Crecimiento europeo: mito, realidad y necesidad (1ª Parte)

Crecimiento europeo: mito, realidad y necesidad (1ª Parte)

Tema: Aunque la percepción de que la economía estadounidense ha dejado a Europa muy a la zaga resulte exagerada y distorsionada, lo cierto es que durante las tres últimas décadas Europa no ha conseguido salvar la distancia que la separa de EEUU en términos de renta per cápita.

Resumen: Tanto liberales como neoconservadores coinciden en afirmar que el concepto de un modelo europeo específico es un anacronismo. Sin embargo, su opinión compartida de que la economía europea está crónicamente enferma resulta exagerada, además de estar distorsionada por razones ideológicas. Aunque la opinión liberal sostiene que Europa se encuentra muy a la zaga de EEUU porque es intrínsecamente improductiva, lo cierto es que en los últimos 30 años Europa ha logrado mejoras de productividad mucho mayores que EEUU. Por otro lado, la perspectiva neoconservadora de que la “ilusión kantiana” de Europa la está relegando a la irrelevancia geopolítica sólo sería veraz si ésta se detuviera en seco y los europeos se unieran para adoptar colectivamente la táctica del avestruz. No cabe duda que en las últimas décadas Europa ha tenido unas prioridades muy distintas a las de EEUU; Europa deberá modificar sus prioridades futuras. Hasta ahora, los europeos todavía no han conseguido salvar la distancia que los separa de los estadounidenses en términos de renta per cápita. Sin embargo, el diagnóstico que aventura un futuro desastroso para Europa dista mucho de ajustarse a la realidad. Es muy posible que en el futuro Europa comience a converger con EEUU.

Análisis

El consenso liberal–neoconservador sobre la Europa estancada y recalcitrante
El referirse a la creciente divergencia económica entre la Unión Europea y EEUU se ha convertido prácticamente en un tópico. En España, se ha comentado ampliamente la presentación en PowerPoint de Guillermo de la Dehesa, Relative Economic Performance: The US versus the EU, en la que se analiza la diferencia en términos de renta y productividad, mientras que el reciente informe del Instituto Timbro (EU versus USA, de Fredrik Bergström y Robert Gidehag) ha inundado la prensa con el hecho aparentemente inaceptable, aunque no particularmente relevante, de que Alemania y Francia están prácticamente a la par con los estados más pobres de EEUU en lo que a renta per cápita se refiere. Según la perspectiva de los economistas liberales, la principal razón de esta divergencia radica en el hecho de que las economías europeas están aquejadas por unos mercados de productos y de trabajo excesivamente rígidos e inflexibles, sufren unas cargas fiscales y una intervención estatal excesivas y operan bajo el peso de sistemas de atención sanitaria y de planes de pensiones insostenibles, así como de la egoísta tiranía de intereses especiales, en particular los de los sindicatos. Este argumento liberal también suele insinuar que no se ha llevado a cabo ninguna reforma significativa ni en un pasado distante ni reciente, y que –dada la naturaleza hipócrita y egocéntrica de las elites europeas y la obstinación ingenua de las clases medias europeas– lo más probable es que nunca se lleven a cabo.

También se ha convertido en algo frecuente argumentar que EEUU ya no va a financiar la inmunidad que disfrutó Europa durante la guerra fría ante la disyuntiva entre “armas o mantequilla”, lo que significa que Europa cada vez será más vulnerable a las crecientes amenazas de seguridad, mientras que las presiones de la globalización tras el final de la guerra fría siguen socavando la inmunidad europea ante la disyuntiva “crecimiento o servicios sociales”. En efecto, debido a que las tendencias demográficas han propiciado un aumento de la media de edad en Europa, los dilemas sobre el “modelo europeo” se han agudizado. En pocas palabras, según los liberales, el modelo europeo hoy es insostenible en términos económicos. Incluso parece que, tras el fin de la guerra fría, el estado del bienestar ha reemplazado a las economías comunistas de planificación centralizada y a los modelos tercermundistas de dominación estatal como objetivo principal de los polemistas liberales.

Los argumentos defendidos por los economistas liberales tienden a converger con los de los estrategas neoconservadores, afirmando que la idea de una Europa cada vez más integrada, capaz de ejercer una influencia significativa en el mundo y que cuente con una economía basada en algo que se asemeje al “modelo europeo” es ilusoria insostenible e incluso peligrosa. La convergencia de opiniones también se pone de manifiesto en la conclusión de que si Europa no experimenta un cambio radical, sus economías y sociedades se verán rebasadas por la rápida aparición de mercados emergentes, quedando relegadas a una condición cada vez más irrelevante a escala mundial.

El provocador artículo de Robert Kagan “On Power and Weakness” (Policy Review, junio de 2002), argumentaba que el modelo europeo –entendido en un sentido amplio como el Estado del bienestar con el énfasis europeo en el “poder blando”– sólo fue capaz de tomar forma gracias al contexto artificial creado por el paraguas estratégico de EEUU. A finales de la década de los 40 y principios de los 50, la reconstrucción y el crecimiento de Europa constituían un imperativo estratégico para EEUU. Sólo un rápido crecimiento y una más amplia prosperidad podían socavar la histórica lealtad de clase a los partidos comunistas y socialistas que, una vez instalados en los gobiernos parlamentarios, podrían simpatizar fácilmente con la Unión Soviética.

El hecho de permitir –e incluso fomentar– que en Europa se desarrollaran políticas económicas que los EEUU nunca habrían tolerado en casa (el mercado social, la asistencia sanitaria nacional, pensiones generosas y programas de desempleo, la importancia atribuida a los sindicatos en diálogos nacionales corporativistas, por no mencionar la ayuda exterior proporcionada por el Plan Marshall, etc.) fue considerado por el establishment de la política exterior de EEUU como un mal necesario que había que soportar para intentar consolidar la lealtad europea en la guerra fría y la posición de Europa en el marco del aparato de seguridad de la Alianza Atlántica. Incluso la primera gran excepción al proyecto de libre comercio multilateral de EEUU, expresada en el Acuerdo General sobre Tarifas y Comercio, que aspiraba a permitir un trato preferencial entre los europeos en su naciente mercado único, se consideró como un bajo precio a pagar. Así, según propugna el argumento neoconservador, EEUU aceptó tácitamente apoyar el proyecto de integración europea y la construcción del modelo europeo de Estado del bienestar como una parte crucial de su proyecto estratégico orientado a contener la Unión Soviética. Con ello se da a entender que Europa no sólo debe a EEUU el relativo éxito conseguido desde la segunda guerra mundial –e incluso su propia existencia como un bloque económico próspero e integrado, el equivalente económico del reiterado argumento de que EEUU “salvó” dos veces a Europa–, sino que, además, debería echar una mano a EEUU (y acometer una reforma liberalizadora sistemática), ahora que los propios EEUU se sienten amenazados por el terrorismo internacional.

Kagan también apuntaba que la visión europea del mundo (que hace hincapié en la eficacia superior de la cooperación transnacional y la soberanía compartida, el multilateralismo, la negociación y el “poder blando”), fruto de la experiencia brindada por décadas de construcción de la Unión Europea, constituía en realidad una perspectiva que se desarrolló en el marco de una burbuja artificial. Ahora, los neoconservadores afirman que esta burbuja siempre estuvo –y que sigue estando– desvinculada del mundo real. Por consiguiente, el argumento de Kagan sugiere que el paraíso kantiano al que los europeos se imaginan que han logrado aproximarse en Europa, y que en un futuro (quizá lejano) será realidad en el resto de la comunidad internacional –con el modelo europeo sirviendo de inspiración para la construcción de un orden multilateral próspero y eficiente–, no es más que la fantasía de un niño que cree que sus ingenuas actividades serán sostenibles una vez haya abandonado el protector (y financiador) hogar de sus padres.

En pocas palabras, si se permitió que el modelo europeo –incluso la propia Unión Europea– existiera, sólo fue como consecuencia de la peculiar configuración que presentaba el mundo durante la guerra fría. En la nueva configuración mundial tras la guerra fría, caracterizada por la globalización y el terrorismo internacional, los liberales opinan que el modelo europeo no puede seguir existiendo, mientras que una mayor integración política de la Unión Europea constituiría un obstáculo peligroso para los neoconservadores, quienes consideran que, con la amenaza global que ahora está definiendo el terrorismo islamista, los países europeos deberían aliarse directamente con EEUU en cuestiones de seguridad internacional. La alternativa de una Europa unificada, con sus propias políticas exteriores y de seguridad, es considerada, simplemente, como un intento de convertir a la Unión Europea en un rival de EEUU, sin ninguna oportunidad de contribuir de forma constructiva a un mundo mejor.

La coincidencia de opiniones acerca de Europa que hallamos entre los economistas liberales y los analistas neoconservadores entraña cierto grado de verdad. En efecto, si Europa desea ejercer una influencia más significativa en el mundo y evitar un fracaso total de sus Estados del bienestar, deberá cambiar. Sin embargo, debemos rechazar la visión liberal-neoconservadora.

En primer lugar, ¿por qué necesita Europa una transformación en su patrón de crecimiento? No es por la inevitable decadencia del pasado o del presente –tal y como podrían argumentar los liberales–, sino más bien por los retos del futuro. En segundo lugar, ¿qué debería cambiarse y cómo? El Estado del bienestar sobre el que se fundamenta el modelo europeo no debería eliminarse (una vez más, como sugerirían muchos liberales), sino que se debería mantener, aunque rearticulado: los mercados de productos y de trabajo deberían reformarse en mayor medida, y la gobernanza económica paneuropea debería intensificarse y reforzarse. En tercer lugar, ¿cuáles serían las verdaderas repercusiones si Europa consiguiera ponerse a la altura del desafío de la transformación? Lo más probable es que la respuesta sea mucho más amplia que la de los liberales y neoconservadores: quizá Europa llegue a ser más vibrante económicamente y, por lo tanto, sea capaz de contribuir a los esfuerzos militares y de seguridad y ayudar a EEUU a lograr una gestión más eficaz de un mundo hobbesiano. Dicho de un modo sencillo, la conclusión de este análisis es que si Europa consigue rearticular el modelo europeo –por no mencionar el hecho de que realmente llegue a converger con EEUU en lo que respecta al PIB per cápita– entonces habrá generado la tracción necesaria para desarrollar su potencial como superpotencia mundial, situándose junto a EEUU como un socio transatlántico, no exactamente en igualdad de condiciones, pero sí, por lo menos, en una situación de complementariedad. Esto es lo que sería mejor para el mundo.

La cuestión del crecimiento europeo y el mito de una Europa estancada
Antes de abordar los retos a los que deberá enfrentarse Europa, así como la necesidad de desarrollar una Unión Europea fuerte y transformada, capaz de desempeñar su papel potencial en el mundo, es preciso examinar más atentamente la perspectiva de los liberales. La cuestión de una creciente divergencia económica entre EEUU y Europa constituye el eje de la demanda de los liberales/EEUU para que se lleve a cabo una reforma económica en Europa. Sin embargo, la afirmación de que la economía estadounidense está dejando a Europa a la zaga suele exagerarse e incluso distorsionarse. El mito de que EEUU es un puntal dinámico, mientras que Europa se presenta como alguien “enfermo” e inactivo procede de antiguas posiciones ideológicas que siguen basándose sin ningún tipo de reflexión en datos genéricos superficiales. Puesto que este breve análisis no permite un tratamiento exhaustivo de esta cuestión, nos centraremos en algunos de los puntos clave.

Gran parte de este debate gira en torno al reciente crecimiento económico y de la productividad. El crecimiento del PIB en EEUU correspondiente al año que finalizó en marzo fue del 5%, en comparación con sólo un 1,3% en la zona euro, avivando así el énfasis a corto plazo puesto por los medios de comunicación en el dinamismo estadounidense y la parálisis europea. En el período de tres años que concluirá a finales de 2004, EEUU habrá experimentado un crecimiento del 2,2% (2002), 3,1% (2003) y 4,1% (2004), mientras que la zona euro se habrá quedado significativamente a la zaga (0,9%, 0,4%, y 1,7%, respectivamente). En el período de diez años que concluyó en 2003, el crecimiento anual medio de EEUU fue del 3,3%, en comparación con el porcentaje más modesto alcanzado por la zona euro, que se situó en el 2,1%.

Sin embargo, un análisis más detallado revela que las cifras sobre el PIB facilitadas por los medios de comunicación exageran el rendimiento relativo de EEUU. Un reciente informe publicado en The Economist (“Mirror, Mirror on the Wall”, 19 de junio de 2004) demuestra que, en términos de renta per cápita, la divergencia no es, ni mucho menos, tan significativa: en EEUU, durante el período de 10 años previo a 2003, el PIB per cápita creció con arreglo a una tasa media anual del 2,1%, mientras que en la zona euro fue del 1,8%. Además, este rendimiento inferior ajustado puede explicarse por Alemania. Si excluimos a Alemania de los cálculos obtenemos una media de crecimiento anual del PIB per cápita del 2,1% para los otros dos tercios de la zona euro, es decir, exactamente igual que EEUU. Si el Reino Unido fuera miembro de la Unión Monetaria Europea –argumenta The Economist–, el panorama sería incluso más positivo para la zona euro.

Además, durante los últimos tres años, como mínimo, gran parte de esta diferencia en términos de crecimiento puede explicarse por las distintas posturas adoptadas por EEUU y la zona euro con respecto a las políticas macroeconómicas. Según los datos de la Organización para la Cooperación y Desarrollo Económicos (OCDE) citados por Martin Wolf en un reciente análisis publicado en el Financial Times (“It’s the Economy, Stupid”, 15 de junio de 2004), desde el año 2000, el déficit presupuestario estructural de EEUU ha aumentado en casi seis puntos porcentuales del PIB. Mientras tanto, la zona euro no ha experimentado ningún estímulo fiscal neto, manteniéndose su déficit estructural por debajo del 2% del PIB, en comparación con el déficit estructural de casi el 5% experimentado por EEUU. La política monetaria también se ha relajado con mucha mayor rapidez y más significativamente en EEUU que en Europa durante los últimos tres años.

Nada de ello sugiere que los gestores económicos estadounidenses cometieran un error en 2001 al hacer frente al final del boom del mercado bursátil y a la recesión; al fin y al cabo, es comprensible que su objetivo fuera minimizar el impacto y magnitud del descenso y evitar el destino deflacionario del Japón de la era post-burbuja. Tampoco pretende eximir a los líderes europeos de su responsabilidad histórica de transformar sus Estados del bienestar en una versión más racionalizada y sostenible del modelo europeo (véase 2ª Parte, Retos a los que deberá enfrentarse el modelo europeo y la necesidad de Europa).

Sin embargo, no deberíamos ocultar el hecho de que el crecimiento más rápido que se ha producido recientemente en EEUU ha obedecido en gran parte a políticas macroeconómicas significativamente más flexibles –y probablemente insostenibles–, que han generado una serie de importantes desequilibrios en la economía estadounidense. Aunque tales desequilibrios acarrean posibles repercusiones negativas para toda la economía mundial (incluyendo la europea), resulta sorprendente advertir que Europa mantiene una mayor solidez en todos los sentidos, lo que le confiere una mayor flexibilidad potencial ante las imprevistas sacudidas económicas que puedan darse a corto o medio plazo. En el catálogo de los desequilibrios estadounidenses se incluye la explosión del déficit presupuestario estructural (un 5% frente a menos del 2% en la zona euro), el déficit por cuenta corriente (un 5% frente a un pequeño excedente en la zona euro), una baja tasa de ahorro familiar (un 2%, que, tras haber aumentado ligeramente en los últimos años, ha vuelto a una trayectoria descendente; frente a un 12% en la zona euro), y una deuda familiar total alta y en aumento (84% del PIB frente al 50% en la zona euro). En efecto, según un reciente análisis elaborado por Álvaro Espina (Deflación y trampa de liquidez “revisitadas”: EEUU tras el cambio de política de la Fed, ARI, 30 de junio de 2004), el espectro de la deflación en EEUU, no sólo no ha desaparecido para siempre, sino que es posible que ahora, tras un largo período de política monetaria históricamente flexible, resulte incluso más peligroso.

No obstante, los profetas del declive e irrelevancia de Europa han insistido en subestimar los desequilibrios de EEUU, tratándolos como males necesarios –o incluso virtudes–, que los defectos del resto del mundo (y la parálisis miope de Europa, en particular) han impuesto sobre la economía estadounidense. Tales críticos siguen subrayando la idea de que el dinámico modelo económico americano ha generado un crecimiento potencial del PIB mucho mayor de lo que lo ha hecho la impracticable zona monetaria del euro. Según la OCDE, el crecimiento potencial del PIB entre 1997 y 2005 habrá sido del 2,1 % en la zona euro (y sólo del 1,9% entre 2006 y 2009), mientras que el crecimiento potencial en EEUU habrá sido del 3,4 % (y del 3,3% en 2006-2009).

Si bien el aumento del crecimiento potencial también es una función de las adiciones de capital y trabajo al proceso productivo, por lo general nos centramos sobre las mejoras en la productividad como el motor fundamental del aumento del crecimiento potencial. Éste es el aspecto en el que la crítica de los últimos tiempos contra Europa ha sido más severa. En este sentido, la afirmación más frecuente ha sido que el aumento de la productividad laboral estadounidense, tras haberse situado a la zaga de Europa durante la década de 1980, se ha disparado, situándose por delante de ésta en los últimos diez años, dado que la economía estadounidense ha experimentado una mayor revolución en la tecnología de la información, probablemente por el hecho de que su economía presenta una flexibilidad superior. Esta interpretación, que encuentra terreno fértil en EEUU y en círculos liberales, parece que por lo menos cuenta con el respaldo de las cifras. La OCDE prevé que el rendimiento potencial por empleado de EEUU crecerá un 2,1% anual desde 1997 hasta 2005, en comparación con sólo un 1,3 % en la zona euro, y un 2,5% anual en 2006-2009 (frente a un 1,5% en la zona euro).

Gran parte de la crítica dirigida al rendimiento de la productividad europea se centra en esta medida de rendimiento por trabajador. Sin embargo, un reflejo más exacto de la productividad laboral nos lo ofrece la medida del rendimiento por hora trabajada. En EEUU, esta medida sólo se publica para el sector empresarial no agrícola; durante los últimos diez años, en EEUU dicha medida ha crecido un promedio anual del 2,6%. Si aplicamos la medida europea del PIB por hora trabajada a la totalidad de la economía (incluyendo el sector público), resulta que la productividad estadounidense ha aumentado a un ritmo medio anual de tan sólo el 2,0%; es decir, a un ritmo sólo moderadamente más rápido que el promedio anual de la zona euro –que se sitúa en un 1,7%– durante los últimos diez años. Según un estudio llevado a cabo por Kevin Daly, de Goldman Sachs (también citado en el mencionado análisis publicado en The Economist), ajustando aún más las diferencias en los ciclos económicos de ambas zonas, la tendencia del crecimiento de la productividad en la zona euro incluso ha sido ligeramente superior (1,8%) que en EEUU durante los últimos diez años (1,7%). En efecto, en los últimos veintitantos años, el nivel de productividad de la zona euro, medido en términos de rendimiento por hora trabajaba, ha aumentado desde menos del 80% del nivel estadounidense a un poco más del 95%.

Las críticas formuladas contra Europa sólo resultan creíbles si nos centramos en el período más reciente, desde los primeros días del boom estadounidense (que, por cierto, correspondió a un período sin precedentes de estabilización macroeconómica y a otros desafíos para la zona euro, incluyendo el empuje final para satisfacer los criterios fiscales y los niveles de inflación de Maastricht, el lanzamiento del euro y la creación del Banco Central Europeo). Sólo si tomamos 1997 como año base podemos afirmar que la tendencia del crecimiento de la productividad en EEUU es más rápida que la correspondiente a la zona euro. Resulta bastante significativo que la mayor parte de los desequilibrios macroeconómicos de EEUU se remonten aproximadamente a dicho período, y que no hayan sido corregidos pese a la recesión y a la rápida aparición de otro desequilibrio fundamental: el importante déficit presupuestario de EEUU. En esencia, los gestores económicos estadounidenses utilizaron su flexibilidad macroeconómica acumulada para lograr que la recesión fuera relativamente superficial y breve, pero sólo a cambio de aumentar en mayor medida los desequilibrios macroeconómicos de su economía, dando lugar a una economía internacional que desde mediados de la década de 1980 nunca había sido tan desquilibrada. Una vez más, ello no significa que se haya eximido a Europa de ninguna responsabilidad; en efecto, esta situación ha dado lugar a una necesidad imperiosa para Europa: un crecimiento más rápido (véase la 2ª Parte, La Necesidad de Europa).

Conclusiones: A pesar de estas razonables precisiones acerca de los datos económicos generales, es innegable que el ciudadano medio de la zona euro sigue siendo un 30% más pobre que el ciudadano medio de EEUU (medido con arreglo al PIB per cápita sobre una base de paridad del poder adquisitivo). Además, esta diferencia apenas ha experimentado ninguna modificación en las tres últimas décadas. Por consiguiente, aun cuando pueda demostrarse que la verdadera divergencia –presuponiendo que haya habido alguna– entre EEUU y la zona euro ha sido mínima, no puede negarse que incluso el mantenimiento de tasas de crecimiento per cápita similares significa que los habitantes de la zona euro seguirán teniendo un nivel de vida inferior al de los americanos. No obstante, debe subrayarse que esto no supone ninguna novedad, con lo que se elimina gran parte del dramatismo intencionado del informe de Timbro al pretender demostrar que Alemania no es más rica que Arkansas, el cuarto estado más pobre de EEUU. Quizá aportarían más dramatismo los datos del coeficiente de Gini sobre Arkansas, sus índices de pobreza y de delincuencia; o, para el caso, los mismos datos sobre los otros 46 estados más ricos de EEUU.

Paul Isbell
Investigador principal, área de Economía Internacional, Real Instituto Elcano