Abrir la Constitución Española a la integración europea: opciones y modelos

Abrir la Constitución Española a la integración europea: opciones y modelos

Tema: Una vez despejada la controversia jurídica acerca de la compatibilidad formal entre la Constitución Europea y la española, queda en cualquier caso por resolver la problemática política de fondo sobre la conveniencia de reforzar la base constitucional de la pertenencia de España a la UE. Tomando como referencia distintas “cláusulas Europa” en otros Estados miembros, y considerando la voluntad del Gobierno de reformar próximamente este aspecto de la Constitución, existen distintas posibilidades de mejorar la genérica redacción actual del artículo 93.

Resumen: A diferencia de lo que ocurre en gran parte de los Estados miembros de la UE, en España no se dispone de una cláusula constitucional explícita que sirva de base al proceso de integración. La pertenencia descansa hasta ahora en la excesivamente vaga fundamentación diseñada en 1978, si bien está previsto fortalecerla en esta misma Legislatura. Este trabajo examina el estado de esta cuestión a la luz de la discutible opción gubernamental –apoyada por el Tribunal Constitucional– de anticipar la ratificación de la Constitución Europea a la anunciada reforma de la Constitución Española. Además, con ayuda de modelos comparados y considerando las distintas dimensiones de esta problemática, que es más política que jurídica, se analizan posibles contenidos para la futura incorporación en España de una auténtica “cláusula Europa”.

Análisis

Planteamiento del problema
La integración europea es un proceso de tal ambición que afecta de modo muy significativo a la definición misma del proyecto nacional en cada uno de los veinticinco Estados que hoy la impulsan. Más allá de las consideraciones en abstracto sobre lo que eso significa, la interrelación entre la UE y sus miembros tiene una plasmación concreta en el tratamiento que hacen las Constituciones nacionales del proceso. La pertenencia a la organización requiere una base constitucional de apertura. Un encaje que permita la cesión de competencias o las especiales implicaciones del Derecho de la Unión sobre el ordenamiento nacional, y que además regule cómo se implica cada Estado en la elaboración de ese Derecho, bien cuando se ratifica un nuevo tratado, bien en el proceso más cotidiano de elaboración de normas derivadas. El paso cualitativo que supone el Tratado por el que se establece una Constitución para Europa (TCE) ha reactivado en 2004 la discusión política y académica sobre cómo debe ser ese fundamento del proceso en las distintas Constituciones nacionales, sobre todo en aquellos países que –como España– carecen de una base explícita y sólida.

Pero durante el pasado año no sólo se ha avivado el asunto como consecuencia de la aprobación de la Constitución Europea, sino que también se han añadido dos importantes elementos estrictamente españoles. Por un lado, y superando el tabú sobre cualquier posible reforma, la nueva mayoría surgida tras las elecciones de marzo tiene la inédita voluntad de impulsar una serie tasada de modificaciones en la Constitución Española (CE), entre las que se que incluye el fortalecimiento de la cláusula de apertura a la UE; o, por decirlo como el presidente del Gobierno en su discurso de investidura, “que la Constitución Española incorpore a su texto una referencia a la próxima Constitución Europea como signo solemne de nuestro compromiso definitivo con Europa”. Y, por otro lado, el deseo de ese mismo Gobierno de mostrar ante ciudadanos y socios de la UE que su claro compromiso europeo le ha llevado a iniciar el proceso de prestación del consentimiento al TCE desde antes incluso de su firma en Roma. Una celeridad que ha supuesto, además, que en los últimos meses el Consejo de Estado y el Tribunal Constitucional se hayan debido pronunciar sobre la cuestión.

La prioridad política del Gobierno por una rápida ratificación, pese a disponer de dos años para hacerlo, se plasmó en la convocatoria inmediata de un referéndum consultivo acerca del Tratado cuya fecha estaba anunciada desde julio, varios meses antes de que el Tribunal Constitucional emitiera su Declaración sobre la compatibilidad entre TCE y CE. Es evidente que este calendario tan acelerado ha alterado el orden lógico que previamente parecía haberse trazado el mismo Gobierno con el anuncio de una reforma constitucional para vigorizar el fundamento nacional de la integración. Pero también es cierto que la opción alternativa –brillante pero infructuosamente defendida por el actual presidente del Consejo de Estado– hubiese significado dos reformas constitucionales casi consecutivas: primero, la más acuciante referida a la cláusula europea para que estuviese en vigor antes del plazo de 2006 y luego, al final de esta VIII Legislatura, las reformas más delicadas y que pueden exigir el procedimiento agravado de disolución de las Cortes. Considerando el miedo atávico a modificar la Constitución de 1978 y la complicada aritmética parlamentaria, tal vez resulta prudente este agrupamiento de la labor constituyente. En todo caso, y aún reconociendo las bondades del entusiasmo europeísta, del afán por legitimar popularmente la Constitución Europea y de la prudencia en la reforma de la norma fundamental española, lo cierto es que el debate sobre la fundamentación constitucional de la pertenencia española a la UE ha resultado desafortunadamente aplazado, cuando era este momento el idóneo para plantear cómo mejorar el encaje entre los ordenamientos nacional y europeo.

Hay que tener igualmente en cuenta lo anterior, y la forma tan delimitada en la que el Gobierno formuló en noviembre su consulta, para enjuiciar la Declaración del Tribunal Constitucional de 13 de diciembre de 2004 que resolvió por nueve votos a tres que no es necesario reformar la CE para ratificar en España la Constitución Europea, al ser base suficiente el artículo 93. Al fin y al cabo, el papel de los magistrados es el de solventar, o al menos no crear, problemas jurídico-políticos y sin duda hubiera resultado difícil de gestionar una decisión que hubiese considerado inconstitucional un Tratado sobre el que los españoles estaban emplazados a pronunciarse en referéndum consultivo el 20 de febrero de 2005. Pero, de nuevo aquí, lo que resulta adecuado en el corto plazo puede no serlo a medio. La convicción con la que el alto tribunal dictamina la plena vigencia de la actual cláusula de apertura –o la reacción del Gobierno que paradójicamente se alegra de que se contradiga lo contemplado en su propio programa electoral y de gobierno– contrasta con las cautelas razonables expresadas en el Dictamen del Consejo de Estado de 21 de octubre, y puede provocar dificultades cuando en breve el Gobierno promueva una reforma que ahora se declara formalmente como innecesaria desde el punto de vista jurídico.

Sin embargo, y aunque sea por hacer de la necesidad virtud, tal vez este desenlace tenga positivas consecuencias pues se obliga a contemplar la futura definición en España de la “cláusula Europa” como una cuestión sobre todo política. Así parece confirmarlo la cita arriba reproducida del presidente del Gobierno y la misma consideración final que hace la Declaración del Tribunal Constitucional al separar con claridad su pronunciamiento jurisdiccional sobre lo innecesario de la reforma, de su renuncia a tratar la conveniencia política de acometerla o no.

Como quiera que sea, la CE sigue siendo, incluso tras la reciente adhesión de diez nuevos socios, una de las constituciones nacionales con más frágil respuesta al reto de la integración continental. Parece que a los veinte años de la adhesión española, y después de haber vivido cinco grandes procesos de reforma de los tratados originarios –desde el Acta Única a la Constitución Europea–, además de una multiplicación por dos del número de miembros, resulta sobradamente conveniente atender a ese lapso político.

Aunque no se ha producido en España mucho debate sobre la cuestión, sí debe recordarse que en 1992, en el momento de la ratificación del Tratado de Maastricht, el Tribunal Constitucional determinó que era necesaria una ligerísima modificación del artículo 13.2 –por el derecho de sufragio pasivo de los extranjeros– que supone, por cierto, la única reforma constitucional habida hasta la fecha. Aquel episodio no resultó muy satisfactorio pues, aparte de degradar a la CE como simple instrumento que se va parcheando al ritmo marcado por otro ordenamiento, no consiguió resolver todas las contradicciones literales evidentes en al menos otros cuatro o cinco preceptos de la Constitución que también han quedado superados por la nueva realidad. Es decir, no se acometió la verdadera reforma necesaria, y tal vez suficiente, que hubiera sido –entonces como ahora– el fortalecimiento de una base jurídico-política, el artículo 93, en la que ni siquiera se menciona a Europa y que incluso ya ha sido utilizada para ratificar proyectos no supranacionales, como el Estatuto de la Corte Penal Internacional.

Por tanto, y aunque sea inevitable realizar también argumentos que son propios del Derecho, este análisis pretende centrarse en el agotamiento del actual artículo 93 como cláusula política de apertura a la integración. Porque mucho antes que un problema jurídico, lo que existe es un desencaje político que próximamente se pretende resolver, aunque sea al final de la Legislatura, y sobre el que aquí se indaga sin saberse aún si la reforma de la Constitución se orientará a añadir un nuevo artículo, o a alterar el 93 –como decía el programa electoral del PSOE, que también citaba una posible modificación en el artículo 10– o incluso a afectar otras partes simbólicas como el Preámbulo o el artículo 2.

Los modelos comparados de solución al problema
La actual falta de precisión en el fundamento constitucional de la pertenencia de España a la UE es grave porque supone la ausencia de reglas de juego claras sobre el papel que en ella deben llevar a cabo las distintas instituciones nacionales, además de la indeterminación sobre las prioridades que España persigue desde su adhesión o los límites que esta participación continuada tiene. Igualmente, y desde un punto de vista más general, se corre el peligro de que la integración europea está alterando el contenido de la Constitución sin que algunos de tales cambios sean percibidos con exactitud o sólo sean evidentes pasado algún tiempo. Llega un punto en que la elasticidad del texto se transforma en mutación sin más; esto es, en una reforma que, por temor al procedimiento formal para la misma, lo soslaya y, así, acaba por incumplirla o denigrarla doblemente. Esa es la significativa paradoja de este desajuste entre literalidad de la Constitución y realidad constituida: lo que aparentemente puede tomarse como vigencia de lo aprobado en 1978, que se mantiene inalterado pese a dos décadas de espectacular transformación jurídico-política, no es sino la mayor amenaza que precisamente menoscaba su vigencia real. Ignorar formalmente lo que, en la práctica, no sólo se acepta sino que casi unánimemente se considera como desarrollo necesario, lleva finalmente a abandonar la Constitución como marco válido de referencia o a modificar de forma subrepticia su contenido.

En consecuencia, la reforma que se persigue y se anuncia debería consistir en una solución duradera, que no se preocupe por posibles contradicciones literales, sino por reconocer de forma mucho más explícita la voluntariedad con que se acepta la integración europea, nombrándola expresamente, y los límites del proceso. Se trataría de aclarar el qué, el cómo y el por qué de la cláusula de apertura a través de la inclusión en ella de las condiciones de fondo que inspiran la atribución de competencias a Bruselas, de un reforzamiento de las mayorías parlamentarias exigidas para la misma, o de menciones a la responsabilidad que también tienen jueces y Comunidades Autónomas en cuestiones jurídicas europeas.

Desde el derecho comparado las soluciones aportadas a la forma de participación del Estado en la UE, siendo muy variadas, coinciden en exigir un fundamento constitucional que haga posible la atribución a la organización europea de amplias competencias. Comparando de modo sistemático y diacrónico estas cláusulas de apertura, se aprecia una configuración del caso español como uno de los que menos desarrollo ha alcanzado la constitucionalización de la integración europea. En el resto, y pese a las evidentes diferencias de ritmo y de contenido, se aprecia una mayor conciencia del problema, lo que suele derivar en una progresiva transformación que ha ido convirtiendo la mayor parte de las originales e implícitas bases jurídicas en preceptos constitucionales que reconocen de forma explícita la voluntad y los mecanismos de participación nacional en la integración europea. Así, en primer lugar, una mayoría de casos incluyen ya una mención expresa a Europa, si bien es cierto que aún acompañan a España otras constituciones de Estados miembros –como los Países Bajos o varios de los recién adheridos– que utilizan fórmulas genéricas.

Los requerimientos para autorizar nuevas limitaciones de soberanía, a través de la ratificación de los tratados que modifiquen el derecho de la Unión originario, van a ser también muy variados pero en pocos países más –quizá Italia o Chipre y Malta, aparte del peculiar caso británico– es el procedimiento tan poco exigente como en España, donde basta una mayoría absoluta parlamentaria (véase, para un completo panorama de los requerimientos nacionales de ratificación, el ARI de Carlos Closa titulado La ratificación de la Constitución de la UE: un campo de minas, 7/VII/2004).

Otro aspecto a tener en cuenta en la fundamentación constitucional es el posible reconocimiento expreso de aspectos específicos relacionados con la integración europea. Algunos Estados entienden que la importancia de éstos, y el riesgo de alguna contravención o resistencia posterior a los mismos en el seno de su propio ordenamiento, hacen recomendable su constitucionalización, con independencia de que, en la práctica, acatar toda la realidad de la UE sea ineludible para todos sus miembros y que, de hecho, el Tribunal de Luxemburgo, prefiera que la fundamentación de los mismos resida exclusivamente en el sistema jurídico europeo. La cuestión de la primacía del Derecho de la Unión sobre el derecho interno es uno de estos aspectos y el caso más claro de constitucionalización expresa está en el art. 29.4.5 de la Constitución irlandesa que proclama que, una vez que los tratados referidos a la integración europea hayan sido incorporados al ordenamiento irlandés, éste no tiene posibilidad alguna de oponer limitación material alguna al derecho de la Unión originario o derivado. Más genérica, pero incluso más eficaz, parece la formulación del nuevo artículo 2A de la Constitución húngara o el 3A de la eslovena, al soslayar la mención a la primacía pero afirmar que las competencias cedidas se ejercitan por la UE de manera independiente y de acuerdo a sus propias reglas e instituciones.

Pero ha sido en Alemania y Francia donde más lejos han llegado las respectivas constituciones, a partir sobre todo de las reformas operadas en 1992. Se incorporaron entonces nuevas cláusulas de apertura: el artículo 23 “Europa” en la Ley Fundamental de Bonn y un título nuevo en la Constitución francesa “de las Comunidades Europeas y de la Unión Europea”, con las que aceptan con carácter general todas las consecuencias derivadas de la Unión sin necesidad de reformar aquellos otros artículos concretos que pudieran resultar contradictorios; pese a que tal opción pueda implicar cierta dualidad constitucional. Aunque estos dos casos también coinciden en subrayar la intangibilidad de la soberanía nacional y el mantenimiento de la base estatal de la integración siguen, a partir de este punto, vías diferentes de respuesta a la cuestión. Francia se acoge en su artículo 88 a lo que podría denominarse como cláusula de habilitación positiva, ya que permite la transferencia o el ejercicio en común con la organización supranacional de determinadas competencias, pero para los supuestos concretos que se contemplan específicamente en el texto constitucional y que coinciden con los avances inmediatamente decididos en el proceso de integración europea –Unión Económica y monetaria europea, normas sobre el cruce de fronteras, derecho de voto a los ciudadanos europeos, etc.–. La consecuencia de tal fórmula, parecida en cierto modo a la irlandesa, es que cada reforma de los tratados implica casi necesariamente una reforma del Texto Fundamental, tal y como sucede en este mismo momento con la ratificación del TCE. El caso alemán utiliza, en cambio, una cláusula de habilitación negativa, y consigue así el mismo objetivo que en Francia pero sin instrumentalizar su Ley Fundamental. Esto es así porque, en vez de reconocer expresamente los avances de la integración a los que Alemania accede, lo que se recoge es una autorización general a la UE para que continúe avanzando siempre que respete la subsidiariedad y no afecte al núcleo duro de la Constitución, único caso en que sería exigible, en el futuro, una nueva reforma constitucional. Es decir, nunca se puede desfigurar al Estado alemán ni a sus principios básicos de democracia, Imperio de la Ley, Estado social, federalismo y respeto a los derechos fundamentales.

Para terminar este breve análisis comparado, merecen ser también destacadas las menciones a los ideales o fines en base a los cuales algunas constituciones justifican, aunque dada su generalidad no supeditan necesariamente, las cesiones de soberanía a la UE. Así, Dinamarca contempla la delegación con vistas a promover la cooperación y el orden jurídico internacionales, Francia argumenta su cesión de soberanía en favor de la organización y defensa de la paz e Italia e Irlanda, en una línea similar, dicen limitar su soberanía en aras de asegurar la paz y la justicia entre las naciones. Eslovenia menciona el respeto a los derechos fundamentales, la democracia y el Imperio de la Ley mientras que la Constitución griega, tampoco exenta de ambigüedad, atribuye a una organización internacional competencias con el fin de atender a un interés nacional importante, en base al principio de legalidad. Finalmente, Portugal es quien cuenta con unas previsiones más completas ya que los artículos 7.5 y 7.6 de su Constitución aluden, primero, a que su compromiso con Europa se vincula a fortalecer la democracia, la paz, el progreso económico y la justicia; y, después, de manera más adaptada a la realidad del país ibérico como Estado miembro, se menciona el objetivo de la cohesión económica y social.

Contrastando las soluciones vecinas, donde, según los casos, se menciona ex profeso a Europa, se incluyen cláusulas expresas de habilitación para facilitar la recepción de las políticas más ambiciosas de la integración, se supedita la pertenencia a la UE a límites o al cumplimiento de ciertos objetivos deseables, se mencionan ciertos principios para anclar la aceptación interna de la supranacionalidad del Derecho de la Unión, se aborda la participación parlamentaria y regional en los asuntos de la Unión o se exigen mayorías cualificadas de autorización a la limitación de soberanía, parece que el artículo 93 CE resulta en efecto el más parco. Una parquedad tal vez sobrellevable jurídicamente, o al menos así lo es al parecer del Tribunal Constitucional, pero poco defendible desde el punto de vista político.

El posible contenido de una nueva base constitucional de pertenencia a la UE
A la luz del análisis previo, se está ya en posición de proponer qué características podría contener la posible y, justificadamente, conveniente reforma del precepto español. No todos los elementos que se plantean a continuación son necesarios y posiblemente la acumulación de algunos de ellos pueda resultar enojosa, sobre todo si se opta por concentrar la reforma en un solo artículo. No obstante, la futura discusión constituyente se centrará sobre estos asuntos y después alumbrará una “cláusula Europa” que contenga algunas, pero no más, de las siguientes características.

(a) Mención expresa a Europa. Desde luego, parece que cualquier reformulación del artículo 93 CE, o tal vez del 2 y el 10, debería incluir ésta como novedad principal ya que es la Unión Europea, y ningún otro, el proyecto político al que se está dispuesto a ceder competencias. La actual redacción genérica del precepto responde tanto a la tradición por la que la norma jurídica ha de ser siempre abstracta como al hecho de que en 1978 España no era aún Estado miembro. Sin embargo, una vez consumada la adhesión, y dado que la cláusula estaba efectivamente pensada para permitir la posibilidad singularmente determinada de que España participase en la integración europea, es más que discutible que estas cautelas sigan teniendo sentido. De este modo, además de reducir la perplejidad del metafórico jurista persa que sólo se guía por lo escrito, se evitaría que esta indeterminación provocase la posible aplicación de lo estipulado para la integración española a otras instituciones de Derecho Internacional Público en las que sería arriesgado atribuir naturaleza supranacional. Reforzar la actual regulación del precepto tiene además la ventaja de evitar el problema de la ambigüedad que hace decir al constituyente lo que éste no desea permitiendo al legislador un margen de apreciación no previsto. Por último, y en relación a la opción declarada por el Gobierno de que sea la Constitución Europea –en vez de la UE en sí– la que resulte citada expresamente, puede resultar políticamente acertada pero tal vez produzca cierta provisionalidad al constitucionalizar un tratado concreto que no tiene por qué ser el definitivo en el proceso de integración.

(b) Mención expresa de los hitos más importantes del proceso. Una nueva base constitucional de la participación española en la Unión también podría incluir una especie de habilitación positiva como sucede en Francia. Atendiendo a una combinación de acervo y verosímil expectativa, podría aludirse por ejemplo a la Carta de derechos de los ciudadanos europeos, la Unión Económica y Monetaria, el espacio de justicia e interior, la política exterior y de seguridad, y la desaparición de todo tipo de fronteras; que es aplicable tanto para el Mercado Interior como a las cuestiones comunitarizadas de libre circulación de personas, residencia, asilo o extranjería. La mención expresa a la Ciudadanía de la Unión o a la Política exterior y de seguridad común evitaría cualquier posibilidad del riesgo de inconstitucionalidad sobrevenida; eventualidad que no resulta tan extravagante si también se hicieran interpretaciones literales de, por ejemplo, los artículos 19 o 23.2 en lo referente a la nacionalidad española para el ejercicio de ciertos derechos, o de los delicados artículos 8 y 62h sobre el papel de las Fuerzas Armadas y la jefatura de las mismas por el Rey. Es decir, la existencia de una habilitación positiva general permitiría, por ejemplo, que en 1992 se hubiese podido mantener el texto original del artículo 13.2, aunque algunos autores rechazan la posibilidad de antinomias manifiestas y literales entre un artículo de la Constitución y el artículo 93, por muy convenientemente que éste pudiera reforzarse. Esta última posición es razonable para evitar las dualidades constitucionales, pero tal vez sea preferible que lo contradictorio siga vigente en aquello en lo que no rige lo comunitario y así se evita la inconveniencia de ampliar universalmente lo que sólo se pretende para la UE y, sobre todo, se evita la instrumentalización de la norma fundamental. Es decir, se libera a la Constitución de la obligación, degradante, de tener que ir a remolque de los avances en la integración.

(c) Mención a los límites infranqueables del proceso. Seguramente, una habilitación positiva tan amplia como la anterior, tiene capacidad para recoger los futuros desarrollos del proceso y permitir una base constitucional suficiente que solvente los problemas que nos ocupan. Ahora bien, para que un reformado artículo 93 desplegase todos los efectos que aquí se estiman convenientes, sería quizá oportuno introducir también, esta vez al modo alemán, una habilitación negativa de los límites que debe tener la atribución de competencias. Si se atiende más a un criterio material que formal, la frontera infranqueable cuya transgresión por el derecho originario o derivado podría justificar la reacción del Tribunal Constitucional, debería circunscribirse a los principios básicos que definen y estructuran al Estado como social, democrático, de derecho –con la correspondiente protección de los derechos fundamentales y las libertades públicas–, monárquico, parlamentario y políticamente descentralizado; con posible mención añadida al pluralismo lingüístico. Estos serían los rasgos esenciales e irrenunciables del Estado Español en el actual estadio de la integración y, aunque podría argumentarse que esta referencia parece introducir en la Constitución de 1978 la hoy inexistente cláusula de intangibilidad, en realidad sólo lo hace en relación a la UE, pero no para el resto de materias. Además, el artículo 168 CE siempre permanecería y cualquier avance en el proceso que afectase a estas cuestiones –incluso sobre la permanencia de la soberanía estatal– no está proscrito pero sí que exige el procedimiento agravado de reforma constitucional. Pragmáticamente, la inclusión de la habilitación negativa serviría también como nueva fórmula que, si bien aceptando de nuevo la contrapartida de la dualidad, reduciría el riesgo de la instrumentalización constitucional.

(d) Constitucionalización de la primacía y el efecto directo. Aunque, como se ha dicho, el Tribunal de Luxemburgo combate esta solución, consagrar por escrito la aceptación de estos principios impide que posibles interpretaciones obstaculizadoras de los tribunales o una coyuntura política irresponsable pudieran poner en peligro el cumplimiento de las obligaciones europeas de España. De acuerdo a la fórmula irlandesa, podría estipularse que ninguna disposición de la Constitución puede anular las normas válidas y directamente aplicables que hayan aprobado las instituciones de la Unión ni las leyes promulgadas o las medidas adoptadas por el Estado, que fueran necesarias para el cumplimiento de las obligaciones emanadas de la participación en la Unión. Sería, desde luego, la consagración de una muy fuerte cláusula de apertura que, al haber sido aprobada expresamente por el constituyente, no podría negarse salvo en relación a los límites antes citados. En todo caso, esa supuesta interpretación extrema debería realizarse por medio de tratados debidamente ratificados por todos los Estados que mantendrían, en la medida de lo posible, la competencia sobre la competencia. Un poder último que tal vez sirva para dar forma a la sutil elaboración del Tribunal Constitucional al distinguir en su reciente Declaración la primacía del Derecho de la Unión y la supremacía –que pese a todo sigue predicándose– de la Constitución.

(e) Plasmación de un cierto modelo de Unión que se quiere construir para el futuro. Con vistas a ulteriores desarrollos de la integración o para inspirar su actividad cotidiana, España se podría vincular a ciertos principios que emanan de la voluntad expresada por las fuerzas políticas y los ciudadanos; esto es, que el proceso debe limitarse a lo estrictamente necesario (subsidiariedad y proporcionalidad), democratizarse, atender a los equilibrios territoriales –lo cual constituye una prioridad específica de España que Portugal ya ha constitucionalizado–, mantener conquistas propias del Estado del Bienestar y respetar un desarrollo ambientalmente sostenible. La promoción del crecimiento y de la paz también podrían citarse como fundamentos del funcionamiento de la organización.

(f) Perfeccionamiento de las cuestiones orgánico-procedimentales contenidas en el artículo 93 CE. Pese a que, para el Tribunal Constitucional, sea este aspecto jurídico el fundamental de la cláusula de apertura, se ha defendido aquí la mayor importancia de las anteriormente expuestas cuestiones de política constitucional. Entre otras cosas, porque la parte puramente formal del texto actual presenta seguramente menos problemas. En cualquier caso, parece razonable mantener la afortunada fórmula actual con la que arranca el artículo 93 CE pues parece ésta una mejor redacción que la que habla de limitación de la soberanía ya que ésta reside, por el momento, únicamente en los pueblos de los Estados miembros. Es decir, no se transfiere la titularidad de la misma sino sólo se atribuye el ejercicio de ciertas –no todas– competencias derivadas de la Constitución. También resulta recomendable mantener, teniendo en cuenta la naturaleza no bilateral de las obligaciones de la UE, la ausencia de mención a la condición de reciprocidad o de paridad. Pero cosa distinta sería una referencia a la igualdad de los Estados miembros, ya que ésta sí podría servir para fundar la oficialidad del español, para reducir a la excepción la posibilidad de opting-out, o para impedir un uso torticero de la cooperación reforzada.

Lo que sí resulta quizá mejorable es la actual configuración muy poco exigente de la mayoría absoluta requerida para aprobar nuevos tratados relacionados con la UE. De forma coherente con el debate constituyente de 1978, la experiencia comparada y, sobre todo, los puntos anteriormente señalados, parece más oportuno endurecer el procedimiento de ratificación equiparándolo al del artículo 167 CE. De esta forma, aparte de las mayores garantías de consenso, incluyendo la posibilidad de referéndum, lo que se estaría haciendo indirectamente es dotar de valor constitucional al mismo Derecho de la Unión, lo que serviría de protección adicional contra una posible inconstitucionalidad sobrevenida, que ya sería prácticamente imposible, solventándose así las objeciones a la autorruptura por vía europea en casos en que no se afecte los principios fundamentales del ordenamiento español. Por supuesto, el complemento final de este perfeccionamiento de las cuestiones procedimentales pasaría por una mención al papel de los jueces y por un reforzamiento, con garantía expresa tal y como acaban de hacer Hungría o Italia, de que no es el Gobierno el único actor interno en los asuntos europeos. Es decir, que tanto las Cortes Generales como las Comunidades Autónomas cuenten con la participación adecuada en UE, aunque sea ésta una cuestión muy compleja que exige otro análisis y que aquí sólo se puede apuntar a modo de colofón.

Conclusiones: Tanto desde un punto de vista jurídico como –y sobre todo– político, parece absolutamente aconsejable que España fundamente su pertenencia a la UE por medio de una cláusula que asuma y acepte la integración europea sobre bases más fuertes que el actual artículo 93 CE. En este análisis se ha pretendido aunar los objetivos de mayor democracia y garantía de la dignidad constitucional, con las convicciones europeístas y con la afirmación compatible de los principales rasgos políticos del Estado español. Desde la perspectiva del Derecho europeo, obviamente, la preocupación no es salvaguardar el rango constitucional sino no comprometer la interpretación uniforme y la primacía del ordenamiento jurídico supranacional por lo que suelen rechazarse parte de este tipo de prescripciones. Pero el reforzamiento de las débiles bases estatales por las que se autoriza el poder de la Unión no tiene por qué poner en peligro tal uniformidad si este tipo de operaciones se realizan de forma conjunta o al menos, si se hacen individualmente desde un Estado miembro, con conocimiento y respeto de lo que significa el ordenamiento europeo.

La doctrina de la separación de los ordenamientos ha sido muy útil hasta el presente pero resulta mucho más peligroso que de cara al futuro, si no se dan pasos en la dirección de introducir cláusulas explícitas y vigorosas, pueda la UE perder legitimidad. En los próximos años España puede ver forzosa y justificadamente diluida su capacidad de intervención en la toma de decisiones. Por eso, con este escenario futuro tan plausible, no parece exagerado reclamar de los representantes de la soberanía y los intérpretes supremos de la Constitución una atención a la doble necesidad de reafirmar el rango político supremo de la Constitución y facilitar los importantes desarrollos futuros de la integración europea. Resultaría además conveniente no desaprovechar esta oportunidad para que la redacción final permita el encaje más consistente y duradero posible entre el sistema interno y el de la UE.

Ignacio Molina A. de Cienfuegos
Departamento de Ciencia Política y Relaciones Internacionales de la Universidad Autónoma de Madrid