Hablar de crisis de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) se ha convertido ya hace tiempo en un lugar común, hasta el punto de que cada referencia al inminente colapso del orden internacional basado en normas cabría interpretarlo como un clavo más en el ataúd del legítimo representante de la comunidad internacional. Desgraciadamente, por voluntad directa de sus Estados miembros ha ido quedando crecientemente marginada y sin capacidad real para cumplir la principal de sus tareas: evitar la guerra. Así, se repiten hasta la extenuación las críticas contra el escaso poder de su secretario general, el magro balance de la diplomacia preventiva y de las operaciones de paz desplegadas en todos los rincones del planeta o la rémora que supone un Consejo de Seguridad lastrado por una composición y un proceso de toma de decisiones que no se ajustan a la relación de fuerzas del mundo actual. Pero lo que resulta menos comentado es que también sufre una crisis financiera tan grave que ahora mismo está en cuestión su supervivencia.
Lo que está en juego, en definitiva, va mucho más allá del total de aportaciones (obligatorias y voluntarias) que cada Estado miembro decida realizar para cubrir las tareas de la organización.
Actualmente acumula ya un déficit de caja que podría llegar a 1.100 millones de dólares a fin de año (en 2023 ya fue de unos 200 millones). Entre las causas que han llevado a esta situación destaca el retraso de muchos países miembros a la hora de realizar la transferencia correspondiente a su cuota anual del presupuesto “onusiano”, para cubrir sus actividades centrales, con Estados Unidos (EEUU) en cabeza. En 2024, sólo el 15% del presupuesto aprobado llegó en enero, mientras que el resto se fue recibiendo a cuentagotas, hasta el punto de que el 15% final tan sólo fue desembolsado en diciembre; todo ello sin olvidar que las cuotas correspondientes a 41 países quedaron finalmente impagadas (unos 760 millones de dólares).
Mención aparte merece EEUU, al que por su peso en la economía mundial le corresponde aportar cerca del 22% del presupuesto regular de la ONU. Actualmente acumula una deuda de unos 2.700 millones de dólares con el organismo y todo apunta a que, en línea con la resistencia de Donald Trump a implicarse en el reforzamiento de los organismos multilaterales que, en buena medida, considera contrarios a sus intereses, podría llegar a una suspensión total de los pagos obligatorios y las aportaciones voluntarias. Esa actitud se hace aún más crítica en la actividad de algunas agencias y programas, como el Programa Mundial de Alimentos (PMA) –teniendo en cuenta que la contribución estadounidense supone entre un 30% y un 40% de su presupuesto total–, el Fondo de Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF) –con un 20% de su presupuesto cubierto por la aportación de Washington– o la Organización Mundial de la Salud (OMS) –contando con que EEUU ha decidido abandonarla y, por tanto, dejar de cubrir el 22% de su presupuesto–.
Todo esto ha llevado a que a principios de junio la ONU anunciara que va a recortar los puestos de la organización en un 20%, aunque eso no significa el mismo porcentaje de empleos de su plantilla fija, dado que algunos de los puestos no están realmente ocupados. Igualmente se ha anunciado la congelación de contrataciones y un recorte de 600 millones de dólares al presupuesto operativo anual, lo que representa el 17% de los 3.700 millones totales. Son medidas que ya se pusieron en marcha desde marzo pasado, cuando el propio António Guterres lanzó la Iniciativa ONU80, con la constitución de un comité encargado de estudiar las reformas a realizar.
La crisis afecta también, y de manera muy dura, a la vital labor de las agencias y programas de la organización. Así, en el campo humanitario, Naciones Unidas sólo ha recibido un 12,7% (5.600 millones de dólares) de los 44.000 millones de dólares que solicitó a finales de 2024 para atender las crisis globales de 2025. Esto supone tener que reestructurar las prioridades de asistencia, rebajando la petición hasta los 29.000 millones de dólares para poder atender las necesidades humanitarias más urgentes, con el propósito de asistir a unos 118 millones de personas (frente a los 180 millones que señaló como su objetivo en diciembre, de los más de 300 millones con necesidades humanitarias en el mundo). En esas circunstancias va tomando cuerpo la idea de realizar fusiones entre agencias –por ejemplo, la Agencia de la ONU para los Refugiados (ACNUR) con la Organización Internacional para las Migraciones (OIM)–, reducir la burocracia y adoptar otras medidas de emergencia para garantizar el funcionamiento mínimo del organismo. Una señal más de la gravedad de la situación se extrae directamente de la reciente advertencia de Guterres, señalando que, si no se resuelve pronto la situación, el presupuesto de mantenimiento de la paz podría terminarse a mediados de año.
Y todo esto sucede en un entorno internacional en el que arrecian las críticas contra la ONU por su ineficacia en el mantenimiento de la paz y en sus intentos por resolver conflictos como el de Ucrania o la masacre que Israel está cometiendo en Gaza. Lo que está en juego, en definitiva, va mucho más allá del total de aportaciones (obligatorias y voluntarias) que cada Estado miembro decida realizar para cubrir las tareas de la organización. Como señalaba recientemente Tom Fletcher, secretario general adjunto para asuntos humanitarios de la ONU, es una cuestión “de responsabilidad global, de solidaridad humana y de compromiso para acabar con el sufrimiento”.