Resumen

La participación de España en la UE ha sido globalmente una historia de éxito. No obstante, ha sufrido notables vaivenes y no siempre se ha correspondido con su importancia relativa en el conjunto comunitario. En este documento de trabajo se realiza una revisión sintética y selectiva de los principales hitos de la presencia de España en la UE con la finalidad de contribuir a identificar los posibles elementos que pueden contribuir a definir una estrategia para reforzar su proyección. Se presta particular atención al retroceso sufrido con la crisis financiera y del euro y a los retos y oportunidades que se ofrecen con la crisis sanitaria. Se defiende que el peso de un país de tamaño mediano o pequeño depende de lo acertado de su estrategia europea. Y se concluye que en los momentos de transformación que vive la UE, la estrategia de España debe orientarse a la preservación de la arquitectura existente, frente a los riesgos de retroceso, y a impulsar reformas viables y realistas que suplan las carencias más apremiantes. Las innovaciones introducidas en la respuesta a la pandemia han establecido precedentes que pueden facilitar avances importantes. Las posiciones maximalistas no tienen visos de prosperar y su defensa no se corresponde con el papel que España puede desempeñar. Es imprescindible un enfoque selectivo basado en propuestas técnicamente sólidas y susceptibles de suscitar consensos.

Introducción

La integración de España en Europa ha sido la guía y el motor de la modernización de la economía española y de su aproximación a los países más avanzados. La adhesión a la Comunidad fue una historia de éxito tanto desde el prisma doméstico como desde la perspectiva europea. Ello explica que, durante la primera etapa de la adhesión, España fuera considerada un arquetipo de los beneficios de la buena marcha del proyecto. Sin embargo, a pesar de este reconocido rasgo distintivo, la influencia de España en la UE no siempre se ha correspondido con su peso real y sus contribuciones al diseño europeo han sido puntuales. El escaso protagonismo se hizo patente, sobre todo, a partir del duro impacto de la crisis financiera, que afloró las fragilidades de la arquitectura de la Unión, evidenció su limitada y torpe capacidad de respuesta ante escenarios imprevistos y, a la vez, colocó a España en el grupo de países problemáticos, lastrados por sus desequilibrios en medio del torbellino de la crisis de la deuda. Difícilmente se podía ser influyente y mantenerse cercano al núcleo central de la toma de decisiones europeas cuando en poco espacio de tiempo se pasó de las filas de los miembros modélicos a la lista de los países incumplidores, y cuando la opinión pública, sin abandonar su europeísmo, empezó a estar dominada por la profunda cicatriz social que dejo la crisis y la crítica hacia los excesos austeridad en la respuesta de la política europea.1

Para España nunca fue fácil articular su estrategia europea y hacerla presente en las instituciones. Por nuestra tardía incorporación, legado del pasado dictatorial, y por nuestro síndrome de país intermedio: no somos un país lo suficientemente grande para haber sido considerado entre los principales actores, ni lo suficientemente pequeño como para poder contentarnos con hacer una política de alineamiento o seguidismo de otros países grandes. A los pocos años del ingreso, España fue capaz compartir el liderazgo de una de las grandes ideas que hicieron avanzar la construcción europea: la plena apertura de los mercados (Mercado Único) a cambio del apoyo financiero a los países rezagados con los fondos estructurales y de cohesión. Esa política dio grandes frutos para Europa y para España. Y, más adelante, España consiguió colocarse en el pelotón de cabeza con la entrada en el euro desde su creación.

Paradójicamente, a partir de ese éxito, y cuando se tenía una posición más ventajosa, se fueron diluyendo los perfiles de la estrategia europea de España. La euforia por los beneficios conseguidos en crecimiento y renta per cápita desvió la atención y la dedicación de recursos humanos desde las metas europeas a tareas y objetivos domésticos. Y lo que fue más grave, los excesos en los que se incurrió durante esa larga etapa expansiva nos colocaron en una posición de vulnerabilidad ante la crisis financiera, lo que hizo que España se convirtiera por unos años en uno de los flancos más débiles del edificio europeo. Y ello se tradujo en una notable pérdida de influencia.

Durante la crisis, la UE se vio forzada a innovar bajo la presión de unos acontecimientos dramáticos que pusieron al límite su propia capacidad de supervivencia. El foco estuvo en el riesgo de fractura de la moneda única, pero la instabilidad de la UEM puso en peligro el conjunto del proyecto. Los fallos que emergieron como consecuencia de los problemas de competitividad, los excesos de endeudamiento público y privado, las burbujas inmobiliarias y la proliferación de las crisis bancarias evidenciaron la grave carencia que suponía la inexistencia de un prestamista de última instancia para los países del área del euro (Regling, 2019). Las innovaciones, a contracorriente, se centraron en la improvisación, primero, y en la formalización después de los programas de ayuda financiera y rescate de los países amenazados, acompañados por unos mecanismos de condicionalidad que suscitaban nuevos problemas en la definición de los papeles respectivos de la solidaridad y la responsabilidad y en la demarcación de los límites de la soberanía nacional en el manejo de las políticas económicas. Y el BCE tuvo que modificar en profundidad su esquema de política monetaria para adentrarse en la compra de deuda de los países estresados y más generalmente con la introducción de medidas no convencionales de política monetaria que culminó con la adopción de una estrategia de relajación cuantitativa.

Durante el período en el que se gestaron los cambios institucionales de la UE para dar respuesta a los retos de la crisis, la posición española estuvo muy condicionada por la necesidad de defenderse frente a los riesgos que amenazaban a su economía y a su propia supervivencia en el área del euro. Dentro del clima de confusión y desconfianza entonces reinante, los planteamientos españoles frente a los problemas europeos estuvieron fundamentalmente orientados a obtener cierta compresión en la interpretación de las reglas de estabilidad ante las adversas circunstancias por las que atravesaba, en la activación de mecanismos para frenar el contagio en los mercados de deuda e incluso en la disponibilidad de financiación que aliviase la sequía de los mercados, pero siempre con la preocupación de soslayar el recurso a un programa europeo de rescate completo que hubiese supuesto la intervención de su economía. No obstante, España contribuyó de manera constructiva al diseño del dispositivo temporal de la Facilidad Europea de Estabilidad Financiera y al Mecanismo Europeo de Estabilidad Financiera. Y lo que fue quizá más significativo, apoyó sin reservas, en medio de las adversidades en el sector de las cajas de ahorro, el lanzamiento de la Unión Bancaria, que fue un paso trascendental para la superación de la crisis y para abrir la reflexión sobre la necesidad de completar la arquitectura de la UEM, con desarrollos más ambiciosos en la integración financiera y fiscal, y sobre sus implicaciones políticas para la legitimación democrática.

Una vez superada la fase más dura de la crisis, la UEM había sido capaz de taponar las vías de agua y mantener a flote el proyecto, a pesar de que la respuesta había sido tardía, renqueante e insuficiente. Pero el entramado de la moneda única seguía siendo incompleto y era percibido como tal. Se hizo apremiante la búsqueda de una respuesta a esa situación inestable que despejase los temores de un nuevo agravamiento de la fragilidad. Las instituciones se apresuraron a elaborar una hoja de ruta de avances graduales pero ambiciosos que se plasmó en el denominado Informe de los Cinco Presidentes en el que se esbozaron las principales ideas para completar y fortalecer la UEM.

Un diseño más acabado de la integración financiera redundaría en un soporte más sólido de la moneda única pero no sería suficiente. El meollo de la transformación que se proponía requería complementar la integración monetaria y financiera con la introducción algunos elementos tasados de unión fiscal que vinieran a acompasar el impacto de las políticas nacionales y a descargar la política monetaria de las tareas que tuvo que asumir en situaciones de emergencia. El Informe de los Presidentes señalaba también que los pasos más avanzados del proceso propuesto tendrían importantes derivaciones en el plano de la responsabilidad democrática y la unión política, que habrían de ser abordadas en paralelo con desarrollo de los nuevos ingredientes a lo largo de un horizonte dilatado de tiempo.

En España, el resultado satisfactorio del rescate bancario y la progresiva superación de la crisis ayudaron a mejorar su posición ante los restantes países miembros y las Instituciones europeas. La articulación de algunas reformas y la paulatina mejora del crecimiento y del empleo hicieron que se percibiera a España como como un socio más fiable y se le abrieran nuevas posibilidades de alcanzar un puesto entre los países influyentes. A España la avalaban el cumplimiento de la mayor parte de los compromisos europeos, incluso en condiciones muy adversas, y el mantenimiento de la orientación europeísta de la opinión pública, las fuerzas políticas y el proyecto gubernamental. Desde esa posición se abría una nueva oportunidad para recuperar el prestigio y la influencia perdidas y para reanudar una etapa en la que las propuestas españolas se puedan abrir camino y ser tenidas en cuenta.

La dinámica de recuperación europea y española se vio, sin embargo, dramáticamente interrumpida por la intensa conmoción mundial de la situación de emergencia sanitaria del COVID-19 que ha dañado adicionalmente las frágiles estructuras de gobernanza internacional. España, además, se ha encontrado entre los países más duramente afectados y su economía se ha visto abocada a una contracción sin presentantes, con una intensidad muy superior de la que tuvo la Gran Recesión. Y frente a ella no se encuentra entre los mejor preparados para afrontarla por la pesada herencia en términos de endeudamiento de la crisis anterior y por los importantes problemas estructurales que sigue arrastrando en parcelas importantes de su tejido económico por el escaso avance de las reformas pendientes. Sobre todo, por el mal funcionamiento del mercado de trabajo, donde el alto nivel de desempleo estructural y la acusada dualidad siguen actuando como factores de amplificación de las perturbaciones contractivas.

La posición de fragilidad con la que España se enfrenta a la crisis de la pandemia supone a la vez un nuevo reto y una oportunidad para la consolidación de una mayor influencia en la gobernanza comunitaria. La superación de esta peculiar crisis requerirá de la movilización a corto plazo de abultadas partidas de gasto público no financiables ni por la forzosamente debilitada capacidad recaudatoria de impuestos ni por el potencial de captación de recursos en los mercados financieros. El margen para conseguir que esta inesperada conmoción no devenga en un retroceso de proporciones superiores a la década perdida que supuso la crisis financiera anterior depende crucialmente de la reacción europea y de su apoyo efectivo a las políticas expansivas necesarias. Lo que coloca a la relación de España con la UE en el centro de la articulación de la respuesta de la política económica. Sin la ayuda de Europa, España estaría condenada a recaer en una nueva grave crisis de deuda que pesaría como una losa en el crecimiento económico y el desarrollo del Estado del bienestar en los próximos 10 años.

Afortunadamente, Europa ha reaccionado con diligencia y audacia proveyendo cuantiosos fondos para la articulación de una respuesta expansiva con un componente de solidaridad, que no fue capaz de introducir en ocasiones anteriores. España se encuentra así con mejores resortes que activar frente a la crisis, pero para hacer valer la mejora de la posición española se hace imprescindible pasar de las proclamas europeístas genéricas y de los programas de integración maximalistas a la concreción de propuestas precisas y viables que respondan a los intereses comunitarios y nacionales.

En la aportación española al Informe de los Cinco Presidentes de 2015 se encuentran algunos ejemplos de planteamientos maximalistas sobre el futuro de la UEM que, si bien reforzaban el perfil europeísta, difícilmente constituían una propuesta con visos de viabilidad. En aquel documento se apostaba por una Unión Fiscal completa que implicase la transferencia de soberanía a la Unión de las políticas de ingresos y gastos, un presupuesto común para la eurozona e instrumentos de deuda comunes (Comisión Europea, 2015). En un momento tan difícil como el que vive la UE, la estrategia de un país como España debe estar orientada a reforzar las líneas de defensa de la construcción europea existente y apoyar las reformas viables que suplan las carencias más apremiantes. Las posibilidades de avance, aprovechando los precedentes innovadores introducidos frente a la pandemia, son limitadas por lo que es imprescindible ser muy selectivo en los nuevos proyectos, y adquiere mayor relevancia la definición de estrategias orientadas a conservar y fortalecer los pilares que aseguren la supervivencia del proyecto frente a las corrientes adversas que perviven.

El objetivo de este trabajo es proporcionar una visión sintética de la experiencia española en la UE con la pretensión de contribuir a la que estrategia europea de España sirva de apoyo frente a las inestabilidades que amenazan al proyecto y para aumentar así la influencia en las decisiones comunitarias. Se trata de una visión retrospectiva de la trayectoria seguida por España en la UE orientada a la problemática actual de la revisión de su propia arquitectura y de la respuesta a la pandemia.

José Luis Malo de Molina
Economista


1 Araceli Mangas Martín lo formula en los siguientes términos: “Es cierto que desde 2004, de forma entonces poco perceptible, pero bien evidente en el segundo mandato del presidente Rodríguez Zapatero, España se ha vuelto un Estado insignificante en la UE aun perdurando nuestra lealtad y compromiso europeo” (Mangas Martín, 2011).

Banderas de España y la Unión Europea en la Plaza de la Villa de Madrid (España). Foto: Contando Estrelas (CC BY-SA 2.0)