Influencia (y debilidad) de la política europea de España en tiempos de pandemia: del diagnóstico a las propuestas

Banderas de España y la UE. Foto: Arturo Rey (@arturorey)

Versión en inglés: The influence –and weakness– of Spain’s European policy in the face of the pandemic: from a diagnostic to proposals and recommendations.

Tema1

Este documento presenta un análisis de la posición española en la gestión de la crisis sanitaria y económica por parte de la UE.

Resumen

El coronavirus se afirma como un gran desafío para la UE y sus Estados miembros, con una particular incidencia en algunos de ellos, entre los que se encuentra España. El país aborda la situación con graves fragilidades, pero también con voluntad de protagonismo y una actitud proactiva en Bruselas. Este trabajo pretende realizar un primer diagnóstico de la posición política y económica española, poniéndola en relación con los principales desarrollos producidos en el nivel europeo durante los meses de marzo y abril de 2020. En paralelo apunta algunas líneas de actuación destinadas a minimizar los muchos riesgos existentes y aprovechar las oportunidades que también se abren. Se trata, en suma, de ayudar a identificar la respuesta supranacional qué más interesa a España teniendo en cuenta las siguientes preguntas: ¿cómo abordar desde Europa la gestión de la enfermedad y del restablecimiento de la movilidad?; ¿y las trascendentales decisiones de tipo económico por lo que respecta a la financiación de la reconstrucción (MEDE, coronabonos, deuda perpetua y presupuesto europeo) o al destino concreto de los fondos (agenda digital, descarbonización, inclusión y desempleo)?; ¿con qué aliados hacerlo y qué relato desarrollar en las instituciones o en las demás capitales nacionales?; y ¿cuál es el modo de conectar esta compleja negociación con el contexto político doméstico en un arranque de Legislatura marcado por la polarización y cierto riesgo de debilitamiento del europeísmo de la sociedad española?

Análisis

El coronavirus supone un desafío mayúsculo para el proceso de integración europea. Todos sus Estados miembros se han visto muy afectados desde el punto de vista sanitario y económico, pero algunos de ellos, entre los que se encuentra España, están sufriendo con especial énfasis el envite de la enfermedad y las consecuencias de los confinamientos sobre el empleo o las perspectivas de recuperación y sostenibilidad de las cuentas públicas. Los riesgos son numerosos y, por tanto, es muy importante articular una estrategia negociadora que tenga en cuenta los peligros existentes, sepa identificar de forma realista los objetivos alcanzables y no frustre las expectativas sobre una relación constructiva España-UE ni en el nivel interno ni en el europeo.

Un golpe simétrico que golpea asimétricamente

Los sistemas nacionales de salud de casi todos los Estados miembros (y, en particular, aquellos más afectados por los contagios como están siendo Italia, España, Francia o los países del Benelux) han demostrado no estar bien preparados para una pandemia como ésta. Se ha sufrido estrés hospitalario, problemas de suministro del material médico (en su mayor parte deslocalizado a China) y falta de tecnología propia, así como carencias más o menos puntuales en los sistemas de alerta y gestión de crisis. En esas circunstancias difíciles, el papel de la UE, que en materia de salud sólo desempeña tareas de apoyo, ha quedado deslucido por los titubeos y la descoordinación, sobre todo inicial. Además, la gestión estatal de los confinamientos o las restricciones de movilidad (que han aplicado la práctica totalidad de los Estados miembros) han afectado a uno de los ámbitos emblemáticos de la integración: el ahora suspendido espacio Schengen.

En la dimensión económica el desafío no es menor y, en este caso, sí afecta de lleno a las competencias de las instituciones: el funcionamiento de la Eurozona, del Mercado Interior y el conjunto de las políticas que se quieran desarrollar, como mínimo, hasta 2024. Por lo que respecta a España, si ya en la dimensión sanitaria había debilidades propias (consecuencia del enorme número absoluto y relativo de casos o de muertes), su posición es particularmente frágil de cara a la recesión que se avecina. Los motivos son varios: la importancia del turismo en el PIB; el alto desempleo y la temporalidad laboral ya existentes (que apuntan a un duro impacto social); y el alto endeudamiento que dificulta impulsar medidas de estímulo, con la consiguiente necesidad de apoyo financiero europeo.

La derivada política de lo anterior es también muy relevante. El papel de la UE en la gestión sanitaria y económica de la pandemia se ha politizado en el nivel interno, con todo lo que eso tiene de bueno, pues indica madurez, y malo; por la siempre frágil legitimidad del proceso de integración. Hay un riesgo de daño reputacional bidireccional: de la UE en ciertos países (Italia y, como luego se dirá, también España) y a la vez de éstos en el conjunto de la UE, si se asienta la idea de que ha existido una gestión de la pandemia singularmente mala o que el país ha desarrollado en los últimos años una política fiscal insostenible que explica ahora el poco margen disponible. Es verdad que la retórica dominante resulta ahora algo más equilibrada que en 2010 y el daño reputacional también puede afectar a quienes, como ha sido el caso de los Países Bajos, puedan ser considerados recalcitrantes en la respuesta. En cualquier caso, España no pisa suelo firme en un contexto de desconfianza entre Estados miembros acreedores y deudores. Además, ahora hay un elemento de tensión añadida al afectar la crisis de manera tan directa a un país de las características de Italia: Estado fundador, tercera economía y con una ciudadanía que desde los años 90 ha consumido las reservas del consenso permisivo hacia la Unión.

La respuesta en el terreno de la salud/movilidad que interesa a España

Como ya se ha dicho, y debido en gran parte a cuestiones competenciales, la UE no ha tenido un gran papel en la gestión de la pandemia en sí misma. En un primer momento la Comisión se limitó a revertir algunas peligrosas decisiones nacionales que restringían la exportación de material médico entre Estados Miembros, vigilar para que las limitaciones al tránsito de personas afectaran lo menos posible a la libre circulación de mercancías, e impulsar algunas iniciativas de investigación de la vacuna y del tratamiento médico de la enfermedad. Pero luego se ha ido evidenciando el valor añadido de la respuesta común en el abastecimiento (adquisición conjunta de material médico en un mercado ahora muy competitivo, donde importa la economía de escala del comprador), el almacenamiento de stock y hasta la fabricación (facilitando estándares que han permitido reconvertir líneas de producción industrial dentro de la misma Europa).

De cara al futuro, España debe velar porque la UE extraiga lecciones y esté en disposición de aplicarlas de cara a una segunda oleada del COVID-19 el próximo otoño o de posibles nuevas pandemias: reforzar sistemas de información y el apoyo a la respuesta sanitaria nacional, acumular reservas estratégicas de equipos médicos, favorecer la relocalización en suelo europeo de ciertas industrias en ese ámbito y asegurar una reacción más coherente en lo relativo a seguridad o movilidad de personas y bienes. Más a corto plazo, es importante que se coordinen las estrategias de salida de los 27, incluso aunque no se produzcan de forma simultánea. El modelo productivo español hace que resulte decisivo la existencia de un sistema europeizado de homologación de posibles certificados (de inmunidad o, en su caso, de vacuna), que hagan posible restablecer la movilidad entre países por trabajo o turismo. El almacenamiento seguro de datos sensibles (tanto para los ciudadanos como para las autoridades) y la conexión con la necesidad de desarrollar apps y “nubes” digitales europeas es otro elemento central.

Todas esas acciones de alcance europeo tienen efectos de primer orden para la sociedad y empresas españolas: el sistema nacional de salud, el científico, la innovación, la industria, y también el sistema de seguridad (riesgos de bioterrorismo, infraestructuras críticas, etc.), por lo que es fundamental estar alerta en su diseño y no olvidar que muchas de las decisiones de política industrial, científica o tecnológica de la UE post-coronavirus puede tener ganadores y perdedores entre los Estados miembros (o, si se prefiere, algunos que ganen mucho más que otros).

La respuesta económica que interesa a España

Las políticas económicas que adopte la UE serán cruciales para reducir el impacto económico de la pandemia y tratar de aprovechar la crisis como oportunidad para construir una Europa más integrada y una unión monetaria más sólida, que siempre han estado entre las principales prioridades de España. Por el momento, y tras algunos titubeos iniciales, disponemos ya de una respuesta de política monetaria razonablemente satisfactoria y un primer boceto de respuesta de política fiscal.

En efecto, el BCE se ha comprometido con un programa de emergencia de compra de activos por la pandemia (PEPP) a adquirir toda la deuda pública y corporativa que sea necesaria en el mercado secundario para evitar que la recesión se convierta en una crisis financiera y de deuda en los países con posiciones fiscales más débiles por la subida de las primas de riesgo. Incluso ha levantado los límites a qué porcentaje de deuda de cada país sobre el total emitido puede atesorar en su balance y qué tipo de colateral acepta para sus programas de liquidez al sistema financiero. Es muy bienvenido que, en esta crisis, se cuente explícitamente con un prestamista de última instancia para los Estados y que se haya tardado sólo una semana en decidir lo que en la crisis del euro de 2010-2012 llevó dos años. De no haber sido así, habría que haberse replanteado muy seriamente el mandato del BCE, y tal vez aún sea necesario hacerlo si otros países comienzan a hacer financiación monetaria a gran escala (compra directa de deuda pública por parte del Banco Central en el mercado primario o secundario) y la zona euro no. Tampoco es descartable el riesgo de que, si se extiende la situación, haya algunos actores (como el Tribunal Constitucional Federal alemán) que cuestionen la legalidad del programa. Por otro lado, la clave de éxito del PEPP (y sus posibles ampliaciones) residirá en las expectativas de los inversores según se vayan aprobando otras medidas en el plano fiscal (de lo contrario, podrían darse subidas en las primas de riesgo).

En el ámbito de la política fiscal hay que distinguir entre un primer paquete de urgencia y el diseño de un Plan de Recuperación más ambicioso que ahora mismo está preparando la Comisión por mandato del Consejo Europeo del 23 de abril. Las decisiones urgentes (adoptadas por el Eurogrupo del 9 de abril) se dividen en tres tipos de medidas: (1) una nueva línea de crédito precautoria del Mecanismo Europeo de Estabilidad (MEDE) de 240.000 millones de euros (hasta un 2% del PIB de cada país) que permitirá hacer frente a gastos sanitarios derivados de la pandemia con una condicionalidad limitada, todavía por negociar; (2) una línea de crédito de 100.000 millones de euros para financiar parte de los sueldos de los trabajadores que deban permanecer confinados (programa SURE); y (3) garantías y otra financiación por parte del Banco Europeo de Inversiones (BEI) por valor de 200.000 millones de euros para las empresas europeas. Se trata de un buen acuerdo provisional, pues pone sobre la mesa un paquete de medidas coordinadas (ya disponibles para el próximo 1 de junio) que no sólo pueden revelarse como muy útiles económicamente sino también de gran valor político. A partir de su adopción cambió el tono de los mensajes dominantes entre la ciudadanía de los Estados miembros del sur, viéndose la UE más como parte de la solución y no del problema. Sin embargo, como se trata de préstamos (y no de gasto mancomunado) y la mayoría de la carga fiscal seguirá siendo de cada país, no resulta del todo satisfactorio para Estados con una deuda ya alta.

Por eso, España, Francia e Italia (junto a otros Estados miembros: Bélgica, Eslovenia, Grecia, Irlanda, Luxemburgo y Portugal) vienen auspiciando desde el principio de marzo una respuesta basada en eurobonos que no haga aumentar el endeudamiento nacional existente y, sobre todo por lo que respecta a Italia, no supongan tener que aceptar una condicionalidad que políticamente resulta inaceptable. Como la idea de las emisiones de deuda comunes (ya sean eurobonos o coronabonos limitados en el tiempo) resultaba también inadmisible en Alemania y los Países Bajos, Madrid ha trabajado para intentar resolver el atasco. En ese sentido, el pasado 19 de abril el Gobierno español presentó una propuesta (“Spain’s non-paper on a European recovery strategy”) de fondo de recuperación dotado con hasta 1,5 billones de euros que no se financiaría con eurobonos pero sí con deuda perpetua, gestionada por la Comisión en conexión con un marco financiero plurianual (MFP) revisado y el establecimiento de nuevos impuestos europeos. El dinero se gastaría a partir del 1 de enero de 2021, atendiendo al impacto económico del coronavirus en cada Estado miembro. La idea fue elogiada por la prensa financiera internacional y nadie negó su coherencia a la hora de definir con claridad lo que se quiere hacer y cómo hacerlo; un buen ejemplo de actitud proactiva, capaz de influir en el momento oportuno.

El Consejo Europeo del día 23 no endosó la propuesta española, pero ha encargado a la Comisión que prepare en las primeras tres semanas de mayo un plan de montante similar y que incluye tanto préstamos a muy largo plazo (un formato más cercano a los deseos de Alemania que a los bonos perpetuos con tipo de interés cero que propone España) como aumentos de transferencias Norte-Sur a través de los presupuestos de la UE. La decisión tiene cierto potencial federalizante, pues el dinero del Plan no se vehicularía a través de un organismo intergubernamental como el MEDE, sino de la propia Comisión, y además el montante del MFP pasaría de representar el 1,2% del PIB de la UE al 2% (aunque no en forma de contribuciones directas sino de garantías). En cuanto al gasto, está aún por decidir hasta qué punto se plasmará en transferencias a los Estados más afectados o en préstamos al sector privado y en qué objetivos de inversión, con las condiciones adosadas que eso pueda suponer. También han aparecido propuestas para que el fondo adquiera directamente participaciones en empresas de los Estados miembros que necesiten ser nacionalizadas total o parcialmente, abordando así el debate sobre la asimetría en la capacidad de cada Estado miembro de apoyar a sus empresas en dificultades en función de su posición fiscal, ahora que los límites a las ayudas públicas han sido temporalmente suspendidos. Si esto sirviera como motor federalizante y para la creación de auténticos “campeones europeos” podría ser una opción interesante, pero España debe ser cuidadosa con la letra pequeña para asegurar tanto que las empresas españolas reciban suficientes fondos como que sus sedes no terminen siendo trasladadas a otros Estados miembros.

En todo caso, incluso si la propuesta de la Comisión fuera muy satisfactoria para España, no hay que exagerar expectativas sobre el impacto que esto pueda suponer para gestionar la crisis post-pandemia pero ayudará a la sostenibilidad de la deuda y políticamente es un buen punto de partida. Cierto que la batalla de los eurobonos (o los coronabonos) no se ha ganado, en parte por profundas razones jurídicas y en parte porque no coincidían del todo los intereses de España, Francia e Italia, pero el apoyo incondicional del BCE y la perspectiva de ampliar permanentemente el presupuesto europeo representan avances importantes.

Aun así, España debe continuar insistiendo en que el plan europeo de recuperación asegure que esta crisis no aumente las divergencias entre los países (y regiones) del norte y del sur, dando un auténtico significado a los conceptos de la “Europa que protege” y la “Europa social”, muy desatendida en la última década y cada vez más reclamada por la ciudadanía. De hecho, España debe aspirar a que el fondo de recuperación contribuya a avanzar en la transformación de su estructura económica sobre los ejes de la digitalización, la sostenibilidad y la inclusión y lucha contra la desigualdad, objetivos que deberían además estar avalados por un gran pacto político a nivel nacional. Para ello es importante que España tenga cuantos más proyectos preparados en estos ámbitos para recibir financiación cuando el fondo esté disponible.

La crisis, además, abre la puerta a exigir una mayor dureza contra los paraísos fiscales europeos, como los Países Bajos, Irlanda y Luxemburgo. Si no se llega al ideal de la toma de decisiones fiscales por mayoría cualificada en materia tributaria, que es a lo que España debería aspirar (y así se expresa en el non-paper del 19 de abril), cabe la posibilidad de una cooperación reforzada que excluya a países que no cooperen. Aquí, Alemania está en el bando de España, Italia y Francia, e Irlanda está en deuda por la solidaridad mostrada por la Unión durante el Brexit.

También es importante posicionarse en el debate sobre los efectos de la crisis en la acción climática. España, junto a otros 12 Estados miembros, apoya explícitamente que el Pacto Verde Europeo canalice parte de los estímulos económicos de la reconstrucción. Los Estados miembros opuestos a avanzar rápido en la descarbonización no deberían obstaculizar con la excusa del coronavirus; en cambio, los países mediterráneos, España entre ellos, sí podrían beneficiarse y contribuir a la neutralidad climática europea en 2050. Si hay miembros de la UE que no creen en esta estrategia, basta con que renuncien a dichos estímulos. Todos los europeos ganarían con medidas que permitieran a España capitalizar su potencial renovable a medio plazo, si se aumentara la interconexión eléctrica con Francia y se fortalecieran los mecanismos de cooperación para el intercambio de energías renovables.

Otro terreno donde enfocar los estímulos es el social. Los más débiles serán quienes más sufran las consecuencias económicas de la pandemia y la recuperación requerirá una reconstrucción de la clase trabajadora, que ya ha sufrido el embate de la Gran Recesión y de la revolución tecnológica. Se trata de forjar un nuevo contrato social europeo que también incluya un pacto generacional justo, para evitar que, como ya ocurrió en 2008-2013, sean los jóvenes quienes lleven la peor parte. El acceso a la educación –un ámbito en el que la UE no tiene competencias directas– en el inicio y a lo largo de la vida profesional, basada en la colaboración público-privada, debería incluirse entre los temas a estudiar. También es hora de ensayar de forma temporal una renta básica o mínima (no necesariamente universal) a nivel europeo, así como un seguro de desempleo europeo transitorio para el paro generado por la crisis. La antes mencionada Iniciativa SURE es un paso en esta dirección, aunque sólo para los que ya tienen empleo. A título general, sería positivo recuperar la idea de la “Europa Social”, vinculándola a la de la “ciudadanía europea”, que España contribuyó a acuñar.

En definitiva, España, como país europeísta, debe seguir impulsando el debate de la unión fiscal y política: es decir, mostrar disponibilidad a intercambiar soberanía (en materia fiscal, del mercado laboral u otras políticas públicas) por gasto mancomunado europeo permanente. Deben ser otros países los que se retraten si no quieren dar pasos adelante en la necesaria integración.

El relato político

En abril de 2019 España celebró elecciones generales y el resultado pareció, en un primer momento, favorecer la pretensión de que el país pudiera ser más protagonista en el nuevo ciclo político europeo. Un objetivo que se pensaba lograr aprovechando una constelación favorable de astros: recuperación económica, fuerte europeísmo de la ciudadanía y vacío dejado por el Brexit. Justo un año después, es honrado reconocer que no se ha alcanzado ese deseo. Ha habido avances (los partidos españoles han ganado peso en el Parlamento Europeo, se ha desdramatizado el conflicto catalán y se ha colocado a un español en uno de los top jobs). Pero la larga interinidad gubernamental, la frágil coalición que se conformó finalmente y la polarización política interna, han mostrado una España más débil de lo previsto, entornándose la ventana de oportunidad entonces identificada. El coronavirus reduce aún más el hueco. Si España desperdiciase ese momentum sería la quinta vez consecutiva en 20 años que se incumplen las perspectivas (internas y externas) de querer asumir un papel más proactivo e influyente en la UE: ya pasó en los últimos años del presidente Aznar (en el contexto del conflicto de Irak y el alejamiento del eje París-Berlín); en cada una de las dos legislaturas de Rodríguez Zapatero (por el fracaso del Tratado Constitucional, primero, y por la crisis económica, después); y, finalmente, con Rajoy (por el desafío independentista). Si el país promete cinco veces seguidas que quiere reforzar su liderazgo en Europa y luego, por causas propias o ajenas, no culmina ese propósito, su credibilidad queda obviamente dañada.

Pero no sólo hay que velar por no frustrar expectativas sobre España en Europa. También hay que hacerlo a la inversa y cuidarse de no generar frustración en casa haciendo pensar a la ciudadanía que la solución a la pandemia (la sanitaria y la económica) es responsabilidad de una UE que no ha estado a la altura de las circunstancias. Si ya no podemos beneficiarnos de uno de los elementos objetivos que nos favorecía hasta hace poco (el relativamente mejor estado de la economía), sería muy autodañino perder también el nítido sentimiento pro-europeo aún dominante entre los españoles.

El momento, con todo, también ha ofrecido algunos rasgos gratos para los intereses españoles, no siendo menor el hecho de haber sabido hacer valer su peso como cuarto Estado miembro (no sólo el peso institucional o el del PIB, sino también el intelectual). El debate en el Eurogrupo y el Consejo Europeo, pero también en la prensa, en los entornos empresariales y entre los expertos, ha tenido cinco actores nacionales como protagonistas (que suponen el 70% del PIB en la UE a 27) y España ha sido uno de ellos. Más beligerante y cohesionado que hace 10 años, más alineado con la Comisión y también con el beneficio de cierta empatía desde Alemania o incluso los Países Bajos, el Sur (incluyendo, ahora, a diferencia de lo ocurrido en 2010, a Francia) ha logrado una posición negociadora más equilibrada. Madrid, además, aun manteniendo una actitud exigente sobre los eurobonos, ha sabido evitar una innecesaria confrontación abierta con Berlín y La Haya. También ha recuperado la interlocución fluida con Roma, demostrándose de paso que, para que España sea el cuarto, no conviene que el tercero sea débil (aunque deba tratarse con cuidado esa relación para no importar debates euroescépticos ajenos y peligrosos). Por último, se han ensayado otras coaliciones, en torno al Estado de Derecho o la acción climática, que han servido para amortiguar la fractura Norte-Sur y para demostrar la clara voluntad política europeísta de España, aunque esas alianzas apuntan a futuras turbulencias Este-Oeste que habrá que gestionar.

En cualquier caso, al plantear la estrategia y las prioridades de la actuación española en la UE en tiempos de coronavirus, es fundamental recordar que nuestra política europea no consiste sólo en procurar la formulación coordinada y la defensa eficaz de las posiciones nacionales durante el procedimiento de toma de decisiones en el nivel supranacional. Con ser importante esa tarea, la interrelación España-UE es políticamente mucho más rica y delicada pues también cumple una función doméstica de primer orden: dotar de coherencia y autoridad al programa de reformas internas para tener un país más competitivo, innovador, sostenible, seguro e internacionalizado. Y, al hacer eso, ofrece además un valiosísimo referente de consenso sobre los contenidos que deben tener las políticas que se implementen en casa para conseguir esos objetivos; un consenso cada vez más raro, y por eso mismo doblemente valioso, dado el estilo confrontacional y, últimamente, polarizado de nuestra democracia.

Cualquier aproximación estratégica a la política europea en momentos de crisis debe tener en cuenta la necesidad de atender simultáneamente a esos dos elementos. Es decir, al mismo tiempo que se pretende maximizar la influencia (o minimizar la debilidad) en la agenda europea, hay que favorecer internamente la idea de que esa agenda no es ajena ni impuesta, sino que se co-lidera un proyecto propio, compartido por una inmensa mayoría de la sociedad española.

La crisis del COVID-19 vuelve a mostrar, como hizo la de deuda soberana, que no cualquier senda que recorra la integración resulta necesariamente positiva para España. Hay, pues, que definir mejor la postura nacional y orientar luego la conducta en Bruselas, de forma proactiva. En el caso de la mencionada propuesta sobre la recuperación, España ha hecho bien en no fundar tanto sus pretensiones sobre la base de la solidaridad, sino que ha puesto más énfasis en evitar una UE más desigual y un debilitamiento del Mercado Interior (“all rules and financing by the MFF should ensure that the cohesion and convergence objectives, as well as a level playing field for companies and states within the Single Market, are reinforced”). El reto, como ya ocurrió con el diseño de los fondos de cohesión en los años 90 es tener la destreza para que, una vez identificado cómo plasmar el interés nacional en políticas concretas, tener la destreza para acomodarlas en la agenda general de la UE. Una tarea que la crisis del COVID-19 vuelve a demostrar que exige huir de la introspección y que la anticipación desplace nuestro gusto por lo reactivo. Además, requiere buena interlocución con la Comisión y el Parlamento, complicidad intelectual en el universo de las ideas de Bruselas y empatía política de y hacia aquellos países más propensos a apoyar a los Estados que consideran dispuestos a intercambiar solidaridad por estabilidad y/o por una sincera voluntad de compartir soberanía. Nuestro interés nacional es precisamente eso, nacional, y no tiene por qué coincidir al completo (de hecho, no lo hace) con el francés, el italiano o el portugués.

Pero, a la vez que se sabe transformar el interés nacional en europeo, hay que saber trasladar el interés europeo al interior y que retroalimente el interés nacional. En los años 80 y 90 las exigencias en lo económico (requerimientos de la adhesión, adaptación al mercado interior y criterios de convergencia) ayudó a aplicar una agenda modernizadora y abierta al mundo que de otro modo se habría frustrado por los vetos internos. En el contexto de la reconstrucción post-coronavirus, una Europa más integrada que se tome en serio la competitividad, la sostenibilidad ambiental, la innovación, la protección social y también la estabilidad fiscal puede volver a reforzar la steering capacity de un Estado que quiere renovar su modelo productivo y su gobernanza. No hay que renunciar a que la UE nos ayude a conseguirlo con un debate demasiado maximalista (y de nuevo ajeno a nuestra realidad política) sobre la condicionalidad. España se benefició del MEDE en 2012, para sanear a parte de su banca, y la experiencia no fue humillante ni negativa. Lo importante, eso sí, es que las condiciones que puedan existir por acceder a más financiación (sea del presupuesto, del MEDE, del BCE o de una futura deuda mancomunada) no sean impuestas ni contrarias al interés definido desde la misma España. El hecho es que el país tiene importantes déficits (educación, tecnología, desempleo, desigualdad y energías renovables, incluso en el diseño institucional), muchos de ellos identificados de común acuerdo con la Comisión en cada semestre europeo, y no es inteligente renunciar a encontrar en la propia UE los incentivos oportunos que permitan hacer las reformas necesarias para lograrlo (a modo de la relación virtuosa que duró de 1986 a 2001).

Conclusiones

El coronavirus se afirma como un gran desafío para la UE y para sus Estados miembros, con una particular incidencia en algunos de ellos, entre los que se encuentra España. No obstante, el primer y principal peligro estratégico de la crisis no afecta de modo particular a nuestro país sino al proceso de integración en su conjunto, al impactar la crisis de manera simultánea sobre sus tres logros más emblemáticos: el Mercado Interior, la UEM y el temporalmente suspendido espacio Schengen. La pertenencia de España a la UE es tan trascendental que a menudo se confunde con el propio proyecto país, de modo que velar por la solidez del proceso (cuya resiliencia no es infinita) resulta en sí mismo prioritario. Por otro lado, es igualmente cierto que Europa se ha forjado en las crisis y éste es también un momento en el que se puede profundizar en la integración. La articulación de la postura general española en Bruselas debe ponderar ambos elementos y plasmarse en un europeísmo exigente en el que los intereses nacionales españoles sepan insertarse en el interés general europeo. Eso es válido tanto para la respuesta sanitaria (y del restablecimiento de la movilidad) como en la compleja respuesta económica. Y debe trasladarse tanto a las propuestas concretas que se vayan formulando como al relato de política europea que se construya ante Bruselas y el resto de capitales, pero también en casa.

En efecto, la tarea se juega simultáneamente a dos niveles: supranacional e interno. La posición que defienda España en la UE del coronavirus debe responder a un proyecto apoyado por la gran mayoría política y social. Para tal fin, es necesario reforzar la interlocución gobierno-oposición en este momento tan crítico (aprovechándose de que, en el Parlamento Europeo, PSOE, PP y Cs comparten coalición). También es momento, simultáneo a ese plan en marcha para negociar y escenificar un gran pacto socio-político como el de la Moncloa de 1977, implicar a la sociedad civil (empresas, sindicatos). Pero, sobre todo, la clave es la ciudadanía. En la situación actual de deslegitimación general de la política, vísperas de una recesión y clima de polarización interna (con partidos radicales), no se puede malograr la imagen de la UE en España. En las últimas semanas se ha demostrado que, pese a todo, hay margen para que avance o para que nuestros intereses reciban apoyo: un margen que se agranda siendo más proactivos en Europa, no siendo más resentidos.

Ignacio Molina
Investigador principal del Real Instituto Elcano | @_ignaciomolina

Federico Steinberg
Investigador principal del Real Instituto Elcano | @Steinbergf


1 Una versión anterior de este ARI fue presentada como input paper en el seminario digital “COVID-19 e Influencia de España en la UE” celebrado el 20 de abril dentro del proyecto Ecosistema de la Influencia de España en Bruselas. Se agradecen los comentarios realizados por los participantes y también las ideas debatidas en estas semanas con otros investigadores del Real Instituto Elcano, entre los que merece destacar de forma especial a Félix Arteaga, Gonzalo Escribano, Enrique Feás, Lara Lázaro, Iliana Olivié, Andrés Ortega, Miguel Otero y Luis Simón.

Banderas de España y la UE. Foto: Arturo Rey (@arturorey)