No es, todavía, la última palabra. Pero la Resolución 2797 aprobada el pasado 31 de octubre en el Consejo de Seguridad de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) sobre el Sáhara Occidental supone, de hecho, el fin del proceso iniciado en 1991 con un plan de paz que planteaba la celebración de un referéndum para determinar si los saharauis optaban por integrarse en Marruecos o por declarar un Estado propio. En lo que queda por dilucidar Marruecos cuenta con una inmensa ventaja frente a un pueblo saharaui y un Frente Polisario prácticamente abandonados a su suerte.
Lo que cabe esperar a partir de aquí es que Rabat se sienta aún más decidido a rematar la tarea de absorber definitivamente ese amplio territorio.
En realidad, la situación ya era muy favorable para Rabat desde hace mucho tiempo. Por un lado, y desde la Marcha Verde (de la que ahora se cumplen 50 años), las Fuerzas Armadas Reales (FAR) han logrado, primero, ampliar la ocupación del territorio saharaui y, desde 1991, mantener el control del 80% de los 266.000 km2 que abarca lo que la ONU sigue considerando hoy en día “territorio a descolonizar”. Su abrumadora superioridad militar, con el apoyo creciente de Washington como suministrador de material cada vez más sofisticado, le ha permitido dominar el llamado “Sáhara útil” y neutralizar sin grandes problemas los sucesivos intentos de las fuerzas de la República Árabe Saharaui Democrática (RASD) de volcar la dinámica bélica a su favor. Algo que se ha hecho aún más evidente desde que, en octubre de 2020, el Polisario optó por volver a las armas.
También en el terreno político Marruecos lleva la delantera. En clave interna, la monarquía ha logrado aunar las diferentes sensibilidades del reino alrededor de la marroquinidad de las que denomina “provincias del sur”, a lo que suma un sostenido esfuerzo inversor en la zona ocupada, tratando de atraer no sólo a colonos marroquíes que van modificando el panorama demográfico, sino también ofreciendo oportunidades a los saharauis que pueblan, en condiciones cada vez más penosas, los campamentos de Tinduf. Poco pueden hacer ante eso las autoridades de la RASD, extremadamente débiles en términos económicos y políticamente abandonados, para satisfacer las necesidades y las expectativas políticas de una población crecientemente frustrada.
Algo similar ocurre en el plano diplomático, tanto en el contexto africano como en el de la ONU. En el primer caso, es evidente que la posición de la RASD en la Unión Africana ha ido menguando en la misma medida en la que ha ido aumentando la de Marruecos, a partir del momento en el que, en 2017, decidió entrar en la organización con la clara pretensión de forzar la expulsión de su rival. Y otro tanto cabe decir en un nivel más elevado si se toma en consideración el alineamiento de Washington, París, Madrid, Londres y Berlín, entre otros, con la tesis soberanista de Rabat. Un alineamiento aún más evidente a partir del momento en el que Donald Trump decidió, en diciembre de 2020, reconocer al Sáhara Occidental como territorio marroquí. Y así hasta hoy, cuando la RASD ya sólo es reconocida por 47 países (de los 84 que lo habían hecho en su momento) y cuando Marruecos no solamente ha logrado bloquear la celebración del referéndum que contemplaba el plan de paz de 1991, sino imponer un marco que ya tan sólo contempla una indefinida autonomía como la vía “más viable” para resolver el largo conflicto.
Y así se explica que en este caso haya habido 11 votos a favor de la Resolución, con Estados Unidos a la cabeza, mientras que Rusia y China (junto con Pakistán) se abstuvieron, en una demostración de desinterés por la suerte de los saharauis, y Argelia ni siquiera participó en la votación, tratando de aparentar su desacuerdo con la propuesta, aunque más bien refleja su cansancio en la defensa de una causa de la que ya no obtiene rédito alguno.
Lo que cabe esperar a partir de aquí es que Rabat se sienta aún más decidido a rematar la tarea de absorber definitivamente ese amplio territorio. Sabe, por un lado, que el Polisario carece de medios para modificar el rumbo marcado, por mucho que el derecho internacional y la historia estén de su parte. Además del derecho a la autodeterminación reconocido por la ONU, al menos desde 1991, ya en 1975 el Tribunal Internacional de Justicia estableció que no existían lazos de soberanía marroquí sobre ese territorio y en 2024 el Tribunal de Justicia de la Unión Europea dejó claro que se trata de un territorio “separado y distinto” a Marruecos. Pero ni eso ha sido suficiente para parar la deriva que ahora favorece tan notoriamente a Marruecos, ni cabe imaginar que por la vía violenta los saharauis vayan a obtener mejores resultados.
En consecuencia, aunque se pueda insistir en que la literalidad de la recién aprobada Resolución no niega la posibilidad de la autodeterminación, si ya antes la celebración de un verdadero referéndum era muy improbable, ahora nos sitúa sin remedio en el terreno de los milagros. Tristemente estamos ante una victoria más de la real politik sobre el derecho internacional. Y van muchas.
