España ante el G-20: una propuesta estratégica sobre su inserción en la nueva gobernanza global

España ante el G-20: una propuesta estratégica sobre su inserción en la nueva gobernanza global
Documento de trabajo

Resumen

Este trabajo del Real Instituto Elcano analiza el papel que España puede y debe jugar en los organismos de gobernanza global en el actual contexto de crisis financiera y reconfiguración de los centros de poder internacionales. Tras analizar sucintamente cuál es la posición relativa de España en el mundo –según criterios económicos y de otra índole– se sugiere cuál debería ser el modelo a seguir por España para aumentar su influencia en el mundo. Se señalan las ventajas comparativas españolas, las áreas donde más podría aportar y las carencias que dificultan que exista una plena concordancia entre su peso económico y su influencia política a nivel global.

Planteamiento general: ¿podemos estar entre los grandes?

Desde hace ya algún tiempo, existe un cierto debate sobre el peso internacional de España: mientras que algunos analistas sostienen que en los últimos 15-20 años hemos “golpeado por encima de nuestro peso”, aprovechando coyunturas favorables sin atender a ciertas cuestiones estructurales (por ejemplo, el tamaño y la dotación de nuestro Servicio Exterior o el gasto destinado a Defensa), otros estiman que España tiene menos influencia internacional de la que le correspondería por su actual nivel de desarrollo económico, político y social.

Las dudas que se suscitaron antes de confirmarse la presencia de España en las reuniones ampliadas del G-20 de Washington (noviembre de 2008) y Londres (abril de 2009) han generado un nuevo e interesante debate sobre nuestro peso internacional, y sobre la posible contribución española a la reconfiguración de las instituciones de gobernanza mundial. Este debate ha sido positivo, en la medida en que demuestra que nuestras elites políticas e importantes sectores de la sociedad son sensibles a la necesidad de evitar la inacción exterior, pero también un tanto preocupante, ya que ha puesto de manifiesto que no se sabe muy bien cuál es el lugar más idóneo desde el que gobernar la globalización, ni para qué se desea ocupar un puesto relevante en el futuro orden internacional. También se han suscitado dudas sobre nuestra capacidad para afrontar la responsabilidad que ese protagonismo conllevaría.

Un primer interrogante a resolver en este ejercicio tiene que ver con la estimación real (no complaciente o sobredimensionada pero tampoco auto-mortificante o erróneamente modesta) del potencial existente, lo que aconseja emprender análisis rigurosos que comparen la situación internacional de España con la de otros países y tengan en cuenta tendencias históricas y prospectivas. En lo que al peso económico internacional de España se refiere, los datos empíricos “objetivos” indican que la posición económica de nuestro país es la siguiente:[1]

  • España se sitúa (tras EEUU, Japón, China, Alemania, el Reino Unido, Francia e Italia) como la octava economía del mundo, con un PIB de algo más de un billón de euros.
  • Si el tamaño de su producción se mide en Paridad de Poder de Compra en vez de a tipos de cambio de mercado, entonces desciende al 11º puesto, ya que también es superada en ese caso por la India, Rusia y Brasil (estos tres países emergentes tiene mucha mayor población y una renta per cápita muy inferior a la de España).
  • Si se divide el tamaño de la economía por la población (PIB per cápita), entonces España supera los 24.000 euros de renta per cápita (unos 30.000 dólares), lo que la hace descender al puesto 25º del mundo, tanto si se mide a tipos de cambio de mercado como según la paridad de poder adquisitivo. No obstante, si únicamente se consideran los países con más de 10 millones de habitantes, España sube hasta el 11º puesto, sólo superada por las potencias clásicas del G-7 (si bien estamos a un nivel similar al italiano), más los Países Bajos, Australia y Bélgica.
  • La cuota española del PIB mundial es del 2,5% y la del comercio mundial (sumando importaciones y exportaciones) es del 2,7%. Sin embargo, en el FMI su cuota no se corresponde con ese peso pues es tan sólo del 1,69%.[2] Dentro del Grupo del Banco Mundial, la situación es parecida y, por ejemplo, en el BIRD sólo cuenta con un porcentaje de contribución y votos del 1,7%. En ambos casos, esa cuota inferior a su peso real sitúa a España en el 15º puesto mundial, por detrás de países con menor PIB total, como Bélgica, los Países Bajos, Canadá, Brasil, Rusia, la India y Arabia Saudí.
  • A nivel europeo, España está firmemente instalada como la quinta potencia económica de la UE, con una renta per cápita de más de  €24.000 anuales, lo cual nos sitúa en la media de la UE-27.
  • Entre los países exportadores, España es el 15º del mundo, por detrás de economías de mucho menor tamaño (como los Países Bajos, Bélgica y Singapur). Su balanza por cuenta corriente es particularmente deficitaria dentro del mundo desarrollado, debido a lo cual tiene una necesidad de financiación estructural. En 2008, el déficit por cuenta corriente alcanzó el 10% del PIB (unos €120.000 millones), el segundo mayor déficit del mundo tras EEUU (y el mayor en términos relativos entre los países avanzados).[3]
  • A pesar de la vulnerabilidad que se desprende de este saldo comercial estructuralmente negativo (y que cada vez es compensado en menor medida por el superávit en servicios), España disfruta de buenos indicadores en algunos apartados industriales: por ejemplo, es el 8º productor de automóviles del mundo (aunque en declive, por la deslocalización a favor de Europa del Este) y sus sectores de energías renovables, biotecnología y telecomunicaciones presentan un gran dinamismo.
  • En el terreno energético, España es también un país claramente dependiente del exterior, pero, pese a todo, es la 12ª potencia mundial en producción de energía nuclear y la 4ª, tras Alemania, EEUU y China, en producción total de energías renovables. Además, aunque es un dato poco conocido, en los últimos años se han construido un gran número de centrales de regasificación, lo que ha permitido que dos tercios del gas natural que España importa sea licuado (y, por tanto, no transportado a través de gasoductos y menos susceptible de sufrir cortes de suministro), lo que nos coloca junto a Japón y Corea como uno de los países más avanzados en este aspecto.
  • España aparece mejor situada en el terreno financiero que en el comercial: es el 6º inversor del mundo en el exterior en términos de stock, y en 2007 fue el tercer país que más inversiones realizó en el exterior, sobre todo en América Latina y la UE. Dos bancos españoles (BBVA y Santander) se colocan entre los 10 primeros del mundo occidental, la Bolsa de Madrid está entre las 10 primeras del mundo en capitalización y operaciones, y el valor del mercado bursátil es aún mayor si se considera el LATIBEX que integra España con América Latina.
  • España es, además, el segundo receptor de turistas del mundo, solamente superada por Francia.
  • Según el Índice de Libertad Económica que elabora el Wall Street Journal junto al Heritage Foundation, España se sitúa en el puesto 29º; y ocupa el puesto 27º en el Índice de Competitividad Global del World Economic Forum.
  • Por último, España ocupa el puesto 12º en el Índice de Marca-País que elaboran Future Brand y Weber Shandwick, destacando sobre todo en el atractivo para viajar y para la vida familiar.

Más allá de su peso económico, debe tenerse en cuenta la posición de España en los rankings que miden otros factores (políticos y sociales), que también inciden directamente sobre su influencia en el Mundo:

  • En el Human Development Index del PNUD, España oscila entre el 13º y el 16º puesto, siendo éste un buen indicador de la calidad de vida, ya que combina la renta per cápita con la educación y la esperanza de vida.
  • En el Índice de Prosperidad que realiza el Legatum Institute, y que igualmente combina la dimensión económica con la sociopolítica, España ocupa el puesto 20º (significativamente, está en el 26º lugar en lo tocante a competitividad económica y el 18º en bienestar; siendo especialmente fuerte en calidad del ocio, la salud, las libertades, la familia y su gobernanza interna).
  • El aumento del compromiso de España con el desarrollo en los últimos años no tiene parangón: en 2007 dedicamos el 0,41% del PIB a la ayuda oficial (más de €4.200 millones), situándonos como el 7º donante mundial en términos absolutos, y en 2008 se habrá alcanzado el 0,5%. Además, ocupamos el puesto 12º en el índice de compromiso con el desarrollo que elabora el Center for Global Development de Washington, siendo el tercer país que más avanza en los dos últimos años.
  • España también ha aumentado en los últimos años su compromiso general con la ONU, siendo en la actualidad el 9º contribuyente en cuota.
  • En el ámbito político, España ocupa un puesto muy notable, el 15º, en el Índice de la Democracia elaborado por el Economist Intelligence Unit.
  • Sin embargo, desciende al puesto 27º en el Índice de Percepciones de la Corrupción de la ONG Transparency International.
  • En educación, también se detectan claroscuros: aunque el gasto público ha aumentado mucho en las tres últimas décadas (y alcanza el 4,8% del PIB), está por debajo de la media de la OCDE (5,5%); esto se traduce en un bajo nivel educativo en la enseñanza obligatoria (ocupando el puesto 25º-30º de unos 60 Estados desarrollados que participan en el Informe PISA). Muy similar es el balance a realizar en las universidades: España invierte el 1% del PIB en educación terciaria (frente a una media del 1,3% de la OCDE), pero muy pocas universidades y centros de investigación españoles alcanzan altos niveles de excelencia en los rankings internacionales.
  • En lo referente a la investigación científica y desarrollo tecnológico, los datos son especialmente negativos.
    Aunque se han producido avances en los últimos años, España sólo invierte el 1,2% del PIB en I+D, siete décimas menos que la media europea y menos de la mitad que países como EEUU y Japón. Además, España se encuentra en un pobre 25% de la media de patentes presentadas en la UE-15. Todo ello se traduce en bajas tasas de productividad, escaso valor añadido incorporado a las exportaciones y limitada innovación tecnológica al margen de las grandes multinacionales.
  • Mucho más positivos son, en cambio, otros indicadores culturales en el ámbito literario (incluida la producción editorial), artístico (segundo país del mundo con más patrimonio cultural UNESCO y grandes museos), deportivo, gastronómico e incluso cinematográfico. Y, sobre todo (aunque este factor esté compartido con otros 18 Estados), el protagonismo internacional de la lengua española es incontestable: unos 450 millones de usuarios lo convierten en el cuarto más hablado del mundo, el tercero más usado en Internet, y el segundo más estudiado y utilizado como idioma extranjero, sólo por detrás del inglés.
  •  Por último, en el apartado de gasto económico total en Defensa, España ocupa el 15º puesto del mundo, por detrás de países de menor peso económico, como Corea del Sur, Arabia Saudí y Turquía.

En resumen, mientras España se sitúa aproximadamente entre las posiciones 12º y 30º en los rankings que miden los valores relativos de riqueza, calidad de vida y libertad económica o política (lo que es un lugar notable, considerando que actualmente existen cerca de 200 Estados soberanos y, sobre todo, que sólo le superan 10 Estados si restringimos esas clasificaciones a países con más de 10 millones de habitantes), en los indicadores que miden la capacidad socio-económica mundial en términos absolutos, España se sitúa entre los muy destacados puestos 6º y 15º.

Gracias a todo ello, en la actualidad España se encuentra entre los 10-12 países más importantes del mundo.

Por motivos históricos sobradamente conocidos, España no pudo participar en la definición de las instituciones y procedimientos que han definido la gobernanza global desde la Segunda Guerra Mundial. Ahora se trata, por tanto, de que si realmente vamos hacia una reformulación ambiciosa de estas instituciones y procedimientos, España no vuelva a estar ausente del proceso y termine de consolidar una presencia en las mismas que ya ha comenzado, tanto con su presencia en las cumbres de Washington y Londres del G-20 como por su reciente incorporación al Foro de Estabilidad Financiera.

Más aún, desde nuestro punto de vista, España debe procurar aprovechar la actual crisis financiera y económica internacional para, haciendo de la necesidad virtud, reforzar su posición entre los Estados más influyentes del planeta. No se trata de estar presentes en los foros más importantes por una cuestión de prestigio ni reputación, sino porque éstos tendrán un notable protagonismo en la reconfiguración del orden internacional, de la que dependerá en no poca medida el bienestar y la seguridad futura de España.

Para estar entre los grandes, ¿qué modelo nos sirve mejor?

Antes de plantearse siquiera la elaboración de una estrategia que le permita alcanzar este objetivo, resulta imprescindible tener claro el modelo que se desea seguir. Más concretamente, es necesario saber si se pretende ser:

  • Un país con crecientes ambiciones exteriores que, como algunos otros protagonistas intermedios o emergentes, pretende entrar en el grupo de líderes que moldean la política mundial apelando no tanto a sus atractivos políticos, sociales o culturales ni al hecho de encarnar valores mundiales compartidos, sino a elementos clásicos de poder “duro”. Entre esos elementos estaría el peso económico, el tamaño demográfico, la expansión de sus empresas y hasta el potencial de coerción física o, al menos, la capacidad para identificarse y coaligarse con quien sí posee indudable fuerza militar.
  • Un Estado de tipo “nórdico”, caracterizado fundamentalmente por su poder “blando”, y admirado en el exterior por su respeto por la democracia y los derechos humanos, o por su compromiso medioambiental, con el desarrollo, etc. Incluso un Estado que pudiera llegar a ser considerado como neutral desde el mundo no occidental por saber evitar el alineamiento permanente y, por lo tanto, con la credibilidad necesaria para comprender sensibilidades alternativas a las propias del mundo euro-atlántico, denunciar situaciones injustas, y participar, en la medida que lo permitan los recursos destinados a las Fuerzas Armadas, en acciones de mantenimiento de la paz, etc.
  • Una “potencia media” de ámbito regional pero con proyección global, que además de promocionar ciertos valores y principios ampliamente compartidos por su población (la democracia, la dignidad y libertad individuales; el respeto por el derecho internacional, el crecimiento económico sostenible, la lucha contra la pobreza, etc.), disfrutando así de legitimidad para liderar iniciativas globales o mediar en conflictos, tiene importantes intereses que defender en el exterior (de seguridad, económicos, energéticos, culturales, etc.) y pretende hacerlo a través de una ambiciosa acción diplomática propia, aunque inserta en un multilateralismo eficaz a tres niveles: primero, y sobre todo, europeo; después occidental; y, finalmente, global.

A nuestro modo de ver, España debe optar decididamente por el tercer modelo –que es también el de Alemania, Francia, el Reino Unido, Italia y los Países Bajos o, más allá de Europa, el de Japón, Canadá y Australia–, ya que está particularmente bien situada para combinar un poder “duro” que ha ido en aumento durante las últimas décadas con un creciente poder “blando”, que tiene cada vez más en cuenta tanto el atractivo de su historia reciente de éxito en lo que a desarrollo y convivencia se refiere como su potencial cultural, lingüístico, científico, deportivo, etc.

Optar por este tercer modelo no es solo deseable en sí mismo –por ser coherente con nuestras grandes opciones contemporáneas de política exterior y con la convicción de que la diplomacia debe servir con eficacia en la promoción tanto de los intereses nacionales concretos como de nuestro bien valorado modelo político y socioeconómico general– sino que además es necesario. Si no optamos por este modelo que pretende maximizar la influencia de España en las relaciones internacionales –usando, por tanto, los distintos elementos de poder a nuestra disposición convenientemente combinados–, iremos perdiendo peso exterior y eso se traduciría en una menor posibilidad de moldear la globalización de acuerdo con nuestras prioridades y ventajas comparativas (económicas e institucionales), lo que no tardaría en socavar nuestra propia prosperidad y limitar nuestro margen de maniobra como sistema político soberano.

Queremos estar entre los grandes, pero ¿dónde exactamente?

El deseo de formar parte del grupo de países que pretenden liderar la globalización plantea dos interrogantes sobre la estrategia que debe seguir España para conseguir dicho objetivo:

  • Por un lado, ¿hasta qué punto resulta leal con el proyecto de integración europea el hecho de que España quiera actuar ahora también por sí misma y no confié exclusivamente la defensa de sus intereses a la Unión, que además ya es miembro informal del G-8 y, de pleno derecho, del G-20?
  • Por otro lado, se ha dado por sentado que el G-20 es el foro en el que debemos procurar consolidar nuestra posición, sin tener en cuenta que muchas voces autorizadas tienen serias dudas sobre su legitimidad y/o idoneidad.

En lo que a la primera cuestión se refiere, podría esgrimirse que una estrategia específicamente nacional para moldear la globalización y la gobernanza política mundial es incompatible con nuestra vocación europea. Sin embargo, una España que dobla en PIB al sexto Estado miembro (los Países Bajos) o triplica al séptimo (Polonia), que ya ha alcanzado la media de desarrollo de la UE –dejando muy pronto de ser beneficiaria neta del Presupuesto comunitario– y que tiene un saldo inmigratorio tan significado, puede buscar legítimamente un mayor protagonismo exterior. Además, a medida que la UE se acerque a los 30 miembros, solo seis o siete de los cuales tienen un peso demográfico o económico verdaderamente relevante, aumentará necesariamente la importancia (y la responsabilidad) de los Estados más grandes.

Por otro lado, a nuestro modo de ver, la integración europea es un juego de suma positiva, no de suma cero; por ello, tratándose de un país de sólidas convicciones europeístas, un mayor protagonismo español a nivel global no puede sino redundar en beneficio de la UE en su conjunto. Europa es, desde luego, más que la suma de sus partes, pero su relevancia también radica en la importancia de esas partes. Una España presente por sí misma en los intentos por gobernar la globalización refuerza el ingrediente europeo de esa empresa. Si luego la Unión está a la altura de las circunstancias, supera por fin el interminable debate sobre su modelo institucional y se pone de acuerdo consigo misma para afirmarse como unidad hacia el exterior –tal y como desea España–, esa capacidad adquirida individualmente por nuestro país se pondrá sin duda al servicio de la Unión. En cambio, si ese desarrollo europeizador no se produce, España no habrá malgastado sus energías.

Además, aunque España suele considerarse el quinto Estado de la UE en términos económicos y políticos, tiene algunas características propias (su peso en el Magreb y América Latina y la importancia de su lengua y cultura) que lo convierten en un actor regional de proyección global. No se olvide al respecto que, paradójicamente, siendo el segundo idioma internacional, el español es solamente la quinta lengua en el espacio europeo.

Establecido el argumento sobre la legitimidad de que España piense y actúe por sí misma en paralelo (que no al margen) de la UE, corresponde ahora considerar la idoneidad y legitimidad del G-20 como el foro en el que debemos consolidar nuestra presencia para alcanzar los objetivos antes planteados. Nos guste o no, a lo largo de las últimas décadas los grandes Estados han hecho un uso cada vez más decidido de los formatos “G”, en los que hasta ahora nunca había estado presente España. Estos foros informales de gobernanza económica internacional, cuyos miembros suelen reunirse varias veces al año a nivel ministerial y, con mayor perfil político, en cumbres (normalmente anuales) de jefes de Estado o de Gobierno, no tienen tratado constitutivo, ni estructura administrativa permanente, ni vínculo oficial con el sistema de Naciones Unidas u otras organizaciones internacionales abiertas a todos los Estados, ya que, a diferencia de éstas, la pertenencia a los formatos “G” se adquiere por cooptación.

La idea nació a mitad de la década de los 70 cuando, por iniciativa de Alemania y Francia, se convocó a las otras grandes naciones industrializadas (EEUU, Japón, el Reino Unido e Italia) a una reunión informal de jefes de Estado y de Gobierno para reaccionar a otra crisis económica internacional (la del shock del petróleo de 1973 y la recesión mundial que le siguió) y la ruptura del sistema de tipos de cambio fijos de Bretton Woods, naciendo así el G-6. Sólo dos años después cambió el nombre a G-7 al sumarse Canadá –entonces bastante más rica que España– y en la década de los 90 el grupo se amplió con la incorporación de Rusia (G-8)[4] y la UE, que participa en las reuniones a través de la Comisión y el presidente rotatorio del Consejo, aunque no sea miembro de igual derecho a los otros ocho Estados.

Aunque el G-7/G-8 siempre ha carecido de verdadera legitimidad jurídica o política internacional, su relativa eficacia para avanzar algunas medidas de coordinación económicas entre sus miembros (como el plan de reactivación global que salió de la cumbre de Bonn de 1978) y las enormes diferencias entre el PIB de Occidente y el mundo menos desarrollado explican su consolidación. Sin embargo, a partir de 1995 se hicieron cada vez más patentes las críticas a las severas diferencias Norte-Sur y a las políticas comerciales, agrícolas, ambientales o de deuda exterior de los países más desarrollados representados en el G-8, ante lo cual este reaccionó:

  • Ampliando su agenda desde lo estrictamente económico-financiero o comercial hacia otros ámbitos más políticos como el de la seguridad interior, la cooperación al desarrollo, la energía y la lucha contra el cambio climático.
  • Invitando a participar en sus trabajos desde 1996 a organizaciones internacionales del sistema de Naciones Unidas como el FMI, Banco Mundial, OMC (comercio), OMS (salud), OIEA (energía atómica), UNESCO (educación, ciencia y cultura) y a la misma ONU como tal. También han participado con carácter puntual organizaciones regionales como la OCDE o la CEI.
  • Sobre todo, planteándose sus limitaciones para seguir gobernando una economía mundial cada vez más globalizada en términos de legitimidad y de eficacia, hasta el punto de estudiar su posible ampliación hacia las economías emergentes.

En los últimos cuatro años, cinco países (Brasil, China, India, México y Sudáfrica) han sido invitados regularmente a estas cumbres. De este modo, y con el respaldo sobre todo de los miembros europeos del club, se lanzó la idea del G-8 + 5, que está más o menos institucionalizada desde 2005, e incluso de un posible G-14 (que subsumiría al G-8 e incluiría a Egipto para tener representado el mundo árabe). Sin embargo, este formato sigue siendo poco satisfactorio tanto por la limitada atención prestada a los no miembros –ya sean países individuales u organizaciones internacionales– como por la presencia de invitados no permanentes. Por este motivo, y como respuesta a la crisis financiera asiática de 1997, en 1999 surgió el G-20, formado por el antiguo G-8 y la UE (que se sumó como socio de pleno derecho), más Australia y otros 10 países considerados emergentes y razonablemente representativos de todos los continentes: China, la India, Brasil, México, Corea, Turquía, Indonesia, Arabia Saudí, Sudáfrica y Argentina.

El hecho de que el G-20 represente a más de dos tercios de la población mundial (frente al 15% del G-8) y una proporción también significativamente mayor del PIB global (cerca del 90%, frente al 65%), del comercio mundial (casi el 80%) o incluso de la superficie territorial del planeta (más del 60%), ha incidido favorablemente sobre su credibilidad. Además, la presencia de 20 miembros hace que aún sea plausible un proceso de intercambio de concesiones y toma de decisiones en su seno, lo cual abonaría la idea de que el G-20 es un subóptimo aceptable en comparación con el elitista G-8 o el aparentemente ingobernable sistema de Naciones Unidas.

No obstante lo anterior, la posición de España en relación con la idoneidad del G-20 dista mucho de ser cómoda. Pese al éxito que constituye haber sido invitados a participar en las cumbres de Washington y Londres, nuestro país sigue sin pertenecer formalmente al grupo, aunque durante el primer semestre de 2010 tiene su presencia asegurada debido a la Presidencia de turno de la UE, lo que podría allanar el camino para una incorporación permanente. Asimismo, aunque tampoco era miembro del Foro de Estabilidad Financiera, los importantes esfuerzos diplomáticos de los últimos meses han permitido su incorporación a este foro, al que el Comunicado final de la reunión del G-20 de Washington otorgó un papel destacado en la reforma del sistema regulatorio de las finanzas internacionales.

Por tanto, y para no incurrir en contraproducentes ingenuidades (pues a día de hoy seguimos sin ser miembros permanentes del G-20) ni incoherencias (frente al discurso multilateralista y abierto mantenido hasta ahora), sería conveniente que España incorporase a su estrategia el planteamiento expreso de la cuestión de la legitimidad del G-20 a la hora de emprender la futura reforma de la gobernanza mundial. Ahora bien, dado que sería contradictorio cuestionar la legitimidad del foro al que se pretende acceder de forma permanente, una posible estrategia intermedia podría pasar por aceptar el G-20 como un punto de partida que podría ser trascendido de tres modos: (1) ampliando los miembros a 24; (2) ordenando la presencia de tres organizaciones económicas internacionales globales, vinculadas de un modo u otro al sistema de Naciones Unidas; y (3) permitiendo, mediante la incorporación de otros tres asientos adicionales, la presencia de amplias zonas mundiales aún infrarrepresentadas.

En primer lugar, ampliando los miembros a 24, si bien se mantendría el actual tamaño manejable del foro, podría solventarse la carencia que, además de ser la que más perjudica y preocupa a España –esto es, su propia ausencia–, se ha demostrado objetivamente relevante. No en vano, dicha carencia habrá obligado a ampliar las dos cumbres celebradas por el G-20 para acoger a dos economías que, pese a estar entre las más grandes e influyentes a nivel internacional (España, en el lugar 8º-11º, y los Países Bajos, en el puesto 16º-19º), no formaban parte de un foro que, como su propio nombre indica, debería acoger a las 20 más importantes del mundo. Esta carencia del G-20 se explica por su propio objetivo fundacional, que no fue otro que dar respuesta a la crisis financiera de finales de los 90, que afectó especialmente a las economías asiática y latinoamericana pero no a la europea, de modo que ningún país de la UE que no fuesen los miembros del G-8 se sumó originalmente al Grupo. En la medida que el G-20 se afirme ahora como referente para actuar en la crisis actual o recomponer el orden económico mundial –lo que sí alcanza de lleno a Europa– se hace necesario revisar su composición integrando desde luego a España y posiblemente a los Países Bajos, aunque no sería descabellado considerar a Polonia. Ahora bien, para mantener el razonable equilibrio actual entre Estados desarrollados y emergentes, habría asimismo que ampliar el foro a otros tantos socios en vías de desarrollo, siendo Irán y Tailandia –y, en menor medida, Pakistán o Egipto– los Estados aspirantes a completar los posibles dúos.

En segundo lugar, ordenando, a partir de la situación actual, la presencia de tres organizaciones económicas internacionales globales, vinculadas de un modo u otro al sistema de Naciones Unidas –el FMI (incluyendo sus comités especializados en el ámbito monetario-financiero y de desarrollo), el Banco Mundial y, ahora también, la Organización Mundial de Comercio– el Grupo se refundiría con una ambición económica mayor a la que tuvo cuando se creó hace 10 años. Seguramente, la ONU como tal no debería estar integrada, tanto por resultar inapropiado que formase parte de un foro teóricamente subordinado, como por el hecho más prosaico de que su actual estructura institucional lo hace imposible. No obstante, como se subraya más adelante, habría que insistir en la necesidad de conectar los trabajos del Grupo con las actuales (o mejor aun, las que resulten de una posible reforma) instituciones sociales y económicas de la ONU, y también podría invitarse al secretario general a las futuras cumbres que se convocasen.

Finalmente, permitiendo, mediante la incorporación de otros tres asientos adicionales, la presencia de amplias zonas mundiales aún infrarrepresentadas, el nuevo foro lograría una mayor legitimidad general y, específicamente, a los ojos de algunas economías que, aun siendo importantes (Malasia, Filipinas, Singapur y Vietnam en el Sudeste Asiático; Nigeria y Argelia en África; y Colombia, Venezuela y Chile en Sudamérica), son demasiado pequeñas para tener puesto propio, ya que se desea mantener la operatividad del Grupo. La fórmula para cubrir efectivamente estos tres miembros añadidos podría articularse, por ejemplo:

  • A través de la presencia de tres bloques regionales económico-políticos que se corresponden con las grandes áreas antes mencionadas: ASEAN, la Unión Africana y UNASUR. El precedente de la UE como socio de pleno derecho del Grupo –si bien está plenamente justificado dadas las competencias efectivas de la Unión sobre las economías de los 27 y dada la relevancia de los Estados miembros sin asiento propio– hace plausible la pertenencia al mismo de estas otras organizaciones internacionales de carácter regional.
  • A través de un sistema rotatorio de tres miembros pro-témpore elegidos por el clásico sistema ONU para cubrir puestos electivos en sus instituciones; esto es, dentro de tres agrupaciones geopolíticas que, en este caso, serían Asia-Pacífico, África y América Latina-Caribe (dándose la circunstancia de que, si se añaden a esta última los Estados europeos no miembros de la UE, cada una de las tres agrupaciones geopolíticas contaría con 50 Estados).
  • Incluso, aunque esta posibilidad resulte menos ortodoxa, a través de fórmulas no regionales sino funcionales, dado que podría entenderse que lo realmente importante no es tener representada la diversidad continental –que, al fin y al cabo, está ya más o menos presente en los actuales miembros del G-20– sino la pluralidad de intereses en la provisión y la demanda de los distintos factores productivos. Es decir, podrían integrarse economías de importancia secundaria a través de agrupaciones de Estados según exporten o importen energía, capitales, determinados bienes, mano de obra, etc. (por ejemplo, la OPEP en el caso del petróleo, el grupo Cairns o el G-20 de países en desarrollo para los productores agrícolas, el G-10 o el Club de París de naciones acreedoras y su paralelo G-24 de deudores, otro grupo similar que pueda crearse por potencias demográficas que generan emigrantes, etc.).

Una propuesta en esta línea (G-24 + 3 + 3 o, si se quiere, G-30) mantendría el tamaño operativo –piénsese que sólo añadiría unos cinco asientos con respecto al número de países y organizaciones reunidos en Washington en noviembre de 2008 e incluso los reduciría con respecto a los asistentes a la cumbre de Londres de abril de 2009–[5] y sería difícilmente criticable desde el punto de vista de la legitimidad internacional. Por último, una propuesta de este tipo podría vincularse a un proyecto de reforma de la propia ONU –donde España se ha comportado hasta ahora de forma más bien pasiva y reactiva– conectando este Grupo con la nueva estructura institucional que, al menos en la dimensión económica, social y medioambiental (pero sin renunciar a un modelo parecido en la dimensión de seguridad) sustituya o mejore el actualmente muy poco efectivo ECOSOC.

Considerando la situación algo incómoda de España frente al actual G-20, parece conveniente que nuestro país plantee este tipo de debate.[6] Ahora bien, al margen de una posible propuesta formal en la línea aquí apuntada o en otra que se considere más adecuada, España debería insistir en que se vinculen las discusiones y conclusiones de este Grupo, o de cualquier otro similar que le pueda sustituir, con unas reglas del juego mundiales aceptables para todos, bien porque las potencias del G-20 (ó G-20+) concierten regionalmente sus posturas con los Estados pequeños (en el caso europeo, es evidente que ese papel lo debería jugar la UE), bien porque se establezca una conexión estable con el sistema de Naciones Unidas, conectando esta idea con la ya mencionada reforma de la propia ONU.

En suma, sería deseable que España, tras haber enarbolado con autoridad las banderas de la UE y de la ONU en su acción exterior, pusiera especial cuidado en su estrategia pública con relación al G-20. Es posible que este intento español de perfeccionar el G-20, sin perder su esencia de foro manejable, no fuese finalmente secundado, pero España tendría entonces mayor legitimidad para reclamar, como mal menor y sin traicionar sus principios, una ampliación del G-20 de la que fuese la única beneficiaria.

Queremos estar entre los grandes, pero ¿con qué podemos contribuir?

Como ya se ha dicho, la decisión de estar entre los grandes no es un capricho, sino más bien una manera de afianzar la posición conquistada por España durante las últimas décadas, y de evitar la pérdida de influencia a la que seguramente nos conduciría la inacción. Recuérdese que, una vez superada económicamente Canadá, nunca vamos a mejorar nuestro puesto absoluto actual (8ª economía mundial), y que no tardarán mucho en superarnos países emergentes como Brasil, México, Rusia, la India, etc. Por ello mismo, no podemos basar nuestra futura influencia global exclusivamente en nuestro peso económico relativo.

Teniendo en cuenta su desarrollo político, económico y social desde el restablecimiento de la democracia en 1978, España debe aspirar a liderar iniciativas globales que puedan beneficiarse de:

  • Su modelo de transición de la dictadura autoritaria a un Estado social y democrático de derecho, acompañado de un notable proceso de descentralización territorial, cohesión social, etc. En este sentido, resulta llamativo el escaso peso que hasta ahora ha tenido en nuestra acción exterior el apoyo explícito a las democratizaciones, al diálogo social o a la federalización en otras partes del mundo –en especial, América Latina, Europa del Este y el Mediterráneo– pese a lo reciente de nuestro pasado autoritario.
  • El hecho de ser un Estado macro-económicamente responsable y miembro ejemplar de la zona euro. El proceso de convergencia nominal durante los años 90 fue sobresaliente y el nivel de nuestra deuda pública sobre PIB es de los más bajos de la UE, lo que supone un notable ejercicio de responsabilidad colectiva.
  • Su regulación financiera y bancaria virtuosa, apoyándose en un modelo que actualmente se considera “ejemplar”, basado en las provisiones bancarias contra-cíclicas, en la prohibición de tener operaciones fuera de balance y en una supervisión rigurosa por parte del Banco de España.
  • Su capacidad para crear grandes empresas multinacionales, generalmente como resultado de procesos de privatización económicamente exitosos y socialmente aceptados (sobre todo comparado con los de otros países), muchas de las cuales han adoptado compromisos “verdes” y a favor de los derechos humanos en línea con los principios de la Responsabilidad Social Corporativa. Más aun, el auge de ciertas empresas españolas y su influencia internacional es posiblemente el fenómeno más llamativo del proceso de apertura económica de nuestro país, con posiciones de liderazgo en sectores tan importantes como la banca, la energía, las telecomunicaciones, la construcción y la obra civil, el turismo y los transportes, la distribución, etc. Además, aunque algunas de nuestras multinacionales han sido criticadas en el exterior (sobre todo en algunos países de América Latina como Argentina o Bolivia), en general su imagen pública es bastante positiva: tienen importantes fundaciones, la mayoría son miembros del Global Compact de Naciones Unidas, etc.
  • Su desarrollo de energías renovables en la lucha contra el cambio climático, basado a menudo en innovadores partenariados público-privados, incluidos los marcos jurídicos que los posibilitan. En el caso de España, que tiene una dependencia energética –tanto del exterior como de los combustibles fósiles– mayor que la media de la OCDE, y cuya opinión pública no apoya la energía nuclear, la apuesta por las energías renovables requiere hacer de la necesidad virtud. Por el momento, la cooperación entre el Estado y las empresas multinacionales energéticas (no siempre sencilla) está permitiendo importantes avances en un área especialmente propicia para la investigación científica y el I+D, que es el punto débil del modelo de crecimiento español. En términos institucionales, jurídicos y regulatorios, nuestro modelo está siendo observado desde el exterior (sobre todo desde EEUU, donde cada Estado tiene una regulación distinta, lo que dificulta la política energética federal) con mucho interés, lo que ofrece una oportunidad para estrechar lazos entre el Gobierno español y la nueva Administración Obama.
  • La creciente importancia estratégica de nuestro país por estar ubicados en una especie de encrucijada tópica (Norte-Sur, Occidente-Islam, Europa-América) en la que se juega gran parte de la partida estratégica global con desafíos como la gestión de los flujos migratorios o el terrorismo transnacional. Se ha generado una nueva centralidad que nos ofrece muchas oportunidades, aunque también supone vulnerabilidades. Ello nos obliga a tomarnos muy en serio el reto de la convivencia/integración de los inmigrantes, como corresponde a un país bisagra, que ha recibido más población extranjera durante la última década que ningún otro país del mundo salvo EEUU.
  • Un compromiso firme con la ayuda al desarrollo coherente, en cumplimento del objetivo del 0,7% del PIB. España lleva varios años procurando que su política de cooperación al desarrollo sea más coherente (y así lo demuestra la escalada de puestos en el Commitment to Development Index que publica el CGD), lo que la coloca entre los donantes con prácticas más vanguardistas, cada vez más alineadas con los Compromisos de Accra sobre cooperación al desarrollo. En particular, España amplía el nivel de Ayuda Oficial, tiene una política migratoria relativamente abierta, innova en los programas de condonación y canje de deuda y no exporta armas a países en conflicto (aunque todavía puede mejorarse la política comercial, la transferencia de tecnología y el aumento de la ayuda a países de renta baja de África y Asia, si bien en los últimos años también se ha avanzado en este último aspecto).
  • Otros recursos de poder “blando”, es decir, de poder de atracción, como el clima, el paisaje, la lengua, la cultura, las infraestructuras turísticas, el patrimonio artístico y demás, que aumentan el valor de España como lugar de encuentro y puente entre estados, culturas y religiones diversas.

Por otro lado, y en relación con este último apartado, a la hora de liderar reformas institucionales que requerirán de amplios consensos internacionales, España tiene algunas características específicas que no comparten otros Estados occidentales. Ante todo, debido a su condición de late-comer al club de países más desarrollados, a la lejanía en el tiempo de su experiencia imperial, y a ciertos rasgos culturales, España tiene especial facilidad para relacionarse con ciertos Estados y regiones con los que “Occidente” no tiene generalmente una relación fluida (Rusia, Irán, Turquía, partes del Magreb y América Latina). Existen muy pocos Estados miembros de la UE o de la OTAN que reúnan las mismas ventajas comparativas, y es posible que la “Alianza de Civilizaciones” haya contribuido en alguna medida a desarrollar esta dimensión.

Todo lo anterior supone que no es sólo España quien demanda un lugar protagonista en el intento de gobernar la globalización sino también que muchos de quienes desean que la globalización sea gobernada demandan, o pueden demandar, el protagonismo de países como España: esto es, una democracia consolidada con un elevado desarrollo humano que huye tanto de la imposición y el etnocentrismo como del relativismo de valores o el fatalismo en relación con el desequilibrado orden económico y político internacional. En suma, todo ello podría hacer de España una potencia mediadora de primer orden.

A la luz de lo anterior, resulta evidente que España es capaz de aportar muchos ingredientes valiosos a la nueva gobernanza internacional, más allá de su mero poderío económico medido en términos de PIB. Esa riqueza de facetas debe, además, proyectarse sobre las soluciones sustantivas concretas que puede plantear para responder a la muy difícil situación financiera y económica que atravesamos en la actualidad. España debe aspirar a contribuir a la resolución de la crisis con propuestas innovadoras, pero realistas, que formen parte de una agenda más amplia, cuyo objetivo último sea la reforma de los instrumentos y procedimientos de gobernanza global.

A título general, parece evidente que la superación de la crisis requiere la implementación de un nuevo marco regulatorio que, además de garantizar el ordenado funcionamiento de los flujos de capital, debería servir también de base para propiciar:

  • Una mayor estabilidad macroeconómica global.
  • Un comercio internacional más justo, que permita el desarrollo de los países más pobres.
  • Una lucha contra la pobreza más eficaz  y en previsión de las crisis alimentarias o de acceso al agua que se avecinan.
  • Un sistema viable para la reducción de las emisiones de CO2 post-Kyoto y, en general, para permitir la sostenibilidad medioambiental.
  • Una verdadera cooperación energética global.
  • Una gobernanza efectiva de la migración económica.
  • La conexión de todo lo anterior con la dimensión de seguridad: radicalidad y terrorismo, tensiones demográficas, abastecimiento energético y alimentario, etc.

Queremos estar entre los grandes, pero ¿estamos preparados para esa responsabilidad?

En las páginas anteriores, se ha afirmado que la magnitud de la actual crisis y los desafíos generales planteados por la imparable globalización requiere un nuevo contrato o pacto global que incorpore tanto a las potencias desarrolladas grandes y medias como a las economías emergentes, ya que de otra forma carecerá de la legitimidad necesaria para afrontar los grandes retos futuros. Este nuevo pacto o contrato podría vincularse a una reforma profunda de las instituciones internacionales existentes, que probablemente resulte más viable que el intento de crear organizaciones de nueva planta.

También se ha establecido que España: (1) no puede permitirse la pasividad exterior teniendo en cuenta tanto los retos que plantea la globalización como el propio deseo de promover su modelo político y socio-económico; (2) está objetivamente situada entre los cinco Estados más importantes de Europa y los 10-12 de mayor peso en el mundo; (3) debe procurar proyectar en su acción internacional la combinación de poder “duro” y “blando” que le es propio como potencia media; (4) ha de aspirar a ejercer el protagonismo que le corresponde a través de la UE pero también directamente en los foros que existan o se constituyan para moldear el futuro orden internacional; y (5) desea ese puesto relevante no por mero afán de prestigio sino porque posee capacidades y elementos muy valiosos que desea aportar –y defender– en la gobernanza mundial. Corresponde ahora, en este último epígrafe, analizar si estamos preparados para afrontar la responsabilidad que ese creciente protagonismo exterior conllevaría.

Cabe realizar una primera llamada de atención sobre el hecho de que nuestra diplomacia no haya priorizado durante los últimos 10 años la presencia de España en los diversos foros selectivos de la gobernanza económica y financiera global. Más allá de la ya analizada ausencia en los casos del G-7/G-8 y del G-20 (pese a que nuestro país sí estuvo en el G-33 que le precedió durante unos meses, antes de que se creara el Grupo con su composición actual en 1999), España –como ya se ha mencionado– tampoco era miembro del Foro de Estabilidad Financiera hasta este año, una institución asociada al Banco Internacional de Pagos de Basilea creada en 1999, que posiblemente tenga un papel clave en la reforma de la regulación financiera internacional y que además preside un español, Jaime Caruana. Tampoco pertenecemos al más antiguo G-10 (creado hace 45 años por los entonces principales Estados proveedores de recursos de crédito al FMI, que tuvo gran importancia en la crisis de los 70 y que hoy tiene 12 miembros) ni, en este momento, a ninguno de los dos importantes comités del propio FMI (el Financiero y Monetario Internacional y el de Desarrollo) que participan indirectamente en los trabajos del G-20. Sin embargo, todos los Estados europeos del G-8 más Holanda y Suiza forman parte de los cuatro foros o comités aludidos, mientras Bélgica y Suecia están en tres de ellos.

Junto a esta carencia específica de nuestra acción internacional en el terreno económico (a la que hay que sumar la antes mencionada relativamente pequeña cuota y número de votos en el Banco Mundial y el FMI), existen otras debilidades más generales de la política exterior que se conectan al recurrente problema del muy reducido gasto público destinado a las partidas clásicas de política internacional y de defensa. La responsabilidad que conlleva ser grande –y aspirar a ejercer un cierto liderazgo global– tiene su correlato en los crecientes compromisos de esfuerzo financiero y humano que hay que realizar por parte de la diplomacia o las Fuerzas Armadas españolas. En los últimos tiempos ha habido importantes avances: piénsese en los recursos destinados a la cooperación al desarrollo –que pese a la crisis, o precisamente ahora con más motivo considerando la tesis de este mismo texto, debe mantenerse o seguir aumentando– o en el reciente anuncio de reconsiderar los topes de presencia de tropas en misiones exteriores. Sin embargo, el problema estructural de nuestro escaso presupuesto militar (el más bajo de la OTAN sobre el PIB) o el reducido número de diplomáticos y misiones (por debajo de los Países Bajos o Suecia) ha de ser atendido si se desea ganar la apuesta del protagonismo en la globalización que, como ya vimos, requerirá una adecuada combinación de poder “blando” y “duro”.

En todo caso, la mejora de los instrumentos para actuar y alcanzar influencia no pasan solo por el aumento de los recursos económicos y materiales. Es cada vez más evidente que se requiere también un mayor esfuerzo por coordinar mejor a los distintos actores públicos implicados (Ministerios y agencias gubernamentales, Cortes Generales, Comunidades Autónomas y ayuntamientos); por implicar más a los partidos políticos y a los sindicatos y organizaciones empresariales; por potenciar la acción público-privada mediante los instrumentos que permitan ejercer una influencia directa sobre los ciudadanos –es decir, la llamada diplomacia pública– y mejorar la reflexión intelectual sobre nuestro propio lugar en el mundo a través de los think-tanks y el mundo académico. En efecto, para que España pueda ocupar un lugar más acorde con su verdadero peso y potencial, es necesario elaborar una estrategia a medio y largo plazo –una auténtica estrategia-país ampliamente consensuada– que resulta ya inaplazable.

No obstante, y por mucho que aumenten los recursos materiales, humanos o intelectuales dedicados a la acción exterior, se mejore sustancialmente la coordinación de los distintos poderes públicos relacionados con la política exterior, o se renueve el partenariado público/privado en el terreno diplomático, lo cierto es que nuestro futuro liderazgo en el mundo dependerá sobre todo de nuestra capacidad para realizar ciertas reformas estructurales internas que resultan igualmente inaplazables. No debe olvidarse que la efectividad de la política exterior depende, en gran medida, de la fortaleza interior. Si el principal activo exterior de España es su éxito interno, su principal desafío está también en sus evidentes carencias internas, que como mostraron los indicadores y rankings expuestos al inicio, residen básicamente en dos terrenos: (1) en el de la educación y el conocimiento científico; y (2), muy vinculado al anterior, en el de la baja productividad, con la consecuencia de una reducida competitividad externa y una alta dependencia de la financiación exterior (es decir, el déficit estructural de la balanza de pagos). Obviamente, no es el objeto de un texto como éste detallar qué tipo de reformas estructurales son necesarias en esos ámbitos pero sí debe advertirse la necesaria conexión de la solidez interna y el crecimiento económico sostenible a largo plazo de cualquier país con su relevancia internacional.

Por supuesto, el objetivo final no es en sí mismo ser prósperos para ocupar ese puesto protagonista en el mundo sino que, al contrario, la política exterior debe estar al servicio de nuestra prosperidad interna. Por eso, y dado que sabemos que el impacto del mundo sobre España es imparable, debemos tomarnos en serio el impacto que España quiere producir en el mundo; esto es, intentar moldear los procesos globales a través de una acción exterior inevitablemente ligada a lo interior.

En suma, es cierto que la crisis azota con gravedad a España, pero recae en el Gobierno la responsabilidad y capacidad de aprovechar las oportunidades que ésta proporciona para lograr insertar a nuestro país de forma estable en el nuevo orden internacional en un lugar que le permita desplegar todo su potencial como actor global. Para ello, y al margen de las reformas estructurales que sea necesario acometer en el nivel interno, debe dotarse de mayor claridad estratégica y de mayor fortaleza y efectividad a nuestra acción exterior.

Real Instituto Elcano
Marzo de 2009


[1] Los datos que se presentan a continuación provienen del Banco de España, de Eurostat, del FMI y de la OCDE.

[2] Desde el estallido de la crisis financiera se ha abierto un debate sobre la reforma de las cuotas del FMI. En todo caso, cabe señalar que la cuota de España se aumentó en 2006 desde el 1,42% hasta el 1,69%, el mayor incremento que ha obtenido un país en la reciente reforma de cuotas de la institución.

[3] Dicho déficit se está recortando rápidamente a medida que la recesión económica se intensifica y caen las importaciones. De hecho, los datos más recientes apuntan a que podría contraerse por debajo del 7% en 2009.

[4] No obstante, debe recordarse que en la actualidad existe un G-8 político y un G-7 financiero, del que Rusia nunca ha formado parte.

[5] Para la reunión del G-20 ampliado de 2 de abril de 2009 el primer ministro Gordon Brown aumentó las invitaciones que en su día se hicieron para Washington al añadir a la OMC, la OCDE, ASEAN, la Unión Africana y el NEPAD (New Partnership for Africa’s Development).

[6] Un debate que está siendo intenso en los medios periodísticos y políticos españoles, aunque sea desde una perspectiva más bien superficial y solo conectada a la capacidad del Gobierno de conseguir ser invitado a las sucesivas cumbres. En los –escasos por ahora– comentarios realizados por la prensa mundial y los think-tanks internacionales sobre la posibilidad de insertar permanentemente a España en el G-20 atendiendo a razones objetivas se desprende una impresión, en general, positiva. Como ejemplos, pueden mencionarse: “Redesigning Global Finance”, The Economist, 13/XI/2008, y Enrique Rueda-Sabater, Vijaya Ramachandran y Robin Kraft, “A Fresh Look at Global Governance: Exploring Objective Criteria for Representation”, Working Paper 160, Center for Global Development, Washington DC, 2009.