Escenarios para la era post-Arafat

Escenarios para la era post-Arafat

Tema: Tras la muerte del rey Husein de Jordania y de Hafez al-Asad en Siria, la desaparición del presidente Yaser Arafat cierra una página de la historia de Oriente Medio y, al mismo tiempo, abre una época incierta en la que deberán despejarse varias incógnitas. ¿Acaso beneficiará o perjudicará su ausencia a la causa palestina? ¿Allanará su muerte el camino para la construcción de un Estado palestino o, al contrario, desatará una encarnizada lucha por el poder?

Resumen: Arafat pertenece a esa clase de líderes que, tras varias décadas al timón del mismo barco, llega a identificarse tanto con la causa que defiende que su desaparición siembra de dudas el futuro. En el horizonte se abren diferentes escenarios. El más catastrofista interpreta que la desaparición del rais privará a la escena política del líder carismático que ha unido a los palestinos y provocará la completa desintegración de su sistema político. El más continuista considera que la vieja y la nueva guardia de Fatah alcanzarán un acuerdo sobre la repartición del poder, lo que les permitiría mantener su posición predominante.

Análisis: Unos meses antes del repentino agravamiento del estado de salud de Yaser Arafat, un analista político aseguraba que “la Autoridad Palestina (AP) está al borde de su colapso. Si recibe un solo golpe más será su final. Las únicas cosas que aún la mantienen en pie son un presidente bajo confinamiento, los sistemas sanitarios y educativos, y los salarios que mensualmente paga a su personal. Si cualquiera de estos factores desaparece, la AP dejará de existir” [1].

La desaparición de Arafat podría tener fatales consecuencias no sólo para el futuro de la AP, sino también para la propia cuestión palestina. Desde que en 1968 ascendiera al poder, Arafat ha tomado parte en todas y cada una de las decisiones adoptadas por la Organización para la Liberación de Palestina (OLP). En todo este tiempo, el rais ha sido el símbolo de la lucha por la independencia de un pueblo que, desde la nakba de 1948, ha atravesado su particular travesía del desierto. Probablemente sus dos mayores éxitos hayan sido evitar la desaparición del problema palestino, algo que parecía irremediable en 1967 tras la ocupación de Jerusalén Este, Gaza y Cisjordania por Israel, y lograr que la comunidad internacional lo colocase, tras la Intifada de 1987, en el primer punto de su agenda.

El Sr. Palestina, como era conocido en los foros internacionales, tuvo baraka, lo que le permitió salir bien parado de todo tipo de situaciones adversas, incluidos varios intentos de asesinato y un accidente de aviación. Con el fin de la Guerra Fría, Arafat fue capaz de reconvertirse haciendo honor a su camaleónica capacidad de adaptación. Tras ser el enemigo público de Israel durante varias décadas y encabezar la OLP la lista de organizaciones terroristas del Departamento de Estado norteamericano, fue rehabilitado de un plumazo en los años noventa al firmar los Acuerdos de Oslo que le valieron, incluso, el premio Nóbel de la Paz en 1994, junto a Isaac Rabin y Simón Peres.

El precio a pagar fue demasiado elevado ya que los Acuerdos de Oslo, basados en el equívoco principio de “territorios por paz”, únicamente contemplaban la concesión de una limitada autonomía para los palestinos que vivían bajo la ocupación, dejando en suspenso la posibilidad de la creación de un Estado palestino entre Israel y Jordania. Desde su retorno a los Territorios Ocupados, Arafat fue acusado de autoritarismo, nepotismo y corrupción en su labor al frente de la AP. Ziad Abu Amr, académico y ministro fugaz en el gabinete de Abu Mazen, describió la situación de manera ejemplar al considerar que “el nuevo orden palestino creado por Arafat fue incapaz de efectuar un proceso de transición tranquilo y progresivo desde la lógica de la ‘revolución’ y el exilio a la lógica del ‘Estado’ y de la sociedad civil” [2].

La suerte del rais cambió en 2000 cuando las esperanzas de lograr un acuerdo definitivo con Israel se esfumaron durante la Cumbre de Camp David. A partir de entonces empezó su descenso a los infiernos puesto que los gobiernos israelí y norteamericano interrumpieron el diálogo con el presidente palestino. Los atentados del 11 de septiembre empeoraron aún más la situación puesto que Arafat llegó a ser comparado con Bin Laden, dentro de una premeditada campaña de demonización destinada en último término a interrumpir el proceso de Oslo y desmantelar la AP.

La Intifada del Aqsa no sólo fue una llamada de atención hacia Israel, sino también hacia las propias autoridades palestinas, Arafat incluido, que hasta el momento habían dirigido las negociaciones sin conseguir el final de la ocupación y la creación de un Estado independiente. La fragmentación registrada en el escenario político palestino desde entonces pone en evidencia la pérdida de posiciones de la vieja guardia que ha llevado la riendas de Fatah –el grupo mayoritario dentro de la OLP– en las últimas décadas y la emergencia de otros actores políticos, lo que se denomina la nueva guardia, que reclaman su incorporación al mecanismo de toma de decisiones y que podrían aprovechar la desaparición de Arafat para lanzar el asalto definitivo para conquistar el poder.

La lucha por el poder

Uno de los aspectos más delicados a la hora de abordar la cuestión de la sucesión del rais reside en la fragmentación del pueblo palestino que se encuentra repartido entre la diáspora, los Territorios Ocupados e Israel. Esta circunstancia dificulta aún más un proceso ya suficientemente polarizado por las diferencias entre interior-exterior, laicos-islamistas, partidarios-opositores a Oslo y Gaza-Cisjordania. Aunque sería deseable que el futuro presidente palestino concitase los mayores consensos posibles, no será fácil que el sustituto de Arafat goce del respaldo de las tres dimensiones palestinas, ni tampoco que satisfaga a todas los segmentos de su abanico ideológico.

Por todo ello es sumamente importante que el sucesor no sea considerado única y exclusivamente como el defensor de los intereses de los palestinos que viven en Cisjordania, Gaza y Jerusalén Este, sino que también lo sea de los refugiados en Líbano, Jordania o Siria. Es decir, un dirigente que defienda con la misma determinación la creación de un Estado independiente sobre los Territorios Ocupados y la consecución de un futuro digno para los refugiados (que suman la mitad de los ocho millones y medio de palestinos).

Una buena fórmula para lograrlo es que el futuro rais no caiga en la tentación de concentrar en sus manos todos los poderes, como en su día hiciera Yaser Arafat quien presidió la AP, la OLP, Fatah e, incluso, el inexistente Estado de Palestina. Si lo que se pretende es aprender de los errores del pasado, el sustituto de Arafat no debería cargar sobre sus espaldas toda la responsabilidad de las cruciales decisiones que, a buen recaudo, deberán adoptarse en un futuro. Una dirección colegiada y refrendada por las urnas podría tener un margen de maniobra lo suficientemente amplio para afrontar con plenas garantías la transición.

Pese al diálogo entablado por Fatah y Hamas en los últimos meses, es improbable que la fórmula elegida para afrontar los retos de este periodo sea la formación de un gobierno de emergencia en el que estén representadas todas las sensibilidades políticas palestinas. Una evolución de este tipo conllevaría la inmediata oposición de una comunidad internacional que siempre ha condenado tajantemente las acciones terroristas contra objetivos civiles. Es de imaginar, por lo tanto, que la lucha de poder se desarrollará únicamente en el seno de Fatah, la columna vertebral del movimiento nacionalista palestino. Como es bien sabido, Fatah no es un movimiento monolítico sino que alberga a diferentes familias que, aún compartiendo unos mismos objetivos, difieren en los medios para alcanzarlos.

Desde la Intifada del Aqsa, la escena política palestina ha sufrido una progresiva fragmentación como consecuencia de la incoherente estrategia seguida por Arafat y de la desaparición de la autoridad central. Esto ha posibilitado la emergencia de un nuevo liderazgo más combativo, partidario de revisar las líneas de actuación seguidas en los últimos años. La batalla más evidente, aunque no la única, es aquella que libran la vieja guardia, arquitecta del fallido proceso de Oslo, y la nueva guardia, más identificada con las dos últimas Intifadas. Podríamos considerar a los primeros como garantes de la continuidad del proceso de Oslo, mientras que los segundos podrían impulsar un viraje de 180º para salir del actual impasse.

La vieja guardia está integrada por dos dirigentes históricos de la OLP –Mahmud Abbas, Abu Mazen, y Ahmad Qureia, Abu Ala–. Al iniciarse el proceso de paz, este grupo asumió las riendas de las negociaciones y concluyó el Acuerdo de Oslo que permitió la instauración de una autonomía palestina. Los “tunecinos”, como se les denomina de manera despectiva, carecen de respaldos significativos en el seno de la sociedad palestina, bien por haber vivido la mayor parte de su vida en el exilio o bien por haber decepcionado a quienes depositaron sus esperanzas en ellos.

Cuando Arafat fue trasladado a París, Mahmud Abbas, secretario general de la OLP, asumió la gestión de los asuntos políticos y las negociaciones con Israel. Además de estampar su firma junto a Simón Peres en la Declaración de Principios firmada en la Casa Blanca en 1993, Abu Mazen había intentado alcanzar un compromiso con el campo de la paz israelí [3] y criticado la Intifada a la que consideraba un “error histórico” [4]. A pesar de recibir los parabienes de la comunidad internacional, su labor como primer ministro de la AP en 2003 fue torpedeada por el rais, que intentó limitar sus competencias e impidió la puesta en marcha de su programa de reformas.

Por su parte, Ahmad Qureia, que tras la marcha de Arafat asumió las responsabilidades securitarias, administrativas y económicas de la AP, tuvo que hacer frente al ser designado primer ministro en octubre de 2003 a las presiones del gobierno Sharon que le exigió que desmantelase a las organizaciones armadas para demostrar su credibilidad. Sin embargo, Abu Ala dejó claro desde el primer momento que no lo haría mientras Israel prosiguiese su política de “hechos consumados” con la construcción del Muro de Separación y la intensificación de la colonización.

La nueva guardia, al contrario que la vieja, está formada por una generación más joven de palestinos nacidos en los Territorios Ocupados y goza de un mayor respaldo popular. Sus líderes irrumpieron en la escena política en la Intifada de 1987 y, cuando se instauró la AP, fueron cooptados en las fuerzas de seguridad –como los militares Muhamad Dahlan y Yibril Rayub, responsables de la Seguridad Preventiva en Gaza y Cisjordania, respectivamente– o marginados para evitar que incrementasen su popularidad –Mustafa Barguzi–.

Dahlan, además de contar con una sólida implantación en Gaza, es el candidato preferido de parte de la comunidad internacional, en particular Estados Unidos y la Unión Europea, y mantiene estrechos vínculos con los servicios de inteligencia egipcios y jordanos. Efímero ministro durante el gobierno de Abu Mazen, nunca ha ocultado su ambición de convertirse algún día en el próximo rais, aunque sea a costa de combatir a los grupos islamistas y desmantelar a los grupos armados en el caso de una eventual aplicación de la Hoja de Ruta.

Por su parte, el carismático Barguzi, actualmente encarcelado en Israel, es un líder extremadamente popular en Cisjordania, donde dirigía el Alto Consejo de Fatah. Apoyado por los líderes locales y por antiguos prisioneros, no ha regateado en ningún momento sus críticas al proceso de Oslo, que considera hecho a medida de Israel. En su opinión, la debilidad palestina en las negociaciones requiere la inmediata unificación de todos los partidos para la cual es necesaria “la destrucción de los términos del proceso de Oslo y, también, de la cooperación securitaria entre la AP, Israel y la CIA” [5].

Posibles escenarios post-Arafat

(a) El escenario continuista: Fatah como fuerza dominante. El proceso sucesorio se haría de forma ordenada y sin sobresaltos. La vieja guardia de Fatah seguiría ejerciendo la autoridad y los militares de la nueva guardia se harían con varias parcelas de poder, dependiendo su importancia de su capacidad de movilización de la sociedad y de su habilidad para transformar el respaldo popular en poder político. No parece posible que Ruhi Fatuh, presidente del Consejo Legislativo, sea el hombre fuerte de un gobierno transitorio, aunque sí es probable que tenga un papel simbólico como presidente provisional de la AP (conforme establece la Ley Fundamental aprobada en marzo de 2003).

En este contexto, el nuevo liderazgo palestino sería legitimado inmediatamente por la comunidad internacional que reclamaría a Israel la reanudación de las negociaciones, habida cuenta que habría desaparecido el principal argumento del gobierno Sharon para evitar negociar con los palestinos: la supuesta vinculación entre Arafat y el terror. El Cuarteto de Madrid (integrado por la UE, EEUU, ONU y Rusia) debería pronunciarse sobre si se decanta por la aplicación de la Hoja de Ruta, que contempla la creación de un Estado palestino en 2005 y el inmediato cese de la Intifada, o permite que el gobierno israelí instaure nuevos términos en la negociación, mediante la aplicación de medidas unilaterales como el plan de desconexión de Gaza y la construcción del muro [6].

Una gradual mejoría de la situación de los Territorios Ocupados ayudaría a este nuevo liderazgo a asentar su autoridad y le permitiría ganar legitimidad, tanto ante la población palestina como ante las facciones rivales. Aunque es el escenario más probable, su realización dependerá de dos factores: en primer lugar de Israel que, como parte fuerte, sigue disponiendo de la llave para reanudar las negociaciones y, en segundo lugar, de la comunidad internacional que debe involucrarse más activamente demandando el cumplimiento de las resoluciones 242 y 1.397 del Consejo de Seguridad que reclaman la retirada israelí y la creación de un Estado palestino viable.

(b) El escenario rupturista: el ascenso de Hamas. La desaparición de Arafat dejaría un vacío de poder que ninguna fuerza política podría llenar en solitario, lo que podría favorecer el reagrupamiento de las facciones palestinas. Este escenario sólo sería posible en el caso de que se abandonase de manera definitiva el marco de Oslo, considerado por muchos como el responsable de la caótica situación actual, y, aún más importante, se estableciese un nuevo rumbo en el que los palestinos tomasen la iniciativa frente a la política unilateralista israelí.

En este escenario, la AP perdería peso y lo ganaría la OLP. Para recuperar su papel de referente del movimiento de liberación nacional, la central palestina debería refundarse y abrirse a las fuerzas islamistas. Esta refundación convertiría a la OLP en un reflejo más nítido de la realidad política palestina, aunque el precio a pagar por Fatah quizá fuese demasiado elevado puesto que debería poner fin al largo monopolio político que ha disfrutado desde los años 70 y resignarse a compartir o incluso ceder el poder a Hamas.

Parece evidente que los islamistas jugarán un papel central en un eventual escenario rupturista ya que intervendrán decisivamente en la delimitación de la nueva estrategia a seguir. El propósito de Hamas sería esperar al definitivo colapso de la AP para ganar una posición de fuerza. Como señala Jonathan Schanzer, “Hamas percibe que la AP se ‘ha colapsado, su infraestructura ha sido destruida y sufre enfrentamientos y divisiones […] En breve, la AP habrá sido desmantelada y deberá refundarse de acuerdo con unas nuevas condiciones’. Estas ‘nuevas condiciones’ han convencido a Hamas que puede aspirar de manera legítima a un lugar de primacía en cualquier nuevo orden” [7].

Una plena incorporación al juego político de Hamas y Yihad Islámica podría allanar el camino para la formación de un gobierno de Unidad Nacional. Merece la pena recordar que Fatah ya invitó a Hamas a incorporarse al gobierno en las conversaciones celebradas en El Cairo a finales de 2002 en las que le llegó a ofrecer seis carteras en el caso de que abandonase la violencia. Sin embargo, existe un requisito previo ya que, en palabras del actual líder de Hamas, Jalid Mash’al, “las reglas del juego no se basan en el compromiso con la Hoja de Ruta, sino en el retorno a los principios de la lucha árabe-sionista, la defensa de los derechos palestinos y la unificación de las filas palestinas para proseguir la resistencia hasta que se interrumpa la ocupación” [8].

(c) El escenario catastrofista: la guerra civil. En el caso de que las facciones palestinas no alcancen un compromiso sobre la repartición del poder y sobre los objetivos a perseguir en un futuro, podría extenderse la violencia y el caos, agudizándose la fragmentación mediante la aparición de diminutos reinos de taifas en ciudades y campamentos controlados por “señores de la guerra”. El alto grado de militarización de la sociedad palestina y la creciente radicalización de algunas facciones, que abogan claramente por el recrudecimiento de la Intifada y por el retorno a la lucha armada, podrían crear una dinámica de acción-reacción (resistencia-represión) que encerraría a los palestinos en un círculo de violencia. Esta situación podría darse en el caso de que el futuro mando palestino careciera de legitimidad política y de que la AP emprendiese una campaña contra las organizaciones armadas. De hecho, el gobierno israelí podría llegar a estar interesado en favorecer una evolución de estas características con la intención de sabotear cualquier intento de restablecer las negociaciones de paz. Aunque esta opción es remota, no debería descartarse por completo si tenemos en cuenta los episodios de violencia registrados en los últimos meses.

La actitud de la comunidad internacional

El sucesor de Arafat deberá poner la casa en orden si quiere asentar su autoridad y evitar un derramamiento de sangre. Al hacerlo conseguirá ganar el respaldo de la comunidad internacional para la reconstrucción de las zonas devastadas durante la Intifada y también logrará hacerse con un margen de maniobra lo suficientemente amplio para afrontar las futuras negociaciones con Israel. Aunque es cierto que el futuro rais deberá afrontar el test de la Hoja de Ruta –reforma de la AP e interrupción de la violencia–, también lo es que la prosecución del diálogo nacional palestino garantizará el mantenimiento de la paz en el frente interno. Por eso es especialmente importante que el nuevo líder de los palestinos mantenga una equidistancia entre las peticiones de la comunidad internacional y los requerimientos de la sociedad palestina.

La reanudación de las negociaciones requiere una intervención activa de la comunidad internacional y, en particular, de la Unión Europea. Sin embargo, será Estados Unidos quien, como en los últimos años, tenga la palabra final. En su primer discurso tras su reelección, el presidente George W. Bush señaló que “la paz en Oriente Medio es sumamente importante para un mundo pacífico […] Considero que es importante para nuestros amigos israelíes tener un Estado palestino pacífico en sus fronteras y que también lo es para los palestinos un futuro de paz y esperanza”.

No obstante, es poco probable que la segunda Administración Bush, reforzada en sus posiciones por el resultado electoral, dé un viraje a su anterior política de plena sintonía entre Jerusalén y Washington. Como señalara el analista Robert Kayser: “La Administración americana y el gobierno del Likud persiguen prácticamente las mismas políticas. Anteriores Administraciones americanas, desde Jimmy Carter hasta Bill Clinton, guardaron las distancias con el Likud y Sharon, distanciando a EEUU de la política tradicional del Likud hacia los palestinos. Pero hoy en día, Israel y EEUU comparten una visión común del terrorismo, de la paz con los palestinos, de la guerra con Irak y otros asuntos” [9].

Cabe esperar, por lo tanto, que en los próximos cuatro años, Bush mantenga su alineamiento con Sharon. Así las cosas, una eventual implicación norteamericana tendría como propósito impulsar un acuerdo basado en los nuevos parámetros establecidos por la Casa Blanca. La Carta de Garantías enviada por Bush a Sharon el 14 de abril de 2004 respalda la anexión de los asentamientos construidos sobre Cisjordania al considerar inviable el retorno a las fronteras de 1967 e interpreta que el derecho al retorno de los refugiados, de ejercerse, debería limitarse al futuro Estado palestino.

En este punto será especialmente importante conocer la actitud del gobierno israelí ante los cambios que experimentará la escena palestina. La reanudación del proceso de paz no depende de la voluntad de los palestinos, sino del gobierno israelí que, como parte fuerte de la ecuación, deberá tomar en los próximos meses una decisión de vital importancia para su futuro. Bien se decanta por retomar el proceso de Oslo y las negociaciones intercambiando los Territorios Ocupados por la paz con los árabes, bien insiste en su proyecto de recluir a los palestinos en una porción cada vez menor del territorio para hacer realidad el proyecto sionista de un Estado judío sobre todo el Gran Israel. Como escribiera recientemente Amos Oz, “la fisura de la sociedad israelí no guarda relación con los altibajos de Arafat y sus sucesores. Está vinculada a la cuestión de quiénes somos, cuál es el objetivo y el significado del Estado de Israel, adónde queremos ir, qué es posible y qué es imposible, qué puede que hagamos y qué no y, por encima de todo, qué queremos ser […] ¿Continuar aferrándonos al Gran Israel hasta que el pueblo judío se convierta en una minoría entre el río Jordán y el mar Mediterráneo? ¿Convertirnos en un Estado de apartheid?” [10].

Conclusiones: El tipo de sucesión que se lleve a cabo nos dirá mucho sobre la situación de la escena política palestina. Una sucesión ordenada mostrará la madurez de los palestinos y su disposición para asumir algún día las riendas de un Estado independiente. Una sucesión poco transparente en la que se imponga un candidato con el que no se identifiquen la mayor parte de los palestinos podría extender la violencia y el caos. Un paso importante para garantizar una transición sin sobresaltos sería la celebración de unas elecciones presidenciales, parlamentarias y municipales que sirvan para poner orden en el confuso escenario político palestino. Dichas elecciones otorgarían a los nuevos dirigentes la legitimidad necesaria para asumir las riendas de las negociaciones y, también, el margen de maniobra necesario para marcar las prioridades de la agenda palestina en la etapa post-Arafat.

Ignacio Álvarez-Ossorio Alvariño

Profesor de Estudios Árabes e Islámicos de la Universidad de Alicante, autor de “El miedo a la paz. De la guerra de los Seis Días a la Segunda Intifada” (2001) y editor del “Informe del conflicto de Palestina. De los Acuerdos de Oslo a la Hoja de Ruta” (2003).


[1] International Crisis Group, “Who Governs the West Bank? Palestinian Administration under Israeli Occupation”, Middle East Report, nº 32, Amman-Bruselas, 28-IX-2004.

[2] Ziad Abu Amr, “The Palestine Legislative Council: A Critical Assessment”, Journal of Palestine Studies, nº 4, verano de 1997, p. 96.

[3] Documento Beilin-Abu Mazen de 1995.

[4] al-Quds al-`Arabi, 2/XII/2002.

[5] Graham Usher, “Fatah’s Tanzim. Origins and Politics”, Middle East Report, nº 217, invierno de 2000.

[6] Véase Ignacio Álvarez-Ossorio Alvariño, “El Muro de Separación y el futuro de Palestina”, Real Instituto Elcano, ARI, nº 126/2004, 19/VII/2004.

[7] “The Challenge of Hamas to Fatah”, The Middle East Quarterly, primavera de 2003, nº 2.

[8] al-Hayat, 8/XII/2003.

[9] “Bush and Sharon Nearly Identical on Mideast Policy”, Washington Post, 9/II/2003.

[10] “Fatiga y bancarrota”, El País, 5/XI/2004.