El fin del “milagro” kirchnerista

El fin del “milagro” kirchnerista

La fuerte depreciación del peso y sus repercusiones internacionales han servido para hacer evidentes algunas tendencias presentes en Argentina durante los años centrales de los gobiernos kirchneristas, pero que hasta ahora habían sido eclipsados por la bonanza económica. La derrota sufrida por el oficialismo en las elecciones parlamentarias de octubre de 2013, que algunos analistas quisieron convertir en victoria ante la fragmentación de la oposición, fue el disparador de ciertos procesos que con seguridad tendrán serias consecuencias en el futuro inmediato del país.

La derrota electoral sirvió en primer lugar para descartar cualquier posibilidad de reelección siguiendo los cauces institucionales que exigen una reforma constitucional aprobada por el parlamento. También abrió las puertas a un debate de incierta solución en torno a la sucesión de Cristina Fernández y al futuro del proyecto político kirchnerista, que intenta presentarse con un formato progresista y busca ser homologado, pese a sus peculiaridades, con el bolivarianismo de cuño chavista. Al mismo tiempo se plantea la cuestión acerca de si el peronismo, bajo la conducción de alguna de sus múltiples corrientes, podrá mantener el control del gobierno nacional en las próximas elecciones.

La primera consecuencia política de la derrota electoral de octubre fue un cambio ministerial impulsado por la presidente. Una de sus repercusiones inmediatas fue la separación del gobierno del hasta entonces todopoderoso secretario de Estado de Comercio, Guillermo Moreno. Éste había sido no sólo el responsable de la manipulación del índice de precios al consumo (IPC), sino también el mentor intelectual de las restricciones al comercio exterior y de la política cambiaria. De forma paralela, se encumbró como ministro de Economía a Axel Kicillof, presentado como uno de los dirigentes más brillantes del movimiento juvenil La Cámpora, liderado por el hijo de Cristina Fernández, Máximo Kirchner. También se designó como jefe de Gabinete a Jorge Capitanich, gobernador de la provincia del Chaco y economista de relativamente buena formación.

El revés político del kirchnerismo coincidió con la operación craneal a la que se debió someter la presidente, una enfermedad de la que se desconocen algunos detalles fundamentales, especialmente en lo relacionado al alcance del problema y a las características de su recuperación posterior. El resultado de una política informativa muy poco transparente fue el aumento de la incertidumbre en torno al futuro de Cristina Fernández y al de su gobierno. Aparentemente, una de las recomendaciones médicas fue reducir el estrés al que se veía sometida Cristina Fernández, lo cual explicaría sus prolongadas vacaciones y el silencio mantenido en las pasadas semanas. De esta forma emergieron algunas preguntas importantes, comenzando por la posibilidad de su renuncia antes de terminar su mandato y la consiguiente convocatoria de una asamblea parlamentaria para la elección de un sucesor, ya que se da por totalmente descartado que Amado Boudou, el actual vicepresidente, ocupe la primera magistratura del país.

Una eventual renuncia presidencial es una salida que no le conviene prácticamente a ninguna de las principales opciones políticas de la oposición, haciéndose cargo de sus propios errores. Se trataría de limitar al máximo la supervivencia del relato kirchnerista. Y si bien, como sostienen numerosos analistas, la derrota en las parlamentarias de octubre permite certificar el fin del kirchnerismo, no hay que olvidar que hasta octubre de 2015 no se debe elegir al nuevo presidente, que asumiría su cargo en diciembre de ese año. Mucho tiempo, casi una eternidad, para la vida política y económica argentina.

Descartada totalmente la posibilidad de la reelección, el gobierno pretendía llegar a diciembre de 2015 sin introducir grandes reformas en el “modelo” económico. El éxito del relato populista pasaba por traspasar a la nueva administración la pesada herencia acumulada tras largos años de desgobierno económico. Durante mucho tiempo Argentina careció de un verdadero ministro de Economía. De hecho, el último que ejerció como tal fue Roberto Lavagna, que fue desplazado por un descontento Néstor Kirchner. En su lugar fue el presidente quien tuvo el control de las cuentas nacionales, pero tras su muerte quedó un inmenso vacío. Pese a la meteórica carrera de Axel Kicillof, Argentina continúa sin contar con una conducción económica capaz de resolver sus problemas más acuciantes.

Las fantasías gubernamentales de poder mantener el “modelo” hasta pasadas las elecciones presidenciales de 2015 eran respaldadas por los sectores más ideologizados del kirchnerismo, sintetizados en el movimiento juvenil de La Cámpora. La posibilidad de que el gobierno impulsara una reforma en profundidad de la economía era rechazada de plano, ya que su solo planteamiento implicaba descalificar lo actuado en los últimos 10 años y amenazar el proyecto político puesto en pie por el matrimonio Kirchner. Tampoco se querían dar malas noticias a una población cada vez más dispuesta a dar la espalda al gobierno.

No obstante, la realidad terminó por imponerse sobre las fantasías kirchneristas, que hasta la fecha siguen insistiendo en las ventajas redistributivas y progresistas de su proyecto político. El primer gran toque de atención recibido por las autoridades fueron las rebeliones de las policiales provinciales que demandaban aumentos salariales, seguidas por una serie de cortes de energía eléctrica en la Ciudad de Buenos Aires y también en toda la región bonaerense circundante a la Capital. El último episodio en la misma línea fue la brusca alteración del tipo de cambio que tuvo lugar la semana pasada. De este modo, la economía se ha convertido en el detonante de una crisis de contenido incierto, pero que está obligando al gobierno a posicionarse en una coyuntura donde lo menos que puede argumentar es desconocimiento o falta de responsabilidad sobre todo lo que está ocurriendo.

Una vez más en la historia argentina la inflación se ha convertido en el centro de todos los problemas. Con su decisión de maquillar las cifras de la inflación para mejorar sus réditos políticos, Néstor Kirchner, con la ayuda de Guillermo Moreno, condujo a Argentina a un callejón sin salida. A partir de 2006 comenzaron a alterarse las estadísticas oficiales con el único objetivo de que la inflación no superara el 10%. El mantra era exhibir una tasa de un solo dígito para contraponerla a la pesada herencia de gobiernos anteriores. Por eso se decapitó al INDEC (Instituto Nacional de Estadísticas y Censo) y se persiguió a aquellas instituciones que intentaban realizar mediciones independientes y serias.

Sin embargo, la inflación era un fenómeno omnipresente cuyo impacto era atenuado gracias a las subidas salariales que limitaban la contestación de los trabajadores. Pero desde hace dos años el fenómeno se hizo cada vez más insostenible. Pero no sólo eso. Una vez puesto en marcha el mecanismo perverso de falsificar la inflación, a medida que pasaba el tiempo resultaba más difícil remediar la situación. La situación actual es imposible para el actual gobierno, ya que la única manera de poner las cosas en su sitio es mediante un rechazo frontal de lo actuado hasta ahora en materia económica e implementando un plan integral de reformas.

A las tensiones inflacionarias –en 2013 se estima una inflación en torno al 25%-27%– hay que añadir el déficit energético, la pérdida de reservas en poder del Banco Central y las cada vez más intensas reclamaciones salariales. La pésima política en materia de energía, culminada con la expropiación de Repsol, se observa en el descenso de producción de hidrocarburos y también en las graves deficiencias que experimenta la red de distribución eléctrica. En 2013 se importaron combustibles por valor de 13.000 millones de dólares, una cantidad que intensificó la pérdida de reservas del Banco Central, que bajaron de 45.000 millones de dólares en julio de 2012 a menos de 29.000 millones en la actualidad.

La respuesta de las autoridades fue la introducción del llamado “cepo cambiario”, un paquete de medidas que limitaba el acceso de empresas y particulares a la compra de dólares y que provocó un fuerte rechazo social. Hoy se intenta dar marcha atrás, aunque únicamente en lo que atañe a la compra por particulares, pero no se sabe exactamente cómo. Dada la peculiar relación de los argentinos con la inflación, el dólar sigue siendo el refugio de numerosos ahorradores, comenzando por los sectores medios que intentan poner a buen recaudo sus escasos ahorros.

La devaluación de los últimos días agravará las cosas y, pese a lo que afirman las autoridades, su traslado a la inflación ya es una realidad. De hecho, algunos analistas han comenzado a manejar algunas estimaciones que hablan de una tasa del 4% para el mes de enero, una cifra que no se conocía desde 2002. Las tensiones inflacionistas también se verán agravadas por las demandas salariales que entre febrero y marzo deberán pasar por la prueba de las negociaciones colectivas. Los aumentos de entre el 30% y el 40% logrado por los policías provinciales sublevados en diciembre pasado no permiten augurar nada bueno.

El otro factor que se debe tener en cuenta para entender la fuerte inflación argentina es el desmedido gasto público, casi siempre asociado a motivaciones políticas. Se repite así lo que ha sido una constante en la reciente historia argentina. El período menemista, marcado inicialmente por grandes éxitos económicos asociados a la convertibilidad, acabaron desastrosamente cuando se disparó el gasto público en relación con la segunda reelección (la famosa re-re).

En esta ocasión, las elecciones de octubre de 2013 hicieron imposible reducir el alto nivel de gasto público, comenzando por los subsidios multimillonarios aplicados a casi todos los órdenes de la vida cotidiana, en especial la energía y el transporte. Tampoco se pudo aumentar las tarifas de los servicios públicos, una forma de incidir en la reducción de los subsidios. Apartado el país del acceso al crédito internacional, la mejor solución para cuadrar las cuentas públicas era emitiendo moneda y traspasando ingentes cantidades de dinero del previamente nacionalizado sistema de pensiones y de las reservas del Banco Central, lo que a medio plazo se convirtió en una pésima solución.

El ascenso de Kicillof al Ministerio de Economía no fue suficiente para desarrollar un plan que permitiera recortar las cuentas públicas ni controlar la inflación. La gran preocupación de los nuevos gestores económicos es reducir la brecha entre el dólar oficial y el paralelo. A la vez, se pretende ganar tiempo para lograr que una parte considerable de los dólares obtenidos gracias a las exportaciones de soja engrosen las arcas públicas. Sin embargo, tal como se pudo observar tras las fatídicas jornadas de la semana pasada, todo quedó limitado a algunas medidas espasmódicas y carentes de un hilo conductor.

El temor hoy en Argentina es que se repita el “rodrigazo”. En junio de 1975 el ministro de Economía de Isabel Martínez de Perón, Celestino Rodrigo, impulsó una devaluación del 160%, acompañada de aumentos salariales de sólo el 80%. El estallido inflacionario –la subida de precios rondó el 200%– generó una gran conflictividad social. Cuando se habla del atraso cambiario, de la inflación y de los problemas económicos, son muchos los que piensan en una salida semejante.

El resultado de todo ello fue la incertidumbre y la desconfianza instalada en los mercados y también en la sociedad argentina. Una sociedad que valora cada vez menos a su gobierno. Como ha escrito Eduardo Fidanza en La Nación: “La Argentina asiste a una dramática doble caída. Se desploma la confianza en la moneda y decrece la legitimidad de las autoridades. Es decir: se volatilizan los principios simbólicos del orden y quedan expuestas, entonces, las reservas últimas del poder: el dólar, verdadero metal precioso del país, y los medios físicos de coerción, que el gobierno, con razón, no quiere utilizar, pero que serán necesarios si cunde la desorganización social, como ya ha sucedido con los saqueos”.

Mientras tanto la presidente Fernández ha viajado a Cuba para participar en la Cumbre de la CELAC. Lo extraño del caso es queArgentina ha dejado de tener una presidente omnipresente para contar con una cada vez más ausente. En esta ocasión Cristina Fernández ha preferido almorzar con Fidel Castro a estar al frente de un gobierno que debería luchar denodadamente por vencer sus problemas económicos. Uno de los grandes temores de Cristina Fernández era recibir el sambenito del síndrome del pato cojo. Todo indica que de seguir este camino cada vez serán mayores sus problemas para mantener la lealtad de un movimiento peronista crecientemente preocupado por mantenerse en el poder.