La canciller alemana, Angela Merkel, propuso en enero de 2007 que la Unión Europea intensifique sus relaciones económicas con los Estados Unidos para avanzar hacia una “asociación económica trasatlántica”, a partir de la realidad de que “los Estados Unidos son el principal socio comercial de la Unión Europea” y cada uno de ellos el mayor inversor en el otro. “En interés de nuestra competitividad global, tenemos que seguir removiendo barreras comerciales, por ejemplo en la legislación de patentes, estándares industriales o en el acceso a los mercados de bolsa. Un mercado común trasatlántico serviría eficazmente al interés de Europa”[1].

La idea de un mercado común trasatlántico es una de las varias propuestas recientes para intensificar estas relaciones. Se ha planteado también establecer gradualmente una zona de libre comercio trasatlántica (en su acrónimo inglés: TAFTA), empezando por homogeneizar regulaciones hoy dispares, que actúan como barreras para el comercio, las inversiones o la prestación de servicios. Y se ha propuesto también avanzar hacia una “alianza atlántica” para crear un “área de prosperidad” y lograr algunos otros objetivos estratégicos.

Los sujetos iniciales serían los Estados Unidos y la Unión Europea, pero todas las propuestas insisten en que, lejos de querer proteger la relación trasatlántica con barreras proteccionistas, su afán es abrirla pronto a terceros países – como los integrantes no comunitarios del espacio económico europeo, Canadá o México[2] – y quizá también a otros acuerdos de asociación regionales. El acuerdo tampoco pretende, aseguran, reemplazar ni perjudicar a los que deben alcanzarse en la ronda de Doha.

El primer paso consistente se ha producido con notable rapidez: el pasado 30 de abril, los presidentes de los EEUU y la Comisión europea y la presidenta de turno de la Unión firmaron en Washington el “Acuerdo-marco para avanzar en la integración económica entre la Unión Europea y los Estados Unidos de América”. Para la canciller, el acuerdo “será un hito si conseguimos mantener el impulso” actual[3]. Se trata, por tanto, de un primer paso hacia los objetivos que recoge el preámbulo del acuerdo: “conseguir una integración económica trasatlántica más profunda”, que traerá “más crecimiento”, lo que “será beneficioso para nuestros ciudadanos y la competitividad de nuestras economías, tendrá efectos positivos globales, facilitará el acceso a mercados de terceros estados y estimulará a otros países a adoptar el modelo económico trasatlántico de respeto a los derechos de propiedad, apertura a las inversiones, transparencia y previsibilidad en la legislación y el valor de los mercados abiertos”[4].

Existen cimientos sólidos para una integración económica mayor

 Las economías de la UE y los EEUU son las dos mayores del mundo y están cada vez más integradas

La base económica para estos proyectos es la realidad de que la UE y los EEUU (más Canadá), “las dos regiones económicas más importantes del mundo, reúnen en torno al sesenta por ciento del PIB mundial”. Sin Canadá, generan el 37% del comercio mundial. Más del veinticinco por ciento de las exportaciones de la UE se dirigen a Norteamérica, mientras que las exportaciones europeas con destino a Japón y China solamente alcanzan, conjuntamente, el nueve por ciento[5]. La UE y los EEUU muestran “una integración creciente y sin precedentes de sus economías y reúnen conjuntamente el mayor porcentaje de los movimientos de capital y operaciones bancarias,  comercio e inversiones y transacciones de valores”[6].

Las discrepancias políticas a lo largo de las dos presidencias de G.W. Bush no han afectado negativamente a las relaciones económicas. Los informes de Hamilton y Quinlan señalan que “aunque los últimos años hayan estado entre los peores de las relaciones políticas trasatlánticas, han sido los mejores tiempos para la economía trasatlántica”. El comercio, las inversiones y los beneficios empresariales crecen a ritmos elevados y cada parte se beneficia y se equilibra gracias a las fortalezas de la otra. Pese a las advertencias agoreras sobre la emergencia de China y la India, las rencillas políticas y los avisos constantes de un divorcio trasatlántico, en la pasada década los vínculos económicos entre los EEUU y Europa se han fortalecido. Hamilton y Quinlan estiman que el comercio trasatlántico genera 3,75 billones (en la acepción española) de dólares y emplea a 14 millones de trabajadores, con buenas condiciones salariales, de empleo y de estándares medioambientales y con un acceso amplio, abierto y no discriminatorio a los mercados respectivos. “La economía trasatlántica permanece así en la vanguardia de la globalización: los lazos de comercio e inversiones entre Europea y los EEUU son más profundos y densos que los de cualesquiera otros continentes”[7].

“El secreto mejor guardado” es lo fuertes que siguen siendo unas relaciones que, lejos de separarse al desaparecer el cemento que representaba la Guerra Fría, se han consolidado desde la caída del Muro. El 57% de la inversión directa en el exterior norteamericana se dirige a Europa, que es, a su vez, responsable del 75% de la recibida por los EEUU. Europea es la principal fuente de beneficios empresariales de las multinacionales norteamericanas y una fuente esencial de capital para financiar el déficit y dotar de liquidez a los EEUU. Los lazos en el sector terciario crecen de la mano de las inversiones, particularmente en los sectores de las telecomunicaciones, los servicios financieros, los seguros, la publicidad y la informática[8]

Las barreras más relevantes para contener o evitar un mayor desarrollo de los intercambios ya no son las arancelarias: se encuentran en reglamentaciones, culturas y sistemas jurídicos diferentes, que dificultan el comercio. Superarlas permitiría un crecimiento del PIB en torno al 2,5%, ayudaría a hacer más – o algo – eficaces los derechos de propiedad intelectual y permitiría enfrentarse al dumping social de terceros países. Conviene, no obstante, no olvidar que entre estas diferencias normativas se incluyen elementos fundamentales de los respectivos modelos sociales, con implicaciones incluso constitucionales. Modificarlas requeriría un alto grado de acuerdo político y social, que sólo podría facilitar un liderazgo político capaz de integrar todos los intereses en conflicto.

Algunos de los retos actuales responden a episodios concretos: el escaso éxito de los intentos de desarrollar normas y sistemas comunes, las crisis padecidas por ciertos sectores o empresas y las reacciones de los organismos reguladores. La reducción de las barreras al comercio y la liberalización de los mercados financieros, de las telecomunicaciones y del transporte han incrementado el tráfico entre los diferentes sistemas y mueven a los gobiernos nacionales a procurar una mayor eficacia para sus poderes de control y regulación. La UE y los EEUU han tratado de impulsar una reforma de las prácticas de buen gobierno corporativo, con una dimensión transatlántica y un resultado dudoso: “no está claro que la cooperación  ente la UE y los EEUU haya facilitado a las empresas su adaptación a las diferencias normativas, atraído nuevas inversiones o protegido suficientemente los intereses de los accionistas minoritarios”[9]. También se ha puesto de manifiesto que puede ser preciso mantener algún nivel de competencia mediante diferencias legislativas que permitan un margen de flexibilidad e innovación. Pero la presión de los grupos de interés impulsa reformas internas que buscan más eficacia. Y la creciente homologación de técnicas e instituciones puede facilitar la movilidad de los capitales y “así impulsar reformas de los mercados y los sistemas productivos asociadas a la disponibilidad de dinero más barato”[10].

EEUU y la UE comparten valores en un grado que permite hablar de una “civilización atlántica”

Wissmann parte de la afirmación (difícilmente tan rotunda desde España o Portugal) de que “Europa no está tan estrechamente unida a ninguna” región del mundo como con Norteamérica. La relación que Hannah Arendt llamó “la civilización atlántica” no sólo se basa en intereses de seguridad, como los que cuida la OTAN, sino también en el reconocimiento de los “valores occidentales”[11]: valores básicos como “la libertad, la democracia, los derechos humanos y el imperio de la ley todavía constituye el cimiento de la relación trasatlántica”.

El punto de partida de esa intensificación de la relación transatlántica no puede ser sólo económico. La cercanía de los valores, que se han ido desarrollando en un fructífero ir y venir entre los dos continentes, es real y una base adecuada. Es el resultado de la colonización de América; de la difusión de las ideas políticas, económicas y educativas de la Ilustración escocesa[12]; de una Historia de intercambios comerciales, pero también técnicos y jurídicos. También del empeño compartido, tras la Segunda Guerra Mundial, por extender sistemas democráticos de gobierno con mecanismos eficaces para proteger los derechos y libertades, por una aproximación a las relaciones internacionales basada en la cooperación y la expansión universal de los derechos humanos, con el horizonte de una sociedad más abierta, que facilite la libertad e impulse la investigación y la creatividad.

Sin duda es posible hallar diferencias, episódicas o profundamente arraigadas, en el énfasis sobre cada uno de estos aspectos. Pero conviene recordar que muchos de los valores fundacionales de nuestra “Europa de los derechos”, de cuyos instrumentos nos enorgullecemos incluso con “cierta pasión”[13], sólo han sido posibles gracias a un germen que arraigó y se desarrolló en los EEUU: en el radicalismo democrático de los europeos que se establecieron en Norteamérica buscando la ocasión de ser libres y prosperar por su ingenio y su industria. Que llevaron consigo y supieron desarrollar un sentido de la libertad individual, la democracia y la responsabilidad en la comunidad, de dinamismo económico y movilidad social, de transparencia y ética protestante, que aún percibe en los EEUU cualquier observador atento a la rica pluralidad y el profundo liberalismo norteamericanos.

Muchos de estos valores sólo han prosperado en Europa gracias a una ayuda americana que, pese a todo – pese a la rivalidad hasta suceder al Imperio británico como superpotencia, pese a la pavorosa derecha americana, pese al macarthysmo, pese a la vocación expansiva del radicalconservadurismo y el integrismo cristiano – salvó a Europa del nazismo, ayudó a su reconstrucción económica y, en el caso de Alemania, a su regeneración política y la defendió del estalinismo. El Primer Mundo, el actor decisivo de la extensión universal de los derechos humanos y de la concepción liberal de la democracia es una realidad mucho más interdependiente (¡y admirable!) de lo que suele reconocerse y merece atención y trabajo político.

El resultado, ha dicho Merkel, es un fundamento común de valores, cuya base forman la libertad y el respeto a la dignidad de cada persona, a partir del que se han desarrollado nuestros modelos de sociedad y nuestros sistemas económicos. “Podemos decir que hemos tenido éxito con ellos, tanto los estados europeos como los EEUU de América: las personas que viven en nuestros países tienen una ocasión para la prosperidad, el reconocimiento de sus ideas, sus opiniones y su libertad de expresión. Todo lo que nos parece natural en el mundo que vemos alrededor y que en este momento no está al alcance de todos los seres humanos”[14].

Pero la continuación de esta relación “se ha dado por supuesta ya durante demasiado tiempo y en vez de impulsar su desarrollo potencial con un nivel adecuado de compromiso político e interés, se ha visto con una benigna indiferencia o incluso, en tiempos recientes, con una desconfianza latente”[15]. Prácticamente no existe un estructura institucional que preserve y consolide la relación. Han fracasado todos los intentos de establecerla. Y, sin embargo, sostiene Wissmann, es “imperativo” hacerlo para enfrentarse a los retos de la globalización y al “agresivo crecimiento de las economías de los tigres asiáticos”. Una zona de libre comercio sería “el cimiento y el manantial de una nueva y más fuerte asociación”, del mismo modo que el éxito de la UE se explica por el desarrollo del mercado común europeo[16]. Para ello, concluye, “los dirigentes políticos europeos deberían concentrarse en cuidar y alimentar las cosas que tenemos en común con Norteamérica, en vez de reducirlas a los lazos tradicionales de nuestros intereses defensivos comunes”[17].

La integración europea puede servir como modelo

La propuesta de un mercado interior que conduzca gradualmente a una progresiva integración mediante estructuras evolutivas se basa, obviamente, en la experiencia de la Unión Europea. La UE es “uno de los proyectos políticos con más éxito del siglo XX y el mayor área económica del mundo, con casi quinientos millones de habitantes viviendo y trabajando en un Mercado común nacido del ideal de la unificación europea. Nada nos impide aplicar este  modelo exitoso en el contexto trasatlántico”. Para conseguir el mercado único europeo también fue preciso superar muchos obstáculos y desencuentros y “su éxito se construyó sobre la firme voluntad política de llevar a término fructíferamente el proyecto”[18]. Las experiencias de su establecimiento y la de la interacción de los sistemas jurídicos anglosajón y continental son buenos modelos para un desarrollo trasatlántico semejante[19].

Para evitar nuevas guerras como las que entre 1870 y 1945 habían llevado al continente al borde del abismo, la construcción europea ha ido avanzando a partir de grandes visiones, pero de manera pragmática, con saltos evolutivos en los que unos pasos han ido llamando a los siguientes. La Guerra Fría no la ganó el Marte americano, sino la Venus europea. La OTAN fue una precaución necesaria y “mantuvo la paz, pero la UE la hizo”: en la derrota de la URSS fue decisiva la carrera de armamentos, pero la causa principal fue su decadencia política, material y moral por el contraste entre sus resultados sociales y los niveles de bienestar, libertad e imperio de la ley en la  Europa occidental, que luego ha subvencionado la reconstrucción de los países del otro lado del Telón de Acero y los está incorporando ahora a la UE[20]. La experiencia permite mirar al horizonte con ambición, e incluso con fantasía, a la vez que se negocia duramente sobre una realidad que está – como el Diablo – en los detalles.

Merkel reconoce en el éxito del modelo de sociedad occidental la causa principal de los cambios profundos ocurridos en el mundo: la recuperación de la libertad en los países del centro y el Este de Europa, la ampliación de la UE. Pero el mundo no se ha vuelto más sencillo por esto, “como pensamos al principio de los años noventa, ni se han resuelto los grandes conflictos”. Muy al contrario, han surgido una multitud de conflictos nuevos y desarrollos fallidos, nuevas amenazas, como el terrorismo internacional; el ritmo del cambio se ha acelerado con la globalización, con el crecimiento acelerado de algunos países “en los que intuimos futuros competidores en el Este de Asia y Latinoamérica también en el terreno tecnológico”, de forma que la innovación creativa ya no es un terreno exclusivo de los EEUU y la UE; y hemos cobrado una conciencia mayor de que nuestros recursos naturales son escasos y finitos[21]. Conviene recordar también que “no ha pasado aún el tiempo de una vida humana desde la terrible Segunda Guerra Mundial”. Hoy hemos conseguido vivir en paz y libertad los unos con los otros, pero “tenemos la obligación de hacer esto posible también para otras partes del mundo”[22].

“Las ventajas pragmáticas de un área de libre comercio como ésta son obvios” para sus defensores, como Wissmann. La OCDE calcula que una mayor integración económica y la eliminación de barreras para el acceso a los mercados, la inversión extranjera y el comercio entre la UE y los EEUU podrían producir un incremento del 3% del PIB en la UE y del 2% en los EEUU. Una auténtica integración de los mercados de capital podría reducir a la mitad el coste de las transacciones comerciales y disparar en un cincuenta por ciento el volumen de comercio recíproco. “Los ejemplos más visibles de estándares diferentes son los requerimientos técnicos en la industria del automóvil, la falta de coordinación en la lucha contra la corrupción y en la protección de la propiedad intelectual, la legislación antitrust, la política energética , la supervisión de los mercados de valores”[23] y las distintas concepciones de la responsabilidad civil extracontractual, quizá el elemento más claramente divergente en las culturas jurídicas norteamericana y continental europea. Liberalizar el sector europeo de los servicios podría crear hasta seiscientos mil empleos en Europa y elevar la inversión estadounidense y de otros países hasta en un 34%[24].

En este contexto, Gordon Brown – firme atlantista – ha defendido la eliminación de los obstáculos, particularmente arancelarios, al comercio trasatlántico. “Simplemente eliminar las barreras al comercio y las inversiones entre la UE y los EEUU podría elevar la renta per cápita en las dos partes hasta en un tres por ciento”, estima. “Una reforma integral de los mercados de bienes y capital significa completar el mercado único. Mi propuesta es que no sólo establezcamos calendarios, sector por sector”, para completar este mercado, “sino que investiguemos” para encontrar sectores en los sea posible favorecer la competencia y “para sacar a la luz a quienes impiden la liberalización manteniendo los precios altos”. Brown es partidario de reformas liberalizadoras en los mercados de bienes y capitales, pero también de una mayor flexibilidad laboral, que forma parte de la que considera “la ocasión, para Europa, de mostrar su capacidad de liderazgo y llevar decididamente la economía europea a un camino de reforma, modernización y crecimiento”[25] y que plantea una cuestión raramente explicitada de las propuestas trasatlánticas: su repercusión sobre el régimen del empleo.

Los flujos comerciales y mercantiles recíprocos crecen y “los sectores económicos respectivos reclaman de sus dirigentes políticos que dejen de descuidar la relación trasatlántica. Las dos economías se han hecho tan interdependientes que las perspectivas de su crecimiento y su creación de empleo no residen en una mejora de sus relaciones con China y la India, ni en completar con éxito la ronda de Doha, sino en eliminar las actuales barreras al comercio y la inversión para crear un auténtico mercado interior trasatlántico”[26]. 

Tres propuestas diferentes, pero convergentes

2.1 La propuesta de Matthias Wissmann: “¡TAFTA!”

La idea ha cobrado vida gracias a Matthias Wissmann[27], diputado democristiano alemán, que preside de la Comisión para Asuntos Europeos del Bundestag y fue ministro de Transporte entre 1993 y 1998[28]. Wissmann propone avanzar paso a paso, concentrándose, conforme a la experiencia del mercado único europeo, en determinados sectores. En primer lugar, abriendo los mercados de capital, eliminando restricciones actuales para reducir el coste[29]. Quinlan y Hamilton calculan que una integración de los mercados financieros podría elevar el volumen de las transacciones en un cincuenta por ciento[30]. Como primeros pasos, Wissmann propone estudiar los puntos de contradicción en las respectivas legislaciones, reforzar la aproximación en materia de gobierno corporativo y avanzar hacia el mutuo reconocimiento y, posteriormente, la armonización, de las prácticas contables, con el fin, en el largo plazo, de establecer “unos estándares comunes que permitan llegar a configurar un marco de estándares contables globales”. Propone prestar una atención semejante a los mercados bursátiles y las actividades bancarias internacionales. Y cree necesaria una mayor transparencia – sin que ello suponga procurar una regulación uniforme – de los “hedge funds”, con alguna forma de registro centralizado y uniforme en el que tomen parte el Fondo Monetario Internacional y los supervisores nacionales[31]. La canciller Merkel ha recogido esta necesidad de transparencia, que podría intentarse mediante formas de autorregulación o supervisión externa[32].

Wissmann propone, en segundo lugar, más cooperación y transparencia en la “política regulatoria” y el establecimiento de estándares técnicos, con el fin de preservar la competencia de norteamericanos y europeos en el mercado global. Las diferencias actuales no sólo elevan los costes de transacción, sino también la incertidumbre jurídica. En el marco del actual diálogo trasatlántico, propone reforzar la comunicación entre la Comisión Europea y la “Office of Management and Budget” norteamericana, para procurar la comprensión recíproca de los sistemas reguladores y su puesta en práctica; respaldar el foro de alto nivel para la cooperación en esta materia, que pretende establecer guías de buenas prácticas comunes; seguir impulsando la que se produce en los sectores farmacéutico, de la eficiencia energética y de la protección a los consumidores. En los casos en que los niveles de protección y calidad sean semejantes, el objetivo  debe ser, en su opinión, el reconocimiento mutuo entre los sistemas europeo y norteamericano. Y cree que esta práctica daría frutos particularmente en los sectores de la óptica, las tecnologías de la información y la biotecnología[33].

El caso paradigmático de los efectos adversos de las disparidades regulatorias es el de la industria del automóvil. Münchau cita un estudio de 2003, que revela que los precios franco-fábrica en Alemania, el Reino Unido, Bélgica y Holanda son un sesenta y nueve por ciento más caros que los de la media mundial y los precios de los recambios, un cincuenta por ciento más caros en Europa que en los EEUU. Estas diferencias, advierte, no se explican por diferencias impositivas, el cambio de moneda o elementos del sistema de distribución, sino por el afán de proteger las industrias nacionales[34]. Frente a esta realidad, Wissmann sostiene que las diferencias en los requisitos de seguridad, las emisiones y las homologaciones respectivas, reguladas por más de noventa directivas,  más las costosas autorizaciones y pruebas precisas para las importaciones, perjudican a la que es una de las industrias más importantes de la UE. Su propuesta es la aceptación recíproca de las regulaciones en estas materias, que facilitaría el desarrollo tecnológico y el potencial de crecimiento de estas empresas[35]. Hamilton y Quinlan estiman que un acercamiento de las regulaciones respectivas reduciría el coste de cada coche o camión en un siete por ciento y tendría efectos favorables sobre la extensa red de proveedores y distribuidores de cada una de las partes[36].

El pronóstico sobre la apertura de los mercados aéreos trasatlánticos es compartido: ayudará a  consolidar los vínculos económicos recíprocos[37], impulsará el comercio (hasta en un veinticuatro por ciento), permitirá a los consumidores ahorrarse seis mil millones de dólares y elevará la producción de los sectores relacionados en otros nueve mil millones anuales[38]. Un avance en la protección de los derechos de propiedad intelectual ahorraría pérdidas incalculables, reforzaría la confianza empresarial y el potencial de innovación y favorecería el clima inversor. Wissmann recoge las propuestas de incrementar la cooperación fronteriza, elaborar planes conjuntos para perseguir la piratería e incrementar la sensibilidad sobre sus efectos adversos y homologar los sistemas de patentes. Otros sectores en los que sería posible intensificar formas de cooperación ya iniciadas son los de la distribución y la seguridad de la energía y las energías renovables (incluida una coordinación de las actuaciones en países en vías de desarrollo o recientemente industrializados), la toma de conciencia de los EEUU como mayor emisor de gases con efecto invernadero y el desarrollo de combustibles sintéticos y sistemas eléctricos de propulsión para los vehículos[39].

Un proyecto así requiere un calendario común con metas claras. Los primeros pasos deberían ser, para Wissmann, una política regulatoria común, un código común de la regulación de la competencia y apoyo para abrir unos mercados de capital competitivos. Esto significa armonizar las prácticas contables, las restricciones de acceso a los mercados y regular los “hedge funds” que operan globalmente. También habría de ser una faceta importante la generación conjunta de estímulos para la innovación y la investigación en campos como la producción de energía, la teconología de la información y la nanotecnología. “Casi todas las barreras y aranceles, finalmente incluso los agrícolas, deberían ser eliminados gradualmente. Nuestro objetivo debería ser concluir el mercado transatlántico en 2015, con una meta más cercana, en 2010, para los servicios financieros y los mercados de capitales”[40].

Una “alianza atlántica para la prosperidad”

La segunda propuesta plantea una “alianza para la prosperidad”, o para crear un “área atlántica de prosperidad”. Aúna un punto de vista liberal extremo, partidario de una absoluta libertad de mercado y de comercio, con la versión que Védrine considera más cerrada de las razones políticas y estratégicas para la unidad de Occidente[41]. Su fundamento económico son los datos y análisis de Hamilton y Quinlan – también básicos en las de Wissmann, Merkel y las Cámaras de Comercio norteamericanas. Pero recoge también un elemento valorativo a partir de un análisis de los intereses y las amenazas – el terrorismo, la pobreza, el riesgo de pandemias, el calentamiento global – compartidos que conduce a una actitud defensiva de cierta dureza.

El “caso por un área de prosperidad atlántica”, propone una “liberalización integral”, que comience por eliminar sistemáticamente regulaciones y otras barreras, liberalice completamente las inversiones y el comercio y produzca finalmente una “completa integración económica”. Su resultado habría de ser “un mercado de setecientos millones de personas, generalmente ricas y bien formadas”, en el que fluyan “con absoluta libertad bienes, servicios, capitales y conocimiento” – y también las personas que se desplacen por razón del trabajo, con las solas limitaciones que exige la seguridad. El acuerdo debería formalizarse entre los EEUU, la UE y los estados miembros de ésta. Conseguir su realización requeriría, advierte, un “liderazgo político del más alto nivel”, que aporte al proyecto “la dirección clara, la visibilidad institucional y el apoyo parlamentario” que serían precisos en las dos orillas del Atlántico para llevar a cabo la acción política coherente y constante muchos años que resultaría precisa[42].

 El objetivo de esta “alianza” – término cuya elección seguramente no es ajena a su remembranza churchilliana –  es una apertura mutua de las fronteras: hacer “desaparecer cuotas y aranceles agrícolas” y eliminar “las barreras no arancelarias sobre todo tipo de productos”, con el fin de “llegar al reconocimiento mutuo de servicios y profesiones, al abandono de toda medida de anti-dumping o de ayuda estatal, a la mutua aceptación de regulaciones sobre alimentos transgénicos y contaminación. Plantea que incluso la migración podría liberarse una vez que los países ex comunistas estuvieran plenamente integrados en la UE. Esas reformas son sólo difíciles inicialmente, pues pronto mostrarían su efecto positivo sobre el nivel de vida y capacidad productiva de toda la región”[43].

 Su mejor defensor en España es Pedro Schwartz, que ha rastreado los antecedentes académicos de la idea en el mundo liberal anglosajón desde los años treinta y cuenta que se entusiasmó con la idea escuchando “a Hamilton y Quinlan explicar la profundidad de las relaciones económicas entre EEUU y la UE”. Este entusiasmo le llevó a proponer “a la Fundación FAES la redacción de un estudio sobre la cuestión, que, con el andar del tiempo, se convirtió en un libro colectivo[44]. José María Aznar comenzó a difundirlo en EEUU e incluso llegó a presentárselo a George Bush. Pero el clima político cambió bruscamente”, explica, “y temí que mi idea se la hubiera tragado la tierra”[45].

 El pragmatismo reformador de la canciller Merkel

La canciller Merkel ha recogido una versión moderada de la propuesta de Wissmann. Se refiere a una “asociación económica”, que procure una convergencia de las reglamentaciones respetivas, particularmente en la protección de la propiedad intelectual, la cooperación en materia energética y el medio ambiente y facilite una mejora de la eficiencia económica y la competitividad de la UE y los EEUU.

El programa de las tres presidencias sucesivas alemana, eslovena y portuguesa – una inteligente iniciativa alemana para sortear las limitaciones de las breves presidencias semestrales y su falta de continuidad – ha recogido el impulso a una asociación económica trasatlántica, con un programa de trabajo destinado a reforzar la iniciativa ya en curso y actuar especialmente sobre ciertos aspectos: el trabajo conjunto en el terreno de las regulaciones, la innovación y la tecnología, el comercio y la seguridad, la protección del medio ambiente y la energía, los mercados de capitales y los derechos de propiedad intelectual[46].

 Merkel propone reformar la UE con criterios de subsidiariedad y eficacia. Quiere “reglas sensatas que reflejen el nuevo tamaño de la Unión Europea y los retos a los que se enfrenta, porque sabemos que con las reglas actuales, la UE no puede ser ampliada ni es capaz de tomar las decisiones que necesita”[47]. La globalización es el contexto y requiere “un marco político”. Hay “un equilibrio de poderes completamente nuevo en el mundo, con muchas más variables que en el pasado y eso es bueno para todos”. Pero los europeos deben reconsiderar su eurocentrismo, partiendo de su posición actual en el mundo: cuando se firmó el Tratado de Roma, la población europea representaba el 21% de la mundial; hoy es el 11% y bajará a 7% a mediados de siglo. Sólo con la liberalización del comercio a escala mundial – sostiene Merkel – se logrará mayor seguridad.

Su propuesta trasatlántica parte de que “nuestros sistemas económicos [sic] se basan en los mismos valores. Deberíamos buscar formas de seguir desarrollándolos en un nivel trasatlántico, evitar que la deriva nos aleje y acercarnos más”, porque hacerlo traerá “ventajas claras para las dos partes. Nos enfrentamos a la misma competencia de los mercados asiáticos, de los sudamericanos en el futuro. Tenemos que unir nuestras fuerzas y cooperar, por ejemplo en la lucha por una mejor protección de la propiedad intelectual en el mercado global. Que la regulación de las patentes esté estructurada de modo diferente en los EEUU y la UE causa fricciones innecesarias. Nuestras economías pueden ahorrarse mucho dinero y esfuerzos en los mercados de valores o en el establecimiento de estándares técnicos”[48].

El Acuerdo de Washington

Un planteamiento pragmático y estrictamente económico

El punto de partida del Acuerdo de Washington es la posición asumida por Merkel, con un fin pragmático: se trata de incrementar la eficacia y la transparencia de la cooperación trasatlántica y de acelerar la eliminación de las barreras para el comercio y la inversión en el mundo, para conseguir con ellas más cooperación entre las dos economías y así mejorar su competitividad, elevar el crecimiento y el nivel de vida de los ciudadanos.

 Para conseguirlo, establece objetivos concretos y razonablemente realistas en ciertos sectores prioritarios: los mercados financieros y las inversiones, la seguridad del comercio y el transporte, el desarrollo tecnológico y la innovación, la propiedad intelectual, a cada uno de los cuales dedica un anexo lacónico. Fija plazos breves para conseguir resultados efectivos. Y procura establecer medios más eficaces para procurar que esta vez sí se cumplan: especialmente, el nuevo “Consejo Económico Trasatlántico”, con un programa de trabajo concreto y algunas previsiones sobre su funcionamiento, pero, sobre todo, con una clara orientación para conseguir resultados.

El texto menciona a los ciudadanos y los consumidores – o su calidad de vida – como destinatarios finales, pero se concentran en el objetivo es incrementar la eficacia y la competitividad del sistema económico. Para ello, identifica una serie de proyectos de crecimiento prioritarios, en los que deben alcanzarse resultados en los seis a ocho meses siguientes a la conclusión del propio acuerdo y no más tarde de la cumbre UE-EEUU de 2008.

Los anexos establecen un marco metodológico, designan responsables y señalan posibles materias de trabajo. Citan, en primer lugar, los terrenos agrícola, sanitario, fitosanitario y de seguridad alimentaria. Declaran también prioritarios las pruebas de los cosméticos, los productos e instrumentos médicos y dos cuestiones relativas al de los automóviles: la seguridad y el ahorro de combustible. Se refieren a la homologación y etiquetado de productos químicos, la transmisión de datos informáticos, las pruebas de productos manufacturados mediante nanotecnologías y la seguridad de los componentes eléctricos. Y proponen, para establecer proyectos piloto, los campos citados de la protección de la propiedad intelectual e industrial, la seguridad en el comercio internacional, los mercados financieros, la facilitación de las inversiones y las políticas de investigación e innovación tecnológica en los sectores de la salud y los productos “biológicos ecoeficientes”, entre otros. Se trata de una relación de asuntos sorprendentemente precisa, que recoge en su mayor parte propuestas ya adelantadas por Wissmann o Hamilton y Quinlan.

 Un acuerdo abierto, que actúe “como un imán”

La canciller alemana asegura que la asociación propuesta no está dirigida contra ninguna otra potencia o asociación económica regional: “construir bastiones contra Asia no tendría sentido”, particularmente para Alemania, que ha vuelto a ser el mayor exportador del mundo y tiene crecientes intereses en Rusia y China. “Por supuesto, si funciona nos haría competidores más fuertes. Pero no se trata de restringir el comercio en modo alguno”[49]. “Un mercado trasatlántico integrado no debería percibirse como un medio de protección frente a terceros”, mantiene también Wissmann. “Su objetivo principal sería fortalecer las propias posiciones comerciales y estaría diseñado desde el inicio para permitir el ingreso posterior de otros miembros”. Levantar barreras frente a los mercados asiáticos emergentes reduciría un crecimiento de los salarios que ya ha empezado en esa parte del mundo[50].

“Para evitar la acusación de estar intentando crear un pequeño club de ricos con exclusión de la mayoría de los habitantes de la Tierra”[51], el mercado interior trasatlántico debería estar abierto a largo plazo a nuevos partícipes, dispuestos a adoptar sus estándares para acceder en todo o en parte a su área económica. “El ejemplo del mercado único europeo muestra que, lejos de ser una fortaleza, un mercado trasatlántico así actuaría como un imán”, serviría como un “nuevo motor para la economía mundial” y sería una ocasión para asegurar la aceptación de nuestros estándares en todo el mundo. En concreto, Canadá debería participar desde el principio en la negociación para facilitar su pronta incorporación[52]. “Europeos y americanos comparten el interés en extender la prosperidad por medio de la negociación multilateral para la liberalización comercial”[53]. “Lejos de suponer un obstáculo para las actuales negociaciones, un mercado trasatlántico unido les daría un impulso renovado”[54], puesto que “se extendería insensiblemente la libertad de comercio a todo el globo – sin tener que poner de acuerdo a la vez a todos los miembros de la Organización Mundial del Comercio”[55].

En particular, la propuesta transatlántica no debe ser interpretado como un obstáculo o una alternativa para la actual ronda del proceso de Doha. Las últimas conversaciones entre los EEUU y la UE han “abierto una nueva ventana de oportunidad” para una conclusión satisfactoria de las negociaciones. “En el largo plazo, un mercado trasatlántico sería un ejemplo y un factor estabilizador para el desarrollo del comercio mundial más allá de Doha”[56], en el que “queremos seguir hablando”, ha asegurado Angela Merkel, “en el nivel de la OMC” y “todos tenemos que hacer concesiones”[57]. Pero “un acuerdo de Doha no respondería a cuestiones urgentes para  las economías europea y norteamericana, como las políticas de competencia, el gobierno corporativo o la cooperación más efectiva sobre los marcos fiscal y regulatorio” y tampoco a las cuestiones pujantes para los esfuerzos de científicos y empresas de las dos orillas del Atlántico en terrenos como la genética o la nanobiotecnología[58].

”Los mercados trasatlánticos son el laboratorio de la globalización. Juntos, nos enfrentamos a cuestiones a las que ninguno de nosotros se enfrenta con otros socios”. Por eso, la dicotomía “multilateral o transatlántico” es un falso dilema. Los EEUU y la UE tienen que avanzar en los dos frentes simultáneamente”: tienen que impulsar la liberalización por medio de Doha y presionar a favor de iniciativas para la apertura de mercados trasatlánticos en servicios, mercados financieros, telecomunicaciones, políticas de innovación y otras áreas. “La alternativa es un creciente proteccionismo y la rivalidad entre EEUU y la UE en terceros mercados”[59].

Razones para un cierto optimismo

La idea cuenta con buenos antecedentes en la integración europea y en la experiencia alemana tras la Segunda Guerra Mundial. Responde, en alguna medida, a inquietudes estratégicas de un contexto de cambio profundo y acelerado. Y cuenta en su favor con el momento norteamericano – cuando la terrible posguerra de Irak ha desacreditado al grupo dominante en la política y se inicia el camino hacia una administración diferente – y el europeo, la renovación de cuyo liderazgo político concluirá a lo largo del primer semestre de 2007.   

Las raíces profundas del impulso alemán

Es comprensible que el impulso decisivo para la idea haya surgido en Alemania, que tuvo la experiencia, tras la Segunda Guerra Mundial, de una reconstrucción económica y política con la ayuda y conforme al modelo de la democracia americana. La iniciativa alemana la carga de potencia, con un motor que no es solamente económico, sino también político.

La tensión entre “atlantistas” y europeístas o “gaullistas” ha sido constante en la República Federal alemana desde sus primeros años. Hubo ya entonces “atlantistas”, partidarios de una cooperación más intensa con los EEUU y el Reino Unido, por razones económicas, militares (defendidas por expertos en seguridad y lobbistas de armamento) o políticas (mantenidas por pensadores liberales conscientes de las similitudes entre la tradición constitucional norteamericana y el nuevo ordenamiento democrático alemán) y “gaullistas”, partidarios de una firme orientación hacia Francia, de “una Europa más independiente de la política norteamericana”. El mayor problema para los atlantistas fue,  paradójicamente, el fluctuar de la política exterior norteamericana, tan determinada por la interior. Los “gaullistas” están en el origen de un mercado común “dirigido por un condominio franco-alemán cada vez más importante”[60].

Adenauer quiso la incorporación de la República federal al bloque defensivo y político occidental dirigido por los EEUU[61], aún consciente de lo que ello significaba en cuanto al retraso de la reunificación[62]. Durante sus gobiernos fueron constantes los conflictos entre las dos alas democristianas, que se manifestó, incluso, en el tratado de París de 1963: esta culminación de la idea de una relación especial con Francia contiene, sin embargo, un preámbulo atlantista, que declara que “una política eficaz de occidentalización requería tanto la amistad con Francia como la vinculación con América”[63].

La ayuda americana para la reconstrucción y para sentar las bases del milagro económico alemán contribuyó también a legitimar a la república occidental frente a la oriental: la democracia liberal con una economía social de mercado demostró ser mucho más eficaz para establecer una sociedad con altos grados de bienestar y libertad individual. El “Plan Marshall” no fue el único instrumento: para construir una cultura política de gran calidad (liberal, integradora, pluralista y militantemente constitucional) fue esencial su asimilación por las élites políticas, pero también su aceptación por el conjunto de la sociedad, gracias a la cultura popular norteamericana. Y lo fue también la seguridad que aportaron a una sociedad que había sufrido dos terribles (y justas) derrotas y había visto consolidarse sobre una parte de su antiguo territorio la amenaza estalinista, la presencia de las tropas aliadas occidentales, el alivio del bloqueo de Berlín y la propia existencia de la OTAN[64].

El sesenta y ocho trajo un cambio en esta actitud generalizada, con su crítica democratizadora hacia el interior y el rechazo pacifista de la guerra de Vietnam y el rearme en Europa. Una de las razones decisivas para la caída de la coalición socialdemócrata y liberal, en 1982, fue el desacuerdo del ala izquierdista del SPD al rearme de la OTAN. Pero es indudable que “la occidentalización cultural y la americanización del estilo de vida reforzaron el proceso de democratización política”[65] y la consolidación de la RFA. Junto al “milagro económico” hubo también uno cultural. “La República Federal fue hija de América y tuvo con ella una relación especial”, incluso dentro de la Alianza atlántica[66]

A partir de la caída del Muro el interés norteamericano parece haber retrocedido, a la vez que los EEUU han perdido para muchos alemanes el atractivo que tuvieron como sociedad modélica. En EEUU se han visto con recelo los nuevos afanes alemanes de independencia[67]. El coste de la reunificación ha alimentado un nuevo radicalismo liberal orientado al mercado y, paralelamente, una nostalgia alimentada por la ilusoria seguridad que ofrecía la RDA. La política exterior se ha ido adaptando a las nuevas necesidades: Alemania tuvo una primera presencia militar en la antigua Yugoslavia y la tiene ahora en Afganistán. Y es la más eficaz transmisora de los valores democráticos, la economía de mercado y el imperio de la ley en los nuevos estados centroeuropeos de la UE.

El miedo de los atlantistas alemanes cuando la oposición a la guerra de Irak permitió ganar su segunda legislatura a Schröder y Fischer se ha disuelto en una de las ironías de la Historia: quien impulsa ahora una idea atlantista renovada es una canciller alemana que pertenece, como los democristianos proamericanos de los primeros sesenta, al ala protestante de la CDU; que se formó en la Alemania comunista y es profundamente liberal; muy profesional y pragmáticamente orientada  a conseguir resultados; y tan consciente de sus prioridades internacionales, que hizo sus dos primeros viajes como canciller a Francia y los EEUU.  El conjunto del partido democristiano respalda la iniciativa trasatlántica: su grupo parlamentario los apoyó con una conferencia en marzo y ha saludado en mayo “avances sustanciales, no limitados a declaraciones y con proyectos piloto concretos”, en un tiempo tan rápido[68];  y el borrador de nuevo programa máximo del partido publicado en mayo se refiere explícitamente a la intensificación de las relaciones comerciales y políticas transatlánticas.

La Gran Coalición alemana tiene una agenda interior difícil y limitada. Para mantenerse con cierto vigor, necesita dedicar esfuerzo y orientar la atención hacia la política europea y exterior. Y cuenta con el peso y el talento precisos para impulsar proyectos que den nuevos empuje y horizonte a la UE: con una resurgida prosperidad económica, con el proyecto de revitalizar la nueva constitución europea, con un depósito de internacionalismo y defensa de los valores de la democracia y los derechos humanos… Con independencia del resultado final, iniciativas como las de retomar el tratado constitucional o intensificar la relación trasatlántica demuestran la capacidad de la élite dirigente alemana para enfrentarse a la globalización, sin quedarse atascada en los problemas del siglo XX. Pese a los síntomas de envejecimiento de algunos sectores productivos, Alemania no se encuentra atada por el pasado, ni inerme ante el futuro: cuenta con la energía intelectual para enfrentarse a los retos estratégicos del futuro[69]. Y, pese a la conciencia de que los cambios en la UE han modificado la relación de fuerzas y su posición en ella, lo está haciendo con una eficacia sorprendente[70].

4.2 Las estrategias en la globalización

Entre las razones estratégicas que refuerzan la oportunidad de una asociación trasatlántica, la más citada es el desarrollo económico de China y la India y las cuestiones estratégicas que plantea su emergencia – al menos la de China – como grandes potencias. El éxito chino asegurándose unos recursos naturales sobre los que Europa vuelve a sentir una razonable preocupación, su fortalecimiento militar y la medida en que está desplazando a Japón como destinatario de la  máxima atención, hace actual el pronostico de Barraclough hace un cuarto de siglo. Las consecuencias en el largo plazo no solamente preocupan a los analistas norteamericanos[71]:  pudiera ser que, después de cinco siglos en el centro de la Historia, ésta nos reserve a los europeos un papel  nuevo, más modesto. 

El crecimiento de China abre perspectivas muy diferentes para EEUU y Europa. Por ahora, ofrece las oportunidades de un gran mercado nuevo, aunque no falten problemas, como los de la protección de la propiedad intelectual y la competencia por los recursos y las materias primas. Para los EEUU, China anuncia el próximo gran reto (económico y demográfico, quizá científico, no necesariamente bélico) al que seguramente deban enfrentarse. Para Europa, un riesgo de irrelevancia y postergación. Si “la atención estadounidense se desplaza del Atlántico al Pacífico, como ya hace años se desplazaron o surgieron en la costa californiana los grandes centros de producción y de investigación”, EEUU será “un país no atlántico, sino pacífico, los nuevos estadounidenses importantes vivirán en estados a donde no llega el New York Times, sabrán cada vez menos cosas de Europa, y cuando sepan algo no llegarán a entender las razones por las que actúa este continente exótico. Europa podría no contar ya para nada. En cualquier caso, hasta el más apasionado proestadounidense deberá admitir que EEUU no podrá pasar las noches insomne por un continente que no corre ya peligro de ser sometido ni por los panzer nazis, ni por los cosacos ansiosos de abrevar sus caballos en las fuentes de la plaza de San Pedro”[72].

El proyecto “podría contribuir también a estimular la competitividad del área económica” trasatlántica frente a un dinamismo asiático que “amenaza crecientemente la base industrial de América y Europa”[73]. La Historia, la realidad política y cultural, las relaciones económicas y los valores profundamente asumidos por sociedades abiertas y plurales nos siguen diferenciando de manera perceptible. “Lo que requiere cambios urgentes en Europa”, ha escrito Gordon Brown, “es que la carrera con Asia no se produce en el nivel más bajo, sino en la cumbre. China y la India producen cuatro millones de titulados universitarios al año”, el porcentaje del PIB que gasta China en investigación y desarrollo se ha doblado en los últimos diez años y las exportaciones indias en servicios se han multiplicado por ocho desde 1990. Brown está seguro de que China “quiere batirnos no sólo en los productos y servicios de bajas cualificación, tecnología y valor añadido, sino también en los de alto valor añadido”[74].

Pero la nueva “amenaza amarilla”, u oriental, quizá no sea tan urgente, ni tan alarmante. Quinlan advierte que las inversiones norteamericanas en España han sido tan elevadas como las hechas en China, y cuatro veces mayores que las realizadas en la India. Las inversiones en China en un año relevante, como 2005, alcanzaron el 23% de las norteamericanas… en Bélgica. La inversión norteamericana en ese año en China fue equivalente al total de las que se produjeron en Italia. Incluso en un momento de bajo crecimiento en Alemania, las inversiones en este país cuadruplicaron las que se produjeron en China. “Todo el mundo habla de China, pero donde realmente se actúa es en otro sitio. China cambiará el mundo un día, pero por el momento sigue siendo un mercado mucho menos atractivo que la UE para los EEUU”.

Tampoco está escrito que los futuros competidores estratégicos tengan que ser enemigos. La competencia es inevitable por recursos naturales y energéticos escasos – ya es patente por el petróleo y los minerales africanos – pero cabe mantenerla dentro de límites regulados. Y si lo que se le opone es un bloque lo bastante grande, fuerte y unido, será posible evitar una escalada y atemperar otra facetas: por ejemplo, será más fácil imponer una protección mínimamente efectiva de la propiedad intelectual para un bloque atlántico que para dos competidores continentales.

Una asociación atlántica más intensa pudiera ser también la mejor forma de combatir otras amenazas: la inestabilidad, las amenazas geoestratégicas, la inestabilidad árabe, el crecimiento de la hostilidad hacia Occidente, el reforzamiento ruso… Como ha dicho el embajador Born, “es obvio que si la política va mejor, irá mejor lo económico”[75]. Pero Merkel advierte que es importante conseguir que los países que se desarrollan intensa y dinámicamente asuman una responsabilidad internacional consecuente[76]. Y Wissmann concluye que “la amplitud de los vínculos económicos entre las dos mayores áreas económicas del mundo es un importante factor estabilizador en el mundo”[77].

Buena parte del mundo no europeo “se va a redefinir en los próximos decenios por el desorden, a la vez que el surgimiento de la India y China puede devolvernos a un sistema de rivalidad entre grandes potencias” en el que Europa quede empequeñecida. Sus grandes bazas en este nuevo “gran juego” serán las que explican el éxito de la Unión Europea durante sus primeros cincuenta años: sus sistemas democráticos de gobierno, la economía social de mercado, la libertad y el imperio de la ley[78].

El momento americano

En 2005, la cumbre entre la UE y los EEUU identificó once áreas de posible cooperación en el “diálogo sobre cuestiones regulatorias”. La falta de un calendario preciso y de una iniciativa coordinada ha impedido avances significativos[79]. Boyden Gray, embajador de los EEUU ante la UE[80], coincide con Angela Merkel en que “tendemos a dar por supuesta esta relación”, pero si no se reacciona a las fricciones entre las dos economías, “las cifras descenderán”. Seguramente es un diagnóstico asumible por cualquier analista europeo. Pero su continuación revela algunas de las dificultades que encontrará cualquier progreso: para el embajador, “el problema principal es la tendencia europea a sobrerregular”, que a menudo “afecta negativamente a las compañías americanas”, como ocurre con la nueva regulación comunitaria sobre productos químicos o sucedería con el gravamen previsto sobre las emisiones de CO2 de los aviones. A los EEUU les gustaría que el resultado de este proceso fuera una menor regulación, no un incremento de la que considera “sobrerregulación europea”[81]. Por su parte, la Comisión Europea denuncia la existencia de “barreras al comercio y la inversión” en los EEUU, que “no solamente dañan a empresas de la UE, sino que tienen un impacto negativo sustancial en la economía de los EEUU y sobre los consumidores”, puesto que reducen el  potencial de crecimiento. La Comisión advierte progresos en el levantamiento de algunas barreras  e impedimentos al libre comercio – sanciones recíprocas y sistemas de subvenciones a la exportación – pero también la subsistencia de otras y casos en que los EEUU han dejado de aplicar las resoluciones de disputas arbitradas por la OMC[82].

Wissmann analiza el escenario político con optimismo. En la parte norteamericana, advierte un interés creciente por la idea y esperaba que, tras las elecciones de otoño de 2006, el presidente Bush necesitara un proyecto así, que se extendiera más allá del fin de su mandato. Pero el resultado de las elecciones y la conciencia de que el fracaso en Irak requiere una salida tan urgente como difícil seguramente limite las reservas de energía política que requeriría impulsarlo.

Los años de unilateralismo y ensoñación imperial radical-conservadora, con su agresiva incompetencia, van a hacer necesario un gran esfuerzo de simpatía y “poder blando[83]” para que una parte significativa de la opinión pública europea vuelva a sentir confianza y cercanía en “el amigo americano”. Pero un mal momento de un aliado ofrece una oportunidad para ayudar con un buen plan, un nuevo horizonte y una actitud generosa, como lo fue la de los EEUU después de la Segunda Guerra Mundial. Además, el cambio político en los EEUU no empezará con las elecciones presidenciales: culminará en ellas. El momento para establecer lazos con la siguientes administración – con los posibles nuevos dirigentes – es éste: es ahora cuando hay que hacer las apuestas. Y hay que hacer varias, porque el regreso del Partido Demócrata a la mayoría en el Congreso y el reequilibrio en su favor del Senado tampoco es necesariamente una buena señal para las iniciativas liberalizadoras. La mayoría de los nuevos congresistas y senadores tienen inclinaciones – o se deben a colectivos e intereses – con un sesgo que, si no directamente proteccionista, sí es al menos reticente ante nuevas experiencias como la del Acuerdo Norteamericano de Libre Comercio (NAFTA). La crisis de industrias de empleo masivo, como la del automóvil y en general la deslocalización de la producción industrial y manufacturera a países asiáticos, puede alimentar una tentación proteccionista siempre presente en los demócratas.

Aunque resulte chocante para la ensoñación europea de ser la Grecia de una nueva Roma americana, pudieran ser los valores profundos de la democracia americana y su capacidad de reacción los que hayan iniciado un cambio de tendencia, que no va a esperar hasta las elecciones presidenciales de 2008. La primera señal de que algo empieza a cambiar fue el informe sobre la dirección de la posguerra iraquí, cuya franqueza, difícil de imaginar como resultado de un grupo interpartidario europeo, es obra de una comisión presidida por el mismísimo James Baker, el artífice de la dudosa victoria de Bush en la elección de 2000. Aunque el veto presidencial impida que los límites aprobados por el Congreso y el Senado cobren vigencia, las señales son claras: empiezan a desaparecer – cuestionados, cesados o encarcelados – personajes relevantes de la administración actual, se cuartea el prestigio de los que siguen, flaquea la alianza entre radical-conservadores, integristas cristianos y conservadores clásicos. Incluso si es otro republicano, el próximo presidente tendrá que considerar las nuevas posibilidades, ideadas, debatidas y publicadas por docenas de “think tanks”, universidades con potencia intelectual, departamentos federales y gobiernos estatales, congresistas y senadores.

El malestar europeo y sus oportunidades

En la parte europea, la doble presidencia alemana – de la UE y del G 8 – ofrece una excelente oportunidad para dar un impulso a la idea[84]. De hecho, tres días después de asumir la Presidencia del G 8, la canciller alemana voló a Washington “para tantear el terreno con el presidente Bush y su propuesta más ambiciosa fue la liberalización de los 3,75 billones [en su acepción española] de dólares que supone la economía trasatlántica”[85]. “El largo trabajo de Alemania como impulsora de la integración europea y el carácter pragmático de su liderazgo va a ser exactamente lo que necesita la UE para estimular el crecimiento económico”, sostiene la Cámara de Comercio Norteamericana en Europa[86].

Para la UE, “la creación de un auténtico mercado transatlántico puede convertirse en un proyecto emblemático”, tanto más en un momento de crisis, después del fracaso del proceso de ratificación de la Constitución europea. “Como ocurrió con el mercado único, la Comunidad europea tendría una nueva meta tangible, un proyecto que ofrece a sus habitantes beneficios adicionales reales, responde a los retos de la globalización y con ello daría nuevo vigor a la UE”[87].

El rechazo del proyecto de Constitución por parte del electorado de países esenciales del núcleo europeo revela malestar y es, “por supuesto, una mala noticia. Pero lo es en términos de coste de oportunidad”: la aprobación nos hubiera permitido hacernos más fuertes y eficaces más rápidamente y eso “no está ocurriendo por ahora, pero eso no significa que retrocedamos o empeoremos. Finalmente, el momento llega y pondremos en marcha las soluciones, porque tienen sentido: necesitamos más coherencia, una mejor vinculación entre el proceso de decisión política y el presupuesto, un sistema mejor de representación exterior”[88].

Pero el malestar obedece a causas reales: la incertidumbre ante la conciencia de que se está produciendo un cambio que trae riesgos nuevos, los problemas de funcionamiento y para integrar a  los nuevos estados miembros, que han vivido grandes transformaciones con poco tiempo para digerirlas y en ocasiones no han optado aún entre los modelos renano y anglosajón. Sin embargo, una UE más dinámica con más de 450 millones de habitantes sirve al interés de todos[89], frente al riesgo de provincialización y estancamiento:  puede tener una política económica que ninguna de las naciones que la componen es capaz de imponer y hacer frente a problemas comunes – de abastecimiento energético, frente a la inmigración, para desarrollar centros de investigación punteros o para enfrentarse a las redes de delincuencia organizada, el terrorismo o los riesgos medioambientales – cuya escala desborda las posibilidades de sus integrantes individuales.

La idea de Europa como “potencia tranquila” que, sin renunciar a su defensa, se imponga al resto del mundo más por sus valores que por sus ejércitos resulta atractiva. Pero hacerla realidad requiere reformas que le devuelvan eficacia, le den un nuevo modelo organizativo y funcional que responda al paso del tiempo y las sucesivas ampliaciones. Y requiere un nuevo horizonte que mantenga su cohesión: por ejemplo, la idea de Ulrich Beck de una “Europa cosmopolita”[90]. “Llama la atención”, cuando se viaja fuera de la Unión, “lo fuerte que es la ”, una demanda a la que apenas estamos empezando a responder[91]. Buruma ha criticado la propuesta de Angela Merkel de buscar “el alma de Europa”, seguramente elusiva: “es tiempo de contener las hipérboles”, escribe, “la cooperación europea empezó como un proyecto económico pragmático de tipo económico, no como uno espiritual. Como debe ser. La Ilustración nos ha  enseñado que la defensa inteligente de nuestros intereses produce a menudo el máximo valor”[92]. 

Sin embargo, quizá no sea tan fácil identificar fines pragmáticos sin un elemento valorativo. Wissmann y los demás defensores de un acuerdo trasatlántico se refieren a los valores compartidos muy en el principio de sus propuestas, pero inmediatamente se concentran en proyectos liberalizadores. Los radical-conservadores mencionan valores compartidos, pero sus fines políticos resultan ser los asociados al Marte norteamericano, que defienden con la pugnacidad de un filisteo bajito que quisiera amigar con Sansón. Pero lo cierto es que la Unión empezó en terrenos tan apegados a la realidad como el acero y el carbón, pero su impulso fue un fin elevado, imprescindible para su propia supervivencia: acabar con las enemistades eternas entre las potencias europeas, con su potencial destructivo del continente. Cuando se pregunta hoy a los ciudadanos europeos qué esperan de la Unión, las primeras respuestas – que razonablemente han de reflejar sus preocupaciones principales – son que luche contra el terrorismo (80%), contribuya a la expansión de la paz y la democracia en el  mundo (77%), haga más eficaz la lucha contra la delincuencia organizada (75%) y estimule la investigación y la innovación (74%). Las cuestiones económicas y sociales también aparecen, pero con un porcentaje de acuerdo sensiblemente inferior: un 60% espera que contribuya al crecimiento económico y un 51% que ayude a luchar contra el paro[93]. Pero seguramente tenga razón la canciller alemana: el malestar de los europeos refleja también cierta desorientación, la necesidad de respuestas y nuevas metas políticas o ideológicas que les ayuden a superar la incertidumbre y el miedo al cambio. Cuidarse del alma puede ser una buena decisión pragmática.

Conviene también cuidar la memoria. Desde los años setenta, recuerda Stern[94], han alternado fases de gran proximidad política, cultural e intelectual entre Europa occidental y los EEUU con otras de distanciamiento, coincidiendo con momentos críticos norteamericanas. La actual se parece a la que comenzó con la guerra de Vietnam, alimentó el sesenta y ocho y culminó con la derrota del Shah y la intervención soviética en Afganistán. La posguerra de Irak también ha producido una (¿transitoria?) pérdida de peso de los EEUU y ha precipitado la emergencia de nuevos actores internacionales poderosos. Europa, por su parte, está cobrando conciencia de su vulnerabilidad: por ejemplo, cuando ha comprobado con un súbito escalofrío quién tiene la llave del gas y recordado la crisis del petróleo de 1973. Se han señalado semejanzas entre la amarga experiencia de Eden en Suez y la aceleración de la caída de Blair como consecuencia de su entusiasmo bélico en Irak. Estas percepciones, sumadas a la amenaza estratégica china, al riesgo de proliferación nuclear y al rearme político ruso, han alimentado un raro momento de claridad estratégica, al menos en Alemania.

Es general la conciencia de que es preciso robustecer políticamente a la UE, dotándole de nuevos instrumentos, más eficacia y alguna orientación nueva. Y hacerlo ayudaría a construir la nueva generación de dirigentes europeos: un gran proyecto de estas dimensiones ayudaría a los nuevos líderes a escapar de los designios de la “política líquida” (Bauman), a elevarse sobre el “spin”  con que disimulan la falta de una acción política sustancial y a librarse de la inmediatez con que les apremian unos medios dominados por el corto plazo. Frente al riesgo del “populismo mediático” (Eco), les ayudaría a reconstruir una cierta “statemanship” como la que permitió el florecimiento de la calidad intelectual y el temple de Helmut Schmidt, la experiencia de Adenauer o la conciencia histórica de de Gaulle.

Para ello, sería preciso que se consolide el paradigma estratégico nuevo, realista, que emerge lentamente desde la caída del Muro y la ampliación de la OTAN. Cloos recuerda que “también tenemos que ser justos con los americanos. Para definir la misión juntos, la UE tiene que tener una estrategia y pensar estratégicamente. No siempre lo hemos hecho en el pasado, pero estamos aprendiendo deprisa. Cuanto más lo hagamos, mejor para la relación transatlántica”, aunque discrepemos de vez en cuando[95]. Tanto los americanos como los europeos “somos ahora conscientes de que hay muchos problemas que no podemos resolver solos”[96]. Lo es, sin duda, el gobierno alemán, por ejemplo cuando se  reúne con Putin para tratar de asegurarse el suministro de gas y enfrentarse a los problemas de los Balcanes: tras uno de estos encuentros, Merkel respondió a una pregunta sobre cuán peligrosa es la dependencia europea de sus importaciones de gas ruso diciendo que había tenido “una muy franca discusión son el presidente Putin. Nosotros necesitamos un suministro fiable de energía de Rusia y Rusia nos necesita como consumidores fiables. Es perfectamente legítimo que Rusia quiera un acceso mayor a los mercados europeos. Y debemos tener reciprocidad si se establecen obstáculos para proteger a las empresas rusas de los inversores europeos”[97]. En Alemania hay incluso defensores de que, pese a las razones a favor de una creciente orientación hacia el Atlántico, el futuro de Europa está hacia el Este, en la profundidad, los recursos naturales y energéticos y la necesaria intensificación de la relación económica y política con Rusia.

El crecimiento de los nuevos gigantes asiáticos y la orientación hacia el Pacífico de los EEUU obliga a Europa a enfrentarse a una alternativa: o logra convertirse en un tercer polo – no sólo económico, sino también político y defensivo – entre Norteamérica y Oriente, o se arriesga a una irrelevancia gradual, que crecería por la interrelación de cada una de las potencias con los estados europeos individuales. Necesita avanzar en su reforma institucional, ganar eficacia, contar con una política exterior unificada y con una mínima capacidad de defensa e intervención militar propia. Y lo necesita, seguramente, antes de profundizar en una cooperación trasatlántica más ambiciosa. 

Una posibilidad de anclar al mundo anglosajón en Europa

Una relación trasatlántica más intensa ayudaría a mantener una atención norteamericana que se aleja de Europa. Desaparecido el Telón de Acero, la UE es un socio peculiar, que puede llegar a ser molesto o convertirse en un competidor, en un momento en que es evidente que lleva tiempo produciéndose el siguiente paso en el discurrir del centro de la Historia hacia el Oeste[98]. “La canciller Merkel”, sostienen Quinlan y Hamilton, “ha planteado la pregunta adecuada: ¿no deberían los europeos y los EEUU situarse de modo que les permita absorber los choques del cambio económico global y ser los auténticos descubridores en la economía global, en vez de perder el tiempo en disputas comerciales sobre plátanos y carne y en una competición estéril por conseguir ventajas marginales en terceros mercados?”[99].

La relación tiene una importancia de una escala tan grande que es impensable que se destruya por querellas comerciales, o por las discrepancias en torno a la guerra de Irak. “Los EEUU necesitan a la UE, y viceversa” y la relación sigue desarrollándose. “Irak ha sido una crisis, pero más un paréntesis que un cambio de paradigma en la relación. Es una cuestión de intereses, necesitamos a los americanos en muchas áreas. No se puede acabar una relación de dos billones y medio de dólares en comercio e inversiones”. Y “los americanos necesitan a la UE tanto como nosotros a los EEUU: en términos de legitimidad”, por sus recursos materiales y humanos, por sus votos en la ONU. “En un mundo en que, si ya es difícil que los dos juntos resuelvan los problemas, resulta casi imposible hacerlo cuando los dos están divididos”[100].

Una intensificación de la relación trasatlántica podría reforzar también el ambiguo interés del Reino Unido hacia la UE. Gordon Brown critica  desde hace muchos años el, a su juicio, insuficiente ritmo de las reformas europeas: “Europa no solo ha estado creciendo menos que América con más desempleo, sino que hay señales de que su fracaso en emprender reformas contribuye a una inflación creciente. La verdad global es que ningún continente, por mucho éxito que haya tenido en el pasado, tiene garantizada la prosperidad futura. Europa se construyó sobre un modelo de desarrollo económico que dio por supuesto durante cuarenta años que a la integración económica nacionales le sucedería la integración económica europea y luego la integración cultural y política. Pero los hechos han rebasado este modelo. Los movimientos  nacionales de capital han sido reemplazados por los flujos globales, no por los europeos”. En vez de empresas europeas, las que han sucedido a las nacionales han sido empresas globales. Lo mismo ocurre con las marcas. Con el comercio creciendo el doble que la producción y los movimientos de capitales tres veces mayores que hace veinte años, Europa tiene que hacerse competitiva globalmente, ser más abierta en sus relaciones comerciales “y adaptar su modelo social a las realidades globales”.

Sus propuestas coinciden en buena parte con las de los partidarios de una asociación transatlántica: es preciso, a su juicio, reducir las reglamentaciones, las demandas de datos y los requerimientos de información, las exigencias regulatorias a las empresas. “Es preciso someter todas las regulaciones a un test de competitividad” y reemplazar los requerimientos previos masivos por formas de información e inspección. “Una Europa global abierta al mundo tiene que abrazar el libre comercio y rechazar el nuevo proteccionismo”. También debe reconsiderar el proteccionismo agrario que mantiene los precios de los alimentos elevados, daña a los países en desarrollo y consume la mitad del presupuesto de la UE, añade. Y, por fin,  “un sistema social que deja sin empleo a veinte millones de ciudadanos requiere cirugía radical”, no con el fin de “proteger un empleo de por vida, sino para asegurar la capacidad para ser empleado de por vida”, dotando a los ciudadanos europeos de las habilidades precisas para “responder al reto de China y de la India y llevar el continente al pleno empleo”[101].  Se trata de un programa intensamente orientado a la reforma, pero que ha de ser valorado desde su propia trayectoria como canciller: Brown no ha sido un liberal thatcherista, sino un convencido de que “una economía robusta es la condición indispensable para tener una política social eficaz”, que ha  hecho de Gran Bretaña “una sociedad más socialdemócrata”, más centrada en “el progreso hacia la justicia social” mediante un fuerte esfuerzo inversor en “los servicios públicos, sobre todo en educación y sanidad, pero sólo con la condición de que” se hicieran previamente “reformas, y reformas bastante radicales” [102].

Razones para la cautela

También hay buenas razones para la cautela. Los problemas, como los de toda concepción estratégica innovadora, son formidables. Unos son previsibles y responden a las posiciones opuestas sobe el modo de alcanzar esa homologación normativa. Cualquier avance requeriría un firme compromiso presidencial norteamericano y de cada uno de los estados europeos y un buen liderazgo. Otras se plantean en torno a las consecuencias, o el alcance, del liberalismo que impregna los análisis y a los defensores de esta asociación.

¿Y si se trata sólo de un asunto de algunos lobbies, en su propio beneficio?

Walter Münchau sospecha que, bajo un concepto formalmente ambicioso, se esconde simplemente un asunto de – y para – determinados lobbies. En teoría, escribe, “no hay nada malo” en la liberalización del comercio transatlántico, “si fuera para reducir regulaciones y facilitar el acceso de terceros países al mercado. Pero no es ésta la intención. La UE y los EEUU están hablando de un tratado diseñado por lobbistas”, que además va a reducir las pocas posibilidades que le quedaban a la ronda de Doha. “El libre comercio beneficia a los consumidores y a las sociedades ampliamente consideradas. Pero ¿qué beneficios para los consumidores podemos esperar del acuerdo transatlántico que quiere Merkel?” Münchau duda, por ejemplo, que el reconocimiento mutuo de estándares técnicos vaya a suponer un beneficio apreciable sobre los precios de los automóviles, mucho más baratos en los EEUU que en la UE. Tampoco espera particulares efectos de medidas como las que se discuten en el terreno de la propiedad intelectual, los mercados de valores o la regulación de los “hedge funds” o los servicios financieros. ¿Realmente imagina alguien “un acuerdo que trajera hipotecas al modo norteamericano – a treinta años, pagando sólo intereses – a Italia o Alemania?”, se pregunta. “Si Merkel quisiera beneficiar realmente a los consumidores, no necesitaría ningún acuerdo bilateral, bastaría con que completara el propio mercado interior de la UE”, eliminando barreras puramente discriminatorias hacia terceros. “El problema es que Alemania, Francia e Italia no están preparadas para aplicar esas políticas, internamente o en el nivel comunitario. En vez de eso, Merkel ha sobrecargado la Presidencia alemana con una serie completa de asuntos grandilocuentes, desde salvar la Constitución europea hasta la armonización del mercado de la energía”[103].

Quinlan y Hamilton responden a quienes anticipan peligros para el sistema de comercio multilateral. Como el futuro está en los mercados emergentes de Asia, “debe ser prioritario el comercio con la India o con Corea, se dice. Pero Merkel”, escriben, “entiende lo que sus críticos no”: en primer lugar, que el problema no es el comercio, que representa un porcentaje menor de la actividad económica transatlántica y está gravado con unas barreras arancelarias bajas. La clave está en las inversiones: los movimientos de capital tienen un alcance tan profundo que “estamos los unos literalmente en los negocios de los otros. Las inversiones europeas mantienen unos 167,300 empleos en Illinois, un cuarto de ellos industriales. El 56% de la inversión extranjera en este mismo estado en 2004 vino de Europa. Hay más inversión europea en Illinois que inversiones estadounidenses en China y Japón juntos. Por eso, una iniciativa que quisiera ser realmente transformadora debería ir más allá del comercio y buscar la apertura recíproca del mercado interior europeo y el vasto mercado continental americano. El resultado podría equivaler a dar a cada americano y cada europeo una paga extra de un año de salario a lo largo de su vida laboral”[104].

Las preguntas de la globalización: “quid prodest?”

De una u otra forma, algunas de las posibles líneas evolutivas de la asociación harán precisas algunas respuestas previas, a preguntas que son las de la globalización – ¿a quién beneficia?, ¿cuál es el precio?, ¿quién paga las consecuencias? – y que no son sólo económicas, sino inequívocamente políticas. Beck advirtió ya la necesidad de analizar las nuevas necesidades en términos de cooperación internacional, de reconsideración de las soberanías inclusivas, de una concepción transnacional del estado en paralelo a transnacionalización de las empresas, de una nueva orientación para la educación. También de la necesidad de seguir analizando la realidad desde las categorías de la democracia, manteniendo a flote el contrato social contra la exclusión individual, social y de naciones completas[105].

En los análisis de Quinlan, Hamilton, Wissmann y la propia OCDE faltan algunos datos: se crearán, dicen, catorce millones de empleos, pero conviene sopesar en qué sectores, qué tipo de empleos, con qué salarios, con qué condiciones de jornada y movilidad, protegidos por qué controles (administrativos, jurisdiccionales, sindicales), cubiertos por qué regímenes de protección social… Porque algunas de las “enojosas regulaciones” que condicionan la absoluta libertad de acción del sector económico son, desde el punto de vista de los trabajadores y de las constituciones nacionales, las garantías mínimas de una vida digna. La globalización, entendida como la supresión de barreras al libre comercio y la mayor integración de las economías nacionales, “puede ser una fuerza benéfica y su potencial es el enriquecimiento de todos, particularmente los pobres”; pero para que este potencial se haga realidad “es necesario replantearse profundamente el modo en que ha sido gestionada, incluyendo los acuerdos comerciales internacionales” y sus consecuencias, también políticas, impuestas a los países en desarrollo[106] y a las poblaciones de todos.

Cualquier nuevo paso liberalizador debe contar con un consenso social interno, que incluya a algunos actores que hasta ahora no han aparecen: por ejemplo, los grandes sindicatos, que también están respondiendo a la internacionalización integrándose en estructuras globales. Sin este acuerdo y limitadas a unas propuestas liberalizadoras, será difícil que reciban el apoyo político que necesitarían en cada una de las orillas del Atlántico.

Las reticencias “gaullistas”

En Europa es posible rastrear restos de otra cautela, “gaullista”, bien analizada por Hubert Védrine a partir de la historia de las relaciones transatlánticas. “Durante mucho tiempo, no se habló especialmente de relación transatlántica. Estados Unidos y Europa eran una especie de , pero diferentes”, con relaciones poco intensas. Aunque la “ y Norteamérica compartían el sentimiento de pertenecer al , los norteamericanos evitaban mezclarse en los asuntos europeos”. Las disputas coloniales no trajeron precisamente armonía. Pero tras la Segunda Guerra Mundial, “el compromiso económico norteamericano fue evidente con el plan Marshall y la OCDE. Lo fue también el vínculo estratégico y militar, que evocaba los valores comunes, la democracia contra el totalitarismo, y la economía de mercado, contra la economía planificada”[107]. Caído el Telón de Acero, los países del centro de Europa se han apresurado (quizá demasiado) a integrarse en la OTAN y la UE. Pero la llamada de la administración de Bush a una “alianza global”, bajo el pretexto – escribe Vèdrine – de la lucha contra el terrorismo y acompañada por pronósticos de una inevitable “guerra de civilizaciones” ha abierto nuevos recelos, que se han visto justificados por el desarrollo de la situación en Irak y alimenta ahora la idea de un “escudo espacial”.

Vèdrine ha expuesto varias alternativas para la “relación transatlántica del futuro”. Cabe imaginar, en primer lugar, un debilitamiento progresivo de los vínculos si prevalecen los recelos recíprocos: el rechazo europeo hacia “la política exterior estadounidense, la guerra en Irak y sus secuelas, el uso de la fuerza, la pena de muerte, las armas de fuego y la desigualdad, las pulsiones hegemónicas y la irresponsabilidad ecológica de EEUU”; y la visión norteamericana de una Europa “poco audaz, quejica, complicada y en decadencia”.

Es posible, en segundo lugar, un reforzamiento de la unidad de Occidente. Pero éste puede, a su vez, “asumir dos formas completamente opuestas: la de un Occidente asediado y agresivo; o la de un Occidente que sea una fuerza tranquila y constructiva. El Occidente asediado es el que se siente involucrado en una guerra de civilizaciones. De momento con el Islam, a más largo plazo con China, sintiéndose cercado por la amenaza terrorista, cada vez más sectario, intervencionista y obsesionado por la seguridad”. En este modelo, “tarde o temprano, EEUU acaba por hacer que prevalezca su concepción de una alianza global ampliada a los otros países o pro-occidentales, una comunidad armada de democracias que se ocupan de todo”.

La segunda perspectiva de cohesión occidental, libre de las tentaciones maniqueas, partiría de un “planteamiento participativo. Probablemente”, concluye Vèdrine, “la realidad combinará varias de ellas”. Pero lo cierto es que “Occidente ha perdido el monopolio de la dirección de los asuntos del mundo y tardará mucho en ser una simpática ”. Pero mantiene una “influencia colosal” que debe permitirle “negociar y salvar compromisos”, para procurar “la construcción en común de un mundo de socios”[108].

El discreto encanto de los “rad-cons”

Una cuarta razón de posible rechazo – si no la primera – de una relación trasatlántica más intensa puede ser la propia personalidad, la ideología y la acción política de algunos de sus defensores: los que suelen denominarse “neoconservadores” y Robert Reich caracteriza más precisamente como “radical-conservadores”, o “rad-cons”. Se trata, escribe, de unos peculiares revolucionarios, que harán “lo que haga falta para ganar”, con una tendencia a los “cambios dramáticos  y dispuestos a jugarse la hacienda por una teoría no demostrada”: por ejemplo, que reducir los impuestos a los ricos impulsará la economía, o que es posible hacer la guerra sin tener en cuenta el derecho internacional. El auténtico conservadurismo, encarnado por personajes como McCain, trata de conservar ciertos valores – “los del trabajo duro, la dedicación a la familia y la comunidad, el amor a la libertad” – y ciertas virtudes cívicas, como “la tolerancia y la generosidad”. El conservador tradicional recela de las grandes ideas, es partidario de cambios graduales, no descuida los medios por mirar a los fines. Cuando polemiza, lo hace de manera civil y cortés. Un rasgo esencial de los rad-cons es, precisamente, su extrema falta de civilidad: “llenan las ondas y las librerías de diatribas feroces” y desagradables, siembran el espacio público de “críticas mezquinas”, confunden el debate con la reiteración de afirmaciones tan rotundas como vagas e indemostradas. Usan un “vitriolo corrosivo y venenoso” que arruina la posibilidad de un debate racional, envenena la vida pública y separa a los grupos sociales[109].

Dejar a las artes de convicción de los así caracterizados la mejora de las relaciones trasatlánticas pudiera ser la forma más segura de arruinar una buena idea. Tanto más porque, pese a sus protestas rituales de liberalismo (en una forma que, más que extremado o consistente, pudiera parecer sencillamente inclemente) una parte no menguada de sus exponentes revela una concepción iliberal del poder. El modelo social europeo descansa en valores y actitudes opuestos: un cierto conservadurismo económico, con un alto grado de continuidad y consenso de las políticas económicas y un sentido arraigado de las obligaciones sociales colectivas; y un liberalismo social y político que favorece la tolerancia y persigue integrar a las sociedades mediante el respeto de su delicado pluralismo: en expresión de Habermas, “la sencilla expectativa de no excluir a nadie de la comunidad política y de respetar igualmente la integridad de cada uno en su ser diferente”.

Recelos desde Doha

Una quinta razón de reticencia es el temor al efecto adverso que pudiera tener un acuerdo económico trasatlántico sobre el proceso de Doha. Mildner advierte que “un fracaso de la ronda de Doha sería una ocasión perdida para un mayor crecimiento, también en los países desarrollados”. Pero una conclusión positiva de la ronda tampoco garantiza por si misma un crecimiento de la renta para todos los miembros de la OMC: “esto depende mucho más de la concreta forma que cobre el ”[110].

Para Oxfam, el “insidioso avance de los acuerdos de comercio e inversión amenazan la gobernabilidad de los países en desarrollo y les niegan una posición en la economía global favorable para sus necesidades. Estos acuerdos, impulsados por la UE y los EEUU, imponen cláusulas de largo alcance que dan rienda suelta a las grandes corporaciones y limitan precisamente las políticas que necesitan los países en desarrollo para luchar contra la pobreza”. Y ello cuando “el comercio y las inversiones son esenciales para el desarrollo y es urgente atacar el desequilibrio que caracteriza y distorsiona el comercio global y las inversiones necesarias para el desarrollo y para construir un mundo más seguro y más justo”[111].

Frente a estas reticencias, Angela Merkel defiende la ronda de Doha como una prioridad. Pero insiste en que debe abordarse también la reducción de las desigualdades globales, de forma que el nuevo equilibrio incluya también el acceso a la educación, y la lucha contra el sida. Dar forma política a la globalización, “no puede ser un acto filantrópico”, si se pretende que resulte duradero. Además, “en la ronda de Doha se trata esencialmente de eliminar aduanas y en la asociación económica trasatlántica de estándares que no tienen nada que ver con las aduanas”[112].

La “asociación trasatlántica” y nosotros

Elevar las miras es una buena alternativa

Una intensificación de las relaciones trasatlánticas debería interesar a España – y contar con su participación activa – aunque sólo fuera por su posible efecto para evitar los episodios de súbito empobrecimiento de poblaciones golpeadas, inesperadamente, por decisiones que responden a la globalización económica.

Pero hay una razón más profunda: que la posibilidad de que nuestro país mantenga una posibilidad de influir sobre su propio destino hace preciso elevar las miras, o expandir nuestro horizonte político y mental. “España”, ha escrito Garrigues Walker, “se ha enriquecido mucho en los últimos años: sin duda económicamente, pero también en cuanto a valores democráticos y en cuanto a desarrollo sociológico, todo lo cual ha aumentado la capacidad para la objetivación y la crítica”. Pero este incremento no ha permitido salvar todavía las lagunas de una “estructura de la sociedad civil que todavía es pobre”[113] y que se encuentra expuesta a riesgos: entre ellos, la radicalización artificial y sistemática de la política; también un comportamiento de los medios de comunicación del que en no pocas ocasiones parece haberse esfumado “la pasión por la verdad, por lo justo y por lo objetivo; y, en general, el de un “sectarismo político” que no tolera “la neutralidad ante el conflicto”. Ninguno de estas prácticas constantes son inanes: suponen “un riesgo cierto de que todas las riquezas y capacidades acumuladas” por la sociedad española “puedan ponerse en cuestión y en peligro”[114].

Sortear esta realidad, literalmente deprimente, requiere una cierta beligerancia social. Que debe partir de un recto conocimiento de sus orígenes en “una estrategia política calculada y racional”, por cierto, “importada directamente de la diseñada de forma inteligente por Carl Rove y los neocons norteamericanos”[115]. Requiere también modelos mejores: por ejemplo, el sentido de la comunidad, del respeto al individuo y su libertad y del dinamismo social  que caracterizan la buena cultura política norteamericana, o la cuidadosa, sobria y sincera cultura política alemana. Y requiere objetivos ambiciosos, que partan de una visión compleja de la realidad y ofrezcan un proyecto a largo plazo. Del mismo modo que la entrada en la UE en 1986 fue decisiva para el desarrollo económico, social y político de los siguientes treinta años, un nuevo proyecto “occidental” enriquecería nuestra cultura política y mantendría un crecimiento económico más sanamente diversificado. La integración gradual del bloque occidental y su progresiva ampliación al conjunto de los continentes europeo y americano, ofrecen una riqueza económica, política y cultural suficientemente atractivos para constituir el siguiente gran objetivo, para España como para la UE.

Que resulte serlo dependerá, en buena parte, de su elevación: de que pretenda fines más ambiciosos que la liberalización de algunos mercados en beneficio de ciertos sectores económicos. Y de su capacidad para integrar los afanes plurales de sociedades ricas y complejas, que no se dejarán embarcar fácilmente si el destino es tan obviamente limitado y que difícilmente se lanzarán a los remos para que triunfe una idea patrimonializada por liberales oxonienses (con toda su refrescante calidad de polemistas), radical-conservadores americanos no insensibles a los intereses de quienes financian su actividad y sus sosias europeos.

El triunfo de Mercurio, Minerva y Apolo

La política no siempre se rige por grandes impulsos, ni mira al pasado o al largo plazo, pero le es exigible cierta consciencia. Los EEUU financiaron la reconstrucción europea con generosidad y visión estratégica, han asegurado la defensa de Europa – y facilitado así la financiación de nuestro modelo social – protegen las vías de transporte del petróleo, son parte imprescindible de cualquier mecanismo internacional para mantener la paz y estimular el comercio y el desarrollo económico. Es cierto que sus dirigentes actuales los embarcaron en la muy equivocada y costosa guerra de Irak, a partir de un cálculo estratégico disparatado. Pero, constatado su fracaso, no es momento de recriminaciones: es el momento de pensar y trabajar en común. La experiencia de la administración radical-conservadora y sus sostenedores hará preciso un gran esfuerzo de “poder blando”, cuya capacidad de seducción permita a muchos europeos recuperar un sentimiento de identidad occidental. Pero la idea de una asociación más estrecha, que quizá sea la base para una integración progresiva en otros aspectos, merece ser analizada cuidadosa y abiertamente.

Que se desarrolle con éxito requerirá buenos liderazgos en las dos orillas del Atlántico, conscientes de la dimensión internacional – global – de un escenario en el que ya no es posible refugiarse en la división tradicional entre lo interior y lo exterior, entre lo político y lo económico. Seguramente requerirá también que el próximo presidente norteamericano sea un demócrata clintoniano (no proteccionista) o un conservador (sin prefijos: ni neo-, ni radical-) razonable. Y también que los recién llegados al nuevo grupo dirigente europeo sean tan pragmáticos como los nuevos dirigentes alemanes y no se dejen llevar por la tentación proteccionista (caso de Sarkozy) o por la ilusión de la “relación privilegiada atlántica” (caso de Brown). El proteccionismo y el aislacionismo – como el ensimismamiento en los problemas nacionales eternos – sólo favorecen a unas élites cada vez más provincianas. Es preciso enfrentarse a la realidad global, tomarla por los cuernos para cabalgarla, como Europa al toro de Zeus.

Será preciso, en fin, que prevalezca la conciencia de que las cuestiones clave para el futuro de nuestras “sociedades del conocimiento” y su modelo de justicia social son la cooperación, la apertura, la innovación y la educación – entendida en la amplia acepción alemana de “Bildung” – y que es en ellas y no en las muy diversas cabezas de la hidra corporativa y proteccionista donde han de invertirse los recursos. Lo ha entendido el “nuevo laborismo” durante los años de gobierno de Blair y lo recogerá sin duda Brown como primer ministro. Y es una cuestión central de los programas máximos que renuevan a lo largo de este año los dos grandes partidos alemanes integrados en la segunda gran coalición.

El modelo social europeo merece sin duda ser preservado, para que siga atemperando el pronóstico hobbesiano de una vida brutal, corta, pobre y dura. Puede ser que el “sueño europeo” que ha descrito Jeremy Rifkin sea la alternativa al “sueño americano”. Pero también hay lecciones que aprender del otro lado de la mar Océana, del dinamismo social y económico norteamericano, de su pluralismo, de su sentido de la libertad individual y de su cultura comunitaria. Nos irá mejor si somos capaces de trabajar despiertos en una alternativa que acerque las dos orillas del océano. Sabiendo que una comunidad atlántica es posible y sería buena. Y que no la hará Marte: la harán Mercurio, Minerva y Apolo.

 Diego Iñiguez
Doctor en Derecho y administrador civil del Estado. Universidad de Alcalá.


[1] Estrasburgo, 17 de enero de 2007, durante su discurso de presentación de la presidencia alemana de la UE durante el primer semestre de ese año.

[2] Schwartz, P.: “Un área de prosperidad en el Atlántico Norte”, en ABC, 23.2.2007

[3] Merkel, A.: “The Way Forward: Strengthening the Transatlantic Partnership”, discurso pronunciado en el acto celebrado por la Cámara de Comercio Norteamericana, BusinessEurope y la Federación de la Industria Alemana, Washington, 30.4.2007.

[4] Acuerdo-marco para avanzar en la integración económica entre la Unión Europea y los Estados Unidos de América, Washington, 30.4.2007.

[5] Wissmann, M: For a Strong Trasalantic Economic Partnership – towards the Trasatlantic Single Market between the EU and North America, 23.1.2007.

[6] Khachaturyan, A. Y McCahery, J.A.: “Transatlantic Corporate Governance Reform:

Brussels Sprouts or Washington Soup?”, en http://www.side-isle.it/wp/05/Khachaturyan&McCahey.pdf

[7] Hamilton, D.S. y Quinlan, J.P.: The Trasatlantic Economy 2006, Center for Trasatlantic Relations John Hopkins University y Paul H. Nitze School of Advanced International Studies, 2006.

[8] Hamilton, D.S. y Quinlan, J.P.: The Trasatlantic Economy 2006, Center for Trasatlantic Relations John Hopkins University y Paul H. Nitze School of Advanced International Studies, 2006.

[9] Khachaturyan, A. Y McCahery, J.A.: “Transatlantic Corporate Governance Reform:

Brussels Sprouts or Washington Soup?”, en http://www.side-isle.it/wp/05/Khachaturyan&McCahey.pdf

[10] Khachaturyan, A. Y McCahery, J.A.: “Transatlantic Corporate Governance Reform:

Brussels Sprouts or Washington Soup?”, en http://www.side-isle.it/wp/05/Khachaturyan&McCahey.pdf

[11] Wissmann, M: “TAFTA! Für eine transatlantische Freihandelszone”, en Die Welt, 24.09.2006.

[12] Herman, A.: How the Scots Invented the Modern World: The True Story of How Western Europe’s Poorest Nation Created Our World and Everything in It, Nueva York (Three Rivers Press), 2001.

[13] García Roca, J. y Santolaya Machetti, P. (eds.): La Europa de los derechos. El Convenio Europeo de Derechos Humanos, Madrid (Centro de Estudios Políticos y Constitucionales), 2005, p. 13.

[14] Merkel, A.: “The Way Forward: Strengthening the Transatlantic Partnership”, discurso pronunciado en el acto celebrado por la Cámara de Comercio Norteamericana, BusinessEurope y la Federación de la Industria Alemana, Washington, 30.4.2007.

[15] Wissmann, M: For a Strong Trasalantic Economic Partnership – towards the Trasatlantic Single Market between the EU and North America, 23.1.2007.

[16] Wissmann, M: “TAFTA! Für eine transatlantische Freihandelszone”, en Die Welt, 24.09.2006.

[17] Wissmann, M: For a Strong Trasalantic Economic Partnership – towards the Trasatlantic Single Market between the EU and North America, 23.1.2007.

[18] Wissmann, M: For a Strong Trasalantic Economic Partnership – towards the Trasatlantic Single Market between the EU and North America, 23.1.2007.

[19] Entrevista concedida al Financial Times el 2.1.2007.

[20] Pfaff, W.: “Happy Birthday”, en The New York Review of Books, vol. LIV, núm 7, 26.4.2007.

[21] Merkel, A.: “The Way Forward: Strengthening the Transatlantic Partnership”, discurso pronunciado en el acto celebrado por la Cámara de Comercio Norteamericana, BusinessEurope y la Federación de la Industria Alemana, Washington, 30.4.2007.

[22] Merkel, A.: “The Way Forward: Strengthening the Transatlantic Partnership”, discurso pronunciado en el acto celebrado por la Cámara de Comercio Norteamericana, BusinessEurope y la Federación de la Industria Alemana, Washington, 30.4.2007.

[23] Wissmann, M: “TAFTA! Für eine transatlantische Freihandelszone”, en Die Welt, 24.09.2006.

[24] Hamilton, D.S. y Quinlan, J.P.: “Opening up the transatlantic market”, en The Chicago Tribune, 10.1.2007.

[25] Gordon Brown: “Global Europe”, en The Wall Street Journal, 27.10. 2005

[26] Cloos, J.: ”You cannot end a 2.5 trillion dollar relationship”, entrevista, 27.1.2006

[27] Pedro Schwartz  ha rastreado los orígenes de la idea desde los años treinta e inspirado una de las propuestas que se exponen a continuación [vid. Schwartz, P.: “Un área de prosperidad en el Atlántico Norte”, en ABC, 23.2.2007; y Cabrillo, F., García-Legaz, J.  y  Schwartz, P.: A Case for an Open Atlantic Prosperity Area, Madrid (FAES), 2006] y por medio de ella posiblemente al propio Wissmann. Pero la relevancia de cualquiera de ellas no reside en su origen académico y posiblemente tampoco en la extraordinaria aportación analítica del Center for Trasatlantic Relations de la Universidad John Hoskins, dirigido por Hamilton y Quinlan, sino en el impulso político que ha recibido en Alemania, del diputado federal Wissmann y, sobre todo, de la canciller Merkel.  

[28] Antes, lo fue brevemente de Investigación y Tecnología. Como ministro de Transportes en el gobierno del canciller Kohl fue el responsable de la inmensa reforma del sistema ferroviario que siguió a la reunificación alemana y de la privatización de Lufthansa. Durante la elaboración de este estudio se ha anunciado su próximo nombramiento como presidente de la asociación alemana de fabricantes de automóviles.

[29] Wissmann, M: For a Strong Trasalantic Economic Partnership – towards the Trasatlantic Single Market between the EU and North America, 23.1.2007.

[30] Hamilton, D.S. y Quinlan, J.P.: “Opening up the transatlantic market”, en The Chicago Tribune, 10.1.2007.

[31] Wissmann, M: For a Strong Trasalantic Economic Partnership – towards the Trasatlantic Single Market between the EU and North America, 23.1.2007.

[32] Entrevista concedida al Financial Times el 2.1.2007.

[33] Wissmann, M: For a Strong Trasalantic Economic Partnership – towards the Trasatlantic Single Market between the EU and North America, 23.1.2007.

[34] Münchau, W.: “Merkel’s misguided transatlantic trade notion”, en Financial Times, 7.1.2007.

[35] Wissmann, M: For a Strong Trasalantic Economic Partnership – towards the Trasatlantic Single Market between the EU and North America, 23.1.2007.

[36] Hamilton, D.S. y Quinlan, J.P.: “Opening up the transatlantic market”, en The Chicago Tribune, 10.1.2007.

[37] Wissmann, M: For a Strong Trasalantic Economic Partnership – towards the Trasatlantic Single Market between the EU and North America, 23.1.2007.

[38] Hamilton, D.S. y Quinlan, J.P.: “Opening up the transatlantic market”, en The Chicago Tribune, 10.1.2007.

[39] Hamilton, D.S. y Quinlan, J.P.: “Opening up the transatlantic market”, en The Chicago Tribune, 10.1.2007.

[40] Wissmann, M: “TAFTA! Für eine transatlantische Freihandelszone”, en Die Welt, 24.09.2006.

[41] Védrine, H.: “Las bases de una nueva relación transatlántica”, en Política exterior, núm. 115, enero 2007. pp. 115 ss.

[42] Cabrillo, F., García-Legaz, J.  y  Schwartz, P.: A Case for an Open Atlantic Prosperity Area, Madrid (FAES), 2006, pp. 15 a 22 y 27.

[43] Schwartz, P.: “Un área de prosperidad en el Atlántico Norte”, en ABC, 23.2.2007

[44] Cabrillo, F., García-Legaz, J.  y  Schwartz, P.: A Case for an Open Atlantic Prosperity Area, Madrid (FAES), 2006.

[45] Schwartz, P.: “Un área de prosperidad en el Atlántico Norte”, en ABC, 23.2.2007

[46] Punto 151 del programa conjunto para las presidencias alemana, eslovena y portuguesa, 21.12.2006.

[47] Discurso de presentación de la presidencia alemana de la UE, Parlamento Europeo, 17.1.2007

[48] Entrevista concedida al Financial Times el 2.1.2007.

[49] Entrevista concedida al Financial Times el 2.1.2007.

[50] Wissmann, M: For a Strong Trasalantic Economic Partnership – towards the Trasatlantic Single Market between the EU and North America, 23.1.2007.

[51] Schwartz, P.: “Un área de prosperidad en el Atlántico Norte”, en ABC, 23.2.2007

[52] Wissmann, M: For a Strong Trasalantic Economic Partnership – towards the Trasatlantic Single Market between the EU and North America, 23.1.2007.

[53] Hamilton, D.S. y Quinlan, J.P.: “Opening up the transatlantic market”, en The Chicago Tribune, 10.1.2007.

[54] Wissmann, M: “TAFTA! Für eine transatlantische Freihandelszone”, en Die Welt, 24.09.2006.

[55] Schwartz, P.: “Un área de prosperidad en el Atlántico Norte”, en ABC, 23.2.2007

[56] Wissmann, M: “TAFTA! Für eine transatlantische Freihandelszone”, en Die Welt, 24.09.2006.

[57] Entrevista concedida al Financial Times el 2.1.2007.

[58] Hamilton, D.S. y Quinlan, J.P.: “Opening up the transatlantic market”, en The Chicago Tribune, 10.1.2007.

[59] Hamilton, D.S. y Quinlan, J.P.: “Opening up the transatlantic market”, en The Chicago Tribune, 10.1.2007.

[60] Stern, F.: “Germany in a Semi-Gaullist Europe”, en Dreams and Delusions, Yale (UP), 1999, p.198.

[61] Sontheimer, K., Bleek, W.: Grundzüge del politischen Systems der Bundesrepublik Deutschland, Munic (Piper), 1999, pp. 46 y ss.

[62] Winkler, H.A.: Der lange Weg nach Westen, Munich (C. H. Beck), 2000, p. 163. En el mismo sentido, Baring, A. y Schöllgen, G.: Kanzler, Krisen, Koalitionen, Múnich (Siedler Verlag), 2006, p. 26.

[63] Jarausch, K.H.: After Hitler. Recivilizing Germans, 1945-1995, Nueva York (Oxford University Press), 2006, pp. 118ss.

[64] Baring, A. y Schöllgen, G.: Kanzler, Krisen, Koalitionen, Múnich (Siedler Verlag), 2006, p.14 y 26ss.

[65] Jarausch, K.H.: After Hitler. Recivilizing Germans, 1945-1995, Nueva York (Oxford University Press), 2006, p. 154.

[66] Stern, F.: “Germany and the United States: Visions of Declining Virtue”, en Dreams and Delusions, Yale (UP), 1999, pp.220 y ss.

[67] Stern, F.: “Germany and the United States: Visions of Declining Virtue”, en Dreams and Delusions, Yale (UP), 1999, p. 224.

[68] Kauder, V., en su informe semanal como presidente de la fracción parlamentaria democristiana del Bundestag, el 8.5.2007.

[69] Iñiguez Hernández, D.: “¿Un nuevo milagro alemán? La segunda gran coalición”, en Política Exterior, núm 114, noviembre/diciembre 2006.

[70] Charlemagne: “Tricky Weather”, en The Economist, 13.1.2007.

[71] Rachman,G.: “As America looks the other way, China’s rise accelerates”,en Financial Times, 13.2.2007.

[72] Eco, U.: “Perspectivas para Europa”, en A paso de cangrejo, Barcelona (Debate), pp. 51s.

[73] Wissmann, M: “TAFTA! Für eine transatlantische Freihandelszone”, en Die Welt, 24.09.2006.

[74] Gordon Brown: “Global Europe”, en The Wall Street Journal, 27.10.2005

[75] En las jornadas Impulsar una nueva agenda para una alianza económica transatlántica, Cámara de Comercio Norteamericana en España, Madrid, 14.3.2007.

[76] Merkel, A.: “The Way Forward: Strengthening the Transatlantic Partnership”, discurso pronunciado en el acto celebrado por la Cámara de Comercio Norteamericana, BusinessEurope y la Federación de la Industria Alemana, Washington, 30.4.2007.

[77] Wissmann, M: “TAFTA! Für eine transatlantische Freihandelszone”, en Die Welt, 24.09.2006.

[78] Stephens, P.:  “All that needs to be said about Europe’s next half-century “ en Finacial Times, 8.3.2007.

[79] Wissmann, M: For a Strong Trasalantic Economic Partnership – towards the Trasatlantic Single Market between the EU and North America, 23.1.2007.

[80] La propia existencia de su cargo sin una contraparte europea es significativa.

[81] En las jornadas Impulsar una nueva agenda para una alianza económica transatlántica, Cámara de Comercio Norteamericana en España, Madrid, 14.3.2007.

[82] Comisión Europea: United States Barriers to Trade and Investment. Report for 2006, febrero de 2007.

[83] Iñiguez Hernández, D.: “La acción cultural exterior y la eficacia  del ”, en Política Exterior, número 111, mayo/junio de 2006.

[84] Wissmann, M: For a Strong Trasalantic Economic Partnership – towards the Trasatlantic Single Market between the EU and North America, 23.1.2007.

[85] Hamilton, D.S. y Quinlan, J.P.: “Opening up the transatlantic market”, en The Chicago Tribune, 10.1.2007.

[86] Macmillan, R., presidente de la Cámara de Comercio Norteamericana ante la UE: Message to the German Presidency of the European Union.

[87] Wissmann, M: “TAFTA! Für eine transatlantische Freihandelszone”, en Die Welt, 24.09.2006.

[88] Cloos, J.: ”You cannot end a 2.5 trillion dollar relationship”, entrevista, 27.1.2006

[89] Todorov, T.: El nuevo desorden mundial, Barcelona (Península), 2003

[90] Beck, U.  y Grande, E.: La Europa cosmopolita, Barcelona (Paidós), 2006

[91] Cloos, J.: ”You cannot end a 2.5 trillion dollar relationship”, entrevista , 27.1.2006

[92] Buruma, I.: “In search of the elusive European soul”,en Financial Times, 2.4.2007; también publicado como “¿Tiene alma Europa?”, en El País,5.4.2007.

[93] Eurobarómetro especial, num 251, 2006

[94] Stern, F.: Dreams and Delusions, New Haven (Yale University Press), 1987, pp. 197ss.

[95] Cloos, J.: ”You cannot end a 2.5 trillion dollar relationship”, entrevista, 27.1.2006

[96] Merkel, A.: “The Way Forward: Strengthening the Transatlantic Partnership”, discurso pronunciado en el acto celebrado por la Cámara de Comercio Norteamericana, BusinessEurope y la Federación de la Industria Alemana, Washington, 30.4.2007.

[97] Entrevistada por el Financial Times, 2.1.2007

[98] Barraclough, G.: Introducción a la Historia Contemporánea, Madrid (Gredos), 1985.

[99] Hamilton, D.S. y Quinlan, J.P.: “Opening up the transatlantic market”, en The Chicago Tribune, 10.1.2007.

[100] Cloos, J.: ”You cannot end a 2.5 trillion dollar relationship” , entrevista, 27.1.2006

[101] Gordon Brown: “Global Europe”, en The Wall Street Journal, 27.10.2005

[102] Giddens, A.: “La década de Blair”, en El País, 12.5.2007.

[103] Münchau, W.: “Merkel’s misguided transatlantic trade notion”, en Financial Times, 7.1.2007.

[104] Hamilton, D.S. y Quinlan, J.P.: “Opening up the transatlantic market”, en The Chicago Tribune, 10.1.2007.

[105] Beck, U.: “Antworten aug Globalisierung”, en Was ist Globalisierung?, Frankfurt am Main (Suhrkamp), 1999, pp. 218ss.

[106] Stiglitz, J.E.: El malestar en la globalización, Madrid (Taurus), 2002, p. 11.

[107] Védrine, H.: “Las bases de una nueva relación transatlántica”, en Política exterior, núm. 115, enero 2007. pp. 115 ss.

[108] Védrine, H.: “Las bases de una nueva relación transatlántica”, en Política exterior, núm. 115, enero 2007. pp. 115 ss.

[109] Reich, R.: Reason. Why Liberals Will Win the Battle for America, Nueva York (Vintage), 2005, pp 17ss.

[110] Mildner, S.:” Einkommenseffekte der Doha-Runde der WTO –Liberalisierungsszenarien und Wohlfahrtsprognose”, JFK Working Paper 2006/136, Freie Universit¨at Berlin, John-F. Kennedy Institut, Abteilung Wirtschaft.

[111] Oxfam Briefing Paper: Licence to Plunder. How ‘free’ trade and investment agreements undermine development, 21.3.2007.

[112] Merkel, A, en la rueda de prensa posterior a la cumbre EEUU-UE, Washington, 30.4.2007.

[113] Garrigues Walker, A.: “Una radicalización perversa”, en ABC, 30.3.2007.

[114] Garrigues Walker, A.: “Una radicalización perversa”, en ABC, 30.3.2007.

[115] Maravall, J.M.: “La crispación”, en El País, 11.5.2007. Vid también Fundación Alternativas: Informe sobre la Democracia en España, 2007: la estrategia de la crispación.