Biden y América Latina: cambios y continuidades

Joe Biden se dirige a los votantes en un encuentro organizado por la Iowa Asian and Latino Coalition. Foto: Gage Skidmore (Wikimedia Commons / CC BY-SA 2.0)

Tema

La victoria de Joe Biden en las elecciones de EEUU no sólo ha definido el rumbo del país en el próximo cuatrienio –desechando la continuidad y optando por el cambio–, sino que la nueva Administración influirá en el fondo y, sobre todo, en las formas y el enfoque de la relación con América Latina.

Resumen

América Latina no votó en las elecciones de EEUU, pero su futuro económico-comercial, social y geopolítico se ha vuelto a poner en juego el pasado 3 de noviembre y se verá influido por el rumbo que tome el gobierno de Joe Biden a partir de enero. El relevo en la Casa Blanca no colocará inmediatamente a la región como un tema central de la agenda de la nueva Administración, pero sí cambiará el fondo y las formas de la relación. El voto hispano (o latino), muy cortejado por los dos candidatos, ha sido determinante en estados clave como Florida, Texas, Nevada y Arizona. No sólo ha vuelto a demostrar que es un segmento heterogéneo, que vota de forma diferente y cada vez es más decisivo sino que el tema migratorio ocupará un lugar importante en la gestión del nuevo ejecutivo.

Análisis

Hace tiempo que América Latina dejó de ser medular en la agenda internacional de EEUU. El triunfo de Joe Biden no va a cambiar su posición periférica. El sitio web del binomio presidencial Biden-Harris (Build back better –reconstruir mejor–) señala que las cuatro prioridades de su gobierno serán el COVID-19, la recuperación económica, la equidad racial y el cambio climático. A esto se añade la gestión de la tensión geopolítica con China. Entre esas prioridades no está América Latina, aunque durante la campaña encontraron eco temas latinoamericanos, como la elección del presidente del Banco Interamericano de Desarrollo (BID), la crisis venezolana, las sanciones contra Cuba, Venezuela y Nicaragua y los equilibrios regionales. Todas estas cuestiones, junto a cómo se articule la relación con las dos potencias regionales (Brasil y México) o se desarrolle el vínculo con Colombia han estado y seguirán en juego y, en gran parte, han sido afectadas por el resultado y la personalidad del ganador.

América Latina, de Trump a Biden

El escenario de una América Latina en la periferia de la agenda estadounidense no va a cambiar sustancialmente con Biden. La región tampoco recuperará la centralidad en la agenda de una Administración Demócrata, aunque sí cambiará el tono y, en una parte sustancial, el fondo de la relación. Cynthia Arnson, ha señalado que con Biden habrá un “cambio drástico de tono y enfoque”, al acabarse las amenazas y el acoso contra ciertos países. Biden aspira a recuperar el “poder blando”, reconstruyendo el papel mundial de EEUU como líder político e incluso “moral”. Pretende encabezar respuestas multilaterales y articular soluciones colectivas a problemas comunes. El mismo día que EEUU abandonaba el Acuerdo de París, Biden anunció que su primera decisión como presidente será regresar al mismo. Igualmente volverá a la Organización Mundial de la Salud (OMS).

El cambio de estrategia implica abandonar el actual tono bronco y áspero, repleto de amenazas y basado en el “palo y la zanahoria”, para pasar a una relación más “amable”, de gestos y complicidades. El vínculo entre Biden y la región es más estrecho y ha gozado de continuidad desde antes que fuera vicepresidente. Incluso desde sus tiempos como senador, cuando estuvo implicado en la puesta en marcha del Plan Colombia. Durante su gestión con Obama viajó casi 20 veces a América Latina. En julio de 2019, en El Nuevo Herald, expuso los pilares de su proyecto hemisférico: unas “políticas regionales basadas en el respeto” y alejadas de las estrategias del actual gobierno. “La política de Trump en América Latina es, en el mejor de los casos, una vuelta atrás a la Guerra Fría y, en el peor de los casos, un desastre ineficaz”. Sin embargo, en los dos primeros años, la atención del nuevo presidente estará centrada en la reconstrucción post pandemia, afectando de un modo importante la relación con América Latina.

En 2021 se celebrará en EEUU la VIII Cumbre de las Américas. Será la ocasión ideal para medir en su totalidad la dirección y la estrategia de la política latinoamericana de la nueva Administración. Para entonces ya deberíamos conocer al responsable de Asuntos Hemisféricos del departamento de Estado y a su homólogo en el Consejo de Seguridad, lo que nos daría más claves. Para muchos gobiernos latinoamericanos, no todos, EEUU puede ser un eficaz contrapeso frente al expansionismo chino. Las nuevas promesas en torno a “la ruta y la franja” y los conflictos relacionados con la aplicación del 5G serán solo el aperitivo de un período complicado y con posturas encontradas. Para colmo, frente al nuevo mandato y al pulso chino-estadounidense América Latina estará fragmentada y con sus instituciones de integración regional en una profunda crisis.

El futuro de dos organismos hemisféricos con participación de EEUU será escrutado con detalle. Por un lado, la OEA y su reelecto secretario general, Luis Almagro, que acabó siendo muy valorado por la Administración Trump. Por el otro, el BID y su recién elegido presidente Mauricio Claver-Carone. ¿Cuál será la actitud en estas dos instituciones? ¿Les dará un perfil más independiente después del giro trumpista de los últimos años? ¿Se pondrán al servicio de un programa coherente de reconstrucción post COVID-19 impulsado por EEUU?

México como asunto interno

Con Biden, México continuará siendo prioritario para EEUU. La buena relación de López Obrador con Trump, como se vio en su visita a Washington en julio pasado, debería mejorar, al desaparecer las amenazas y los gestos de desdén, que no tienen cabida en una figura más empática y diplomática. La construcción del muro dejará de ser central para Biden, quien aspira a ejercer el control limítrofe y “asegurar” la frontera “de una manera humana y con un conjunto racional de reglas para los aspirantes a inmigrantes, invirtiendo en tecnología inteligente en nuestros puertos de entrada y agilizar el sistema de acogida contratando más jueces de inmigración y oficiales de asilo”. Su programa pretende que los que buscan refugio sean “tratados con dignidad y obtengan la audiencia justa que legalmente tienen derecho a recibir”. Biden, que respaldó el T-MEC, deberá enfrentar la presión de sindicatos y empresas que denuncian las violaciones de los derechos laborales en México y a los grupos demócratas menos favorables al libre comercio, que priorizan la agenda verde y las medidas ambientalistas que México incumple.

López Obrador, que ha mantenido una relación muy fluida con Trump, basada en el mutuo interés, tratará de seguir cultivándola con Biden. Pero donde se cierra una puerta (migraciones) se abre una ventana para nuevos conflictos bilaterales (energía), con dos nubes en el horizonte:

  1. El choque por la nueva matriz energética. Biden apostará por las energías renovables, mientras López Obrador y Trump lo han hecho por los combustibles fósiles. El giro Demócrata a una nueva matriz energética arrastrará a México. El primer paso de Biden será forzar el cumplimiento del Acuerdo de París. El segundo, ejecutar el TMEC que señala que el gobierno mexicano no puede consolidar el monopolio de la Comisión Federal de Electricidad (CFE) y de Pemex. Como apunta Jorge Fernández Menéndez, “imaginar a un gobierno de Biden con una agenda verde, ecológica y apostando por las energías renovables (algo que ya ha hecho Canadá) conviviendo con un socio comercial y fronterizo que apuesta por el carbón y el combustóleo, que ignora los acuerdos de París y quiere cancelar los proyectos de energía renovable y gas, muchos de ellos conectados a inversiones estadunidenses, es ilusorio. La actual política energética de México chocará de frente con la de EEUU”.
  2. La apuesta proteccionista de López Obrador. Tras las elecciones legislativas de medio término en 2021, es probable que López Obrador trate de acelerar el cambio institucional (su IV Transformación o 4T), con un proyecto más intervencionista en materias sensibles como el sector energético, donde las empresas estadounidenses tienen importantes intereses. Estas medidas provocarán tensiones. Las empresas energéticas de EEUU están acusando a López Obrador de “violar los compromisos” bilaterales y 40 legisladores estadounidenses han denunciado la estrategia mexicana de limitar la participación privada en el sector, y socavar el espíritu del tratado entre EEUU, México y Canadá, (el T-Mec) si es cierto que López Obrador está pidiendo a los reguladores no otorgar permisos de operación a empresas energéticas privadas para favorecer a las paraestatales.

El tema migratorio

En los pasados comicios ha quedado patente el papel decisivo del voto latino, lo cual adelanta el lugar preponderante que para el nuevo gobierno tendrán las reivindicaciones y aspiraciones de la comunidad hispana. Trump y Biden dedicaron una parte importante de la campaña electoral a cortejar a los hispanos, primera minoría étnica del país. Uno de los ámbitos de lucha fue Florida, con votantes con raíces en Cuba, Venezuela, Puerto Rico y República Dominicana. El voto latino representa un 20%, con un tercio de cubano-americanos. Trump centró su mensaje en señalar que Biden encarna el “peligro socialista”, un mensaje dirigido a una comunidad (exilio venezolano y cubano) muy sensibilizada. En sus mítines y vídeos de campaña ha comparado a Biden con figuras de la izquierda latinoamericana, como Fidel Castro, Chávez y Maduro, e incluso le ha acusado de estar financiado por Petro.

Si Trump con su mensaje antisocialista buscó el voto cubano y venezolano, Biden tendió puentes con puertorriqueños y centroamericanos, centrándose en temas sociales. Criticó a Trump por su deficiente gestión del Huracán María en 2017 y ofreció convertir a Puerto Rico en un nuevo estado de la Unión, con un plan para reactivar su economía. Desde el primer momento fue evidente que la estrategia demócrata no buscaba disputar Florida. La apuesta fue por otros lados, como el “cinturón de óxido” (rust belt) y Arizona, conquistada por los demócratas por primera vez en 24 años. Biden sólo gastó 57,8 millones de dólares en propaganda en Texas y Arizona, mientras invirtió casi el triple (169 millones) en Michigan, Pensilvania y Wisconsin.

Sabiendo que no podía atraer mayoritariamente el “voto cubano” de Florida –estado que conquistó Trump–, buscó el “voto mexicano y centroamericano” con fuerte presencia en otras zonas (Arizona y Texas) e históricamente más propicio a los demócratas. Por eso mandó guiños simbólicos a Centroamérica (al recordar la fecha de su independencia). Asimismo, ofreció reanudar la asistencia económica y apoyar a los emigrantes. Incluso trató de atraer el voto venezolano (antichavista y más cercano a Trump), ofreciendo concederles de inmediato un estatus de protección temporal. Desde la perspectiva migratoria, México y América Central, especialmente los países del Triángulo Norte (Guatemala, El Salvador y Honduras), se ha convertido en un área clave.

La apuesta de Biden para que sus políticas “reflejen una vez más [los] valores estadounidenses”, debería verse claramente en la inmigración ilegal, empezando por su ruptura con los pilares de la política anti-inmigratoria de Trump. Así, respalda la continuidad del programa Acción Diferida para los Llegados en la Infancia (DACA en inglés). Ha sido más sensible a la situación de América Central (cuando era vicepresidente propuso un “Plan Marshall” para la región) y busca cambiar el “palo y la zanahoria” trumpista por nuevos programas específicos, sobre todo en El Salvador, Guatemala y Honduras, para crear “oportunidades futuras para su propia gente”. Destinaría 750 millones de dólares para apoyar reformas.

Todo apunta a que Biden va a por poner en marcha un amplio y ambicioso paquete de medidas referidas al tema migratorio, que perseguirán revocar las iniciativas de Trump y encontrar una salida viable y de largo plazo al problema. Podrá avanzar más rápido en aquello que pueda implementarse vía decretos (no transfiriendo fondos de Defensa para la construcción del muro). Su propuesta también buscará regularizar la situación de los dreamers, restaurando el programa DACA, que ampara de la deportación a más de 650.000 personas llegadas cuando eran menores de edad.

Sin embargo, tendrá mayores dificultades en poner en marcha una reforma integral del sistema migratorio. Para esto necesita del Congreso. Y habrá que ver cómo queda conformado el Senado. Biden ha prometido una reforma migratoria y que los 11 millones de inmigrantes irregulares consigan la ciudadanía. En un debate presidencial, aseguró que presentará la medida al Congreso en los primeros 100 días de su gobierno. También dijo que convertirá este tema en prioritario, e incluyó a Cecilia Muñoz –asesora de Obama en temas migratorios– en su equipo de transición.

La crisis venezolana y el vínculo con Cuba

Más allá de México y América Central, Venezuela es el principal dolor de cabeza de EEUU desde hace tiempo. La estrategia de Biden frente al régimen de Maduro y sus aliados (Cuba y Nicaragua) podría presentar contornos más amigables, pero en los hechos buscará mantener alta la presión, si bien con herramientas diplomáticas distintas a los excesos verbales propios de Trump. La Administración Demócrata será firme y dura con estos gobiernos, buscando su democratización. Biden, como Trump, aspira a presenciar el final del régimen chavista, pero por otras vías. Por eso, podría sentirse más cómodo con el pragmatismo de estrategias como la de Capriles, que con la disruptiva “estrategia Guaidó”, como forma de destrabar la crisis venezolana.

Biden impugna frontalmente la política venezolana de Trump. Su llegada a la Casa Blanca implicará un nuevo enfoque. Ha ofrecido a los inmigrantes venezolanos el Estatus de Protección Temporal (TPS) y se ha comprometido a cambiar unas políticas que considera “dañinas” y “un fracaso abyecto”, porque han fortalecido a Maduro. La incógnita es cómo utilizar las sanciones: si como elemento de negociación con el régimen o como palanca para hacerlo caer, tratando de intensificarlas y extenderlas.

La posición de Biden sobre Venezuela no girará 180º: ni reconocerá la legitimidad de Maduro ni levantará las sanciones. Cambiará el tono. Dejarán de lanzarse desde la Casa Blanca y la Secretaría de Estado amenazas de intervención militar y se explorarán otras alternativas en lo que se antoja una larga negociación, donde no cabe esperar ni un comienzo inmediato ni frutos rápidos. Como señala Luis Vicente León, Biden “finalizará con la fallida estrategia concentrada en sanciones, aislamiento y discursos provocadores para abrir más oportunidades para presionar desde una negociación inteligente capaz de generar reales oportunidades de cambio”.

La relación con Cuba es una de las grandes incógnitas de la nueva Administración. ¿Intentará recuperar la política de Obama, o la actitud de Díaz-Canel, tanto en derechos humanos como con Venezuela lo hará más cauto? Biden considera que el gobierno saliente “no ha hecho nada para promover la democracia y los derechos humanos; por el contrario, la represión contra los cubanos por parte del régimen ha empeorado”, y ha propuesto revertir la limitación de las remesas a las familias cubanas: “Mi plan es seguir una política que promueva los intereses y empodere al pueblo cubano para que determine libremente su propio resultado, su propio futuro”.

Por eso, su política abrirá la mano en todo lo que beneficie al pueblo cubano, como las remesas o el turismo, pero no al gobierno castrista. En ningún caso habrá borrón y cuenta nueva para regresar cuatro años atrás. Biden ha mostrado en varias ocasiones sentirse decepcionado con el rumbo seguido por el régimen tras la apertura de Obama en 2016: no sólo no ha avanzado en la liberalización política sino que sigue sin respetar los Derechos Humanos.

Lo más probable es que el nuevo gobierno dé marcha atrás con muchos obstáculos puestos por Trump (más de 130 medidas), que impiden desarrollar la iniciativa privada. Así, cabe esperar la reapertura del consulado o el restablecimiento de los vuelos directos para propiciar los viajes turísticos de estadounidenses e incluso la desactivación de parte de la ley Helms-Burton en lo referido a desincentivar la inversión extranjera. Si bien es posible que se reactiven los grupos de trabajo en diversos ámbitos de cooperación mutua (seguridad, migración, narcotráfico, etc.), es menos probable que se retomen iniciativas de mayor calado que contemplen una fuerte relajación del embargo, como la Directiva Política Presidencial para la Normalización EEUU-Cuba. La medida fue ratificada en 2016 por Obama y en ella Biden tuvo un papel relevante, aunque jamás se puso en marcha.

El combate al narcotráfico

El narcotráfico estuvo prácticamente ausente durante la campaña, aunque reapareció en el tramo final, con Trump como adalid de la mano dura frente a los cárteles y el crimen organizado, presentando a Biden como blando. Poco espacio quedó para debates serios y técnicos sobre las drogas. Todo indica que, más allá de las descalificaciones propias de la campaña, no se alterará sustancialmente la política antinarcóticos que, con escasas variaciones, se remonta a la época de Nixon. En 2016, cuando Biden se vio con Macri en Davos, una de las promesas que hizo fue intensificar la colaboración entre ambos gobiernos contra el narcotráfico.

Todo apunta a que la relación estratégica y de consenso bipartidista con Colombia continuará con la nueva Administración. Iván Duque ha recordado que Biden, cuando fue senador, fue uno de los arquitectos del Plan Colombia (EEUU destinó 10.000 millones de dólares para seguridad y lucha contra el narcotráfico). Por eso, apuesta a que la “relación bipartidista, bicameral e histórica se mantenga firme y sólida por el interés de Colombia y estoy seguro de que con el presidente Biden así será”.

Como recuerda el ex presidente Andrés Pastrana, Biden percibió que el Plan Colombia era la única salida frente a una guerrilla y un paramilitarismo penetrados por el narcotráfico. Así lo planteó en su informe al Senado tras visitar Colombia a finales de los 90: “La crisis de seguridad en el sur de Colombia amerita un aumento de la ayuda norteamericana. La guerrilla tiene una fuerte presencia en el sur de Colombia y tiene un rol significativo protegiendo las operaciones de narcotráfico. De manera similar, las organizaciones paramilitares operan en otras regiones de Colombia”.

Los gobiernos latinoamericanos ante el cambio en la Casa Blanca

La reacción ante la victoria de Biden ha simbolizado los problemas que para algunos presidentes (López Obrador, Bolsonaro y Bukele) representa el cambio, el pragmatismo y capacidad de adaptación de otros (Duque y Piñera), los nuevos escenarios que podrían abrirse (Maduro y Díaz-Canel) o el forzado alineamiento ante los nuevos aires que soplan en Washington (Alberto Fernández).

La primera reacción fue de prudencia ante la incertidumbre del resultado, para dar paso, cuando se confirmó la victoria de Biden, a una generalizada felicitación con llamativas excepciones. La prudencia fue la norma de los presidentes latinoamericanos ante la incertidumbre del recuento. López Obrador pidió esperar al final del escrutinio para pronunciarse: “Es una elección cerrada, no podemos nosotros dar ninguna opinión… sólo desear que las cosas en EEUU sigan transcurriendo como está sucediendo ahora, llevándose a cabo el conteo de votos”. Bolsonaro, habitualmente ajeno a expresiones diplomáticas y políticamente correctas, fue más comedido que en otras ocasiones sin dejar de mostrar su predilección: “Tengo una buena relación política con Trump y espero que sea reelegido”.

Tras confirmarse la victoria en Pensilvania, todos los mandatarios, de izquierda a derecha, felicitaron al ganador. Así lo hicieron tanto Duque, próximo a Trump, como Fernández, en las antípodas ideológicas. La tónica general no fue la desmedida euforia argentina sino la expresada por Lacalle Pou o por Piñera, quien ofreció una agenda de colaboración: “Compartimos valores como la libertad y la defensa de los derechos humanos”.

Los gobiernos cubano, venezolano y nicaragüense han tendido puentes desde la extrema prudencia. Así lo ha hecho Díaz-Canel: “El pueblo de EEUU ha optado por un nuevo rumbo. Creemos en la posibilidad de una relación bilateral constructiva y respetuosa de las diferencias”. Maduro tuiteó que estará “siempre dispuesto al diálogo”. Ortega defendió su no injerencia en los asuntos de EEUU como una forma de prevenir que le pueda ocurrir algo parecido. El sandinismo afronta en 2021 unas elecciones presidenciales en medio de una espiral de medidas autoritarias y de acoso a los opositores. Y no cabe duda que la llegada de Biden no es una buena noticia para el orteguismo. La Administración demócrata no dará marcha atrás sino que sostendrá las leyes bipartidistas (Ley Global Magnitsky y la Ley Nica Act) y las sanciones económicas.

En ese mar de reconocimientos hubo dos excepciones. López Obrador legitimó su postura de no felicitar a Biden rememorando las elecciones mexicanas de 2006, cuando el ex presidente del gobierno español Rodríguez Zapatero reconoció a Felipe Calderón pese a que el actual mandatario mexicano –candidato entonces– ya había iniciado una campaña denunciando un supuesto fraude. Para López Obrador eso “fue una imprudencia” por lo que “va esperar que se terminen los asuntos legales, no queremos ser imprudentes. Es asunto de decencia, urbanidad política”. Bolsonaro, por su parte, se sumió en el mutismo tras confirmarse la victoria. Bukele, que tardó un poco en enviar su felicitación, finalmente lo hizo.

La llegada de Biden a la Casa Blanca exigirá de los gobiernos latinoamericanos un nuevo posicionamiento. Un cambio que afectará de forma diferente a cada país, empezando por la relación con las dos potencias regionales, ambas gobernadas por presidentes populistas y heterodoxos (López Obrador y Bolsonaro). López Obrador parece haber estado cómodo con Trump, como mostró en agosto en la Casa Blanca. Irónicamente, su relación con Biden podría ser más compleja en temas sensibles e icónicos para una Administración Demócrata, como la agenda verde, el respeto al medio ambiente o los derechos laborales.

Quien más pierde con la derrota de Trump es Bolsonaro, su único aliado regional incondicional. Bolsonaro está bastante aislado, con serias diferencias con los presidentes de las diferentes “izquierdas”, en especial Fernández por no hablar de Maduro, mientras los de centroderecha no le ven muy fiable. Su vínculo con el exterior era Trump, aunque la relación no haya dado frutos concretos. Con Biden ese nexo desaparece, dando paso a una relación más tormentosa. Su negacionismo del cambio climático ya lo ha hecho colisionar con Biden, al calificar de “desastroso y gratuito” la petición de frenar la deforestación amazónica. Bolsonaro advirtió que esas declaraciones amenazan la “convivencia cordial” entre Brasil y EEUU. Una vez que pase el actual período de efervescencia electoral brasileño (hay elecciones locales en noviembre) quizá Bolsonaro se una a las gestiones que ya está encabezado su vicepresidente, Hamilton Mourão, de acercamiento a la nueva Administración. En un escenario internacional donde la sostenibilidad medioambiental va a jugar un papel determinante, la Amazonía otorga a Brasil la categoría de potencia mundial justo cuando la apuesta de Biden va a pasar por la energía renovables.

En la Venezuela de Maduro resistir es vencer, como en la Cuba de Castro. Trump era funcional al régimen chavista, que se fortaleció internamente con sus salidas de tono y con las sanciones, hasta ahora incapaces de socavar al régimen. Biden no rebajaría las sanciones, que ya no serían un fin en sí mismo, sino una herramienta para la democratización. Sin embargo, tanto Venezuela como Cuba tienen larga experiencia para abortar salidas consensuadas a la crisis venezolana. Los asuntos venezolanos y cubanos están entrelazados y ambos regímenes, ahogados económicamente, necesitan cierta apertura internacional, lo cual conlleva concesiones a Washington.

La relación con Colombia no debería variar excesivamente. Colombia seguirá siendo un aliado estratégico de EEUU. Biden lo ve como clave desde la perspectiva de seguridad nacional y “piedra angular” de su visión para América Latina. Duque, uno de los pocos aliados regionales sólidos de Trump, como se comprobó en el apoyo a Claver-Carone, seguirá teniendo hilo directo con la Casa Blanca si bien con Biden los Derechos Humanos tendrán mayor importancia. Será importante ver como la nueva Administración se posiciona en relación al proceso de paz con las FARC, que en su día Obama apoyó de forma entusiasta. Los demócratas exigirán profundas reformas –como en la policía–, adecuando al país a los estándares internacionales. La decisión de Duque, apoyada por Trump, de fumigar los cultivos de coca con glifosato sería un obstáculo, al considerar los Demócratas que su uso atenta contra la naturaleza y amenaza la salud. De todas formas, la nueva Administración deberá afrontar un hecho innegable: el incremento de la producción de coca obliga a disminuir el énfasis en temas medioambientales para optar por una mayor asistencia antinarcóticos y aparcar su rechazo a las fumigaciones.

Si Duque no tiene mucho que temer ante un cambio, el salvadoreño Bukele, que tardó más que la oposición en felicitar a Biden, afronta una situación diferente. El antiguo miembro del FMLN (izquierda) ha girado a la derecha y se ha alineado con Trump. Si su vínculo con el gobierno Republicano es fluido, con el Partido Demócrata ocurre todo lo contrario. Un grupo de legisladores Demócratas de ambas cámaras dirigió a Bukele una carta denunciando amenazas a la libertad de prensa y acoso a los opositores. Por eso son importantes las elecciones legislativas de febrero, con el fin de obtener la mayoría en la Asamblea y diseñar un nuevo marco institucional. Bukele sabe que con Biden se acaba el cheque en blanco que hasta ahora tenía, o al menos se reduciría su margen de acción. Mari Carmen Aponte, ex embajadora en El Salvador y subsecretaria de Estado para Asuntos Hemisféricos con Obama, le ha advertido que Biden reaccionaría ante sus excesos.

Conclusiones

En estas elecciones, América Latina se jugaba mucho. Si bien el triunfo de Biden no convierte a la región en prioritaria, la nueva Administración cambiará el fondo, las formas y hasta el enfoque del vínculo con los países latinoamericanos. En las formas, se pasará de un tono bronco y unidireccional a otro donde prime la búsqueda de consensos como herramienta para transformar el fondo de una relación más multilateral. En ese sentido, la personalidad del nuevo mandatario, más empático y apegado a las formas tradicionales centradas en utilizar la diplomacia para resolver los problemas y las crisis, será clave. Ese nuevo enfoque tiene raíces en el período de Obama, cuando el vicepresidente Biden era una especie de coordinador para América Latina.

En cuanto al fondo, con Biden desaparecerán las amenazas de intervención militar en Venezuela, se aflojará el intento de estrangulamiento económico a Cuba y la relación con Brasil y México, pese a los problemas que se avizoran, seguirá siendo estratégica y prioritaria. México y Brasil siempre van a ser actores importantes pese a las políticas de López Obrador y al ideologismo de Bolsonaro. Sobre todo, porque el pragmatismo de ambos se impondrá sobre sus respectivas inclinaciones ideológicas. Bolsonaro ya está llevando a cabo un giro en política interna acercándose a los partidos del sistema que tanto criticaba antes. Y en México, frente a la volatilidad de López Obrador y sus declaraciones (más boutades que opiniones), se alza la seriedad y profesionalidad de su canciller, Marcelo Ebrard. A pesar de las diferencias con Biden, la apuesta de ambos presidentes será preservar los intereses empresariales y comerciales de sus países, que en el caso mexicano supone el 80% de sus exportaciones.

Si bien existe una cierta euforia por el cambio que representa la victoria Demócrata, sería importante rebajar las expectativas. Como señala Michael Shifter, “uno esperaría un gran esfuerzo para revivir el multilateralismo, pero creo que deberíamos tener aspiraciones más modestas con Biden”. Sobre todo, porque su Administración se centrará en la recuperación económica tras la pandemia, fomentar la producción nacional e impulsar el pleno empleo. Al menos en los dos primeros años la reconstrucción interna consumirá la mayoría de los recursos y de la energía disponibles. De hecho, su prioridad será la reconstrucción más que el fomento del comercio mundial, para reconstruir “la producción y la innovación en EEUU”. Luego podrá haber ciertos cambios, pero para ello los demócratas deberán abandonar algunos preconceptos sobre América Latina.

Pese al cambio de tono y estilo, las fricciones entre EEUU y América Latina no van a desaparecer. Históricamente, los Demócratas han sido menos propicios al libre comercio, más críticos con las condiciones laborales más allá del Río Bravo –sobre todo en México– y, ahora –con un mayor peso de la izquierda dentro del partido–, hacen hincapié en la defensa del medio ambiente y los Derechos Humanos, ámbitos donde muchos países latinoamericanos arrastran importantes déficit y carencias.

Más allá de los cálculos de cada gobierno en torno a sus simpatías personales o a las ventajas que puedan obtener con el cambio, América Latina se juega mucho en este envite. A partir de 2021, y coincidiendo con el mandato de Biden, prácticamente todos los países de la región elegirán presidente, en unos comicios marcados por la pandemia y sus secuelas sociales, políticas y económicas. Y por el intenso proceso de reconstrucción posterior. Llegado el momento, ¿cuánto se dedicará a solucionar los problemas internos y cuánto se apoyará a los tradicionales aliados hemisféricos? Y, a su vez, ¿cuánta energía invertirán los gobiernos latinoamericanos para recomponer una relación en pie de igualdad que resulte vital para sus intereses?

A medio plazo, América Latina podría requerir mayor atención por EEUU debido a dos circunstancias:

  • Las consecuencias de la crisis del COVID-19 en la región, que finalmente afectan directamente a EEUU. La idea de que Washington va a poder seguir ignorando a la región será cada vez más remota, especialmente si estallan crisis de gobernabilidad y protestas sociales. América Latina, que las vivió a finales de 2019, será un foco de atención creciente al ser más conflictiva, una realidad que tendrá que aceptar gradualmente cualquier Administración.
  • La creciente presencia geopolítica, económica y financiera de China en América Latina será un incentivo para prestar más atención a una región que busca inversiones y apoyo para la reconstrucción post pandemia. Unos recursos que si no son cubiertos por EEUU y los organismos internacionales (FMI, Banco Mundial, BID o CAF) abrirían de par en par la puerta a un incremento sustantivo de la penetración y, por ende, a la influencia de una China cada vez más activa en la región.

La tensión con China en América Latina se mantendrá e incluso incrementará con los demócratas, y sus políticas más basadas en principios y menos transaccional que Trump. Muchos países latinoamericanos se verán obligados a escoger bando. Biden ha manifestado su voluntad de bajar el tono al enfrentamiento con el gigante asiático, pero sin que exista un giro copernicano. La lucha seguirá en todos los frentes y en todo el globo. De ahí, que la primera pregunta es si seguirá o aumentará la presión para que los gobiernos y empresarios latinoamericanos tomen distancia de China. Es una jugada arriesgada dada la relevancia económica y comercial que la gran potencia asiática ha adquirido en prácticamente todos los países latinoamericanos. Biden, como hiciera Obama, apostará por conformar amplias alianzas de países aliados para contener el ascenso de China y su reiterado incumplimiento de las normas internacionales en cuanto a propiedad intelectual y competencia desleal.

Carlos Malamud  
Investigador principal, Real Instituto Elcano | @CarlosMalamud

Rogelio Núñez
Investigador senior asociado, Real Instituto Elcano | @RNCASTELLANO

Joe Biden se dirige a los votantes en un encuentro organizado por la Iowa Asian and Latino Coalition. Foto: Gage Skidmore (Wikimedia Commons / CC BY-SA 2.0)