Los pastún han liderado la historia de Afganistán desde sus albores como Estado, a mediados del siglo XVIII, hasta la actualidad. Además, el modus vivendi de muchos miembros de esta etnia nos retrotrae a organizaciones sociales capaces de forjar sólidos vínculos de solidaridad, basados en el parentesco y en códigos de honor de larga tradición. Sin embargo, una mirada más cercana a este colectivo pone de relieve la existencia de importantes fracturas internas, algunas de las cuales están muy consolidadas. Esto tiene interesantes consecuencias políticas, en la medida en que dificulta sobremanera el establecimiento de un liderazgo consensuado en el seno de dicha comunidad. Asimismo, por la misma razón, las apelaciones a la identidad pastún, en abstracto, pueden tener cierto éxito cuando tienen por objeto combatir a un enemigo común pero, por otra parte, son mucho menos efectivas cuando se trata de construir una alternativa de gobierno.

Introducción

Hoy en día Afganistán es un Estado multiétnico, uno entre tantos. Aunque quizá uno especialmente complejo debido, al menos en parte, a la enorme amalgama existente aquende sus fronteras. Pero si analizamos esas etnias diversas con un mínimo de atención, pronto nos daremos cuenta de que sus avatares han sido muy diferentes. De entre todas las existentes, la etnia pastún destaca sobremanera por razones de peso. Demográficamente, es un colectivo significativo, con unos 40 millones de personas en total, aunque en la actualidad sólo unos 13 millones residen en suelo afgano (el resto, fundamentalmente en Pakistán). Aún así, son aproximadamente un 40% de la población total de Afganistán y, en algunas etapas de su historia (antes del establecimiento en 1893 de la línea Durand, la frontera vigente con Pakistán), han sido más de la mitad de esa población.

Pero a estas cifras habría que añadirle un análisis cualitativo cuyos lineamientos fundamentales serán expuestos en los siguientes epígrafes. Porque, efectivamente, su protagonismo a lo largo de la historia de Afganistán supera con creces al que hayan podido alcanzar el resto de colectivos. Y esta situación no está llamada a cambiar, a tenor de lo que estamos viendo en nuestros días. No se trata aquí de presumir nada relativo a los hipotéticos derechos de unos y otros; no es ese el objetivo de este análisis. En cambio, sí lo es clarificar el papel de los pastún en la reciente historia de Afganistán y, a partir de ahí, en la actualidad. Todo ello con la mirada puesta en una mejor comprensión de la forma de ser de este colectivo, de sus aspiraciones y de sus relaciones con otros actores.

La idiosincrasia pastún

Lo primero que debemos tener en cuenta es que los pastún constituyen un pueblo con una larga trayectoria. Probablemente, cuando Herodoto hablaba de los Patki ya estaba aludiendo a los pastún, puesto que aludía a gentes que habitaban en el margen oriental de Persia. También los Vedas aluden a dicho pueblo, ubicándolo al este del actual territorio afgano. De hecho, ellos están muy orgullosos de poseer una antigüedad rayana en los seis milenios. Al parecer, son descendientes de los pueblos indo-arios que vivían en el subcontinente indio en aquellas fechas (Ewans, 2002, p. 5). Esta es la explicación más plausible acerca de su origen. Aunque otras teorías señalan procedencias diferentes, todas ellas vinculadas a las diversas incursiones que desde tiempos inmemoriales han afectado a aquellas tierras, como la griega o la israelita. Lo cual las dota de cierta verosimilitud.

En particular, el clan de los saddozais, dentro del colectivo durrani, o el clan de los khattaks, dentro del colectivo karlanri, se auto-consideran descendientes de las huestes de Alejandro Magno, que alcanzaron esas tierras en el siglo IV antes de Cristo. Lo cierto es que, pese al paso de los años, todavía es muy frecuente hallar entre los pastún individuos de pelo claro y de tez pálida. Pero eso también cabría dentro de la primera hipótesis planteada. Por otro lado, cuando en el siglo XIX los británicos porfiaban por dominar ese territorio desde sus posiciones en la India, los pastún eran conocidos como pathanes, pero también como yousafzai, un nombre que en pashto significa “los hijos de José”, de lo cual algunos han deducido que en sus orígenes fueron una de las 12 tribus de Israel. De hecho, ocurre que las tradiciones orales de los diversos sub-grupos pastún suelen contener relatos también diversos, quizá a modo de tentativa de añadir algunas diferencias entre ellos. Veremos que este interés por remarcar identidades dentro del colectivo pastún constituye uno de sus rasgos característicos más constantes y, por otra parte, más importantes en clave política.

En todo caso, durante muchos siglos los pastún quedaron integrados en la zona de influencia persa. Lo cual favoreció algún tipo de vinculación a dicha cultura, lato sensu considerada. Tanto en lo que respecta al culto, como en lo concerniente a su lengua. No en vano, los pastún hablan una lengua propia, homónima –a veces denominada pasto–, pero que pertenece a la rama iraní de las lenguas indoeuropeas. En este sentido, algunas crónicas de viajeros del siglo XIV identifican al pueblo pastún, simplemente, como una tribu de persas que ya por aquel entonces eran denominados afganos (Ibn Battuta, 2005). Ni que decir tiene que se trata de la percepción del observador externo. Pero al menos muestra que el proceso de diferenciación de ese colectivo fue lento y que en muchos momentos los pastún convivieron de forma natural con otros colectivos respecto de los cuales en épocas más recientes han tratado de marcar diferencias significativas.

En términos religiosos, aunque inicialmente vinculados a prácticas paganas y, dada su adscripción a la lógica persa, muy probablemente al zoroastrismo, lo cierto es que los pastún fueron islamizados prontamente. Así fue, en la primera embestida, hacia el siglo VII de la era cristiana. De hecho, rápidamente hicieron bandera de esta nueva adscripción. Concretamente, desde entonces dicen ser descendientes de Qais Abdur Rashid, uno de los compañeros de viaje de Mahoma, que sería a la sazón el encargado de llevar el credo musulmán a esas latitudes. En adelante, los pastún, que son mayoritariamente suníes, se convertirán en fervorosos defensores de ese modo de entender el islam. Aunque, como enseguida veremos, han logrado conjugar esas creencias con el mantenimiento de viejos códigos de conducta, en buena medida más antiguos que el propio Corán.

Los pastún, en general, son gentes muy conservadoras. Y muy curtidas por un medio hostil, presidido por la dificultad de hacerse con los medios necesarios para vivir. Sus añejas estructuras tribales, en general, han superado la prueba del tiempo hasta alcanzar nuestros días con escasos cambios respecto a lo prescrito por sus ancestros. Como quiera que a esto hay que añadirle una historia plagada de desencuentros con sus vecinos o, directamente, con los imperios que han tratado de sojuzgarlos, los pastún han desarrollado una reconocida habilidad para hacer la única guerra que pueden plantear con perspectivas de éxito: la guerra de guerrillas o, como suele decirse en nuestros días, la guerra asimétrica. Los británicos sufrieron algunas de sus más vergonzantes derrotas en tierra pastún. Pero ni fueron los primeros, ni han resultado ser los últimos en experimentar de manos de esos orgullosos campesinos la sensación de que, en ocasiones, David vence a Goliat. Por otro lado, ese conservadurismo al que antes hacía referencia ha provocado una paradoja latente hasta el día de hoy que debe ser tenida en cuenta. Me refiero al hecho de que los pastún han sido, al mismo tiempo, los artífices del Estado y sus principales detractores. Sobre todo desde que a partir de los años 30 del siglo XX identifican ese Estado con dinámicas modernizadoras (Griffin, 2001, p. 32). Como tendremos ocasión de comprobar más adelante, esto va a ser origen de una de las varias grietas abiertas en el seno de la propia comunidad pastún.

La influencia del pashtunwali

En gran medida, el elemento cohesionador de todos los pastún, sea cual sea la tribu a la cual se adhieren, es el pashtunwali, una suerte de código de honor que regula las relaciones interindividuales y que, a través de dicha premisa, también tiene el efecto de mantener vivo el espíritu de grupo. Los pastún tienen una inclinación natural a no aceptar autoridad alguna, y si el precio a pagar es la inseguridad, o la incertidumbre, suelen asumirlo gustosos. Por ello, el pashtunwali es absolutamente indispensable como cemento social capaz de aglutinar voluntades y de generar aquiescencia más allá de ese amor tan vívido a la libertad.

Se trata de un código que, como no podía ser de otro modo, refleja bien la idiosincrasia propia de los pastún. Una idiosincrasia que puede resultar, a primera vista, paradójica. Porque la reputación de los pastún –muy merecida, por cierto– alude a unas gentes que son capaces de rendir una hospitalidad legendaria –incluso con sus teóricos enemigos– pero, al mismo tiempo, pueden resultar terriblemente vengativos cuando creen que han sufrido una afrenta que requiere reparación. Pues bien, ese carácter tan especial queda recogido en algunas de las reglas de conducta más emblemáticas del pashtunwali que, a buen seguro, es a la vez causa y efecto de las mismas.

El criterio basal sobre el cual giran el resto de normas es el nang u honor. Cada individuo debe preservar el suyo y, muy importante, el de los suyos. Hay que tener en cuenta que en la lógica tribal pastún el criterio básico de adscripción ha sido siempre y sigue siendo el de parentesco. Pastún lo es, de acuerdo con su propia forma de ver las cosas, el descendiente de un padre pastún. Ni siquiera la lengua, la religión u otros rasgos culturales pueden pasar por encima de ese criterio (Jalali y Grau, 1999). Los tayikos pasto-hablantes –que, dicho sea de paso, no son muchos– nunca son considerados como miembros de la sociedad pastún a partir de ese hecho. Simplemente, no están integrados en el linaje de los pastún y, por ese motivo, quedan fuera sea cual sea su nivel de esfuerzo en otros ámbitos. En cambio, sí es posible entrar en algunas dinámicas de naturalización a través del matrimonio. Por ejemplo, se han dado casos de enlaces entre varones pastún y mujeres baluches, en el suroeste del país. En cambio, los pastún siguen siendo muy reacios a hacer lo propio con mujeres de otras etnias, especialmente con las hazaras y uzbekas.

Entonces, la familia, más que la tribu y, ni que decir tiene, más que otras instancias superiores, es el ámbito en el cual se dilucidan las cuestiones de honor. Pero esa es también una labor de las Jirgas, asambleas de ancianos que tienen la última palabra en estos temas y otros de carácter conflictivo. Sea como fuere, en caso de agravio es obligado buscar el restablecimiento del honor hurtado, aunque para ello el ofendido deba poner su vida en peligro. En este sentido, los pastún están acostumbrados a prescindir de la ayuda estatal o, mejor dicho, de la lógica estatal. Lo normal es arreglar las cuentas al margen de los monopolios de la violencia legítima.

Como quiera que todo pivota sobre esta noción, el pashtunwali prevé diferentes vías para resolver estas cuestiones. La vía normal es la venganza, aunque también podría ser definida como retribución, que recibe el nombre de badal. Las muertes propias se resarcen con muertes ajenas. Pero el pashtunwali admite que el honor sea resarcido en cualquier momento. No es preciso que sea de inmediato. De esta manera, una familia afrentada puede conservar la intención de pasar la correspondiente factura durante generaciones. En el pashtunwali no existe la prescripción del delito. Esta situación se tiene por razonable y justa si la familia afrentada es más débil que la que provocó esta situación. Sin embargo, existe una salida alternativa, que puede evitar el derramamiento de sangre. Se trata de la petición de perdón por parte del agresor (conocida como nanawatay). Para ello, el agresor debe ir en busca del agredido/a o bien, en su caso, a sus familiares supervivientes, confesar su culpa e implorar su perdón. Este suele concederse. Aunque no es infrecuente que esa acción requiera del ofrecimiento del saz, o compensación –podríamos traducirlo por indemnización– que puede adoptar diversos formatos, desde dinero hasta el ofrecimiento de una joven casadera a la familia del ofendido. Esa es la tradición. Claro que existen otros pilares del pashtunwali que muestran una cara mucho más amable pero que, como ya se ha apuntado, forman parte de un todo indisociable (Qasim Mahdi, 1986). Por ejemplo, la hospitalidad (melmastia) y la lealtad (hamsaya). La primera es debida a quienquiera que la solicite, sea o no pastún, y sea cual sea su anterior relación con su benefactor. Pero es evidente que los pastún la explotan más, habida cuenta de que conocen bien el modo de aprovecharla al máximo. La segunda es debida por cada pastún a quienes le ayudan, ya sea ofreciéndoles protección u otros bienes (por ejemplo, manutención).

Lo cierto es que un adecuado dominio de estos parámetros puede dar a cualquier actor, aunque sea extranjero, una excelente oportunidad para sacar provecho de sus relaciones con los pastún. A su vez, ignorarlos o ningunearlos puede ser una fuente de problemas. De hecho, muchas conductas de los pastún a lo largo del vigente conflicto podrían explicarse a partir de la observación o falta de observación de estas reglas por parte de la coalición occidental.

Estos elementos son un factor cohesionador de todos los pastún. Pero, con el paso del tiempo, y con la aparición de nuevas circunstancias, han arreciado las diferencias entre diferentes tribus o clanes. De hecho, a grandes trazos podría hablarse de la presencia de hasta cinco grandes grupos pastún. Algunos de ellos son bien conocidos, como los abdali y los ghilzai; otros apenas aparecen referidos como tales en la prensa occidental, como los karlanris, los sarbanis y los ghurghushts, si bien estos últimos están ubicados casi por entero en un territorio que hoy en día es parte de Pakistán, mientras que a menudo los karlanris son citados, simplemente, como ghilzais. En la práctica, estas tribus residían en territorios bastante bien delimitados. Lo que ocurre es que debido a las migraciones internas de finales del siglo XIX y del siglo XX, de las que más adelante hablaremos con más detalle, los pastún –sobre todo ghilzai y karlanri– también han pasado a residir en provincias del centro y del norte del país, que inicialmente estaban habitadas por otras etnias. En todo caso, en principio, los durrani han tenido su feudo en Kandahar, aunque también llegaban a la zona más oriental de Helmand, mientras que los ghilzai dominan las actuales provincias de Uruzgán, Zabul, Gazni y buena parte de Paktika.

Pues bien, en la zona de influjo abdali siempre se han dado relaciones de tipo clientelar, basadas en el establecimiento de jerarquías, aunque muy asentadas en los criterios de lealtad del pashtunwali, lo cual constituye una garantía para los patrocinados. Este tipo de relaciones han arreciado a lo largo de los últimos 200 años, debido al papel de los abdali como elite estato-nacional afgana. En cambio, en las zonas ghilzai y/o karlanri se han mantenido las prácticas tribales de corte más igualitario, basadas en la construcción de consensos (Crews y Tarzi, 2009, p. 22). Aunque en ambos casos los pastún han dado sobradas muestras de querer autogobernarse, al margen de las directrices del Estado, el ostracismo al que tendencialmente fueron condenados los pastún no vinculados al colectivo abdali les ha llevado a incrementar su ya de por sí natural escepticismo en relación con el poder político.

Además, algunos estudios ponen de relieve que, en los últimos 30 años, como consecuencia de los muchos conflictos sufridos, se ha ido produciendo un fenómeno de progresiva “destribalización” en el seno de la comunidad pastún. Probablemente se trate de un proceso generalizable a otros colectivos que, en la práctica, ya no estaban articulados en torno a clanes o tribus. Porque la verdad es que con frecuencia creciente los tayikos, sin ir más lejos, se identifican a sí mismos como panshiris o como heratis. Con los pastún ocurre algo semejante (Rashid, 2001, p. 318) pero de mayor impacto en la medida en que esté provocando una tendencial desafección por la tribu. No han sido ajenas a este proceso las migraciones hacia las ciudades. Eso significa que aunque el parentesco aún es muy importante entre los pastún, de ahí no cabe deducir que sea suficiente para garantizar la coherencia que a veces de presupone a la actuación de esos individuos, ya que a pesar de todo pueden optar por seguir su propio camino, lejos del consenso del grupo. Por ese motivo, se ha llegado a poner en tela de juicio el presunto carácter tribal de los vínculos de solidaridad remanentes entre los pastún. O, en una explicación más prudente, se ha afirmado que aunque la “identidad” tribal sigue siendo importante entre los pastún, se ha deteriorado mucho la “organización” tribal que los caracterizó en otras épocas (ARRC, 2009, pp. 6-8).

Los pastún y Afganistán

El concepto que se refiere a la etnia pastún es, en sí mismo, un concepto amplio. Quizá demasiado. Porque, aunque anteriormente he enfatizado algunos de los rasgos más característicos de su esencia compartida como pueblo, también hemos visto que en el interior de ese colectivo existen diferentes grupos, a veces definidos como sub-tribus (suponiendo que el concepto de tribu sea aplicable al caso, lo cual ha sido cuestionado), a veces como clanes. Sea como fuere, los pastún están divididos por dentro. Y estas divisiones –o al menos alguna de ellas– han tenido una enorme relevancia en la historia reciente de Afganistán. Entonces, la primera tentación a evitar es la de considerar este colectivo como un grupo homogéneo pues, aunque existen elementos comunes, en muchas ocasiones lo que les distingue pasa por encima de esas similitudes.

Lo planteo, en parte, para dejar claro uno de los ejes que vertebran este análisis, relativo a la mediocre rentabilidad académica obtenible mediante una visión demasiado abstracta y, por ese motivo, demasiado superficial, de lo que los pastún son para Afganistán. Pero también, en parte, porque eso me permite enfatizar el diferente papel jugado por esos diversos colectivos pastún en la génesis del Estado, en las primeras décadas del siglo XVIII. Creo que es conveniente, por lo menos, hacer un breve repaso a esas vicisitudes. Sobre todo porque, pasados los años, esos hechos, así como la manera en que normalmente han sido relatados por la elite pastún en el poder, todavía explican muchos recelos observables entre las diferentes ramas de ese linaje.

Sabemos que los pastún son, además, uno de los colectivos más “antiguos” de Afganistán, si no el que más.[1] O, dicho de otra manera, ellos son conscientes de que estaban allí mucho antes de que el Estado afgano adquiriera forma. Y, por supuesto, mucho antes de que otros colectivos ahora integrados en ese Estado afgano fuesen incorporados al mismo. En ese sentido, existe cierto consenso en el hecho de que, en sus orígenes como Estado –allá por el siglo XVIII– Afganistán es una obra esencialmente pastún.

Siguiendo esa misma lógica, ocurre que muchos pastunes siguen viéndose a sí mismos como lo realmente importante, mientras que Afganistán, un engendro con unos 250 años de vida, sería uno de los formatos posibles para arropar sus aspiraciones y su modus vivendi. Eso en el mejor de los casos puesto que, como iremos viendo a lo largo de este análisis, algunos colectivos pastún se han caracterizado, precisamente, por mantener cierta desafección hacia el poder político estatal, viéndolo como un constreñimiento indeseable a sus formas tradicionales de vida. En ese sentido, algunos pastún también se han alejado de ese Estado que sus congéneres crearon.

Sea como fuere, Afganistán no deja de ser, a ojos de muchos pastún, y no sólo de ellos, una creación pastún. Efectivamente, Afganistán va a poder afirmarse frente a poderosos enemigos externos en gran medida gracias a la resistencia armada de los antepasados pastunes. Si en 1747 llega a ser un Estado independiente con todos sus atributos, eso es debido a que algunos representantes de los principales clanes de esa etnia se opusieron con éxito a los safávidas (persas) y a los mongoles, a fin de crear su propio espacio político y de poder tomar sus propias decisiones. Es por este motivo que, en los albores de ese Estado, decir “Afganistán” y decir “Pastunistán” era decir prácticamente lo mismo. Afganistán nace en zona pastún, de la mano de los pastún, y como reafirmación de la idiosincrasia de ese pueblo frente a sus vecinos de ascendencia persa, mogol, o turkmena. Esta es una realidad difícilmente discutible y que conviene no olvidar, todavía a día de hoy, cuando se habla de Afganistán.

En este sentido, la historiografía oficial insiste en que el “padre de la patria” –afgana o pastún, da lo mismo, al menos por el momento– es Ahmad Shah Durrani, miembro de la tribu durrani. En realidad, esto es explicado de esta manera en casi todas las publicaciones al uso. A decir verdad, Ahmad Shah era miembro de la tribu de los abdali. Ocurre que, a raíz de los hechos de 1747, a través de una Loia Jirga y gracias sobre todo a la buena gestión de ese líder, pasaría a recibir el nombre honorífico de durrani (traducible como “perla entre las perlas”), de modo que, además, sería automáticamente extensible a todos sus miembros. La cuestión es que –como sabemos– los abdali o durrani eran un colectivo pastún concentrado en el sur de Afganistán, en la zona de Kandahar, para ser más exactos: un colectivo minoritario entre los propios pastún.

En aquellos tiempos, esa zona del actual territorio de Afganistán estaba sometida a los safávidas que, aunque dando evidentes síntomas de decadencia, trataban de asentar una relación de dominación que venía de muy lejos. En ese contexto, muchos de los abdali jugaban un papel, como mínimo, ambiguo. Por un lado, cabe imaginar que, como buenos pastún, no terminaban de encontrar su sitio en la periferia de un imperio de habla persa y que tenía un interés natural en desplegar en esos confines el culto la variante chií del islam de la que eran abanderados. Pero, por otro lado, la verdad es que muchos abdali trabajaban para los safávidas, sometidos a ellos de mejor o peor gana, pero generando significativas complicidades y algunos de ellos en las cercanías del poder político formal, incluso como militares encuadrados en unidades de un ejército teóricamente invasor, pero que en ocasiones era sentido como propio.

Es más, este fue precisamente el caso de Ahmad Shah Abdali en los años inmediatamente anteriores al nacimiento de Afganistán. Sin embargo, ello no ha sido óbice para que este estratega y su tribu hayan monopolizado desde entonces hasta hoy mismo los éxitos que dieron pie al nacimiento del nuevo Estado. A partir de esa interesada manera de exponer los hechos y del aura que les ha acompañado, los durrani han logrado ser, con gran diferencia, los principales proveedores de elites políticas, económicas y militares en Afganistán desde 1747 hasta hoy mismo (es sabido que el presidente Karzai pertenece a uno de los clanes más emblemáticos de los durrani).

Pero ¿qué hay de cierto en ello? Es indiscutible que Ahmad Shah Durrani supo dar el golpe de gracia a los safávidas. No hay duda de que el conocimiento previamente adquirido de sus vicios y virtudes fue especialmente útil, al haber mantenido tan estrecho contacto con los persas. Pero no es menos cierto que el poder de sus dominadores había sido erosionado por otros pastún, los ghilzai, el colectivo más belicoso con el que tuvieron que vérselas los persas. Ya en 1709, los ghilzai, liderados por Mir Wais Hotaki, pusieron contra las cuerdas a los safávidas, expulsándolos violentamente de Kandahar para, en años sucesivos, internarse en el territorio del actual Irán. Lo paradójico del caso es que, en aquellos días, muchos durrani combatían a los ghilzai al lado de los persas (Tanner, 2009, pp. 114-115).

Posteriormente, los persas se recuperaron. Al menos temporalmente, hasta que llegó su abandono definitivo. Esta vieja historia se ha repetido otras veces, por ejemplo durante las operaciones contra los británicos en las proximidades del paso del Khyber, también lideradas por los ghilzai junto con los karlanri, en el siglo XIX. Como entonces, el poder político formal, que estaba en manos de los pastún durrani, navegaba entre dos aguas, tratando al mismo tiempo de dar garantías a las tropas británicas en retirada y de apaciguar los ánimos de esos otros colectivos pastún, sin que estos últimos le prestaran excesiva atención, a tenor de lo visto. Eso sí, el líder durrani Akbar Khan, una vez fracasado su intento de pararles los pies a los ghilzai y expulsados los británicos tras la masacre de 1842, no dudó en colgarse las medallas pertinentes (Tanner, 2009, p. 189).

La cuestión es que la crónica de esos primeros años ha marcado la relación entre los diferentes colectivos pastún hasta hoy mismo. Hay que tener en cuenta que, desde el principio, los durrani lograron que los ghilzai y otros colectivos pastún fuesen sistemáticamente apartados de los círculos de poder de Kabul. Entonces, los durrani suelen ser acusados por los ghilzai de ser excesivamente proclives a las componendas con el poder político –aunque fuera extranjero, como ya sucedía con los persas antes de 1747– y en ese sentido, de tener cierta facilidad para traicionar a la causa pastún de la que, por el contrario, ellos mismos serían –de acuerdo con su peculiar pero no infundada lectura– sus abnegados y desinteresados baluartes. Sea como fuere, la verdad es que todo el siglo XIX es un siglo de desencuentros, en los que la tensión entre durrani y ghilzai se hace patente de un modo constante (Ewans, 2002, p. 78). En buena medida, ese es un tema no resuelto hasta la actualidad.

Los pastún y los “otros afganos”

Si las relaciones entre clanes del colectivo pastún han sido complicadas, qué decir de las relaciones con las demás etnias. Los durrani comprendieron muy pronto que la forma más verosímil de mantener unidos a los diferentes colectivos pastún bajo su égida era la identificación de un proyecto común o, incluso, de un enemigo común. El proyecto de Ahmad Shah Durran era la construcción de un “Gran Afganistán” que equivaldría, aproximadamente, a lo que hoy es el Estado afgano. Eso significaba que desde la zona de Kandahar y desde las provincias ghilzai del sur, el nuevo Estado debería expandirse hacia el norte y hacia el este. El punto de referencia básico era el río Amu Daria. Pero tal fue el empuje del primer monarca afgano que, en realidad, en sus primeras décadas de existencia, el Estado in fieri trasladó sus fronteras al norte del citado río y al este de Peshawar, hasta Cachemira.

Este éxito inicial contenía la semilla de nuevos problemas, pues estas tierras ya no eran de los pastún. La rápida expansión territorial del joven Estado chocó con etnias con marcada personalidad propia: tayikos dari-hablantes, no todos ellos suníes; hazaras, hablantes de una variante del dari con incrustaciones kirguises, mayoritariamente chiíes; y hasta uzbekos, suníes pero con lengua propia de raíces turkmenas, diferente a cualquiera de las anteriores. Y esto si nos quedamos en el relato de lo más elemental de ese escenario, centrándonos en los colectivos mayoritarios y que, a la larga, han generado más tribulaciones.

La cuestión es que ese giro cambiaba las cosas. Porque, una de dos: o bien Afganistán dejaba de ser Pastunistán para tomar conciencia del carácter multiétnico del Estado, tratando de crear, además, una auténtica nación afgana –que no meramente pastún–, o bien trataba de pastunizar a esas gentes, con lo cual podría prolongarse en el tiempo un concepto ampliado de Pastunistán, con los predecibles roces derivados de ello.

La opción seguida por Kabul, históricamente, se ha parecido más a la segunda. Pero, además, a través de una gestión más que discutible en términos de inteligencia práctica y, por ende, de eficacia. Por ejemplo, todos esos pueblos han sido objeto, más pronto o más tarde, de agresivas políticas de expropiación de tierras por parte de los pastún. Sobre todo desde finales del siglo XIX, en el emirato de Abd-al-Rahman (1880-1901), pero también desde los años 30 del siglo XX, con Zahir Shah a la cabeza del Estado. Esas políticas han sido seguidas por migraciones internas impulsadas desde Kabul por la elite durrani pero que tenía como protagonistas a los campesinos pastún ghilzai y karlandi. En estos casos, los pastún eran reubicados en las tierras del norte, generando enclaves que todavía perduran en nuestros días.

Se trata de un buen ejemplo de las sinergias logradas entre los diferentes colectivos pastún –aunque poniendo de manifiesto, una vez más, qué colectivo lidera y qué colectivo asume los costes del esfuerzo sobre el terreno– y una interesante muestra de cómo esas maniobras se han llevado a cabo, muchas veces, atacando frontalmente a los “otros afganos”. Como puede observarse, se trata de un círculo vicioso. Porque si bien es cierto que en algunas ocasiones los pastún han trabajado codo con codo, ese logro se ha conseguido con demasiada frecuencia de la mano de un programa de pastunización que ha chocado directamente con las sensibilidades del resto de etnias abrazadas por el Estado afgano y que ha sido catalogado por algunos expertos como un caso de “colonialismo interno” (Nazif Shahrani, 2009, pp. 155, 161 y 173).

Estas políticas tienen mucho que ver con la imagen de estos pueblos entre los pastún, que siempre ha sido un tanto despectiva. En unos supuestos más que en otros, justo es decirlo. En el caso de los tayikos, en algunos momentos, se ha llegado a plantear una relación casi de competencia –y en ese sentido, de mutuo respeto–, al menos en clave cultural. Pensemos, sin ir más lejos, en el superior prestigio literario del dari, como dialecto directo del persa, en comparación con el pasto. En cambio, los hazara han sido profundamente despreciados por los pastún, que también han marcado las distancias con los uzbekos. Por eso, en la lista de perjudicados por las políticas de Kabul, los hazara y los uzbekos, por este orden, han sido los más notorios, mientras que la relación con los tayikos –aunque no exenta de polémicas– siempre ha sido más soportable.

En definitivia, los pastún, lato sensu considerados, se ven a sí mismos como los únicos afganos. Los demás, a sus ojos, tienen derecho a vivir en esas tierras –no en vano ya estaban allí cuando ellos llegaron– pero no deberían inmiscuirse en las cosas del Estado. Para muchos pastún, los tayikos, los uzbekos o los hazaras, por no hablar de otras minorías (aimaks, nuristanos, kirguises, baluches…) no son auténticos afganos (Crews y Tarzi, 2009, p. 24) sino invitados a un proyecto que nació en 1747 como producto del genio pastún. A lo largo de la historia del Estado afgano sólo en dos ocasiones ha habido gobiernos no liderados por pastún durrani: en 1929 (duró algo menos de un año) y en 1992-1996. En ambos casos, se trató de gobiernos liderados por tayikos. Aunque sólo el primero podría ser considerado como algo parecido a un gobierno étnicamente tayiko, pues en el segundo los pastún seguían teniendo cierto protagonismo, en el marco de un proyecto vocacionalmente multiétnico.

Talibán y pastún: claves de una relación compleja

En un texto sobre el papel político de los pastún en nuestros días es inevitable hacer alguna referencia a la relación que se plantea entre ellos y los estudiantes de las madrasas. Sobre todo porque es evidente que en su día los talibán progresaron, especialmente, en suelo pastún o bien en algunos de los enclaves pastún que las migraciones internas antes referidas crearon en territorios tradicionalmente pertenecientes a gentes de otras etnias. Como también lo es que en nuestros días la historia se repite. Dicho de otra manera, parece que existe una especial relación entre los pastún y los talibán. Tanto es así que algunos autores aluden, simplemente, a que el fenómeno talibán es básicamente la última tentativa de los pastún para someter a sus dictados esas otras etnias (véase Nazif Shahrani, 2009, p. 177).

La inmensa mayoría de los talibán son de etnia pastún. No por casualidad, el movimiento talibán inició su andadura, sobre todo, en zonas tradicionalmente habitadas por pastún, tanto durrani (en Kandahar) como ghilzai. Además, es conveniente recordar que los talibán han sido recibidos como libertadores por muchos pastún que, habiendo quedado ubicados en zonas dominadas por otras etnias, temían por su suerte o por la de sus propiedades (Crews y Tarzi, 2009, p. 29). En este sentido, algunos autores han señalado que la ascendencia étnica es un factor relevante para entender el auge talibán en Afganistán. Aunque suelen convenir en que es uno entre otros que también coadyuvan a explicar el fenómeno, a saber, la devoción religiosa, el cansancio después de tantos años de guerra, una mayor disponibilidad de dinero que sus hipotéticas alternativas y, finalmente, el apoyo de Pakistán (Goodson, 2001, pp. 109-111).

Ahora bien, suponiendo que todo esto sea así, todavía surgen una serie de preguntas (Sinno, 2009, p. 59): ¿cómo y por qué los talibán lograron hacerse con el respeto de muchos pastún, mientras que otros líderes también pastún no lograron lo propio o hasta fracasaron estrepitosamente? ¿Por qué tuvieron más éxito que los comunistas, cuando la mayoría de sus líderes eran también pastún, no sólo durrani, por cierto? ¿Por qué más que Hekmatyar, que fue durante muchos años el candidato favorito de Pakistán, y el que movió más dinero, y que para más inri era también un hombre piadoso, es decir, un hombre en el que aparentemente se cumplían a pies juntillas las cinco condiciones de Goodson? ¿Por qué pudieron poner contra las cuerdas a Karzai, un hombre de la misma estirpe que el “padre de la patria” al que tampoco le han faltado recursos de todo tipo? A tenor de lo dicho, y de los ejemplos propuestos, parece que la pertenencia a la etnia pastún no es suficiente como variable explicativa. Como casi siempre ocurre, la realidad es mucho más compleja.

Los talibán, al pertenecer a la etnia pastún, tenían un conocimiento privilegiado del colectivo al que se dirigía primeramente su mensaje. Sabían de su idiosincrasia, aunque no la compartieran necesariamente. Digamos que los talibán poseían una excelente HUMINT (human inteligence) cuya información rebosaba espontáneamente y que les permitía saber en todo momento lo que había que hacer. Por ejemplo, emplearon hasta la saciedad los resquicios que el pashtunwali les dejaba, a fin de obtener el máximo provecho de esas normas. Cuando les convenía, apelaban a la melmastia para solicitar cobijo o comida; cuando sabían que alguna operación de castigo había causado daños o muertes entre los pastún, apelaban al badal para soliviantar los ánimos de la correspondiente jirga, en apoyo de sus propios objetivos.

A quienes han operado sobre el terreno les caben pocas dudas acerca de que estas dos instituciones han sido exprimidas por los talibán en los momentos más difíciles. Es más, parece que su aproximación a la lógica del pashtunwali va a más con el paso del tiempo, a sabiendas de que se trata de un recurso crítico para ganarse el favor de los pastún (Shahid Afsar, Samples y Wood, 2008, pp. 61 y 68). En cambio, cuando ellos mismos han sido responsables de algún daño, han apelado a la nanawatay y, en su caso, ofrecido el saz como compensación, mostrando con ello una sensibilidad de la que otros actores adolecían.[2] Finalmente, cuando una zona caía bajo su control –o lo que es lo mismo, bajo su paraguas protector– les bastaba apelar a la hamsaya para desarticular cualquier tentativa de protesta ante sus propios excesos, radicalismos o desatinos.

Este conocimiento interno podría explicar el éxito relativo de los talibán, en el cinturón pastún, frente a fuerzas extranjeras. En cuanto al éxito relativo frente a otros pastún que, supuestamente, también conocían los recovecos del pashtunwali así como el momento adecuado para explotar cada una de esas reglas, parece que los talibán han sabido presentarse ante esos pastún más involucrados en el mantenimiento de las costumbres como una alternativa razonable frente a otros pastún que habrían sido incapaces de mantener su compromiso con esas gentes.

Ni que decir tiene, en este sentido, que los poco piadosos comunistas tenían poco que decir a los pastún kandaharis y a los ghilzai o a los karlanris, debido a su escasa espiritualidad y a sus recelos mutuos en cuestiones de propiedad de la tierra. Pero también fue erróneo el enfoque de Hekmatyar, que promovió un islamismo basado en un “anti-tribalismo modernizador”, es decir, que promovió un proyecto que era visto por muchos pastún como el principio del fin de su añeja pero (precisamente por eso) muy querida sociedad tradicional. Quizá hayan influido en ello los orígenes del propio Hekmatyar, que es uno de esos descendientes de ghilzais desarraigados debido a que sus antepasados se vieron involucrados en las migraciones internas forzadas por los durranis en el poder desde finales del siglo XIX (Griffin, 2001, p. 43). Pero su pérdida de sensibilidad por la tradición le costó cara a ojos de muchos pastún menos ambiguos en este punto. Finalmente, hay que tener en cuenta que muchos pastún del sur y del este del país vieron con recelo la figura emergente de Karzai, precisamente, por ser un pastún durrani. Es decir, por temer que su mandato culminara en otro episodio más de la monopolización del poder por parte de esa elite pastún urbanita,[3] parcialmente secularizada, dari-hablante, naturalmente propensa al pacto con los extranjeros y, por ende, a su entender, escasamente comprometida con las verdaderas necesidades de la inmensa mayoría de los pastún.

Los talibán, al menos, aborrecían todos y cada uno de esos tópicos. En ese sentido, algunos analistas han llegado a afirmar que el éxito relativo de los talibán en zona pastún se ha debido no tanto a lo que ellos eran, o a lo que ellos representaban, sino más bien, curiosamente, a lo que “no eran” (Sinno, 2009, p. 84). Claro que a esta habilidad estratégica cabría sumarle la habilidad táctica que les hizo comprender muy pronto que la batalla por ganarse los corazones y las mentes de los pastún pasaba por una gestión “descentralizada” de su discurso. Es decir que, en vez de hacer apelaciones étnicas en abstracto, pusieron en marcha un acercamiento que operó a nivel de cada aldea, de cada asamblea local, aunque obviamente ese acercamiento era dependiente de sus objetivos como colectivo (Edwards, 2002, p. 294). Porque eran muy conscientes de que los llamamientos a la identidad pastún constituyen un arma de doble filo en un país que tiene a sus espaldas la historia que aquí ya se ha relatado, en lo que a sus líneas maestras se refiere. Por cierto, esta línea de actuación sería coherente con las advertencias recogidas en el informe del ARRC antes citado.

Sin embargo, ni siquiera eso autoriza a elaborar un diagnóstico demasiado superficial en lo que se refiere a la relación entre los pastún y los talibán. Quizá los talibán corrigieron algunos errores, más elementales, de los comunistas, o de Hekmatyar. Pero ni siquiera de esa manera lograron cuadrar el círculo. Pronto surgieron roces. En realidad, no podemos olvidar que una parte del savoir faire talibán ha sido invertido en asesinar a pastún que se sabía eran inútiles para su causa o, peor aún, demasiado útiles para la causa rival, entre los que se cuentan personajes como el padre de Hamid Karzai, en 1999, o como Abdul Haq, en 2001. Si bien esos son solo algunos muertos ilustres.[4] En realidad, los pastún que han caído a manos de los talibán –incluso mulás– son muchos más, de manera que por sí mismo este hecho demostraría que no es tan fácil ni tan espontánea la relación entre ambos conceptos. De hecho, muchos pastún de Kabul también han sabido mantener las distancias con los talibán y cerrar filas con Karzai. Las elites urbanas equipararon los talibán a un “ejército de ocupación”, esto es, a unos extraños por lo demás indeseables (Griffin, 2001, p. 22). Aunque cabría pensar que eso tiene mucho que ver con las redes clientelares trazadas desde el poder, la verdad siempre es más compleja. Lo anterior es tan sólo la antesala de un problema más grave para los talibán, que tiene que ver con diferencias significativas sobre la posición adoptada con respecto a las pautas tradicionales de los pastún.

Efectivamente, el apego de los pastún al pashtunwali provoca que muchos de ellos sientan esta adscripción como primaria, incluso frente a la sharia, aunque sin renunciar a ésta, por supuesto. Pero el celo inherente en la interpretación talibán del islam complica las cosas, en este sentido, pues siempre han tenido cierta tendencia a imponer pautas, ritos y celebraciones extrañas a la tradición pastún, mientras que otras muy consolidadas en esas tribus han sido marginadas o, directamente, perseguidas. Ese tipo de dinámicas suelen sentar mal entre los pastún, celosos como son de la conservación de esas tradiciones y convencidos de que no chocan con otras posibles formas de respetar el credo musulmán.

En realidad, no estamos hablando de cosas menores. Empezando por la sorpresa ante la iconofobia talibán que entre otras cosas prohibía una vieja práctica muyahidín, muy asumida entre los pastún, consistente en distribuir imágenes de héroes locales fallecidos (fotografías, retratos, dibujos…) a fin de convertirlos en un modelo para los demás, práctica que recordaba a los talibán una suerte de santoral, más propia de otras religiones o hasta del paganismo puro y duro (Crews y Tarzi, 2009, p. 46), y siguiendo por la imposición de prácticas que estaban en desuso en muchas tribus pastún, como el velo integral. Desde tiempos inmemoriales las mujeres pastún suelen llevar velo pero no el burka, extraño a la tradición afgana en general y a la pastún en particular. Por otra parte, más allá de otras consideraciones de tipo moral o de seguridad, lo cierto es que en ocasiones ha sido empleado como atuendo urbano,[5] pero como prenda femenina se convierte en un lastre totalmente disfuncional en las duras condiciones de las zonas rurales, máxime teniendo en cuenta el trabajo que generalmente deben desempeñar las mujeres en esas zonas. Generalmente, se ha llegado al curioso compromiso consistente en que ahí los talibán miran hacia otro lado, con la esperanza de que esas mujeres desprovistas del engorroso burka sólo sean contempladas por sus familiares (Marsden, 2002, p. 185).

A lo anterior le podemos añadir un fuerte control sobre las festividades locales, que propició la prohibición de la celebración del primer día del año del calendario solar, conocida como nowruz.[6] Los talibán consideran que esta celebración no es compatible con el islam. De hecho, no sólo la abrogaron sino que hicieron lo mismo con pautas tradicionales colaterales, como la visita ritual de los pastún a las sepulturas de sus ancestros. Pero la lista de desencuentros entre los talibán y los pastún aún es bastante más extensa. Contiene todo un abanico de fricciones que avanza desde inocentes juegos tradicionalmente practicados por los niños pastún, también tildados de no-islámicos y consiguientemente prohibidos, pasando por el cierre violento de escuelas, también contemplado con escepticismo por la mayoría de los pastún (Rashid, 2009, p. 452) y llegando hasta la práctica de los atentados suicidas entendidos, además, como un billete para el viaje al Paraíso. Ni que decir tiene que eso también es extraño a las mejores tradiciones pastún, cuyo pueblo ha sido arrogante, irascible, sí, pero poco dado a prácticas ajenas a la lógica del guerrero.

En general, los pastún han colegido –no sin parte de razón– que los talibán estaban procediendo a una forzada “arabización” de sus costumbres. Sin embargo, los árabes y sus pautas de conducta son, a ojos de los pastún, elementos extranjeros. Ese sentimiento podría ser paliado por el credo musulmán compartido, por supuesto. Pero ese criterio deja de ser operativo cuando, con la excusa de una discutible interpretación del islam, ese influjo es aprovechado para limitar la tradicional autonomía del pashtunwali con respecto a la sharia. En este sentido, a los pastún les preocupa la tendencia de los talibán a homogenizar las prácticas religiosas y, a partir de ahí, sus derivas sociales y culturales, mediante la aplicación de una suerte de tabla rasa que podría acabar con su propia forma de ser y de entender la vida. Estamos ante una suma de ingredientes que ya propiciaron enfrentamientos entre los dos colectivos, antes de la intervención de las fuerzas de la coalición liderada por EEUU, sobre todo en zonas como Paktya, Paktika y Khost (Crews y Tarzi, 2009, p. 33).

Así, pues, la relación entre el pueblo pastún en sentido amplio y el colectivo liderado por el mulá Omar tiene muchos claro-oscuros. Aunque algunos pastún se han integrado en las filas talibán y aunque otros han sido más o menos condescendientes con ellos, quizá por falta de atractivo de las alternativas al uso, la verdad es que siguen siendo muchos los que observan con recelo las derivas a las que se ven arrastrados por esos estudiantes del Corán. Eso explica, por otra parte, que en la práctica esta relación tenga que ser sustentada a través de mecanismos de coacción, chantaje o de la integración en redes clientelares vinculadas a prácticas irregulares o directamente delictivas (verbigracia, tráfico de drogas). Obviamente, para poder pensar en reconducir esta situación es preciso ofrecer a los pastún una alternativa a los talibán, lo que se intenta desde hace nueve años con escaso éxito.

Lo que es evidente es que los pastún han vivido durante miles de años sin los talibán ni nada que se les parezca, y que sólo una confluencia de circunstancias excepcionales ha propiciado cierto acercamiento entre ambas lógicas. Acercamiento, como hemos visto, no exento de incomodidades para unos y otros. Por ello, el ejercicio consistente en equipar etnia pastún y movimiento talibán resulta demasiado simplista. Por el contrario, todo parece indicar que existen muchas lagunas en esa relación, lo que explica que muchos pastún sigan tratando de desmarcarse de la influencia talibán o que consideren a los talibán como una auténtica tragedia para su pueblo.

Algunas reflexiones acerca de los pastunes

Decíamos al comienzo de este análisis que los pastún de Afganistán son unos 13 millones pero que, en total, se calcula que hay unos 40 millones de personas pertenecientes a esta etnia. La inmensa mayoría del resto, dos tercios del total aproximadamente, reside en suelo paquistaní, donde no tienen el mismo peso político debido a que Pakistán es un Estado más poblado que Afganistán de modo que, en términos relativos, allí los pastún son una minoría (menos del 15% de la población, no todos pashto hablantes, por cierto). Los pastún paquistaníes pertenecen, básicamente, a los clanes ghurghusht, karlanri y sarbani, con pequeñas incrustaciones fronterizas de los clanes que dominan en el país vecino. Aunque ya hemos visto que, en muchas ocasiones, los karlanri y los ghilzai han ido de la mano.

La historia de esta escisión forzada de los pastún es bien conocida: el establecimiento de la famosa línea Durand, en 1893, como frontera entre Afganistán y la entonces India británica. Se trata de una de tantas fronteras trazadas en la época colonial con tiralíneas, en función de los intereses de las potencias implicadas. Pero, muchos años después, esa práctica ha generado algunos problemas. No sólo a los dos lados del paso del Khyber. En el caso que ahora nos incumbe, ocurre que algunos pastún de ambos lados de la frontera están recuperando el ideal de un Pastunistán unido, que permita su reagrupamiento bajo una misma bandera. Ese sería el resumen pertinente. Pero, como ya sucediera con otros epígrafes de este análisis, una primera aproximación de este tipo quizá sea necesaria para centrar el tema, pero no es suficiente.

En realidad, la situación está muy enrevesada por motivos de todo tipo. Por ejemplo, los sucesivos gobiernos afganos han sido reacios a admitir la validez de esa línea fronteriza entendida como tal, empezando por el propio monarca que inicialmente transigió con Londres (Dupree, 1997, p. 426).[7] Hay que tener en cuenta que muchos pastún, especialmente aquellos integrados en los clanes “rotos” por esa decisión, consideran al “emir de hierro” como un traidor a la causa pastún (Ghaus, 1988, p. 16), no faltando los rumores que aducen que el trato se cerró por dinero (Ewans, 2002, p. 108). Estamos, pues, ante un agravio más en la disputa intra-pastún, que añade leña al fuego de las acusaciones vertidas contra el talante de los durrani en el poder, considerado como demasiado propenso a las intrigas palaciegas y a la connivencia con los extranjeros. Atendiendo a estos antecedentes, los gobiernos de Zahir Shah ya reclamaron a Pakistán la devolución de esas tierras, tan pronto como se creó el nuevo Estado, en 1947, contemplando como hipótesis alternativa razonable la concesión de la independencia a esos territorios. Es interesante comprobar que se trataba de la misma línea argumental seguida por los nacionalistas pastún del interior de Pakistán, reunidos en el Partido Nacional Awami, liderado por Ghaffar Khan (Harrison, 2008, p. 4). Pero a nadie se le escondía que eso podría ser un primer paso para la ulterior reunificación de la zona pastún bajo la égida de Kabul. Por lo demás, también el actual presidente Karzai ha optado por una línea irredentista con respecto a esos territorios, manteniendo la reivindicación sobre la mesa, aunque dentro de una política de moderación.

Desde entonces hasta nuestros días la frontera entre los dos Estados ha sido un ejemplo de porosidad, muy difícil de controlar, mientras que las tierras ubicadas en el lado paquistaní de la línea Durand siempre han operado con bastante autonomía de facto con respecto a las directrices marcadas desde Islamabad. En ese sentido, es cierto que la solidaridad pastún ha causado bastantes quebraderos de cabeza a ambos Estados.

Ahí tenemos lo que podría definirse como un problema estructural. Pero lo que realmente ha disparado las alarmas en los últimos tiempos ha sido la arriesgada apuesta de Pakistán por el fomento de las madrasas, que a su vez constituyen la causa inmediata del auge talibán. En efecto, las provincias pastún de Pakistán se han ido radicalizando en clave política y religiosa de la mano de esa iniciativa, tanto en las FATA (Federally Administered Tribal Areas)como en la provincia de la frontera noroeste (NWFP). Es más, se han radicalizado, precisamente, en el caldo de cultivo de esa simbiosis no tan fácil entre el pashtunwali y la lectura talibán del islam que, a pesar de todo, ha logrado bastante rédito en aquellas tierras. Este fenómeno tiene mucho de artificial,[8] pero es plenamente operativo y no va a ser fácil desarticularlo.

El problema reside en que los paquistaníes cometieron un grave error de cálculo del que todavía están convalecientes. Aparentemente, trataron de que los talibán les sirvieran en bandeja de plata la realización de su vieja aspiración, consistente en atar en corto la política de Afganistán, mediante el establecimiento de un gobierno afín en Kabul. Los talibán disponían de un discurso yihadista pero no nacionalista pastún, de modo que en Islamabad no sólo no temieron que con el tiempo pudieran azuzar la predisposición nacionalista pan-pastún sino que, ingenuamente, pensaron que un movimiento de perfil más bien internacionalista sería la tumba definitiva de esas aspiraciones de corte etno-nacionalista existentes en su propio país.

Nada más lejos de la realidad. Sea cual sea el discurso oficial de los talibán, sabemos que sus aspiraciones son híbridas. Por una parte, es verdad que contienen un llamamiento panislámico dentro del cual podría quedar diluida la reivindicación pastún. Pero no lo es menos que también pueden ser vistos como la última expresión de la causa pastún, por más que eso choque con los problemas ya indicados en el anterior epígrafe de este análisis. O que también choque con la oposición de no pocos pastún. Sea como fuere, es más apropiado apuntar que la naturaleza del movimiento talibán oscila entre estos dos polos (Shahid Afsar, Samples y Wood, 2008, p. 64). De esta manera, el movimiento talibán nacido en suelo paquistaní y fomentado por ese Estado –sobre todo a través de sus servicios de inteligencia (ISI)– podría ser interpretado de una manera bien diferente a como se suele hacer en la bibliografía al uso. En esta línea, ya no se trataría de una insurgencia musulmana yihadista formada mayoritariamente por gentes de la etnia pastún, sino más bien de una insurgencia etno-nacionalista pastún compuesta principalmente por yihadistas musulmanes (Holmes, 2008, p. 53). El matiz puede parecer sutil, pero es sustancial, si atendemos a los auténticos objetivos del movimiento.

De hecho, la mezcla de desdén y de incomprensión con la que el mulá Omar ha tratado a islamistas de otras latitudes cuando se acercaban a su peculiar corte kandahari –pensemos en el caso de la delegación chechena– (Crews y Tarzi, 2009, p. 50) sería un botón de muestra adecuado para advertir que esta segunda lectura no anda tan desencaminada. Efectivamente, al margen de sus niveles de éxito con los pastún afganos, parece evidente que los talibán esconden algo más que un llamamiento a la yihad. Así lo han somatizado, por lo demás, muchos afganos pertenecientes a otros colectivos, que siempre han sospechado que detrás del movimiento talibán se esconde, pura y simplemente, la nueva versión del nacionalismo pastún de siempre (Rashid, 2001, p. 139). Todo ello pese a los reiterados esfuerzos de los seguidores del mulá Omar por difundir un discurso teóricamente abierto a otras etnias.

Ahora bien, ¿qué está en juego?, ¿qué alternativas se plantean realmente?, ¿por qué se resucita la cuestión de un hipotético Pastunistán? Las respuestas deben ser diferentes a ambos lados de la frontera, porque distinta es la situación de los pastún en un caso y en otro. En Afganistán, sabemos que se trata de la etnia más numerosa y que el poder ha estado casi siempre en sus manos, aunque sean las del grupo durrani en particular. En cambio, en Pakistán son una minoría que, además, normalmente ha sido ninguneada políticamente por la elite punjabi y anulada culturalmente por la expansión del urdu, la auténtica lengua franca de Pakistán (Jalali y Grau, 1999). Eso significa que el interés respectivo por un hipotético Pastunistán independiente se sustenta en diferentes razonamientos, siendo más perentorio el caso de los pastún de las FATA y de la NWFP, por razones obvias.

De hecho, para los pastún afganos la opción de avanzar por la senda de Pastunistán sólo sería positiva en la medida en que les fuese útil para recuperar la añorada correlación interna de fuerzas previa a 1893, convirtiendo su mayoría relativa en una mayoría absoluta que, siguiendo el símil propuesto, les permitiría gobernar en solitario, es decir, dejarían de tener la sensación de que Kabul pasa por las manos de la capacidad de chantaje de las demás etnias. Pero entonces, ya no estaríamos hablando de un Pastunistán independiente, étnicamente homogéneo, sino de regresar al “Gran Afganistán” soñado por Ahmad Shah Durrani en 1747. En cambio, un Pastunistán independiente, monoétnico, creado a partir de la unidad de los territorios actualmente pertenecientes al cinturón pastún de los dos lados de la frontera dejaría a los pastún afganos acostumbrados a gobernar, sobre todo a los durrani, en manos de una nueva mayoría de origen paquistaní. Así que sería una muy mala apuesta, por su parte. Claro que la opción del “Gran Afganistán” promete traer inconvenientes añadidos, en la medida que a los tayikos, uzbekos, hazaras, baluches, kirguises, nuristanos y demás colectivos no pastún les podría recordar en demasía los viejos tiempos del rodillo durrani. Lo cual sería una auténtica pesadilla, además de una regresión, de acuerdo con sus propias tesis. En este sentido, el remedio podría ser peor que la enfermedad.[9]

De lo que no cabe duda es que la estrategia paquistaní está pasando factura a quienes la idearon. Desde hace tiempo, además. En una especie de efecto bumerán, en su momento Musharraf ya fue amenazado de muerte por Bin Laden (2002) y por Al-Zawahiri (2003), acusado de “traidor” y de ser una “vergüenza” para el islam (Rashid, 2009, p. 287). Además, una vez se han hecho fuertes, con el apoyo del Estado paquistaní, los talibán ubicados al este de la línea Durand reclaman que su país camine por la senda de su propia versión del islam, enfrentándose sin ambages al mismo Estado que les dio alas, no tantos años ha (Rashid, 2001, p. 147).

Conclusión

Normalmente se dice que los pastún constituyen un colectivo que tiene una importancia capital para comprender las raíces y las vicisitudes del conflicto de Afganistán. Y se añade que, por ende, es conveniente tenerlo muy en cuenta si de verdad se pretende resolverlo. Así lo refrendan su peso demográfico, el celo que muestran por la preservación de su identidad –sobre todo a través del pashtunwali– o la estrecha relación que tradicionalmente han mantenido con el poder político formal.

Pero esa es una verdad a medias. Porque lo raro, a lo largo de la historia de ese país, es que los pastún hayan actuado como un actor unitario. Por el contrario, lo cierto es que los diferentes grupos que integran ese colectivo, ya sean definidos como tribus, sub-tribus, clanes o qawms, mantienen rencillas que hunden sus raíces en el tiempo. Además, fenómenos recientes como la creciente fragmentación de la cohesión social provocada por las guerras, las migraciones internas o la aparición de pautas sociales vinculadas a un nuevo urbanismo, contribuyen a erosionar todavía más esas viejas dinámicas tribales.

Este hecho está en la base de la explicación de las razones por las cuales diferentes tentativas de liderazgo pastún en Afganistán han obtenido menos apoyo del esperado o, directamente, han fracasado. Si sabemos que Afganistán, en general, tiende a la entropía, los pastún, en particular, no le andan a la zaga. Lo cual también vale para un hipotético Pastunistán. En términos empíricos, ese es un hecho que reta a las visiones demasiado simplistas sobre las implicaciones políticas de la comunidad pastún. Sobrentender que los pastún poseen algún tipo de solidaridad interna puede generar mucha confusión. Presuponer que pueden ser movilizados como un único actor constituye un error. Por otro lado, el hecho de que existan muchas grietas dentro de ese colectivo también constituye una magnífica ventana de oportunidad para la coalición occidental, más allá de los tópicos existentes acerca de su supuesta alineación natural con los talibán. Pero eso no significa que la tarea sea fácil.

Josep Baqués Quesada
Profesor de ciencia política en la Universidad de Barcelona, especialista en cuestiones de seguridad y defensa y autor de diversas monografías

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[1] Eso se lo pueden discutir, quizá, los nuristanos. Pero su escasa relevancia demográfica los ha reducido a un papel secundario en la vida política de Afganistán. No deja de ser curiosa, en todo caso, la capacidad de resistencia que mantuvieron hasta épocas muy recientes contra las tentativas de los pastunes de incorporarlos al Estado y al islam. Como tampoco tienen desperdicio las campañas orquestadas en su contra para desacreditarlos en el resto de Afganistán, por su condición de kafires o infieles.

[2] Sólo en 2006 los ataques talibán causaron 700 muertos civiles en zona pastún.

[3] El mulá Omar, por ejemplo, nunca se trasladó a Kabul, manteniendo su “sede” en Kandahar y dirigiendo desde allí, virtualmente, los hilos de la política afgana desde 1994 hasta 2001. Probablemente, este gesto sentó muy bien entre muchos miembros de las tribus pastún que, a lo largo de la historia, habían aprendido a recelar de las lógicas palaciegas de Kabul.

[4] Karzai padre, como tantos otros durrani, había sido un fervoroso defensor del último monarca afgano, Zahir Sha. Por su parte, Haq tenía un expediente impoluto como muyahidín, labrado en la guerra contra la URSS y, de hecho, una mina antipersonal lo dejó cojo. Se sabe que posteriormente colaboró con los servicios de inteligencia estadounidenses (Coll, 2005, pp. 164-165). Haq era crítico con Hekmatyar y con los talibán, representando una tercera vía muy interesante pero, tras su captura, fue torturado y “ejecutado” en Kabul.

[5] En realidad, en Afganistán fue introducido tardíamente, por el monarca Abibullah, a principios del siglo XX, y de modo muy selectivo (básicamente, en la corte). No fue hasta los años 50 que algunas mujeres pertenecientes a las elites urbanas también lo emplearon con normalidad.

[6] Se trata de una fiesta que tiene sus orígenes en el zoroastrismo y que, por ende, suele ser concebida como esencialmente iraní, pero que se ha conservado por tradición en pueblos que en algún momento habían practicado ese rito o que, simplemente, han recibido la influencia cultural de Persia. Parece, como se ha apuntado anteriormente, que los pastún comparten ambas cosas. Se celebra entre el 20 y el 22 de marzo.

[7] Aducen que el entonces emir Abd-al-Rahman se limitó a llegar a un acuerdo con los británicos para repartirse responsabilidades en la gestión de ese territorio. Pero eso no significa, a su entender, que de ahí se puedan deducir otras consideraciones. Menos, si cabe, las que afectan a la soberanía de Afganistán.

[8] Tiene mucho de artificial por cuanto la presencia de los talibán en zonas como las FATA tampoco ha estado exenta de roces con las estructuras tribales tradicionales y con sus líderes. Es conocido el hecho de que varias docenas de líderes pastún de Waziristán del Norte y del Sur fueron asesinados, acusados de colaborar con EEUU entre 2005 y 2007. Al parecer, en estos casos los talibán y miembros de al-Qaeda actuaban coordinadamente. De nuevo, la coacción ha sido una herramienta importante para lograr la aquiescencia de gentes que, de acuerdo con ciertos tópicos al uso, deberían haber colaborado de forma bastante más espontánea.

[9] La idea de un Pastunistán monoétnico ha sido explícitamente defendida por Holmes como la mejor de las posibles para traer la paz a esa región pero llama la atención que su aproximación no se dé ninguna importancia a las subdivisiones internas del bloque pastún y a los subsiguientes enfrentamientos, históricamente tan frecuentes.