Mensajes clave
- Brasil y Estados Unidos atraviesan una fase de reajuste estructural en la que la cooperación económica se entrelaza con la competencia geopolítica.
- El retorno de Donald Trump y la continuidad de Lula da Silva sitúan a ambos países en polos ideológicos distintos, pero con la interdependencia como fuerza moderadora.
- La dimensión comercial y de seguridad sustituye a la agenda climática y social del periodo anterior, configurando un vínculo más transaccional y menos normativo.
- El bicentenario de las relaciones bilaterales marcó el inicio de un realismo maduro, en el que la gestión de diferencias reemplaza la búsqueda de afinidades.
- Brasil intenta transformar su ambigüedad estratégica en una ventaja diplomática, equilibrando autonomía y diálogo con Washington en un entorno global fragmentado.
Análisis
Brasil y Estados Unidos (EEUU) son, al mismo tiempo, aliados inevitables y contendientes simbólicos en la disputa por el sentido de la modernidad hemisférica. Representan las dos mayores democracias del continente, economías dinámicas y sociedades profundamente diversas, capaces de proyectar poder material y capital normativo más allá de sus fronteras. La relación bilateral, una de las más longevas del mundo occidental, constituye un laboratorio privilegiado para observar cómo el poder, los valores y las narrativas se reconfiguran en la era de la competencia entre grandes potencias.
El bicentenario de las relaciones diplomáticas, celebrado en 2024, sirvió como un espejo histórico. Por un lado, recordó el temprano reconocimiento estadounidense de la independencia brasileña en 1824; por otro, expuso la necesidad de actualizar los códigos de cooperación en un mundo fracturado entre bloques tecnológicos, tensiones proteccionistas y un multilateralismo erosionado. En ese marco, el vínculo bilateral dejó de ser una simple relación entre el norte y el sur para convertirse en un espacio de negociación entre dos proyectos: el estadounidense, todavía hegemónico, aunque defensivo; y el brasileño, ambicioso y reformista, que busca ampliar su voz en la gobernanza global sin renunciar a su autonomía estratégica.
El contexto global confiere a la relación una relevancia inédita. El retorno de Donald Trump y la consolidación de Luiz Inácio Lula da Silva como líder del denominado sur global colocan ambos países en polos ideológicos distintos, pero con el realismo y la interdependencia empujando hacia el diálogo, incluso cuando la retórica parece condenar a la distancia. En otras palabras: la relación Brasil-EEUU no puede romperse sin que el hemisferio entero se fracture.
1. Una relación entre la alianza y la rivalidad
Desde el siglo XIX, la historia bilateral ha sido un péndulo entre americanismo y globalismo (Lima, 2010). El primero, vinculado a la diplomacia del Barón de Río Branco, veía en EEUU el socio natural y garante de la estabilidad hemisférica. El segundo, inspirado en Araújo Castro y en la tradición desarrollista, abogaba por una autonomía negociada, un espacio intermedio entre la dependencia y la confrontación. A lo largo de dos siglos, Brasil ha oscilado entre esas dos almas: la del aliado y la del reformista.
Durante el siglo XX, la cooperación fue constante, aunque asimétrica. EEUU reconoció tempranamente a Brasil como potencia regional, mientras éste comprendía que ningún proyecto nacional de desarrollo podía prescindir de interlocución con Washington. La Segunda Guerra Mundial selló una alianza militar y tecnológica; la Guerra Fría la transformó en una relación de control y desconfianza. En los años 70, bajo el gobierno de Ernesto Geisel, Brasil ensayó un camino de diplomacia independiente, anticipando el lenguaje que hoy domina los foros del sur global: multipolaridad, diversificación, autonomía.
La posguerra fría trajo nuevas coordenadas. El gobierno de Fernando Henrique Cardoso apostó por una inserción internacional basada en la convergencia liberal; Lula, a partir de 2003, impulsó un “activismo autónomo”, buscando equilibrar la relación con EEUU mediante el fortalecimiento de alianzas sur-sur, la creación de los BRICS y una estrategia de presencia global. Aun así, la interdependencia económica siguió siendo profunda: EEUU es el principal destino de las exportaciones industriales brasileñas y el mayor inversor extranjero directo en el país.
En 2024, el comercio bilateral alcanzó 80.900 millones de dólares, con exportaciones brasileñas de 40.300 millones de dólares e importaciones de 40.500 millones de dólares, lo que dejó un déficit de 253 millones de dólares para Brasil. Desde hace 16 años, el país mantiene saldos negativos, compensados por el alto flujo de inversiones productivas. El 81% de las exportaciones a EEUU proviene de la industria de transformación: siderurgia, aeronáutica, metalurgia, petróleo, café y celulosa. En el sentido inverso, se exportan hidrocarburos (24%), maquinaria industrial (13%), aeronaves (3,5%) y productos farmacéuticos (3%). EEUU es el segundo mayor proveedor de Brasil después de China, reflejo de una competencia triangular en la que Brasil actúa como espacio de intersección y no de alineamiento.
En inversión directa, EEUU mantiene su liderazgo: 246.000 millones de dólares, equivalentes al 25% del stock total. Los sectores dominantes son tecnología, automotriz, logística y energía eléctrica. São Paulo capta casi la mitad de las inversiones greenfield (49%). A su vez, Brasil se ha transformado en un inversor selectivo en territorio estadounidense: 3.500 millones de dólares (2013-2023), concentrados en alimentos, químicos y metales, destinados principalmente a Florida, Texas y Tennessee.
La relación va mucho más allá de las cifras. En los últimos años, se consolidaron múltiples mecanismos institucionales: el Grupo de Trabajo de Alto Nivel sobre Cambio Climático, el Plan de Acción Conjunta contra la Discriminación Étnico-Racial, el Diálogo Migratorio y Humanitario, los foros sobre energía y tecnología, y la Partnership for Workers’ Rights, centrada en estándares laborales globales. Estas plataformas configuran una arquitectura de cooperación que sobrevive incluso a los ciclos políticos adversos, demostrando que la relación es estructural y no coyuntural.
El bicentenario, celebrado en 2024, simbolizó el intento de renovar la alianza: transición energética, digitalización y democracia inclusiva. La visita de Joe Biden a la Amazonia en 2024 fue más que un gesto diplomático; representó el reconocimiento del papel de Brasil como potencia ambiental y mediador entre el norte y el sur.
En paralelo, el Brasil del siglo XXI ha asumido un rol más asertivo. Con una diplomacia que combina la autonomía tradicional con una nueva agenda de legitimidad global, el país se posiciona como actor puente entre el Atlántico y el Pacífico, entre el G7 y los BRICS, entre la estabilidad institucional y la reivindicación del cambio. Esa dualidad define el momento actual: ni alineamiento automático ni confrontación abierta, sino una diplomacia de densidad variable, capaz de adaptarse a un mundo donde la ideología cede ante el pragmatismo.
2. El momento Lula-Trump: la interdependencia bajo tensión
El retorno de Donald Trump a la Casa Blanca en enero de 2025 introdujo una tensión estructural. Su gobierno, impulsado por una coalición nacionalista y proteccionista, reinstaló la lógica del America First, aplicando políticas de aranceles selectivos y sanciones extraterritoriales. El Brasil de Lula emergió como símbolo del sur global, abogando por la reforma de la gobernanza mundial y el fin del unilateralismo financiero.
La convergencia se tornó compleja. A mediados de 2025, Washington impuso un arancel del 10% a una serie de productos brasileños –maquinaria, calzado, textiles, café, carnes– y un recargo adicional del 40% mediante la Orden Ejecutiva 14323. Simultáneamente, el Departamento del Tesoro activó sanciones Global Magnitsky contra jueces brasileños acusados de “violaciones contra la libertad de expresión”, alimentando percepciones de intromisión en asuntos internos.
La tensión política adquirió un nuevo matiz cuando Trump comenzó a pronunciarse públicamente sobre el juicio contra el expresidente Jair Bolsonaro, sugiriendo incluso la necesidad de “intervenciones” frente al Poder Judicial brasileño. Las declaraciones fueron percibidas como una intromisión directa en asuntos internos y provocaron una reacción inmediata del gobierno de Lula, que pasó a articular –tanto en el plano doméstico como en los foros internacionales– un discurso enfático en defensa de la autonomía institucional y de la soberanía nacional. El episodio reforzó la idea, en la diplomacia brasileña, de que la protección de las instituciones democráticas es también un componente de política exterior en tiempos de rivalidades ideológicas y desinformación transnacional.
En ese contexto, la respuesta brasileña fue calculada: evitó la escalada inmediata y apeló a los mecanismos multilaterales. El 6 de agosto de 2025, Itamaraty solicitó consultas en la Organización Mundial del Comercio (OMC) por las medidas arancelarias. Sin embargo, la coyuntura cambió durante la Asamblea General de las Naciones Unidas, en septiembre, cuando Lula y Trump sostuvieron un breve encuentro que pavimentó la primera señal de distensión. Dos semanas más tarde, el 6 de octubre, ambos mandatarios mantuvieron una videollamada de alto nivel en la que coincidieron en “restablecer canales de diálogo”.
En la conversación, Lula pidió eliminar los aranceles y revisar las sanciones. Más allá de los gestos, el diálogo confirmó una realidad: la interdependencia económica y la necesidad de cooperación en áreas estratégicas –comercio, energía, clima, minerales críticos– obligan a ambos líderes a convivir, incluso en la disonancia ideológica.
Los sectores más afectados por las medidas estadounidenses fueron los manufacturados, especialmente textiles y calzados, el agronegocio (carne bovina, café, frutas), la industria química y los alimentos procesados. En contraste, se mantuvieron exentos los productos de alta integración industrial y de interés mutuo: aeronaves civiles, jugo de naranja, celulosa, petróleo, gas, metales preciosos y fertilizantes.
Los datos de la Câmara Americana de Comércio para o Brasil (AMCHAM) (2025) revelan que, paradójicamente, el comercio bilateral sigue beneficiando a EEUU: un superávit de 6.800 millones de dólares en bienes y 23.000 millones en servicios. Más del 70% de las exportaciones estadounidenses ingresan al mercado brasileño con tarifa cero y un tercio del comercio se realiza entre subsidiarias de las mismas multinacionales. La supuesta “asimetría proteccionista” resulta, por tanto, más política que económica.
Desde el punto de vista discursivo, el enfrentamiento se amplificó por la crisis de las Big Tech. Las disputas judiciales en Brasil sobre moderación de contenidos se enfrentaron a decisiones del Supremo Tribunal Federal con las leyes estadounidenses de libertad de expresión. Para Washington, el caso refleja un precedente preocupante; para Brasil es una cuestión de soberanía digital. El conflicto reactivó el debate sobre jurisdicción tecnológica y cooperación cibernética, temas que probablemente dominarán la agenda bilateral en 2026.
En el trasfondo, sin embargo, subyace un pulso mayor: la configuración de una nueva economía de seguridad. EEUU intenta reorientar sus cadenas productivas hacia países aliados bajo esquemas de nearshoring y friendshoring, y Brasil, con su base industrial y potencial energético, emerge como candidato natural a ocupar ese espacio, siempre que logre estabilidad regulatoria y credibilidad institucional.
El “turning point” de 2025, por tanto, no es sólo un episodio comercial, sino la expresión de una disputa por los parámetros de la globalización post-occidental. Mientras Washington busca preservar su hegemonía mediante instrumentos legales y financieros, Brasil pretende ampliar su margen de maniobra dentro del sistema, aprovechando su papel en los BRICS, su liderazgo ambiental y su capacidad de mediación política.
3. Perspectivas
Las perspectivas dependen de la capacidad de ambos países para despolitizar la cooperación y reconstruir la confianza estratégica. Pueden identificarse tres escenarios posibles, que probablemente coexistan a corto plazo.
El primero, de “pragmatismo cooperativo”, se basaría en la reactivación del diálogo comercial y en una coordinación selectiva en temas de interés mutuo, como la seguridad fronteriza, la lucha contra el crimen organizado y la estabilidad energética. Este escenario priorizaría resultados tangibles –reducción de aranceles específicos, nuevos acuerdos en infraestructura logística y mecanismos de cooperación en defensa– por encima de las agendas normativas que caracterizaron la etapa anterior. En un contexto de competencia global y tensiones geoeconómicas, la cooperación práctica podría transformarse en un canal de gestión de diferencias más que en una convergencia de valores.
El segundo, de “proteccionismo competitivo”, prolongaría las medidas arancelarias y las tensiones vinculadas a la Sección 301 del Trade Act, extendiendo las fricciones hacia sectores sensibles como los minerales críticos, la tecnología digital y el agronegocio. En este caso, Brasil reforzaría su diversificación con Europa, China y la India, buscando amortiguar la dependencia de Washington y afirmarse como potencia intermedia dentro del sur global.
El tercero, de “fragmentación acelerada”, implicaría una ruptura más profunda del orden económico hemisférico, con retaliaciones cruzadas, presiones financieras y una creciente instrumentalización de la política exterior con fines domésticos. Aunque menos probable, este escenario podría erosionar los espacios multilaterales –como el G20 y la OMC– y generar incertidumbre sobre el papel de América Latina en las nuevas cadenas globales de valor.
Conclusiones
En este contexto de tensiones y ajustes, la conversación telefónica entre Lula y Trump del 6 de octubre debe entenderse como parte de un proceso más amplio de tanteo diplomático. El diálogo, centrado en la posibilidad de un encuentro presencial y en la necesidad de encauzar las divergencias comerciales, mostró voluntad política, pero también los límites del entendimiento actual: las perspectivas de un acuerdo amplio siguen siendo reducidas y todo indica que los aranceles vigentes se mantendrán con pocas excepciones.
La decisión de Trump de designar al secretario de Estado Marco Rubio para encabezar las negociaciones refuerza esa lectura. Su experiencia en temas hemisféricos y su enfoque de seguridad podrían imprimir un carácter más estratégico a las conversaciones, priorizando resultados concretos en comercio, defensa y control regional. Brasil, por su parte, tiene pocos incentivos para ofrecer concesiones significativas, dado el escaso interés privado en minerales críticos y las restricciones legales a acuerdos preferenciales. No obstante, el distanciamiento de Lula respecto a Cuba y Venezuela –tras las tensiones diplomáticas derivadas de las elecciones de 2024– puede fortalecer la credibilidad de Brasil ante Washington, aunque las diferencias estructurales entre ambos gobiernos continúan condicionando el ritmo del acercamiento.
Para evitar un deterioro mayor, Brasil y EEUU deberán redefinir su relación bajo una lógica de “interdependencia gestionada”. Esto significa reconocer que, aunque sus visiones del mundo divergen, sus intereses materiales convergen en múltiples áreas: comercio, seguridad, cadenas de suministro y gobernanza tecnológica. En todas ellas, Brasil posee activos estratégicos que EEUU necesita –estabilidad institucional, recursos y capacidad de interlocución regional–, mientras Washington ofrece capital, tecnología y poder institucional.
El bicentenario de la relación, lejos de un mero gesto conmemorativo, marcó el comienzo de un ciclo de “realismo maduro”. En lugar de idealizar la alianza o dramatizar la divergencia, ambos países parecen dispuestos a aceptar que la cooperación en el siglo XXI será transaccional, sectorial y condicionada por la competencia geopolítica. En esa lógica, la diplomacia brasileña debe moverse con precisión quirúrgica: mantener canales abiertos con Washington sin sacrificar su agenda de autonomía; fortalecer la inserción regional sin aislarse del Atlántico Norte; y proyectar su poder blando sin caer en el moralismo retórico.
En suma, la relación Brasil-EEUU se enfrenta al desafío de convertir la ambigüedad en virtud estratégica. Si lo logra, podrá convertirse en un modelo de coexistencia funcional entre una potencia establecida y una emergente: una prueba de que, incluso en un mundo de rivalidades renovadas, el diálogo inteligente sigue siendo la forma más sofisticada de poder.
Bibliografía
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