Apunte sobre la campaña electoral mexicana de 2006 (ARI)

Apunte sobre la campaña electoral mexicana de 2006 (ARI)

Tema: La elección presidencial mexicana se mueve en un escenario de incertidumbre respecto al ganador y de tensión. La posibilidad de un triunfo por estrecho margen no sería descartable.

Resumen: La campaña electoral mexicana ha sido inusualmente agresiva, con momentos de tensión, y su resultado es imposible de pronosticar, a poco más de un mes de la elección. Podría ganar tanto el candidato del PAN (Felipe Calderón) como el del PRD (Andrés Manuel López Obrador). En cualquier caso, será una victoria por escaso margen, y eso significa que podría haber agitación e incluso amagos de violencia después de la elección, y que el futuro presidente difícilmente tendrá mayoría suficiente en el Congreso para gobernar sin acuerdos con los demás partidos. El hecho más notorio y que puede tener mayores repercusiones es la caída del PRI a un tercer lugar y su acelerada descomposición.

Análisis

Estrategias de campaña
Ninguna de las campañas ha sido particularmente imaginativa, ninguno de los candidatos ha conseguido articular un discurso propio lo bastante coherente, claro y sólido para ofrecer una imagen reconocible de lo que sería su gobierno. En el papel, la plataforma más completa es la del PRI, la más incoherente y desarticulada, la del PRD, que es básicamente una lista de promesas de muy distinto orden (reducir los sueldos de altos funcionarios, respetar las culturas indígenas y construir un tren de alta velocidad). En la práctica, han dominado los ataques personales y las frases escandalosas, de impacto más inmediato. Los temas importantes que hay sobre la mesa –reorganización del sistema fiscal y financiero, del sistema de pensiones, política energética y legislación laboral– no están en el centro del discurso de los candidatos porque hay en todos ellos una carga simbólica que los hace difíciles de manejar si se tiene la necesidad de capturar un voto masivo, indeciso.

Roberto Madrazo, el representante del PRI, es muy mal candidato y, fuera de lo que conserva de “voto duro”, no ha conseguido ganar apoyo. Es un político de larga trayectoria, fue gobernador de Tabasco y presidente del PRI: un hombre adusto, poco simpático y nada fotogénico, que para muchos representa los vicios más característicos del régimen revolucionario. Sin duda, es un político hábil, que ha logrado sobreponerse a numerosos ataques dentro y fuera de su partido, pero también ha ocasionado escisiones importantes (la más grave, la de los dirigentes del sindicato de maestros). Como es lógico, su mensaje de campaña ha puesto el énfasis en la experiencia y la capacidad para imponer orden, en contraste con la administración notoriamente inexperta, falta de coordinación, del presidente Fox. En lo que se refiere a los temas centrales –las reformas energética, laboral y de telecomunicaciones–, trata de aprovechar la doble herencia del PRI como partido a la vez nacionalista y modernizador; su mensaje ha sido convincente para una parte del empresariado, sin perder la dosis de ambigüedad indispensable para no enajenarse el voto de sindicatos y organizaciones populares.

En el PAN se impuso, contra la voluntad del presidente Fox, la candidatura de Felipe Calderón. Es un político joven, con experiencia sobre todo como parlamentario: un hombre bien formado, correcto, de trato fácil y buena imagen en televisión. Representa al PAN más tradicional: un partido cívico, conservador y católico. Su principal problema en la campaña consiste en cargar con el desgaste del Gobierno actual, tomar distancia respecto al presidente y defender, a la vez, su único éxito indudable, la estabilidad financiera. A su favor tiene una trayectoria política sin ninguna sombra ni acusaciones de malos manejos: resulta creíble la imagen que ha querido ofrecer de sí mismo, como el candidato de “las manos limpias”. Aparte de la denuncia de la corrupción, típica de la tradición panista, ha dedicado buena parte de su campaña a señalar los riesgos de una política de gasto irresponsable, como se supone sería la de López Obrador. En general presenta una postura clara, favorable a la modernización en política energética, fiscal y laboral: la parte más sustantiva de su discurso se refiere a políticas de generación de empleo.

La campaña del PRD, mucho más que las otras, depende estrictamente de la personalidad de su candidato, Andrés Manuel López Obrador, un político experimentado, de larga carrera, primero en el PRI y después en el PRD, y alcalde de la Ciudad de México los últimos cinco años. Es un hombre bromista y dicharachero, que se divierte con los periodistas cuando le dan por su lado, pero que fácilmente se desconcierta e irrita con preguntas incómodas: suele ser campechano, superficial, también irascible e intolerante; se formó como agitador político y su fuerte es la oratoria de mitin, beligerante y simplista. Su personalidad y su retórica inspiran fuertes sentimientos de adhesión y hostilidad. Se presenta sin mucha elaboración como el candidato de “los de abajo”, agresivamente opuesto a “los de arriba”. Sus discursos proponen cambiar radicalmente la política económica, aunque es poco lo que dice en concreto, salvo que pretende aumentar el gasto en obras públicas como recurso para dinamizar la economía; la gente de su equipo, en cambio, en entrevistas y reuniones fuera del país se esfuerza por transmitir la idea de que mantendrá el equilibrio presupuestario, la disciplina fiscal y la estabilidad financiera.

El desgaste del Gobierno
Por primera vez en la historia reciente de México, los tres partidos mayores que compiten por la presidencia tienen también responsabilidades de gobierno: en ayuntamientos, en los estados y en la presidencia. Eso significa que hay, al menos en teoría, criterios para evaluar su desempeño; significa también que tienen recursos públicos para apoyar sus campañas y que pesa sobre todos el factor de “desgaste” de gobierno, de cara a la elección. No obstante, el modo en que pesa ese factor de desgaste es muy distinto en los tres partidos.

El PRI lleva la peor parte, y no es extraño: en la imaginación de la gente, en el lenguaje habitual, sigue siendo el partido “del Gobierno” por antonomasia, y todavía sucede que se hable del PAN y el PRD como “la oposición” (no es infrecuente hablar incluso de “Gobiernos de oposición”). Es el peso de 70 años de régimen revolucionario, cuya imagen –una simplificación derogatoria, no del todo injusta– sigue teniendo eficacia simbólica. El PRI gobierna en 20 de los 32 estados y varios cientos de ayuntamientos, aparte de ser el partido con mayor número de diputados y senadores (sin mayoría absoluta en ninguna de las cámaras); después de perder la presidencia en 2000 había tenido una recuperación notable, tanto en elecciones locales como en la renovación del Congreso en 2003. En la campaña presidencial, sin embargo, la tendencia no le es favorable. Aparte de llevar un mal candidato, gravita en su contra el desprestigio de varios gobernadores priístas, como los de Puebla, Veracruz y Oaxaca, objeto de escándalos más o menos notorios. Con todo, el saldo de la larga experiencia de gobierno del PRI no es puramente negativo: en la situación actual es sobre todo aprovechable la estabilidad política y la seguridad de los tiempos pasados.

El PAN ocupa la presidencia y su candidato carga directamente con el descrédito del Gobierno federal por el estancamiento económico, el aumento del desempleo, la inseguridad y todas las deficiencias de los sistemas públicos de salud y educación. El desencanto con el “Gobierno del cambio” fue rápido y masivo: el PAN sufrió un retroceso notable en la elección de diputados de 2003. La estrategia del presidente para enfrentar la desaprobación ha consistido en desviar las críticas hacia el Congreso, al que acusa de haberle impedido hacer las reformas necesarias para aumentar los recursos fiscales o impulsar el crecimiento económico: no ha tenido mucho éxito. Pesan también algunos escándalos que implican a familiares del presidente o colaboradores cercanos. A pesar de todo, no parece perfilarse un severo “voto de castigo”; es interesante ver en las encuestas que en general no se aprueba la gestión del Gobierno, pero que la imagen del presidente sigue siendo buena. Todo indica que el electorado tradicional del PAN se mantendrá, aunque pierda una parte de los votos de 2000, básicamente anti-priístas.

El caso del PRD es más complejo. López Obrador es el único candidato que sale directamente de un cargo de gobierno, alcalde de la Ciudad de México, donde vive casi una cuarta parte de la población del país y que ha sido gobernada por el PRD desde 1997. No obstante, aparece como el candidato de oposición. En su discurso no ha habido ningún cambio, 2000 no significó nada porque el PAN es lo mismo que el PRI; de hecho, se refiere a ambos como el PRIAN. El apoyo en la ciudad sigue siendo enorme –su probable sucesor, el candidato del PRD para la alcaldía, no parece tener ninguna dificultad para ganar– pero hay aspectos de su administración que lo hacen vulnerable; consiguió visibilidad nacional durante cinco años ofreciendo ruedas de prensa diarias, a las seis de la mañana, también supo usar el gasto social, aparatosas obras de infraestructura y las políticas municipales para trenzar una sólida red de apoyo que incluye al enorme mercado informal de la ciudad (vendedores ambulantes, taxis irregulares, transporte colectivo e invasores de tierras). Ahora bien, en su contra pesa el endeudamiento de la ciudad, que casi se duplicó durante su gobierno, las suspicacias que genera la falta de transparencia en el gasto, el manejo de esa red de clientelas y varios de los mayores escándalos de corrupción de los últimos años (que implican a los que fueran secretario de finanzas y secretario particular de López Obrador).

Los problemas de los partidos
Los tres partidos mayores han enfrentado problemas graves en los últimos tiempos. El PAN sigue siendo, como partido, el más sólido; el PRI es el que ha sufrido un mayor deterioro, aunque sigue siendo el único partido con presencia más o menos homogénea en el territorio.

Las dificultades del PRI vienen de lejos: ha padecido una sangría constante de cuadros y militantes desde que se iniciaron las políticas de ajuste de los presidentes De la Madrid (1982-1988) y Salinas de Gortari (1988-1994). A eso se suma el hecho de la pérdida de la presidencia en 2000 y, con ello, muchos recursos para mantener sus clientelas tradicionales. En los últimos años, el deterioro se ha acelerado por tres tipos de problemas. Primero, los conflictos por la selección de candidatos: sin la cantidad de puestos y empleos públicos que garantizaba la presidencia y el gobierno de todos los estados, se hace más difícil contentar a todos los que aspiran a algún cargo (mucho más si no se tiene el poder arbitral del presidente de la república), por eso, la selección de candidatos ha ocasionado en numerosas ocasiones la salida del partido de los precandidatos perdedores, inscritos como candidatos del PRD o del PAN. Segundo, los conflictos por el control del partido: el más importante el que se dio entre el presidente (Roberto Madrazo) y la secretaria general (Elba Esther Gordillo), dirigente del sindicato de maestros; otros más en esa línea han afectado al sindicato de la seguridad social, a los de los burócratas. Tercero, los conflictos propiamente ideológicos entre la línea tradicional, los partidarios de volver al nacionalismo revolucionario, y la línea moderna, reformista, que sobre todo se identifica con el presidente Salinas de Gortari. El resultado es que el partido se ha debilitado, ha perdido muchos cuadros, no ha resuelto el problema de su identidad ideológica y no ha mejorado su imagen. Su voto es mayoritariamente rural, y cada vez más se concentra en el centro y sur del territorio (aunque es competitivo en algunos estados del norte: Sonora, Chihuaha, Nuevo León, Tamaulipas).

La relación del PAN con el presidente Fox fue siempre problemática: sólo en el último año de gobierno el presidente ha comenzado a incluir en su gabinete a panistas claramente identificados con la línea del partido; aun así, Fox ha preferido siempre rodearse de quienes le son más adictos personalmente, una pequeña camarilla que no es bien vista por la mayoría de los cuadros del partido. La división básica también viene de lejos: la oposición entre un PAN tradicional –civilista, católico, provinciano, doctrinario—y un PAN más pragmático, empresarial. Se manifestó claramente en la elección interna para designar al candidato presidencial, donde el candidato del presidente (Santiago Creel) fue derrotado por Felipe Calderón, que representa al PAN doctrinario, civilista y de raíz provinciana. No obstante, en la selección de los candidatos para otros puestos –gobernadores, diputados, senadores, alcaldes—ha  predominado una inclinación pragmática y hasta oportunista, de modo que el PAN lleva como representantes a varios tránsfugas recientes, notables del PRI e incluso del PRD, como su candidato al gobierno de la Ciudad de México (Demetrio Sodi). La mayor fuerza del PAN sigue estando en el Bajío, el norte y el occidente del país, las zonas más desarrolladas (Jalisco, Guanajuato, Chihuahua, Baja California), y en las grandes ciudades. Conserva a sus votantes tradicionales, no ha sufrido ninguna escisión ni la deserción de cuadros, pero su identidad ideológica empieza a resultar borrosa en la medida en que se ha comprometido con la continuidad de políticas definidas por los últimos gobiernos del PRI.

El PRD es el que ha sufrido la mayor transformación, debida básicamente al ascenso de López Obrador. Hay dos factores que explican el cambio. El primero, la importancia decisiva del gobierno de la Ciudad de México para el partido: para sus finanzas, para conservar clientelas y presencia nacional; eso significa que hoy por hoy quien controla la ciudad controla al partido. El segundo factor es la figura de López Obrador que, desde la alcaldía, logró un prestigio nacional: inició su campaña por la presidencia hace cinco años y durante ese tiempo tuvo los mayores índices de popularidad en las encuestas, de modo que ofrecía la posibilidad real de alcanzar la presidencia desde el PRD. El resultado es que López Obrador ha subordinado completamente al aparato del partido, ha desplazado a Cuauhtémoc Cárdenas, ha colocado a gente de su confianza en los puestos de dirección y ha decidido la integración de las listas de candidatos del PRD con una proporción desmedida de candidatos externos y tránsfugas del PRI. Algunos de los cuadros más señalados del partido, sobre todo los provenientes de la vieja izquierda, se han marginado o han hecho pública su disidencia (Adolfo Gilly, Marcos Rascón, incluso Cuauhtémoc Cárdenas). En la práctica eso significa que para el PRD todo se juega en la elección presidencial: la victoria implicaría un complicado reparto de puestos entre grupos muy distintos, la derrota podría significar casi una catástrofe, porque el partido ha perdido prácticamente su identidad. Su fuerza está en la Ciudad de México, en Michoacán (el estado de Cárdenas, donde hoy gobierna su hijo) y en algunos estados del sur y el golfo de México (Tabasco, Veracruz, Guerrero, Oaxaca).

El curso de la campaña, lo que se puede esperar: El tono de la campaña lo ha definido, sobre todo, el estilo personal del candidato del PRD, López Obrador, y su enfrentamiento con el presidente Fox. López Obrador inició su campaña muy pronto, años antes de ser designado candidato, prácticamente al asumir el gobierno de la ciudad, en 2000. Su estrategia consistió en subrayar su compromiso con “los pobres” y denunciar la continuidad de la política económica entre los últimos gobiernos del PRI y el de Fox. La presencia constante en los medios, con ruedas de prensa diarias, llenas de declaraciones escandalosas, provocadoras, lo situaron muy pronto como el político más conocido y más popular entre los posibles candidatos a la presidencia: encuestas sumamente anticipadas con respecto a la elección de 2006, que comenzaron a publicarse en la prensa y en los noticieros de televisión desde 2002, fueron el instrumento fundamental de su precampaña. Con un discurso beligerante, simplista, agresivo, se ganó la animadversión de parte de la clase política, empezando por el presidente, y esa hostilidad le sirvió para acreditarse como alternativa real, representante del “verdadero cambio”.

López Obrador utilizó esas encuestas, que lo situaban como favorito, para imponerse en su partido y poner a los demás, PAN y PRI, a la defensiva. Cuando comenzó formalmente la campaña López Obrador podía presentarse como virtual ganador, con 20 puntos de ventaja sobre sus adversarios. Conforme ha avanzado la campaña, y con otros candidatos en competencia, los números en las encuestas han ido cambiando: y sólo podían cambiar en un sentido, marcando un ascenso de los otros candidatos y una caída de López Obrador hasta quedar los tres –Madrazo, Calderón, López—prácticamente empatados, con el PRI ligeramente por debajo. Han contribuido a ese movimiento no sólo las campañas del PRI y el PAN, sino algunos errores de López Obrador: el haber insultado varias veces al presidente o haberse rehusado a asistir al primer debate televisado entre los candidatos. Se ha abusado de las encuestas de opinión, hasta convertirlas en parte del debate político, y la verdad es que la mayoría son bastante dudosas, aparte de que la disparidad de datos del conjunto haga inevitable el escepticismo (un dato: las encuestas publicadas la primera semana de mayo situaban casi todas a Calderón por encima de López Obrador, una con 10 puntos de diferencia, otras con ocho, siete, tres y uno).

Hay dos factores adicionales que han influido sobre el proceso electoral: la presencia de Hugo Chávez y la del EZLN. El presidente venezolano ha estado presente en primer lugar como imagen: para la clase política tradicional, el empresariado y buena parte de los intelectuales que intervienen en los medios Hugo Chávez representa lo peor del pasado latinoamericano; en general, la prensa lo presenta como un político irresponsable, demagogo, autoritario, intolerante. Ha estado presente también, para la opinión mexicana, por una serie de altercados diplomáticos que más de una vez han estado a punto de provocar la ruptura de relaciones. En ese contexto, declaraciones de Chávez en favor de López Obrador y denuncias de un presunto apoyo venezolano al PRD han enrarecido el ambiente político: no se ha demostrado, salvo por conjeturas más o menos verosímiles, la injerencia venezolana, pero tampoco ha habido un deslinde inequívoco del PRD, y eso afecta sin duda a su candidato.

La presencia del EZLN es igualmente compleja, difícil de entender. Al comenzar la campaña electoral el subcomandante Marcos inició una gira por el país para dirigir lo que llamó “la otra campaña”, que se suponía era un recurso de organización y agitación contra el sistema político. En términos prácticos, fue un fracaso: despertó interés sólo en los primeros dos o tres días. Marcos recorrió buena parte del país con discreta protección de la policía municipal en cada localidad, hablando en mítines de escasa concurrencia y sin ninguna idea clara, salvo que el pueblo va a “derrocar” al próximo presidente, sea quien sea. La estrategia y el sentido de “la otra campaña” cambiaron a principios de mayo, cuando un zafarrancho entre policías y campesinos amotinados en el pueblo de San Salvador Atenco, cerca de la capital, permitió a Marcos declarar que se quedaría en la Ciudad de México hasta que se consiguiese la liberación de los “presos políticos” de Atenco. Ha intervenido desde entonces en varias marchas y manifestaciones en la capital, donde se multiplican los bloqueos de calles y las manifestaciones más o menos violentas. Es un factor de inestabilidad cuyas consecuencias son imposibles de prever. El absurdo de un guerrillero que viaja por el país y vive en la capital, con protección de la policía, y acude a entrevistas en estudios de televisión, pidiendo que respete la ley un Estado al que dice querer derrocar han hecho que pierda casi todo su atractivo. En todo caso, no puede desestimarse la capacidad de los grupos que lo siguen para ocasionar desórdenes.

Conclusión: No se puede pronosticar el resultado de la elección. Las encuestas, tomadas con toda la precaución que hace falta, indican un empate técnico entre el PAN (Felipe Calderón) y el PRD (López Obrador), con el PRI (Roberto Madrazo) un poco más alejado, seis u ocho puntos por debajo. Eso significa que, salvo un giro inesperado, el ganador lo será por un estrecho margen. El riesgo que han señalado numerosos analistas es que, en el caso de perder, el PRD no reconociera su derrota; no es un miedo gratuito: hay muchas declaraciones de López Obrador y de su equipo denunciando la presunta parcialidad de las autoridades electorales, de los tribunales, de los medios, y hay también la tradición de protestas violentas de grupos afines al PRD. Eso sin contar con la actual agitación del EZLN en la capital.

El riesgo de que haya estallidos de violencia, tras una derrota del PRD, es real e incluso cercano, en la medida en que podrían actuar grupos incontrolados o más cercanos al EZLN que al PRD. No se puede anticipar ni su extensión ni su importancia. Ahora bien: pasado el escollo de la elección (el momento decisivo será la primera quincena de julio) es razonable suponer que cualquiera que sea el presidente se encontrará con un escenario parecido al de los últimos años: con un partido débil, un congreso sin mayoría y una sociedad muy polarizada. Eso implica que no habrá margen para grandes cambios. No es nada probable que cambien las líneas generales de la política económica ni que se modifique la relación con Estados Unidos. En la política continental México no se sumaría a un hipotético eje La Habana-Caracas-La Paz. Por los movimientos migratorios y los volúmenes de inversión e intercambio comercial México forma parte de América del Norte, aunque sea algo difícil de admitir en público.

Fernando Escalante Gonzalbo
Profesor-Investigador, Centro de Estudios Internacionales del Colegio de México