Afganistán, primer frente contra el terror

Afganistán, primer frente contra el terror

Tema: Las elecciones presidenciales afganas, cuyos resultados se proclamaron el 3 de noviembre, constituyen un paso decisivo aunque no definitivo en el proceso de reconstrucción del Estado y la nación afgana, indispensable para consolidar lo que ha constituido el primer frente de la guerra norteamericana contra el terror.

Resumen: Azuzados por la amenaza residual de los talibanes y al-Qaeda, Estados Unidos y la comunidad internacional no se han olvidado por completo esta vez de la tragedia afgana. Con todo, la ayuda militar y financiera ha estado claramente por debajo de las necesidades del desgarrado país, el cual ha visto la reaparición del fenómeno de los señores de la guerra y de la economía del opio. Contra un cúmulo de dificultades, el coraje, la fe y el entusiasmo con los que la población afgana de manera prácticamente unánime ha asumido el proceso electoral y la incapacidad para desbaratarlo por parte de los que se proponían hacerlo con la violencia, representan un importante paso adelante en el renacimiento del país desde sus cenizas.

Análisis: El 3 de noviembre, al mismo tiempo que se proclamaban los resultados de la elección del 44º presidente de los Estados Unidos, se hacían públicos los correspondientes a la primera elección popular de un jefe de Estado en toda la historia de Afganistán. Si las elecciones americanas superaron brillantemente los temores de un pandemónium legal, las afganas vencieron obstáculos físicos y políticos que parecían prácticamente insuperables, estableciendo un hito en la historia del país y llevando un paso adelante el arduo proceso de reconstrucción y estabilización del país.

Las votaciones tuvieron lugar el pasado 9 de octubre, tres años y dos días después del inicio de la intervención norteamericana. Su significado va mucho más allá del ordinario procedimiento de formación de gobierno en una democracia normal. Son en realidad una pieza esencial en un proceso mucho más amplio y difícil, el de pacificación, normalización y reconstrucción de un país atrasado y tradicional, destrozado por 25 años de guerra, un régimen comunista y otro islamista radical, y que ha sido clave en la gestación de la gran amenaza del terrorismo yihadista, tanto a occidente como contra los Estados del mundo islámico.

En Afganistán, siguiendo los pasos de la iniciativa norteamericana, la comunidad internacional se he embarcado en un esfuerzo de nation building en toda regla. No sólo había que crear el Estado desde prácticamente cero, sino que el faccionalismo tradicional de la sociedad afgana, exacerbado por la historia del último cuarto de siglo, amenazaba con vaciar de contenido el concepto mismo de nación.

El peligro de que la suerte de los afganos cayese de nuevo en el olvido de americanos y el resto del mundo, aunque no ciertamente en el de sus nada benéficos vecinos, no se hizo realidad gracias a que en los Estados Unidos sigue estando muy presente el recuerdo del precio que tuvieron que pagar por su anterior indiferencia, tras la caída del régimen comunista en 1992. Por otro lado, la supervivencia de restos considerables de los talibán y al-Qaeda, y otros grupos fundamentalistas, que no ha dejado de ser un grave obstáculo para la hercúlea tarea en la que los afganos están comprometidos, ha servido también de recordatorio perpetuo de lo fácil que sería que el país volviese a las andadas.

A pesar de lo cual, la mucho más absorbente crisis de Irak ha hecho que los problemas afganos se difuminen y casi desaparezcan de los rádares mediáticos, fenómeno del que acabamos de tener una nueva manifestación a propósito de las elecciones del 9 de octubre, que atrajeron corresponsales de todo el mundo durante unos pocos días. Celebradas con espectacular éxito y sin el morbo de la violencia que se temía, la prensa internacional, ya desde hace días ausente de Kabul, ha llegado casi a olvidarse de la proclamación de los resultados, ocultos por completo tras los deslumbrantes comicios americanos.

La consecuencia inevitable de esa tenue y fluctuante atención es que la ayuda ha estado en consonancia con el limitado interés que el lejano país suscita, lo que significa que en todo momento ha sido muy insuficiente respecto a las abrumadoras necesidades. Lo que se ha hecho por Afganistán militar y financieramente es poco y el resultado es que los progresos realizados por el país son modestos y la situación sigue siendo preocupante y no resiste la comparación con cualquier sociedad relativamente moderna y estable; sin embargo, puede considerarse espectacular si lo que se toma como referencia es el tenebroso túnel en el que los afganos han estado metidos durante un cuarto de siglo, siendo, precisamente, las elecciones el más cumplido logro hasta el momento.

La principal medida del relativo éxito obtenido por la comunidad internacional y por supuesto por los afganos mismos, reside en que a pesar de la indudable pobreza y de la precaria seguridad, las condiciones han mejorado lo suficiente como para que al menos tres millones y medio de los cinco millones de refugiados –que en la primera mitad de los ochenta, durante la ocupación soviética, representaban casi un tercio de la población– hayan considerado que valía la pena volver, aunque para muchos jóvenes nacidos en los campamentos del exilio paquistaní o iraní, se trate en realidad del primer contacto con la tierra de sus padres. Es bien conocida la autenticidad del voto que se hace con los pies, que en esta ocasión ha precedido al que se deposita en las urnas.

En el reverso de esta prueba objetiva de que la nueva situación ha hecho como poco florecer la esperanza en un futuro mejor, se hallan la peores lacras que el país padece y que a la larga representan una amenaza más grave que las acciones guerrilleras y terroristas de los diversos grupos islámicos radicales que siguen operando en la zona, especialmente a caballo sobre la frontera con Pakistán. Se trata de los fenómenos íntimamente asociados de los señores de la guerra y del cultivo de la amapola y toda la industria y comercio de opiáceos.

La realidad de estos fenómenos es obvia y el análisis de sus consecuencias meridiano. Mucho más vidrioso es el de sus causas y remedios, con frecuencia impregnado de utopismo y prejuicios políticos.

Jefes locales dotados de ejércitos propios son un rasgo centenario de la sociedad Afgana, y la autoridad central, nunca muy poderosa, ha tenido siempre que tenerlos en cuenta. La guerrilla antisoviética infló enormemente el fenómeno. Tras derribar en 1992 el régimen comunista que las tropas rusas dejaron tras su retirada, estos guerreros de base étnica y tribal sumieron el país en el caos en su lucha por los despojos del poder. La reacción en contra, con fuerte apoyo militar paquistaní, fue el movimiento de los talibán. La relativa facilidad con la que se impusieron en la mitad sur del país, el área de los pashtún, el mayor grupo étnico, ha llevado a gentes que trabajan para las ONG a decir que los warlords eran meros tigres de papel y que Karzai podría barrarlos si los americanos se lo propusieran.

La realidad no es tan sencilla. En aquel momento los jefes militares locales no ofrecieron resistencia sino que se subieron al carro del vencedor y contribuyeron a su éxito, conservando su fuerza para cuando llegasen tiempos mejores. Donde si la ofrecieron fue en el norte, entre tayicos, hazaras y uzbecos, los grupos que siguen en importancia numérica a los pashtún, y ahí libraron una larga y enconada guerra contra sus enemigos talibán/al-Qaeda-paquistaníes que no había concluido cuando se produjo el 11-S, gracias a lo cual los americanos pudieron contar con aliados locales que con su ayuda material, asesoramiento técnico y apoyo desde el aire –más el decisivo mutis de los militares paquistaníes– hicieron todo el trabajo de derribo del régimen talibán y acoso a las fuerzas de bin Laden. Por eso los americanos tuvieron que contar con sus principales líderes en el gobierno provisional de Karzai y todavía hoy no pueden deshacerse fácilmente de ellos.

Donde sí hubo una reaparición de ese tipo de elementos fue en el Sur pashtún, reemergiendo tras su eclipse durante los talibán, contribuyendo a la derrota de estos al desertar de su campo y combatirlos al lado de los americanos, aunque reservándose siempre alguna rápida y momentánea inversión de alianzas cuando los fundamentalistas pagaban mejor, como en ocasiones sucedió en Tora Bora. La prosecución de la lucha en zonas próximas a la frontera paquistaní y algunas áreas centrales ha forzado a los americanos a proseguir también con esas alianzas poco confesables pero difícilmente prescindibles, y por tanto a perpetuar el problema.

Hay que recordar que la presencia militar americana en Afganistán se ha concentrado casi exclusivamente en este tipo de acciones estrictamente militares, esencialmente de lucha de comandos, con alguna participación de británicos, australianos y otros, incluida una unidad de unos doscientos especialistas franceses. Ello es lo que constituye la operación Enduring Freedom. Forman un núcleo de unos 20.000 militares de elite, 18.000 americanos, no todos ellos desplegados dentro de las fronteras afganas, excepto en el momento de las recientes elecciones en que trocaron su misión bélica por la de garantizar el desarrollo pacífico de las votaciones, con un indudable éxito.

Las tropas que se han ocupado de proporcionar seguridad con vistas a la consolidación del gobierno provisional y como marco para la reconstrucción del país han sido cascos azules, bajo bandera de Naciones Unidas, formadas con contribuciones de muchos países pero esencialmente europeos. Han estado bajo el mando de diversos países occidentales, incluyendo Turquía, y actualmente la dirección la ha asumido la OTAN como organización. Los americanos sólo han proporcionado apoyo. Parece ser un caso de aplicación de la chusca pero bastante realista doctrina estratégica yanqui de “nosotros cocinamos y vosotros laváis los platos”.

Estas tropas, bajo el nombre de ISAF (Fuerza Internacional de Asistencia para la Seguridad), no superan la cifra de 8.000. Estos efectivos actuales sólo alcanzan para proporcionar seguridad a la capital y por tanto la autoridad que apoyan, la de Karzai, tampoco ha llegado nunca mucho más lejos. Desde finales de 2003 ha comenzado el experimento de salir de Kabul para crear núcleos provinciales de pacificación y reconstrucción. El experimento es hasta ahora limitado y su misión no es en absoluto acabar por la fuerza con el perturbador poder de los ejércitos privados. Desde que la OTAN asumió el mando ha tenido que bregar con grandes problemas de carencia de medios que sus miembros no se deciden a aportar, cuando los planes en curso para aumentar su eficacia y extender geográficamente sus beneficios requerirían más que duplicar las contribuciones actuales. De momento lo que se ha conseguido es que pasado el punto climático de las elecciones el esfuerzo no se reduzca, como varias naciones pretendían.

Algo similar ha sucedido con las aportaciones financieras comprometidas por los donantes internacionales. Son, como siempre, una fracción pequeña de los costes que implica la participación militar y luego llegan con cuentagotas, en parte porque la falta de seguridad física hace muy difícil las inversiones. Ascienden a unos mil millones de dólares al año, cuando lo prometido era el doble.

Un capítulo especial en que dinero y asistencia militar convergen es el de la formación de fuerzas locales a cargo prácticamente exclusivo de los americanos. Ese ha sido, desde la caída del régimen de los talibán, el método Rumsfeld por excelencia para consolidar el país, pero en tres años el nuevo ejército sólo ha podido llegar a los 14.000 hombres, si bien la policía cuenta ya con 28.000. Todo el conjunto de fuerzas locales e internacionales, de ISAF y de Libertad Duradera, han participado en el gran despliegue que ha garantizado las elecciones. No han podido desactivar todos los ataques pero lo han hecho con más de 40 intentos que podían haber ensangrentado una jornada que para los afganos resultó gloriosa. El mayor éxito fue en Kandahar, donde un camión cargado de explosivos se disponía a llevar a cabo una masacre.

El pequeño ejército ha tenido un bautismo de fuego muy poco antes de las elecciones, a mediados de septiembre, en la ciudad occidental de Herat, próxima a la frontera con Irán e históricamente una joya de la civilización persa. Era el feudo hasta entonces indiscutible de uno de los más poderosos señores de la guerra, Ismail Khan, caudillo tayico y héroe de la resistencia contra soviéticos primero y luego talibán. Karzai se aprovechó de rivalidades locales para afirmar su autoridad despojando a Khan de su puesto de gobernador con el que oficializaba su poder autónomo y personal. Gracias a las mencionadas luchas intestinas regionales y a un eficaz apoyo americano las tropas de Kabul pudieron prevalecer.

El caso de Herat e Ismail Khan es paradigmático en varios sentidos. A primera vista parece confirmar la idea de que los señores de la guerra son tigres de papel que serían fácilmente barridos si no formaran parte del juego americano. Este personaje, que fue atrozmente torturado en las prisiones de los talibán donde algunos dicen que perdió el juicio, es conocido por su crueldad contra sus enemigos pero también por la excelente administración de su ciudad, en muchos aspectos modelo de reconstrucción sin apenas ayuda exterior. No resulta extraño que su sucesor apenas pueda salir del palacio del gobernador que constituye su fortaleza. El éxito de la operación no está por tanto asegurado.

La realidad es que hay señores de la guerra de muy distintos tipos y categorías. La mayoría son puros jefes de bandoleros que viven de aterrorizar y devastar las regiones que dominan. Pero algunos son autoridades tribales respetadas y aceptadas por sus comunidades de origen. En muchos casos los hombres armados que obedecen a estos caudillos se dedican a la extorsión y al pillaje, pero en otros defienden a la población de su estirpe contra esos abusos, y entregar las armas mientras las fuerzas gubernamentales no puedan proporcionales seguridad efectiva supondría un grave riesgo para ellos y los suyos. En la ecuación habría que incluir también el insoslayable hecho de que en la sociedad afgana tradicional, y casi toda la es y mucho, portar armas es un elemental signo de hombría, lo que da idea de los problemas asociados con su renuncia.

Se calcula que estos ejércitos privados suman entre 50.000 y 90.000 hombres, de los cuales unos 15.000 han entregado ya sus armas, en grados imposibles de conocer, gracias a los esfuerzos de Kabul con apoyos internacionales. Unos se integran en el nuevo ejército y otros reciben diversos tipos de compensaciones que les proporcionen un medio de vida alternativo. El proceso, por tanto, está en marcha, y una de las más firmes esperanzas puestas en las elecciones es que el reforzamiento de la legitimidad del gobierno sirva para acelerarlo. Por otro lado, los progresos hasta ahora realizados se han dado entre los elementos menos problemáticos.

Los ejércitos privados no sólo crean problemas de inseguridad que impiden la reconstrucción y socavan, o más bien bloquean, la autoridad del gobierno, sino que además están íntimamente asociados con el cultivo de la amapola y toda la economía de los opiáceos, de los que en Afganistán se cultivan tres cuartas partes de toda la producción mundial, lo que representa el 50% del PNB del país. Esa economía clandestina financia tanto a los grupos fundamentalistas como los talibán y al-Qaeda como a los díscolos señores de la guerra y su poder corruptor sobre las enclenques estructuras estatales que se están tratando de reconstruir no puede escapársele a nadie.

Constituye por tanto un problema angustioso que amenaza no sólo con dar al traste con todos los esfuerzos para sacar adelante el país, que podría perpetuarse como el mayor narco-Estado del mundo, sin que por lo demás llegase a ser un verdadero Estado, sino que además contribuiría a sembrar inestabilidad en toda la zona, ya de por sí plagada de inseguridades.

A pesar de su carácter prioritario, el problema no sólo no se ha contenido sino que no ha dejado de crecer en los últimos años. El área de cultivo está en expansión y se ha detectado en 28 de las 32 provincias afganas. El año en curso superará probablemente el record absoluto alcanzado en 1999, bajo los talibán, los cuales dos años después, en un arrebato de coherencia doctrinal, puesto que se trata de una actividad manifiestamente prohibida por las enseñanzas coránicas, decidieron acabar con el cultivo. Dado sus métodos y su ya extenso control del país por aquellas fechas, lo consiguieron hacer de la noche a la mañana. Como no ofrecieron a los campesinos soluciones alternativas y además el año 2001 fue de malas cosechas, cuando el régimen cayó el país estaba abocado a una tremenda hambruna de la cual la breve guerra y sus consecuencias políticas vinieron a salvarlo.

A pesar de lo acuciante del problema no se han diseñado estrategias internacionales coherentes y coordinadas para abordarlo. La cuestión es completamente ajena al mandato de ISAF y los europeos de OTAN no quieren ni oír hablar de la misma, por más que les concierne de forma muy directa, pues Europa es el principal mercado de la heroína afgana. Están ocupándose de ello, repartiéndose, a esos efectos, el país por zonas, británicos y americanos, cada uno por separado y aplicando filosofías muy distintas e incluso opuestas.

Para los primeros se trata ante todo de un problema social que requiere tiempo, ganarse muchas colaboraciones locales y ofrecer alternativas a los campesinos. Comenzaron ofreciendo compensaciones por la erradicación de los cultivos, lo que fomentó la expansión de los mismos para seguir beneficiándose de la destrucción de las cosechas.

En el enfoque americano priman las consideraciones políticas, incluso estratégicas, y el sentido de urgencia: la ventana de oportunidad para transformar el país en una entidad estatal estable con un sistema que se aproxime a la democracia puede cerrarse en muy pocos años si los intereses del narcotráfico no son aplastados a tiempo. De ahí la primacía de los métodos enérgicos, aún a sabiendas de que enajenan muchas voluntades, lo cual se considera un inevitable precio a pagar. Se trata de destruir cosechas e instalaciones de refinamiento enfrentando a los cultivadores con la necesidad de buscarse sus propias alternativas o arriesgarse a perderlo todo.

El método ha tenido algunos éxitos importantes pero está plagado de riesgos. Subraya por otro lado las múltiples contradicciones en las que se debate la sociedad afgana. La solución que se trata de dar a un problema agrava la situación de otros.

Con este panorama puede resultar chocante hablar de progresos bajo los gobiernos primero provisional y luego transitorio de Karzai y, sin embargo, esos progresos son apreciables, aunque sólo sea por el miserable punto de partida. La escolarización se ha multiplicado por más de 10 y podríamos decir que por infinito con respecto a las niñas, puesto que bajo los talibán era del todo inexistente. Kabul, que era en gran parte un montón de escombros, está siendo reconstruida a buen ritmo. Se trabaja en una carretera de calidad que enlace la capital con las principales ciudades de la periferia. El primer tramo hasta Kandahar está ya concluido. La economía está creciendo a un impresionante ritmo del 20% anual, aunque una buena mitad de esa cifra sea debida al poder de los narcóticos. En todo caso, el resultado final no pasa de 250 dólares per cápita, lo que asimila Afganistán a algunos de los países más pobres de África, es decir, del planeta. Con fundamentalistas de diversa denominación y los señores de la guerra y la droga campando por sus respetos por muchas zonas del país, la seguridad sigue siendo precaria, pero con unas mil muertes anuales por violencia más o menos política no llega a tener el carácter de desastre y puede compararse favorablemente con algunos otros infortunados países.

Conclusión: Aún contando con esos pequeños progresos, pensar en términos de democracia en un país con tan bajísimo nivel económico, una situación política tan caótica y una sociedad tan intensamente fraccionada por poderosas lealtades étnicas y tribales, ha de parecer locura. Sin embargo la arriesgada iniciativa de llevar al país por la senda democrática ha tenido un éxito que ha desafiado todas las expectativas.

Aunque elecciones no es lo mismo que democracia, no hay democracia sin elecciones. Las que se celebraron el 9 de octubre no son más que un paso pero francamente esperanzador por lo difícil que resultaba darlo y las nefastas implicaciones de su fracaso. El hecho mismo de la celebración de los comicios, retrasados a octubre desde la fecha inicialmente proyectada de junio, ha significado correr un gran riesgo. Los talibán habían jurado públicamente y reiteradamente convertirlas en un baño de sangre y nada garantizaba que las fuerzas militares y policiales presentes tuvieran la capacidad de contrarrestar la amenaza a escala de la totalidad del país.

Los mismos trabajos administrativos de carácter preparatorio, realizados conjuntamente por Naciones Unidas y el gobierno, han tenido que vencer dificultades sin cuento. Dado todo lo expuesto y todo lo que sabemos de procesos electorales en países atrasados lo que menos puede sorprender es que haya habido algunas irregularidades. Pero todos los observadores internacionales, tanto de organizaciones públicas como privadas, han coincido en afirmar que no tuvieron entidad como para afectar a los resultados.

Lo sorprendente, y además en grado máximo, ha sido, por un lado, la impotencia de la guerrilla fundamentalista para desbaratar el proceso y la de las fuerzas del orden para impedirlo, todo lo cual le asesta un golpe muy duro a los talibán y compañía. Por otro, ha resultado un espectáculo extraordinariamente alentador, al que la comunidad internacional no ha prestado la atención que se merece, el entusiasmo, la fe y la abnegación con la que los afganos han acudido a votar.

Esa participación masiva y en muchos casos heroica ha mostrado hasta que punto el sentimiento nacional coexiste y sirve de contrapeso a esas identidades étnicas divisorias y hasta qué punto la gente anhela la seguridad que procede de un gobierno legítimo frente a la gansteril de los muyahidin yihadistas o privados. Este capital público no es suficiente para resolver por si mismo ninguno de los problemas del país pero es la condición necesaria para hacerlo. Si, por el contrario, las elecciones no hubieran podido celebrarse, la jornada hubiera sido sangrienta o los resultados confusos y divisorios, las perspectivas del país se hubieran ennegrecido considerablemente.

El éxito de Karzai obteniendo un 55,5% de los votos refrenda una labor realizada con paciencia y firmeza a lo largo de los casi tres últimos años y dota a su gobierno de una incontestable legitimidad. Elimina la necesidad de una segunda vuelta (en caso de no haber obtenido ningún candidato el 50%) para el que los funcionarios electorales no habían sido capaces de realizar los correspondientes preparativos. Su rotunda victoria entre los pashtún, a los que pertenece, demuestra la exigüidad actual de la base talibán que compite por las mismas lealtades étnicas. Pero el hecho de que también haya tenido votaciones de cierta consideración entre los grupos del Norte es un signo de progreso en la integración nacional.

Manuel Coma
Investigador Principal, Área de Defensa y Seguridad, Real Instituto Elcano