La integración latinoamericana: irrelevancia tras el intento de liderazgo mexicano

Andrés Manuel López Obrador, presidente de México. Foto: EneasMx (CC BY-SA 4.0)

Tema

La integración latinoamericana, tras una larga fase de decadencia, ha intentado un último esfuerzo de relanzamiento en la última Cumbre de la CELAC, celebrada en Ciudad de México. Pese al liderazgo que buscaba asumir el presidente López Obrador, sus esfuerzos se han saldado con un balance negativo.

Resumen

La VI Cumbre de la CELAC, celebrada el pasado mes de septiembre en Ciudad de México, dejó cambios más aparentes que reales en torno a la integración latinoamericana. Desde comienzos de 2020 México ostenta la presidencia pro tempore de la organización y el presidente Andrés Manuel López Obrador aprovechó su condición de anfitrión para potenciar su papel de líder regional, apoyado en el proclamado regreso de México a América Latina.

Pese al liderazgo que buscaba asumir, los esfuerzos de López Obrador se han saldado con un balance negativo. El viejo proceso integracionista ha recaído en los vicios de siempre: los habituales excesos de retórica y nacionalismo y la ausencia de un liderazgo claro. En esta ocasión, la ausencia de Brasil ha sido determinante, pese al manto de silencio tejido en torno a su incomparecencia. Desde esta perspectiva, uno de los puntos que ha signado el fracaso de la Cumbre es la imposibilidad de construir una hoja de ruta que pese a todas las dificultades imperantes permitiera relanzar la unidad regional y la cooperación intergubernamental.

En su discurso inaugural, López Obrador planteó un proyecto excesivamente ambicioso al animar a que la región marche hacia una especie de UE. Pero en la declaración final, la cumbre caminó por senderos ya muy trillados y desembocó en lugares comunes trufados de voluntarismo y generalidades, lejos del diseño de una agenda pragmática y realista que fortalezca la integración regional.

Análisis

La VI Cumbre de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC) se celebró en Ciudad de México bajo la presidencia pro tempore del país anfitrión. El balance del encuentro ha estado marcado por la presencia de numerosas continuidades y algunos, muy pocos, cambios respecto a la dinámica y la liturgia de las numerosas citas regionales teóricamente centradas en la integración regional, sus implicaciones y efectos.

La CELAC, nacida en 2010-2011 a instancias de Brasil, por un lado, y México, por el otro, ha sufrido, como otros procesos recientes de integración (Unasur), graves dificultades. Su realidad ha quedado muy lejos de las expectativas surgidas en el momento de su creación. Entre las diversas razones que explican esta deriva está la desaparición de Hugo Chávez, uno de sus principales impulsores y animadores, y la retirada de Lula da Silva del gobierno de su país, las divergencias entre sus miembros a partir básicamente del impacto de la crisis venezolana y la parálisis económica que vive la región desde 2014. De hecho, la CELAC cumplió un papel reducido y periférico durante la crisis de la pandemia, pese a haber sido una coyuntura propicia para demostrar su vocación de aglutinar y coordinar a la región frente a un reto común.

La cumbre mostró, como gran novedad, un inusual protagonismo de México en los temas latinoamericanos. Desde este punto de vista, el país que albergó la cumbre ha ido más allá de su condición de anfitrión, tratando de proyectar su liderazgo a escala regional. Sin embargo, ha revestido su estrategia con planteamientos poco realistas y muy voluntaristas (como plantear replicar en Latinoamérica el modelo de la UE) y excesivamente ideologizados (ha primado la presencia y protagonismo de determinados presidentes –Nicolás Maduro y Miguel Díaz-Canel– como compañeros de viaje de su proyecto), sin poder diseñar una hoja de ruta clara y un camino concreto por el que seguir.

(1) México, a la búsqueda de liderazgo regional

En la historia de la integración regional varios países han tratado de impulsarla, asumiendo el liderazgo del proceso. Fue el caso de Argentina, a mediados del siglo XX, y de la Venezuela de Chávez, aupada en la bonanza petrolera y en el carisma del líder. Sin embargo, la progresiva crisis argentina desde los años 50 y el final de la bonanza de la Venezuela chavista hundieron ambos proyectos de liderazgo en América Latina. Por su lado, las dos grandes potencias regionales han carecido de vocación latinoamericanista, bien por haber vivido de espaldas a la región (México) o porque, cuando han podido asumir un papel protagonista, han visto a su entorno latinoamericano como secundario respecto a sus ambiciones globales (Brasil). Lula privilegiaba otros escenarios como el G-20 y los BRICS. Tras una segunda década del siglo XXI de ausencia de un claro liderazgo latinoamericano, México parece querer aspirar ahora a esa posición. Efectivamente, entre las principales novedades de esta cumbre de CELAC está el papel de México y el deseo de la administración de López Obrador de asumir un mayor protagonismo regional. México ha vivido tradicionalmente de espaldas a la región –más allá de su preocupación por América Central y, en menor, por el Caribe–, volcado comercial, diplomática y políticamente hacia EEUU, adonde van más del 80% de sus exportaciones y con quien comparte una amplia frontera además de problemas y diferendos comunes (seguridad, energía, agua y migraciones).

El aislacionismo mexicano hacia la región ha tenido en la “Doctrina Estrada” una base teórica en materia de relaciones exteriores. La “Doctrina”, elaborada por un canciller mexicano en los años 30, defiende la no intervención, o no injerencia, en los asuntos internos de terceros países. En la reunión de CELAC, López Obrador dejó claro que su gobierno sigue imbuido e influido por los lineamientos de Estrada, que tanto definieron la política exterior mexicana en tiempos del PRI (1929-2000). La tradición sigue vigente, como evidenció el presidente mexicano al plantear las tres condiciones irrenunciables de su política exterior: “La no intervención, la autodeterminación de los pueblos y la cooperación para el desarrollo y que ningún Gobierno se arrogue la facultad a someter a otro país bajo ningún motivo, causa o pretexto, o la utilización de dinero, propaganda sanciones económicas diplomáticas o el uso de la fuerza”.

El aislacionismo mexicano se fue quebrando desde los años 90. México colideró con España la creación de las Cumbres iberoamericanas, impulsó el Plan Puebla-Panamá a comienzos del siglo XXI y fue uno de los integrantes de la Alianza del Pacífico y de la CELAC. Sin embargo, su política exterior ha seguido girando en torno al vínculo con Washington (de Vicente Fox a Enrique Peña Nieto) y a la apuesta por privilegiar los asuntos internos (López Obrador). De hecho, el actual presidente se inclinó, desde su llegada al gobierno en 2018, por enfatizar el frente interno (“La mejor política exterior es una buena política interior”). Y salvo una visita a Washington para entrevistarse con Donald Trump, López Obrador no ha viajado al exterior.

Sin embargo, el presidente mexicano sí ha desplegado una creciente vocación latinoamericana, como mostró su apoyo a la formación del llamado Grupo de Puebla, el organismo que con el rótulo de progresista debería reemplazar al ALBA. Así, desplegó una mayor cercanía con determinados gobiernos “progresistas”, como evidencia el trato otorgado al derrocado Evo Morales en 2019, siguiendo una añeja tradición mexicana de respaldo a “gobiernos revolucionarios” o de izquierdas (de Sandino a Fidel Castro, pasando por los republicanos españoles y el guatemalteco Jacobo Arbenz). Esa vocación regional se ha plasmado en acoger el proceso de diálogo político entre el gobierno de Venezuela y la oposición o en aliarse con Argentina para producir vacunas contra el COVID-19, e incluso exportarlas a la región, una iniciativa finalmente frustrada. El último ejemplo es la voluntad de reimpulsar la CELAC como foro alternativo a la Organización de Estados Americanos (OEA).

Desde que México asumió la presidencia pro tempore de CELAC, en enero de 2020, su principal objetivo fue reactivar un organismo que subsistía apenas a la profunda crisis que paralizaba su labor. La tarea recayó en el canciller Marcelo Ebrard, quien diseñó una agenda de 14 puntos para su relanzamiento. En el documento destacaba la lucha contra la corrupción, el fortalecimiento de la cooperación internacional y aeronáutica, la gestión integral de los desastres y el uso sostenible de los recursos oceánicos, así como impulsar una Acción Turística Común. El último punto (“inicio de un proceso de reflexión sobre la gobernabilidad del mecanismo”), pese a su ambigüedad e inconcreción, era el más estratégico para el futuro de la CELAC y explica por qué el nuevo diseño del organismo ha estado en el centro de los debates en la cita del pasado mes de septiembre.

De este modo, la cumbre de la CELAC se convirtió en una apuesta de Estado del ejecutivo mexicano que, pese a los esfuerzos diplomáticos de México y de su presidente, no pudo lograr que Brasil se reintegrara a un foro que abandonó en 2020, ya con Bolsonaro como presidente, debido a la parálisis que atravesaba la institución y al impacto negativo que la crisis venezolana tenía en ella. Al final, sólo acudieron a la cita en Ciudad de México 17 de los 33 mandatarios, con ausencias tan destacadas como las de Argentina, Chile y Colombia.

Pese a los esfuerzos del canciller Marcelo Ebrard y de la Secretaría de Relaciones Exteriores (SER), que abogaban por una aproximación al tema mucho más pragmática, la apuesta latinoamericanista de López Obrador se ha desplegado con una visión y unos lineamientos muy ideologizados. Se ha privilegiado un discurso poco integrador y polarizante basado en el antiimperialismo, sesgado hacia Cuba, Venezuela y Bolivia. En la celebración del “grito de independencia”, que tuvo como invitado de honor al presidente cubano y sirvió de antesala a la cumbre, el discurso de López Obrador fue un alegato a favor de la Cuba castrista, de su capacidad de sobrevivir a las presiones externas, sin mencionar el régimen de partido único, la ausencia de pluralismo y libertades, así como la represión existentes: “El día de hoy recordamos esa gran gesta histórica y la celebramos con la participación del presidente de la República de Cuba, Miguel Díaz-Canel, quien representa a un pueblo que ha sabido, como pocos en el mundo, defender con dignidad su derecho a vivir libre e independiente, sin permitir la injerencia en sus asuntos internos de ninguna potencia extranjera”.

Más allá de las buenas intenciones de la diplomacia mexicana por fortalecer a la CELAC, el protagonismo que López Obrador, teóricamente el mayor interesado en el éxito de la cumbre, quiso dar a Cuba restó posibilidades de éxito a la reunión. López Obrador dijo que “por su lucha en defensa de la soberanía de su país, el pueblo de Cuba merece el premio de la dignidad y esa isla debe ser considerada como la nueva Numancia por su ejemplo de resistencia. Y pienso que por esa misma razón debiera ser declarada patrimonio de la humanidad”.

La invitación a Díaz-Canel, la presencia de Maduro y la condena de bloqueos desvelaron que el proyecto de AMLO para reflotar la integración regional contenía un marcado sesgo político e ideológico, un obstáculo para que la CELAC se convierta en pivote de la integración.

López Obrador hizo una cerrada defensa de Cuba y Venezuela mientras callaba ante otras dictaduras y autoritarismos emergentes, como Nicaragua, rompiendo el hilo de continuidad respecto a la propia posición mexicana del pasado junio, cuando México llamó a consultas a su embajador en Managua, ante los abusos del régimen de Daniel Ortega. Entonces López Obrador afirmó que si bien su país no se inmiscuye en asuntos internos de otras naciones, consideraba que dentro de los pilares de la política exterior mexicana estaba la defensa de los Derechos Humanos: “sobre eso sí podemos opinar de manera muy respetuosa. Consideramos que se deben garantizar las libertades y que no debe haber represión”.

López Obrador ha tropezado con la misma piedra con la que se topaban los intentos integracionistas anteriores, recayendo en los tópicos de siempre: soberanía, patria grande e incluso el sueño de Bolívar, a quien tomó de modelo y definió como “un vivo ejemplo de cómo una buena formación humanista puede sobreponerse a la indiferencia o a la comodidad de quienes provienen de cuna fina”, comparándolo con dos “próceres” de la independencia mexicana como el cura Hidalgo y José María Morelos: “La lucha por la integridad de los pueblos de nuestra América sigue siendo un bello ideal. No ha sido fácil volver realidad ese hermoso propósito. Sus obstáculos principales han sido el movimiento conservador de las naciones de América, las rupturas en las filas del movimiento liberal y el predominio de Estados Unidos en el continente… La consigna de América para los americanos terminó de desintegrar a los pueblos de nuestro continente y destruir lo edificado por Bolívar”.

El “culto a Bolívar” permea el proyecto de revitalización de la CELAC, que no sólo busca construir una nueva OEA, sin EEUU ni Canadá, sino también erigir una especie de nueva Comunidad Económica como la europea de hace medio siglo. En un esfuerzo más voluntarista que pragmático, el presidente de México, al inaugurar la Cumbre llamó a “construir en el continente americano algo parecido a lo que fue la comunidad económica que dio origen a la actual Unión Europea”. Señaló que este ideal sería posible si se llega a acuerdos sobre tres cuestiones básicas: no intervención y autodeterminación de los pueblos, cooperación para el desarrollo y ayuda mutua para combatir la desigualdad y la discriminación. En cuanto a lo económico y comercial, propuso la firma de un acuerdo entre los países de la región con EEUU y Canadá, y fortalecer así el mercado continental.

Las expectativas generadas por AMLO, con su sesgo populista, quedaron en objetivos más limitados al final de la cumbre, tal como explicó el canciller Marcelo Ebrard, posible candidato a suceder a López Obrador en 2024. Al final todo se redujo a un compromiso por fortalecer la CELAC, avanzando en metas comunes, tratando de superar las discrepancias presentes en la Cumbre y que vienen marcando a la región desde finales de los años 90. Incluso la presidencia mexicana fue incapaz de asegurar la sucesión en la presidencia pro tempore, que de acuerdo con lo negociado debía ir a manos de Alberto Fernández, el presidente argentino.

Sobre el asunto medular, el futuro de la OEA, Ebrard señaló que no hubo definiciones, pues el tema no figuraba en el Orden del Día: “(La posible sustitución de la OEA) no era el objetivo de la reunión de hoy. El objetivo de la reunión de hoy es que la CELAC sea el principal instrumento de cooperación en América Latina y el Caribe”. La idea es también alcanzar un entendimiento distinto con EEUU. “En el tema de la OEA, lo estamos trabajando varios países… Vamos a presentar en su momento qué es lo que pensamos y cómo se debe cambiar, pero ese es el efecto, la causa es tener un entendimiento diferente con Estados Unidos y Canadá”.

En la Declaración Final, de 44 puntos y 13 páginas, no hubo ni siquiera una mención a la OEA. En ellos se vuelve sobre lugares comunes y posiciones políticas y geopolíticas generalistas, muchas repetidas de forma reiterada, como el apoyo a la argentinidad de las Islas Malvinas (o Falkland). En la Declaración destaca el “compromiso con la unidad e integración política, económica, social y cultural, y la decisión de continuar trabajando conjuntamente para hacer frente a la crisis sanitaria, social, económica y ambiental, ocasionada por la pandemia del COVID-19, el cambio climático, desastres naturales y la degradación de la biodiversidad del planeta, entre otros”. En esa línea de escasa concreción la declaración repasa los tópicos de cada cumbre, desde la construcción de un orden internacional más justo, la defensa de la democracia y la consolidación de América Latina y el Caribe como Zona de Paz, pasando por el apoyo a la educación, la juventud, la igualdad de género, el respeto a los derechos de los pueblos indígenas u originarios y afrodescendientes, y las personas migrantes, hasta acabar aspirando a la erradicación de la pobreza o el acceso a una mayor financiación por medio de los Derechos Especiales de Giro (DEG). Muchas aspiraciones voluntaristas pero ninguna hoja de ruta concreta.

(2) Retórica y nacionalismo alimentan la “grieta” de la integración latinoamericana

Una razón por las que la integración latinoamericana no ha avanzado en más de medio siglo es que se ha solido perder en los meandros de sus excesos retóricos y nacionalistas. Una retórica y un nacionalismo que en cumbres como la última de la CELAC han incidido sobre la polarización regional, que viene creciendo desde hace más de dos décadas.

La heterogeneidad latinoamericana, que se remonta a su propia historia, convive ahora con profundas divergencias políticas e ideológicas que se han vuelto a hacer presentes en esta cumbre, confirmando que la polarización presente en cada país latinoamericano, la palabra “grieta” (división) en el lenguaje político argentino, tiene su correlato regional. De hecho, el poder de convocatoria de López Obrador se vio gravemente comprometido por cuestiones ideológicas. Los dos principales representantes de las diferentes derechas regionales no estuvieron en la Cumbre: ni Jair Bolsonaro (Brasil abandonó la CELAC en 2020) ni Iván Duque (contrario a la presencia de Venezuela en la cumbre), y tampoco Sebastián Piñera. Brasil no estuvo representado por ningún miembro del gobierno, mientras que Colombia y Chile sí acudieron, aunque con un rango de representación que denotaba un cierto alejamiento respecto a la cita. Por Colombia acudió la ministra de Transporte, Ángela María Orozco, y por Chile el subsecretario de Relaciones Económicas Internacionales, Rodrigo Yáñez.

A comienzos de 2020, Brasil suspendió su participación en la CELAC. El entonces canciller Ernesto Araújo consideró que la institución “no tenía resultados en la defensa de la democracia” y que concedía “protagonismo a regímenes no democráticos como los de Venezuela, Cuba, Nicaragua”. El presidente Duque, que tenía previsto viajar a México, finalmente no acudió al negarse a aceptar la petición de la presidencia pro tempore (el gobierno de López Obrador) de incluir en la declaración final la petición de eliminar las sanciones económicas contra Venezuela. Duque no creyó que se pudiera “aflojar en ninguno de los mecanismos de presión, porque claramente estamos ante una dictadura que… es oprobiosa, es destructiva”. De todas formas, la negativa de Duque influyó en el documento final, que no incluyó la petición de anular las sanciones.

Sin la presencia de esos líderes de la derecha regional, el uruguayo Luis Lacalle Pou y el paraguayo Mario Abdo Benítez se alzaron como los principales críticos a la estrategia de López Obrador de convertir la cita en un foro de apoyo y respaldo a Venezuela (Nicolás Maduro viajó de forma sorpresiva y a última hora, pues hacía más de un año que no salía de su país) y a Cuba. Estos cuatro mandatarios mostraron la “grieta” regional y protagonizaron un duro cruce en el que los presidentes de Uruguay y Paraguay cuestionaron la legitimidad democrática de Maduro.

El primero en criticar su presencia en la cumbre fue Abdo Benítez, quien advirtió que su gobierno no cambió su postura sobre Venezuela y sigue reconociendo a Guaidó: “Mi presencia… en ningún sentido ni circunstancia representa un reconocimiento al gobierno del señor Nicolás Maduro. No hay ningún cambio de mi gobierno y creo es de caballeros decirlo de frente”. Por su lado, Lacalle afirmó que participar en la cumbre no significaba ser “complaciente” con países (como Venezuela y Nicaragua) donde “no hay una democracia plena”. Maduro aparentó un tono conciliador (“Debemos pasar la página del divisionismo que se insertó en América Latina, del acoso a la revolución bolivariana y ahora del acoso incesante a la revolución cubana y a la nicaragüense”), aunque calificó de “provocación” ambos discursos.

Estas divergencias, que cruzan transversalmente la región, son de gran calado e impiden el avance de ningún proyecto integracionista. Los gobiernos autoritarios no tienen ningún incentivo para entrar en una organización que los fiscalice o recorte su autonomía y margen de acción para continuar reprimiendo a la oposición y controlar el poder. Por su parte, los gobiernos de derecha se sienten incompatibles con compartir espacios y foros comunes con los regímenes “autoritarios”. Esta circunstancia subyacía en el cruce entre los presidentes de Cuba y de Uruguay. El cubano acusó al uruguayo de adoptar un “paquetazo neoliberal” en su país. La respuesta de Lacalle subrayó que “en mi país por suerte la oposición tiene resortes democráticos para quejarse. Esa es la gran diferencia con el régimen cubano”.

Conclusiones

La cumbre de la CELAC ha vuelto a mostrar que los procesos de integración latinoamericanos siguen lastrados por dos excesos –retórica y nacionalismo– y un déficit, la falta de liderazgo. Esos obstáculos no han sido removidos por López Obrador pese a su intento de liderar la reanimación del proceso integracionista a través de la CELAC. Sin embargo, ha actuado no como un líder integrador, contemporizador y abarcador sino como alguien que toma partido y se posiciona a favor de Venezuela y Cuba, en contra de EEUU y no enfatiza que la democracia y el respeto a los Derechos Humanos son la columna vertebral de la integración. En la foto de familia de la cumbre, López Obrador apareció flanqueado por Maduro y Díaz-Canel, todo un símbolo de la importancia que concedió el gobierno de México a estos dos dirigentes. Impulsar un proceso de integración en alianza con las dictaduras, los autoritarismos y las autocracias es un contrasentido, ya que esos regímenes se apoyan en la represión y el nacionalismo extremo y excluyente, incompatible con un proceso de integración.

Como señaló el ecuatoriano Guillermo Lasso, la UE, que López Obrador toma como modelo para la CELAC, nunca fue “un club ideológico” y estuvo basado en valores democráticos (“Todo nuestro pasado común no servirá de nada si no tenemos un futuro común. Y ese futuro común sólo se construye a través de la libertad de nuestros ciudadanos, para abrir nuevos mercados, para comerciar, soñar y crecer juntos, en una plena democracia, en libertad”) y “su integración fue primero económica y luego política, no trabajaron de arriba hacia abajo, sino de abajo hacia arriba, primero los ciudadanos, después los gobiernos”.

López Obrador no sólo careció del necesario liderazgo integrador sino también, al no poseer una agenda concreta y una hoja de ruta clara, encubrió sus carencias apelando al más rancio nacionalismo latinoamericano, y con el pretexto de defender la soberanía nacional (“es tiempo de sustituir la política de bloqueos y de malos tratos por la opción de respetarnos, caminar juntos y asociarnos por el bien de América, sin vulnerar nuestras soberanías”) dejó vía libre para la violación de las libertades y los Derechos Humanos.

López Obrador, finalmente, encubrió el exceso de nacionalismo y su limitado liderazgo con propuestas poco compatibles con la realidad, envueltas en un lenguaje florido, de un claro sentimentalismo patriotero y con evocaciones históricas maniqueas: Cuba es la “nueva Numancia” y Bolívar un santo laico. Como el minotauro, América Latina vuelve a estar confinada en su laberinto, en un período marcado por la división y la fragmentación. Los grandes excesos de retórica y nacionalismo y el déficit de liderazgo marcan los límites de un proceso de integración sin salida a la vista. ¿Dónde está la vía de escape? Para unos en reemplazar a la vetusta OEA por otra instancia similar sin EEUU ni Canadá, aunque según López Obrador habría que recrear el ALCA (Área de Libre Comercio de las Américas), enterrada en 2005 en Mar del Plata por Chávez, Kirchner y Lula.

Para otros, en reeditar la UE, adaptándola a las particularidades locales. Pero esta propuesta disgusta profundamente a Maduro, que propone mirar más detenidamente a las instituciones africanas y asiáticas. Hasta ahora la integración latinoamericana se ha caracterizado por su permanente huida hacia delante, con la constante creación y recreación de instituciones. Desde esta perspectiva, el intento mexicano de reflotar la CELAC sintoniza perfectamente con la tradición. Pero, en esa fuga contante nadie se ha puesto a pensar en cómo salvar lo poco bueno que vale la pena preservar, como la cláusula democrática.

Desde la tan repetida perspectiva de que lo que está en juego es reforzar el proceso de integración regional, ¿qué es lo que se podría o se debería haber hecho en un contexto de tanta fragmentación, como el que actualmente caracteriza a América Latina? Quizá comenzar por sumar a Brasil y seguir por definir lo que se quiere integrar: ¿América del Sur, América Latina o la suma de América Latina y el Caribe? Desde la lógica de los puros intereses nacionales, la gran pregunta, más allá de lo políticamente correcto, es qué aporta el Caribe a una América Latina integrada. Una cosa es que participe en un foro político, y para ello ya existe la OEA, y otra que participe en un esquema de integración relativamente exitoso. La respuesta no es sencilla y exige informes y estudios que van mucho más allá del omnímodo saber presidencial.

En lugar de los mencionados 44 puntos de la Declaración Final hubiera sido más eficaz redactar una especie de hoja de ruta con los pasos concretos a dar para avanzar en la integración, con la definición de objetivos y valores para profundizar el proceso. Sin embargo, se insiste en seguir construyendo la casa desde el tejado.

Carlos Malamud
Investigador principal, Real instituto Elcano | 
@CarlosMalamud

Rogelio Núñez
Investigador sénior asociado del Real Instituto Elcano y profesor colaborador del IELAT, Universidad de Alcalá de Henares | 
@RNCASTELLANO

Andrés Manuel López Obrador, presidente de México. Foto: EneasMx (CC BY-SA 4.0)