¿Puede el auge de las ciudades comprometer el equilibrio territorial del planeta?

Vista panorámica al atardecer de una zona urbana densamente poblada en Pekín, con numerosos edificios residenciales que se extienden en diferentes planos. Algunas ventanas iluminadas contrastan con la luz cálida del ocaso, mientras al fondo un cielo rosado anuncia el final del día.
Vista al atardecer de un área residencial de Pekín. Foto: DuKai photographer / Getty Images.

Tras siete años de espera, la División de Población de las Naciones Unidas acaba de publicar la última edición del informe World Urbanization Prospects (WUP), en el que incluyen sus previsiones de urbanización a nivel mundial hasta el año 2050.[1]

En líneas generales, a pesar del tiempo transcurrido desde la precedente actualización y de la aplicación de nuevos criterios metodológicos, no se observan importantes cambios en las principales tendencias urbanas ya reflejadas en anteriores revisiones estadísticas. Por un lado, tal y como llevan haciendo desde 1950 gracias a su condición de epicentros de ocio y conocimiento, las ciudades siguen concentrando de manera creciente a la población mundial y lo seguirán haciendo durante las próximas décadas: en el año 2000 el 39% vivía en una aglomeración urbana de más de 50.000 habitantes, en 2025 ya lo hace el 45%, mientras que las estimaciones apuntan que en 2050 dicho porcentaje alcanzará al 48%. Asimismo, esta dinámica está fomentando la formación de “megaciudades” (aquellas con más de 10 millones de residentes): a comienzos de siglo sumaban 20, en la actualidad ya son 33, cifra que se prevé aumente a 37 dentro de 25 años, la mayoría de ellas (21) en Asia. De hecho, según estos pronósticos 13 de las 14 urbes más pobladas del mundo estarán en dicho continente, siendo Dhaka, capital de Bangladesh, la que ocupe el primer lugar con más de 52 millones de habitantes. A su vez, el reverso de esta realidad demográfica es la caída sostenida del peso de la población mundial residente en aglomeraciones rurales de menos de 5.000 habitantes (del 24% al 17% entre 2000 y 2050), bajada en términos relativos que en apenas dos décadas probablemente lo sea también en términos absolutos.

No obstante,  la nueva metodología apoyada en herramientas geoespaciales empleada en esta edición del WUP también permite indagar sobre otras tendencias urbanas menos analizadas hasta la fecha.

En primer lugar, se ha constatado que desde el año 2000 la superficie terrestre ocupada por alguna edificación (residencial o no) ha aumentado en alrededor de 200.000 km2, un incremento más intenso que el de la población mundial que se traduce en que la superficie construida per capita haya pasado de 51 m2 a 63 m2. Y aunque esta inercia expansiva se aprecia especialmente en el ámbito rural, también se registra en las ciudades: mientras que hace 25 años la superficie media ocupada por cada urbanita eran 33m2, en la actualidad son 36 m2 y en 2050 se estima que serán 42 m2. En general, esta evolución del uso del espacio apuntaría hacia una mejora de la habitabilidad y de la disponibilidad de espacios públicos seguros e inclusivos en las ciudades, meta establecida en el Objetivo 11 de los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS), aunque también a un cierto deterioro de su sostenibilidad y del uso eficiente de los recursos, propósito igualmente fijado en dicho Objetivo. Ante lo que pudiera parecer una contradicción, cabe recordar que las ciudades son muy diferentes entre sí, por lo que cada una de ellas debe establecer sus propias prioridades en función de sus características. Así, mientras las aglomeraciones urbanas ubicadas en áreas menos desarrolladas donde cada persona ocupa 22 m2 tendrían que centrarse en la primera de estas metas mediante el progresivo desmantelamiento de asentamientos informales, las urbes situadas en las áreas más desarrolladas con una ocupación media de 61 m2 por persona habrían de priorizar una mayor compactación para aprovechar las ventajas en términos de eficiencia que otorgan las economías de escala en la prestación de servicios. A este respecto, resulta razonable pensar que la densidad urbana deseable se sitúa en un punto intermedio entre los 27.000 hab/km2 de Bombay y los 2.000 hab/km2 de Perth, las ciudades con una población superior al millón de habitantes más y menos densas del planeta.

Y, en segundo lugar, el WUP ha pasado de un análisis dicotómico urbano-rural a otro en el que se introducen separadamente las aglomeraciones semiurbanas, aquellas con una población de entre 5.000 y 50.000 habitantes y que, ante el inevitable declive de los pueblos más pequeños, deberían reforzar su función vertebradora del territorio conectando el ámbito urbano con el rural. Sin embargo, tal y como muestra la Figura 1, desde el año 2000 el porcentaje de personas en el mundo que vive en una de estas aglomeraciones intermedias también irá disminuyendo hasta 2050 (37% frente al 35%), lo que refleja su incapacidad para absorber siquiera una parte de la pérdida del peso de la población rural. Esta caída, todavía moderada a nivel global, se prevé especialmente intensa en países mayoritariamente de África y Asia meridional-sudoriental como Egipto, Angola, Bangladés y Vietnam, pero igualmente en otros como Australia, Israel y Arabia Saudí, prueba de que este fenómeno demográfico no se circunscribe exclusivamente a economías emergentes con una deficiente ordenación territorial, sino también a otras plenamente desarrolladas. De hecho, a lo largo del primer cuarto de siglo Japón ha experimentado este proceso en tal grado que su capital, Tokio, ha logrado crecer en más de tres millones de habitantes al mismo tiempo que el resto del país perdía más del doble. Esta dinámica por la cual solamente las principales ciudades son capaces de aumentar su población en un contexto nacional de decrecimiento, propia de territorios que conjugan bajas tasas de natalidad y de inmigración neta con una elevada movilidad interna, supone una seria amenaza para la cohesión social y la preservación del patrimonio natural y cultural de los países que la sufren. Hasta el momento, más allá de Japón, estas ciudades “imán” o “esponja” han proliferado casi exclusivamente en Europa del este, destacando los casos de Moscú, Minsk, Varsovia, Sofía y Belgrado.

Sin embargo, para el periodo 2025-2050 las previsiones apuntan a China como principal damnificada de este desequilibrio territorial, pues en pleno hundimiento poblacional las ciudades de Pekín, Shanghái y Guangzhou lograrían seguir aumentando (a menor ritmo, eso sí) su número de residentes, no pudiéndose descartar que este patrón dual también empiece a observarse en Europa Occidental.

Por último, conviene señalar que, si bien el escenario plasmado en el WUP para 2050 es cuanto menos preocupante, muy probablemente empeore a lo largo de la segunda mitad del siglo XXI. Será entonces, inmersos en una crisis demográfica mundial que no parece tener vuelta atrás fruto de las raquíticas tasas de fertilidad que ya presentan la mayoría de los países, cuando la amenaza de una ocupación extremadamente desequilibrada del territorio, con todos los peligros que lleva asociada, aceche con mayor intensidad. De las medidas que se tomen ahora dependerá que pueda afrontarse de manera exitosa.


[1] En este comentario se hace referencia indistintamente a los términos “ciudad”, “urbe” y “aglomeración urbana” como espacios que conforman una unidad urbana independientemente de las unidades administrativas que la integren.