Irak: Soberanía, elecciones y bombas

Irak: Soberanía, elecciones y bombas

Tema: Se analiza el planteamiento inicial del proceso de transferencia de soberanía al pueblo iraquí, desde la aprobación del Acuerdo del 15 de noviembre entre la Autoridad ocupante y el Consejo de Gobierno Iraquí hasta el informe de Naciones Unidas del 23 de febrero.

Resumen: Coincidiendo con la ofensiva guerrillera del Ramadán, los norteamericanos cambian sus planes respecto a Irak, atándose a un calendario acelerado de transmisión de poderes. Durante varios meses se desarrolló un tira y afloja entre Bremer y el gran ayatolá al-Sistani en torno al papel de las elecciones desde la primera fase del proceso. Si ya todo el calendario peca de precipitado, dados los ritmos lentos de recuperación de la normalidad, la pretensión de al-Sistani lo hacía imposible. Ambas partes han decidido introducir a Naciones Unidas para resolver el punto muerto con un informe formalmente técnico, que señala precondiciones objetivas para la viabilidad del proceso e introduce mayor realismo en la fechas, pero que sigue dejando numerosos problemas en el aire.

Análisis: Irak está plagado de problemas y a la autoridad ocupante le corresponde la responsabilidad de asumirlos todos. Estos problemas se podrían clasificar en tres grandes apartados. El de la seguridad está en manos de los militares americanos. La reconstrucción es esencialmente un problema económico y administrativo que gestiona la gente de Bremer. Pero lo que absorbe a éste como principal responsable es el tema político por excelencia, el de la transmisión de la soberanía y disolución de su propia autoridad, con lo que ello implica de diseño del marco legal y del aparato de instituciones que tratarán de determinar el futuro del país.

La transferencia de soberanía engloba todo el complejo juego interétnico de Irak y las relaciones de los ocupantes con el país en conjunto y con cada uno de sus principales componentes étnicos y ha sido objeto de importantes giros en la política americana, giros que representan otras tantas adaptaciones a la realidad.

No sabemos con exactitud cuales eran las expectativas y los planes iniciales de Washington. Había sin duda una esperanza, entendida como ilusión, de que las cosas pudieran ir mucho mejor de lo que han ido, pero sabemos también, por un trabajo de investigación periodística de James Fallows en The Atlantic Monthly, que tuvieron siempre en cuenta el peor de los casos. Es para Rumsfeld un principio elemental de estrategia que se planifica siempre para la incertidumbre y nada desprecia más que la pretensión de saber cómo va a ser el futuro. Sabemos por Fallows que no faltaron detallados planes para la posguerra pero hubo una tremenda quiebra, todavía no explicada, en su aplicación.

Respecto al calendario de permanencia en Irak, lo que primó al principio fue la indefinición. El presidente repitió en todas sus declaraciones que Estados Unidos permanecería en Irak todo y sólo el tiempo que hiciera falta. Se refería, naturalmente, al tiempo necesario para dejar el país en condiciones de autogobernarse. A medida que se desarrolló la guerrilla esa declaración de intenciones se fue convirtiendo en un mensaje que pretendía desalentar las esperanzas de los que se proponían expulsar a los americanos a base de atentados. Pero cuanto más necesario se hacía ese mensaje, más insostenible resultaba desde una variedad de puntos de vista políticos tanto internacionales como internos, y éstos lo mismo respecto a los ocupantes que a los ocupados.

Las dificultades han ido erosionando el apoyo de la opinión pública americana a la empresa, lo que limita la capacidad de acción del presidente y resulta peligroso en un año electoral. En estricta correspondencia con esa mengua ha ido creciendo la necesidad para la administración Bush de buscar ayudas exteriores e implicar a Naciones Unidas, tanto por la utilidad de su colaboración en algunos temas como por el plus de legitimidad que puede añadir.

En cuanto a los iraquíes, aunque una clara mayoría, ciertamente los chiíes y los kurdos que suman un 80%, no lamentan la guerra y se consideran liberados de un régimen atrozmente opresor, las muestras de impaciencia con la ocupación se hicieron sentir desde muy pronto. Lo que revelaban las encuestas de opinión que se empezaron a hacer a las pocas semanas de finalizada la guerra es que comprendían que era momentáneamente necesario mantener la ocupación pero parecía que la paciencia con la misma estaba siempre próxima a agotarse, ejerciendo así una continua presión sobre los planes de Bremer. Lo curioso es que diez meses después de esos primeros sondeos el estado de la opinión pública respecto a este punto sigue siendo muy similar.

A la vista de la situación, esa precaria paciencia ha ido obteniendo continuas prórrogas, pero a diferencia de los primeros meses ahora ya tiene sus días contados por un calendario establecido desde mediados de noviembre, el cual está en el centro de la negociación política actual.

El “hasta cuando haga falta” de Bush se ha visto sometido a un proceso de compresión y ha quedado pautado por fechas fijas y contractuales. A mediados de noviembre, cuando está en su apogeo la ofensiva guerrillera del Ramadán y el número de atentados diarios alcanza un máximo absoluto, Bremer inicia una cuenta atrás mediante un documento, medio imposición medio compromiso, aprobado conjuntamente por la Autoridad Provisional de la Coalición y el Consejo de Gobierno Iraquí. Se trata de un calendario, un procedimiento y en pequeña pero importante medida una prefiguración de los futuros trabajos constitucionales. Es un documento muy breve que esboza todo el proceso de manera muy esquemática.

En primer lugar, el acuerdo estipulaba la elaboración de una constitución provisional bajo el nombre de Ley Fundamental que regiría todo el proceso de transferencia, hasta el momento en que entrase en vigor la constitución definitiva elaborada por métodos plenamente democráticos a finales del próximo año 2005. La tarea de redactar esa Ley le competía al Consejo de Gobierno Iraquí bajo la supervisión y sometido a la aprobación de la Autoridad ocupante. Tenía de plazo hasta el pasado 28 de febrero y aunque no consiguió cumplirlo, falló sólo por dos días.

En segundo lugar, el acuerdo fijaba el próximo 30 de Junio como fecha tope para la transferencia de la soberanía a un gobierno provisional iraquí. Ese gobierno debería ser elegido por una asamblea también provisional o transitoria, que tendría que haberse formado no más tarde del 31 de Mayo. El proceso de formación de este cuerpo sería mediante asambleas provinciales de notables, del tipo que los americanos llaman caucuses. Este procedimiento se convirtió inmediatamente en el objeto de un gran debate político y de una compleja y sutil negociación entre la Autoridad Provisional de la Coalición y diversas instancias iraquíes, pero esencialmente el ayatolá chií al-Sistani.

Ese gobierno provisional o “administración transitoria” según la terminología del Acuerdo deberá dirigir los últimos y definitivos pasos del país hacia la democracia: elecciones democráticas para una asamblea constituyente o “convención” no más tarde del 15 de Marzo de 2005, la cual redactaría una constitución que sería ratificada mediante referéndum popular, tras lo cual “se celebrarán elecciones para un nuevo gobierno iraquí no más tarde del 31 de diciembre, en cuyo momento la Ley Fundamental expirará y tomará posesión un nuevo gobierno”. Evidentemente, esta última frase del documento del acuerdo deja un tanto desdibujada la fase final del proceso de normalización democrática del país ocupado. Además, el acuerdo no se ocupa en absoluto del estatus de las tropas americanas después de que un gabinete provisional se haga cargo del gobierno del país a mediados del año actual. A partir de entonces, la embajada americana tendrá que negociarlo con el nuevo ejecutivo nacional.

Decíamos más arriba que el acuerdo pretende también prefigurar en líneas muy generales pero en apreciable medida lo que deberá ser la futura constitución, con lo que los americanos tratan de dejar atado el futuro una vez que el timón haya pasado a manos iraquíes. Ello se hace señalando los contenidos mínimos de la Ley Fundamental, la cual debe comportar una declaración de derechos que incluya la libertad de expresión y religión, la igualdad ante la ley con independencia de sexo, secta o etnia. Debe contener disposiciones federales, aunque no señala sobre qué tipo de base, independencia judicial y control civil sobre las fuerzas armadas y de seguridad. Es decir, trata de asegurar lo esencial de un diseño democrático. O dicho de otro modo, es un intento de cerrar el paso a una teocracia islamista.

Como ya se ha apuntado, el acuerdo del 15 de noviembre se convirtió en el centro de complejas y delicadas maniobras políticas en las que lo que está en juego es la legitimidad de todo el proceso, el dominio de la mayoría chií sobre el conjunto del país y precisamente el grado de islamismo que ha de caracterizar al futuro régimen político y que los americanos aspiran a reducir a algo que sea compatible con ciertos principios básicos de la democracia. Aunque los actores son muchos, los interlocutores básicos de este kabuki medio-oriental son Bremer y al-Sistani, los cuales no se hablan entre sí, pues el ayatolá ha tenido sumo cuidado de no contaminar su enorme autoridad moral con tratos directos con el ocupante, con el que no se relaciona más que a través de intermediarios propios.

Desde el primer momento, el acuerdo ha estado sometido a dos tipos de presiones. Por un lado, la realidad iraquí. El “hasta cuando sea necesario” de Bush referido al plazo de la ocupación parecía de momento más realista. Cinco meses después de dar la guerra por terminada, con el país sólo comenzando a recuperarse de la devastación, producto mucho más de 35 años de tiranía que de la guerra, y, sobre todo, con graves problemas de seguridad, los ocupantes habrían podido cumplir su misión mucho mejor sin enfrentarse a plazos apremiantes y desde algunos puntos de vista utópicos. Pero, en último término, la realidad que prevalece es la política, y políticamente la administración Bush juzgó imprescindible señalar un horizonte próximo para la transferencia de soberanía, aunque el país estuviese en condiciones para el autogobierno mucho menos que ideales. Y no se trata sólo de las condiciones generales del país, sino también la posibilidad misma de cumplir los plazos, sobre todo en lo que se refiere a la organización material de elecciones verdaderamente representativas.

La segunda presión que ha gravitado sobre el acuerdo Autoridad Provisional-Consejo de Gobierno ha sido la crítica de falta de legitimidad para la primera fase del proceso, la elección de una asamblea provisional, que designará el gobierno interino que reciba la transferencia de poderes, por medio de caucuses provinciales de notables. Al-Sistani se mantuvo firme desde el primer momento, incluso meses antes de que hubiera sido concebida la idea misma del acuerdo de mediados de noviembre, exigiendo verdaderas elecciones. Aunque la objeción de legitimidad es seria y tiene importantes ecos internacionales que complican la actuación americana, y sin descartar que el líder religioso estuviera sinceramente preocupado por sus implicaciones, no puede ignorarse que lo que está detrás es el soñado control sobre Irak de la durante siglos humillada y reprimida mayoría chií, un control inmediato que les permitiría dirigir a placer el proceso constitucional y las futuras elecciones.

Para Bremer el problema era, y difícilmente dejará de ser, múltiple. Ante todo, las dificultades materiales de celebrar elecciones en tan corto período de tiempo, en un país donde no sólo no hay censo electoral sino, ni siquiera, censo general de población que sea fiable y mínimamente actualizado y teniendo que enfrentarse a una situación de seguridad tan poco propicia para ejercicios democráticos.

Están después todas las muy probables consecuencias de una asunción pronta y sin contrapesos del poder por los chiíes. Aunque no forman un bloque político y las encuestas revelan entre ellos mayor secularismo del que salta a la vista, lo cierto es que sus principales partidos son de base religiosa y sus líderes más respetados son sus cuatro grandes ayatolás, especialmente al-Sistani. Podrían estar en condiciones de imponer el tipo de régimen islámico que precisamente los americanos tratan de prevenir. Además, un régimen territorialmente unitario basado en la pura mayoría podría ser la receta para una guerra civil, pues sería inaceptable para los kurdos y una auténtica fuente de terror para la minoría árabe suní. A ello hay que añadir la preocupación americana por la influencia del régimen de los ayatolás iraníes sobre sus correligionarios iraquíes. La más cruel de las ironías históricas sería que los americanos hubieran liberado a los oprimidos chiíes de Irak del atroz despotismo baasista, sólo para incrementar el poder regional del régimen islámico persa, contribuyendo a consolidarlo en su interior y a debilitar a los países árabes del golfo, más o menos amigos de los Estados Unidos.

Pero, por otro lado, Bremer no puede dejar de mimar a sus chiítas. Un levantamiento de esas poblaciones, que vieron la guerra como liberación y que hasta ahora han tolerado bastante bien la ocupación, representaría el desastre absoluto para toda la empresa americana. La guerra podría finalmente transformarse en derrota y se vendrían abajo todas las expectativas de iniciar una marcha, sin duda larga y lenta, en dirección a la democracia en todo el Gran Oriente Medio.

Bremer tiene también que maniobrar para asegurarse una distancia aceptable entre los correligionarios de ambos lados de Chat-el-Arab, tarea harto difícil que nunca podrá realizar desde una posición de enfrentamiento y hostilidad.

Además, la comunidad chií es su última y definitiva baza contra la guerrilla. Si los suníes no se dan cuenta de que la guerrilla, que más o menos amparan o toleran, los aísla y que en último término puede significar para ellos un suicidio, o si simplemente no son capaces de contenerla o al menos distanciarse manifiestamente de ella, finalmente habrán de encontrarse con el momento en que el poder chií, aliado o no con los kurdos, habrá de extirparla y deberán esperar que lo haga con métodos comparados con los cuales los propios de las fuerzas americanas parezcan francamente melindrosos. Pero esa carta que Bremer puede conservar en su manga no deja de ser un recurso desesperado. Significaría el fin de un sistema político de equilibrio y respeto entre las diferentes comunidades étnicas del país mesopotámico y resultaría tremendamente inquietante para los vecinos árabes de Irak, todos ellos de mayoría suní. Les permitiría a los americanos desembarazarse de Irak tras conjurar el peligro de restauración baasista, pero eso supondría dejar atrás todas las ilusiones de reformar el Oriente Medio. Las exigencias de la guerra contra el terrorismo hacen que no sea una verdadera opción, aunque su posibilidad teórica no deja de ser una útil baza que Bremer puede jugar con los recalcitrantes sunitas.

El acuerdo de noviembre representa ya un importante cambio de estrategia por parte americana: hasta cierto punto un compromiso entre imposibilidades materiales e imposibilidades políticas. Sin él se estaba haciendo imposible seguir avanzando políticamente en el proceso de normalización de Irak. Pero las dificultades materiales que desaconsejaban haber dado con anterioridad ese giro hacia la precipitación no han desaparecido en absoluto por el hecho de la firma del documento. Aunque satisfaga exigencias internacionales y locales, los ritmos que el diseñado proceso de transferencia impone son prematuros respecto al ritmo de recuperación de la estabilidad en el país.

Las dificultades físicas se incrementan hasta la desesperación con la exigencia por parte de al-Sistani de que las elecciones estén presentes desde la primera fase del proceso, la formación de la asamblea provisional de la que saldrá el gobierno provisional que dirija el país mientras se elabora la constitución definitiva. Al-Sistani naturalmente lo sabe y su objetivo no es en absoluto echar a pique la transferencia de la soberanía sino asegurarse de que ésta vendrá de modo natural a manos de los mayoritarios chiíes, para lo cual, además, necesita afirmar su propio poder como interlocutor indispensable de la autoridad ocupante.

No hay nada de radicalismo en el liderazgo religioso supremo chií, sino una admirable moderación. Dado lo que su comunidad ha sufrido a lo largo de la historia y especialmente en las tres últimas décadas a manos del régimen baasista, expresión del poder suní, es extraordinario que esos dirigentes hayan sido capaces con sus fatwas, o decretos religiosos, de contener la sed de venganza, no ya sólo a raíz de la guerra, sino acto seguido de cada uno de los atentados que han segado la vida de sus figuras más reverenciadas y masacrado a sus fieles por centenares.

Tampoco Bremer, la administración Bush en definitiva, ha dado muestras de rigidez.

El acuerdo no ha sido obstáculo sino punto de partida de la negociación. Y no es la menor muestra de flexibilidad por ambas partes el haber recurrido a un facilitador externo por el que ninguno de los dos siente un especial aprecio pero que en la fase actual resulta útil interna e internacionalmente: Naciones Unidas. Kofi Annan ha sido convocado para que certifique lo que todos ya sabían –los obstáculos materiales a la celebración de elecciones– y para que aporte un marchamo internacional que proporcione coartadas a los tibios que muestran cierta disposición a colaborar y un chivo expiatorio hacia el que desviar la responsabilidad de algunas de las cosas que inexorablemente habrán de ir mal.

El informe presentado por la comisión enviada por el Secretario General de Naciones Unidas y presidido por el diplomático argelino Lakhdar Ibrahimi, anteriormente su representante en Afganistán, deja claros algunos puntos fundamentales sobre el estado de la opinión pública en Irak, reparte la razón equitativamente entre Bremer y al-Sistani, asienta sobre fundamentos técnicos algunos de los pasos intermedios en el proceso de transferencia de soberanía y, como parece de rigor en una situación tan endiablada como la de Irak, hace algún brindis al sol al establecer, lo mismo que el acuerdo, algún que otro compromiso entre lo que parece casi físicamente imposible con lo que parece políticamente casi inevitable. Finalmente, deja en el aire otros pasos que habrán de ser negociados o renegociados entre la Autoridad Ocupante y los iraquíes, sean estos el Consejo de Gobierno o cualquier otra instancia.

Del elevado número de entrevistas realizadas sobre el terreno por los miembros de la comisión destinada a descubrir los hechos (fact-finding), queda claro el deseo de los iraquíes de una transferencia acelerada pero también que el cómo ello sea posible sigue siendo confuso y no es objeto de ningún consenso. Deja sentado que es inviable celebrar elecciones para contar con una asamblea provisional a fecha del 31 de mayo, pero como por otro lado queda también establecido el rechazo generalizado de los iraquíes al sistema de caucuses locales y provinciales y los americanos, a su vez, se mantienen firmes en la fecha del 30 de junio para realizar la transferencia a quien quiera que sea, queda este punto sin resolver en el informe de Naciones Unidas.

El punto central del informe consiste en la estipulación de las condiciones sine qua non para poder celebrar elecciones democráticas, que la comisión presidida por Ibrahimi sintetiza en tres: Leyes, instituciones y recursos, y declara que ninguna existe en la actualidad. Por separado cita otra “precondición”, la seguridad, que luego, en la segunda parte o informe técnico, resuelve diciendo que “la seguridad existe en muchas partes de Iraq y podría aportarse a otros lugares mediante medidas específicas el día de las elecciones”. Este optimismo de última instancia domina todas las conclusiones y recomendaciones de los expertos de Naciones Unidas. Después de presentar un negro panorama al respecto, concluye que las elecciones son posibles ocho meses después de aprobada la ley electoral. No establece un calendario intermedio pero deja bien claro que habrá que trabajar a un ritmo desenfrenado desde el primer momento.

Fiel a las cuentas, o más bien a su apariencia, de los expertos, al-Sistani ha aceptado posponer las elecciones hasta, como fecha tope, el 31 de enero de 2005, sin mencionar en absoluto todos los importantes y difíciles trabajos preparatorios que deberán estar completados para entonces. Esa fecha añade algo más de medio año a la búsqueda de realismo en el calendario de la transición, pero no es una garantía de que lo consiga.

El informe del 23 de febrero señala que las autoridades iraquíes no han podido ocuparse de la confección de una ley electoral que, recuérdese, es el punto de arranque de la cuenta temporal de Naciones Unidas, absorbidas como estaban por la inaplazable tarea de ponerse de acuerdo sobre la constitución provisional finalmente llamada Ley Administrativa Transitoria, firmada el 8 de Febrero y de la que próximamente nos ocuparemos.

Conclusiones: La fuerte tensión entre, por un lado, los ritmos adecuados para la normalización de un país desgarrado por una dictadura devastadora, una guerra breve y poco destructiva y un problema de seguridad creado por una guerrilla que recurre a los métodos terroristas más indiscriminados y, por otro, la urgencia política que imponen los deseos de la población local, las presiones internacionales y el propio calendario electoral de la potencia ocupante han llevado a fijar unos plazos cortos para la transferencia de la soberanía, ideales si fueran fácilmente aplicables, pero problemáticos dada la situación del país. La intervención de Naciones Unidas ha inclinado el compromiso entre lo deseable y lo posible un poco más hacia esto último, dejando sin resolver muchos problemas.

Manuel Coma, Investigador Principal, Área de Seguridad y Defensa, Real Instituto Elcano