Mensajes clave
- Desde principios de 2025, la Administración Trump ha impulsado medidas contra el crimen organizado que han culminado con cinco ataques a embarcaciones venezolanas en septiembre y octubre, acciones que constituyen una grave vulneración del derecho internacional.
- En febrero, varias organizaciones criminales transnacionales fueron designadas como organizaciones terroristas extranjeras, ampliando su alcance regulatorio más allá del narcotráfico y generando repercusiones legales y económicas adversas para empresas y migrantes vinculados indirectamente a estas organizaciones.
- Aunque las organizaciones criminales y los grupos terroristas pueden compartir tácticas como la violencia y el uso de redes ilícitas, sus objetivos son distintos: las organizaciones terroristas buscan cambios políticos, ideológicos o religiosos, mientras que las organizaciones criminales carecen de ideología y persiguen principalmente beneficios económicos. Por ello, atacarlas militarmente o clasificarlas como organizaciones terroristas extranjeras no soluciona la raíz del problema ni la demanda interna de drogas.
- Combatir eficazmente el crimen organizado requiere fortalecer instituciones locales, respaldar la justicia y la sociedad civil, abordar la desigualdad y la pobreza y frenar el flujo ilegal de armas desde Estados Unidos a México.
Análisis[1]
El pasado martes 2 de septiembre, Estados Unidos (EEUU) llevó a cabo un ataque contra un barco que transportaba drogas y había zarpado de Venezuela. La operación, dirigida contra miembros de la banda venezolana Tren de Aragua, resultó en 11 muertos. Según el presidente estadounidense Donald Trump, la embarcación se encontraba en aguas internacionales en el momento del ataque y transportaba narcóticos ilegales con destino a EEUU. Dos semanas después, el lunes 15 y el viernes 19 de septiembre, Trump anunció que se habían llevado a cabo dos nuevos ataques contra embarcaciones venezolanas en circunstancias similares, que dejaron un saldo de seis muertos más. Posteriormente, el viernes 3 y el martes 14 de octubre tuvieron lugar los dos últimos ataques hasta la fecha, elevando el balance total a cinco operaciones y 27 fallecidos. En estos últimos cuatro casos, sin embargo, no se ha precisado ni la ubicación exacta de los barcos ni la presunta vinculación criminal de quienes iban a bordo.
Esta acción se enmarca en una serie de medidas que Trump ha impulsado desde principios de año contra el crimen organizado. El pasado 8 de agosto, Trump firmó una orden, aún secreta, en la que ordenaba al Pentágono que preparase opciones para un eventual uso de la fuerza militar estadounidense contra los cárteles de la droga previamente designados como organizaciones terroristas extranjeras (Foreign Terrorist Organizations, FTO). Aunque aún no está claro qué tipo de operaciones serían viables, ni el alcance de esta autorización, los recientes ataques contra barcos venezolanos podría ser un ejemplo de este enfoque.
A raíz de esta orden, la presidenta de México, Claudia Sheinbaum, reaccionó de inmediato descartando cualquier posibilidad de intervención directa: “Estados Unidos no va a venir a México con el ejército. Cooperamos, coordinamos, pero no habrá una invasión… eso está descartado”. Esta declaración surgió en un contexto ya delicado para la relación bilateral, marcada por negociaciones arancelarias y de seguridad entre Washington y Ciudad de México. Además, Trump había amenazado previamente con tomar medidas militares unilaterales si México no desmantelaba los cárteles, mientras que Sheinbaum advirtió que cualquier acción de este tipo constituiría una violación de la soberanía mexicana. No era la primera vez que el presidente planteaba un despliegue militar en territorio mexicano; ya había ofrecido enviar tropas para apoyar en la lucha contra el narcotráfico en mayo, oferta que fue rechazada.
A pesar de los episodios de tensión, ambos países cuentan con antecedentes de cooperación en seguridad para combatir el crimen organizado, como la Iniciativa Mérida lanzada durante el gobierno de Felipe Calderón. Sin embargo, incluso en ese marco, la presencia de tropas estadounidenses en suelo mexicano fue considerada siempre una línea roja.
Es precisamente en esta comparación donde se observa el contraste con Venezuela. A diferencia de México, donde las tensiones no han impedido preservar canales de cooperación en seguridad y migración, en el caso venezolano la ausencia total de diálogo político ha derivado en un enfoque mucho más agresivo. La ofensiva contra embarcaciones supuestamente vinculadas al Tren de Aragua se enmarca, además, en un despliegue naval de ocho buques de guerra y cazas F-35 en el Caribe que, aunque presentado como una misión antinarcóticos, refleja un uso desproporcionado de recursos militares. Más que una estrategia eficaz contra el narcotráfico, este despliegue parece responder a objetivos de política exterior orientados a incrementar la presión sobre Maduro.
La decisión de involucrar directamente a las Fuerzas Armadas constituye, en este sentido, la medida más agresiva adoptada hasta ahora por la Administración Trump en su ofensiva contra los cárteles. Históricamente, la participación militar estadounidense en operaciones antidroga en América Latina se había limitado a funciones de apoyo: intercambio de inteligencia, entrenamientos conjuntos y la participación de la Marina en la interceptación de embarcaciones sospechosas en aguas internacionales. La nueva estrategia, sin embargo, sugiere un cambio de enfoque: facultar a las fuerzas estadounidenses para capturar o eliminar a individuos vinculados con el narcotráfico. Además, la orden abre la puerta a operaciones militares directas tanto en el mar, como en territorio extranjero contra los cárteles.
Los recientes ataques contra embarcaciones venezolanas muestran que EEUU ya ha comenzado a aplicar esta nueva estrategia. Sin embargo, llevar a cabo operaciones letales contra presuntos miembros de un cártel fuera de un conflicto armado y emplear la fuerza militar en otro país sin el consentimiento de su gobierno, constituye una grave vulneración del derecho internacional. Como señalan expertos en la materia, calificar a los fallecidos de “narco-terroristas” no los convierte en objetivos militares legítimos: el Congreso no ha autorizado ningún conflicto armado contra Venezuela, ni contra el Tren de Aragua y no existe precedente que permita invocar la legítima defensa para justificar ataques letales contra sospechosos de narcotráfico. La designación de ciertos grupos criminales como FTO sólo habilita la imposición de sanciones, pero no autoriza el uso de la fuerza armada. Asimismo, la autorización de 2001 para actuar contra al-Qaeda y sus aliados tampoco resulta aplicable, ya que no puede extenderse a organizaciones criminales sin vínculos con el terrorismo islamista. Pese a ello, el 2 de octubre, Donald Trump declaró que EEUU se encuentra en un “conflicto armado” formal con los cárteles de la droga designados como organizaciones terroristas, calificando a sus miembros de “combatientes ilegales”, una interpretación unilateral que el Congreso no ha refrendado. En este sentido, los ataques no sólo vulneran la prohibición del uso de la fuerza recogida en la Carta de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), sino que también constituyen una violación grave de los derechos humanos. Es importante señalar, además, que EEUU contaba con alternativas legales: podía haber interceptado las embarcaciones y detenido a sus ocupantes para su enjuiciamiento, como ha hecho en el Caribe en numerosas ocasiones.
Cabe recordar que estas designaciones como FTO se iniciaron en febrero, cuando el Departamento de Estado incluyó ocho organizaciones criminales transnacionales con base en México, Venezuela y Centroamérica en la lista de FTO: el Tren de Aragua (TdA), la Mara Salvatrucha (MS-13), el Cártel de Sinaloa, el Cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG), el Cártel del Noreste (CDN), La Nueva Familia Michoacana (LNFM), el Cártel del Golfo (CDG) y Cárteles Unidos (CU). Posteriormente, en julio, Donald Trump añadió el Cártel de los Soles, acusando a Nicolás Maduro de liderar la organización, y un mes después, el Departamento de Justicia y el Departamento de Estado anunciaron que se duplicaba, a 50 millones de dólares, la recompensa por información que condujera a su arresto.
La justificación oficial de estas designaciones se apoyó en la idea de que la clasificación como FTO expone y aísla a estas organizaciones al negarles acceso al sistema financiero estadounidense y a los recursos necesarios para operar. Según Trump, los cárteles ejercen una campaña de violencia y terror en el hemisferio occidental que desestabiliza países clave para los intereses estadounidenses y contribuye a inundar EEUU con drogas mortales, delincuentes y bandas violentas.
De acuerdo con la Sección 219 de la Ley de Inmigración y Nacionalidad (INA), para que el secretario de Estado designe una organización como FTO deben cumplirse tres criterios: (1) que sea una organización extranjera; (2) que participe en actividades terroristas, en actos de terrorismo o mantenga la capacidad e intención de hacerlo; y (3) que represente una amenaza para la seguridad de los ciudadanos estadounidenses o para la defensa nacional, las relaciones exteriores o los intereses económicos del país. Si bien las organizaciones criminales pueden encajar en el primer criterio –al tratarse de actores extranjeros–, el cumplimiento del segundo resulta más controvertido, ya que implica determinar si sus actos de violencia constituyen terrorismo en sentido estricto o responden a dinámicas propias del crimen organizado. En cuanto al tercer criterio, el vínculo entre estas organizaciones y la seguridad nacional de EEUU es objeto de debate: aunque el narcotráfico se percibe como una amenaza grave, nunca se ha equiparado jurídicamente al tipo de “ataque armado” que habilitaría el uso de la fuerza letal en defensa propia, ni el Congreso ha autorizado el inicio de un conflicto armado contra los cárteles de la droga.
Más allá de las FTO, la Administración Trump también ha mostrado intención de extender la etiqueta de terrorismo hacia actores internos o movimientos ideológicos. En septiembre, Trump anunció que consideraría a Antifa como organización terrorista, a pesar de tratarse de un movimiento descentralizado, sin líderes ni estructura jerárquica clara y más cercano a una ideología que a una organización formal. Además, delimitar qué constituye un movimiento político o ideológico conlleva un alto grado de subjetividad, aumentando los riesgos de interpretaciones arbitrarias y posibles conflictos con derechos constitucionales como la libertad de expresión y de asociación.
1. Qué implica una designación como FTO
Hasta ahora, la lógica de las designaciones en EEUU distinguía claramente entre FTO y organizaciones criminales transnacionales (TCO), tratándose como categorías excluyentes. Pero por primera vez, la Administración Trump plantea la posibilidad de una doble designación: calificar los grupos delictivos organizados también como organizaciones terroristas.
Esta clasificación tiene implicaciones legales significativas. Entre ellas, la prohibición de ingreso en territorio estadounidense y la posibilidad de deportación de sus miembros, así como la capacidad del secretario del Tesoro para ordenar a las instituciones financieras el bloqueo de los activos de estas entidades. Asimismo, esta designación convierte en delito que cualquier persona, consciente de ello, proporcione “apoyo material” a la organización. Ese apoyo no se limita a armas o dinero: puede incluir tiempo, trabajo o servicios. Gracias a esta cláusula, EEUU ha procesado a individuos que, por ejemplo, planeaban viajar a Siria para entrenarse con Estado Islámico o recaudaban fondos para Hizbulah, conductas que de otro modo no podrían ser procesadas. La designación de TCO, en cambio, no incluye esta cláusula de forma explícita, aunque gran parte de la actividad de los cárteles ya es ilegal por su relación con el narcotráfico y otras actividades delictivas.
Por otro lado, las repercusiones de la designación de los cárteles como FTO no se limitan al ámbito normativo. También generan riesgos para las empresas estadounidenses que operan en América Latina y para los migrantes que llegan a EEUU, quienes podrían enfrentarse a procesos penales bajo cargos relacionados con terrorismo. El efecto económico es considerable, dada la magnitud del comercio entre EEUU, México, Centroamérica y Sudamérica.
Por ejemplo, antes del ataque de Hamás contra Israel en octubre de 2023, bancos y plataformas de pago como PayPal ya habían restringido operaciones en Cisjordania para evitar que sus servicios fueran utilizados por organizaciones terroristas y ser considerados responsables de eventuales actos de violencia. Con la nueva orden ejecutiva de Trump, empresas estadounidenses que operen en México podrían enfrentarse a un riesgo similar si se las vincula indirectamente con los cárteles, que forman parte de la economía mexicana en distintos sectores. Incluso instituciones financieras que transfieren remesas a México podrían ser objeto de procesos judiciales. Como resultado, es previsible que muchas compañías adopten una postura más cautelosa, limitando sus inversiones y nuevas iniciativas en la región.
El caso de la industria agroalimentaria ilustra bien la magnitud del problema. México exporta cada año aguacates por valor de 3.200 millones de dólares y limas por 500 millones, sectores en los que los cárteles han comenzado a participar directamente, no sólo extorsionando a productores, sino gestionando huertos y plantas de envasado para diversificar ingresos y financiar sus operaciones. En 2022, un inspector estadounidense fue amenazado por rechazar un lote de aguacates de procedencia vinculada a un cártel, lo que provocó una suspensión temporal de las exportaciones mexicanas. En junio de 2024, dos inspectores fueron agredidos en Michoacán y Washington volvió a suspender las importaciones, ocasionando pérdidas millonarias y un incremento del 40% en el precio de las cajas de aguacate en EEUU. Con el marco legal ampliado, se podría argumentar que comprar droga (o aguacates) a un cártel designado constituye apoyo material a una organización terrorista.
2. ¿Realmente es útil esta medida?
En ciertos aspectos, las organizaciones criminales guardan similitudes con los grupos terroristas: generan miedo en la población civil, se apoyan en redes ilícitas y recurren al narcotráfico como fuente de financiación. Sin embargo, sus objetivos son radicalmente distintos. Mientras que las organizaciones terroristas buscan cambios políticos, ideológicos o religiosos, los grupos criminales carecen de ideología y persiguen principalmente beneficios económicos: maximizar sus ganancias y mantener al Estado y a las fuerzas de seguridad alejadas de sus actividades ilícitas. Esta diferencia es fundamental, ya que eliminar a un líder terrorista puede debilitar la cohesión ideológica de su grupo, pero eliminar a un líder criminal no reduce la demanda de bienes y servicios ilícitos. Mientras exista esa demanda, nuevos líderes o grupos rivales ocuparán ese espacio.
Cuando las organizaciones criminales utilizan la violencia, tiene un carácter instrumental: sirve para intimidar a las autoridades, asegurar el control territorial o disuadir la interferencia gubernamental, pero no pretende provocar un colapso del Estado, lo cual sería perjudicial para el negocio. Con todo, la brutalidad de algunos de sus ataques ha contribuido a difuminar la línea que tradicionalmente separaba terrorismo y crimen organizado.
Igualmente, ya se ha resaltado la dificultad de aplicar muchas de las herramientas desarrolladas para enfrentar a las FTO, las cuales se justifican por el tipo de amenaza que representan, pero resultan problemáticas cuando se trasladan a grupos criminales. Por ejemplo, no se podría invocar la autorización de 2001 para actuar contra al-Qaeda y sus aliados, dado que las organizaciones criminales transnacionales carecen de vínculos con el terrorismo islamista. De manera similar, el bloqueo financiero podría generar efectos adversos para empresas estadounidenses, mientras que la persecución por “apoyo material” podría afectar a personas que no forman parte de los grupos criminales, exponiéndolas a procesos penales bajo cargos relacionados con terrorismo. Todo ello evidencia cómo aplicar herramientas diseñadas para combatir el terrorismo en la lucha contra el crimen organizado implica complejidades jurídicas, estratégicas y económicas considerables.
Más allá de todos los efectos económicos y legales que conlleva la designación de una organización criminal como FTO, esta medida difícilmente resolverá el problema de fondo: convertir la crisis de drogas en EEUU en una cuestión de terrorismo no ataja las raíces de la demanda interna. Lo que sí provoca es un aumento drástico del número de procesamientos y un endurecimiento de las condenas.
El uso de las Fuerzas Armadas estadounidenses contra los cárteles plantea también dudas estratégicas. Si el objetivo es eliminar a un líder, un laboratorio o un grupo concreto, la superioridad militar de EEUU podría lograrlo. Pero el crimen organizado como fenómeno es resiliente: sus líderes son reemplazables y sus estructuras se regeneran allí donde persiste la demanda. Además, como sus redes están profundamente entrelazadas con las fuerzas de seguridad, el sistema judicial, distintos niveles de gobierno y la economía legal, el clásico dilema de “plata o plomo” ilustra cómo pueden recurrir tanto a la corrupción como a la violencia para influir en las autoridades. Pretender erradicarlo únicamente a base de operaciones militares es una estrategia con pocas probabilidades de éxito. En este sentido, los ataques contra embarcaciones venezolanas tampoco modificarán la situación, ya que la mayor parte de la cocaína se produce y se trafica desde otras zonas de América Latina y Venezuela no suministra fentanilo en absoluto. Todo esto refuerza la percepción de que más que una táctica contra el narcotráfico, estas operaciones pretenden aumentar la presión sobre el gobierno de Nicolás Maduro.
Finalmente, la ruptura de la cooperación con México u otros países de América Latina, sería un efecto colateral grave. La desconfianza bilateral podría bloquear avances en materia de seguridad, comercio y, especialmente, migración, un ámbito en el que la colaboración mexicana ha sido crucial para los objetivos de la Administración Trump.
3. Qué hacer
Para frenar el avance del crimen organizado no basta con operaciones militares o policiales: es clave reforzar las instituciones que lo combaten. Esto implica proteger y capacitar a jueces, fiscales e investigadores, invertir en el análisis de flujos financieros, garantizar programas eficaces de protección de testigos y respaldar tanto la sociedad civil como una prensa independiente. Cuando estas estructuras funcionan, participar en actividades criminales implica un riesgo real de ser detenido y procesado judicialmente.
Las estrategias basadas únicamente en el despliegue de soldados en territorios que no conocen fracasan si dejan fuera el Poder Judicial, las fuerzas de seguridad, las autoridades políticas, los líderes comunitarios, la sociedad civil y la prensa. Además, abordar la desigualdad estructural y la pobreza ayudaría a reducir los incentivos para unirse a grupos criminales.
En el caso concreto de México, una estrategia más efectiva debería incluir un compromiso estadounidense serio para frenar el flujo de armas, ya que se estima que alrededor del 80% de las armas encontradas en México proceden de EEUU. Esto incrementa la violencia ejercida por los cárteles, especialmente teniendo en cuenta que en México existen controles muy estrictos sobre la compra de armas y los civiles no pueden adquirir los tipos de armas rápidas y potentes que suelen preferir los cárteles. Estas armas no forman parte de exportaciones legales, sino que se compran en EEUU, se trafican ilegalmente y acaban en escenas del crimen en México. En 2021, el gobierno de Andrés Manuel López Obrador presentó una demanda civil contra 11 fabricantes y distribuidores de armas en EEUU, acusándolos de prácticas comerciales negligentes e ilícitas que facilitaban el tráfico ilegal. Aunque la demanda inicial no prosperó, en enero de 2024 una corte de apelaciones reconoció que sí se puede demandar a los fabricantes.
El informe de la Agencia de Alcohol, Tabaco, Armas de Fuego y Explosivos estadounidense (Bureau of Alcohol, Tobacco, Firearms and Explosive, ATF) rastreó armas de fuego en México entre 2017 y 2022, concluyendo que 83.560 (67,5%) habían sido fabricadas o importadas legalmente a EEUU por empresas con licencia federal. Además, alrededor de la mitad de las armas restantes no tienen un origen identificado, lo que sugiere que el porcentaje real procedente de EEUU podría ser aún mayor. Otro informe de Stop US Arms to Mexico, identificó que cuatro fabricantes demandados por México –Smith & Wesson, Colt, Glock y Beretta– concentran el 30% de las armas recuperadas en el país.
Por último, para contribuir a la estabilidad de las instituciones en América Latina y abordar de manera más efectiva el crimen organizado, EEUU debería respaldar las iniciativas locales en cada país, sin dar la impresión de interferir o socavar su autoridad. En el caso mexicano, calificar los cárteles como organizaciones terroristas podría debilitar la legitimidad del Movimiento de Regeneración Nacional (Morena) y de la Guardia Nacional, tensando las relaciones bilaterales y aumentando el riesgo de conflictos y fragilidad en ambos lados de la frontera.
Conclusiones
La estrategia de la Administración Trump de clasificar a los cárteles de droga como organizaciones terroristas extranjeras y autorizar ataques militares directos, como los recientes contra embarcaciones venezolanas, representa un cambio radical respecto a la política tradicional de EEUU frente al narcotráfico. Sin embargo, estas acciones vulneran el derecho internacional, al carecer del consentimiento del gobierno venezolano, de la autorización del Congreso estadounidense para iniciar un conflicto armado y de precedentes legales que justifiquen el uso de fuerza letal contra sospechosos de narcotráfico.
Si bien, según Donald Trump, la designación de organizaciones criminales como FTO busca bloquear el acceso de estos grupos al sistema financiero estadounidense, la medida genera importantes consecuencias legales y económicas para empresas y migrantes vinculados de manera indirecta a estas organizaciones. Compañías estadounidenses con operaciones en América Latina podrían enfrentarse a procesos judiciales si se las vincula con actividades de los cárteles, incluso de forma indirecta, lo que puede llevarlas a adoptar posturas más cautelosas, limitar inversiones o frenar nuevas iniciativas. Sectores estratégicos como el agroalimentario se ven particularmente afectados, dado que los cárteles participan cada vez más directamente en la producción y exportación de productos como aguacates y limas, generando riesgos comerciales significativos. Al mismo tiempo, esta política no aborda la raíz del problema: la demanda interna de drogas en EEUU y la resiliencia estructural de los cárteles. A diferencia de los grupos terroristas, los líderes criminales son más fácilmente reemplazables y sus redes se regeneran mientras exista un mercado para sus actividades ilícitas, por lo que la presión militar o legal aislada tiene un efecto limitado.
Combatir eficazmente el crimen organizado requiere un enfoque integral que vaya más allá de la fuerza militar. Es imprescindible fortalecer las instituciones locales, respaldar al Poder Judicial y a la sociedad civil, abordar factores estructurales como la pobreza y la desigualdad y frenar el flujo ilegal de armas desde EEUU hacia México, que constituye un motor clave de la violencia de los cárteles. Se estima que alrededor del 80% de las armas recuperadas en México provienen de EEUU, muchas de ellas compradas legalmente y luego traficadas de manera ilícita.
En definitiva, la política estadounidense hacia el crimen organizado debe combinar medidas de presión con fortalecimiento institucional y cooperación bilateral. Limitarse a designar a estas organizaciones criminales como FTO y llevar a cabo operaciones militares puede generar efectos adversos estratégicos, económicos y sociales, debilitar la legitimidad de las instituciones locales y tensar las relaciones con socios clave como México, comprometiendo tanto la estabilidad regional como la eficacia de la lucha contra el crimen organizado.
[1] La autora agradece muy especialmente a Carlota García Encina por sus comentarios y su orientación en la elaboración de este análisis. Asimismo, agradece a Carola García-Calvo y a Carlos Malamud sus comentarios, que han contribuido a enriquecer y mejorar el texto.