia.

Félix Arteaga
Investigador principal de Seguridad y Defensa, Real Instituto Elcano