El día que nació el EURO/EYP

El día que nació el EURO/EYP

Los ciudadanos de la Eurozona que sean amigos de las metáforas llevan unas cuantas en sus bolsillos, tantas como billetes porten en la cartera. Dependiendo del distinto valor varían los colores y tamaños pero en todos ellos, si se mira en la parte inferior de cualquiera de sus lados, aparece escrito “EURO” y justo debajo, a modo de reflejo en la sombra, la misma palabra pero en letras griegas: “EYPΩ”. Así ha sido durante los más de 10 años que la moneda común lleva en circulación. No sólo por la elemental lógica de que los billetes deben ser legibles en todos los países, sino también como expresión orgullosa del inmenso legado clásico y de la rica diversidad que es consustancial al proyecto europeo. Sin embargo, en la víspera de las cruciales e inciertas elecciones que se celebrarán en Grecia el próximo 17 de junio, ese bonito detalle puede reinterpretarse de forma malintencionada, como una especie de nota a pie de página sombría o de recordatorio permanente sobre las flaquezas que han acompañado a la unión monetaria desde su fundación.

De hecho, y por seguir con el enfoque metafórico, recordar cómo se tomó el acuerdo mismo de bautizar a la moneda como “Euro” –y que esa designación figurase en los alfabetos latino y griego– puede resultar hoy una interesante ilustración sobre sus grandezas y debilidades pero también sobre el poder y la actitud de los protagonistas entonces y ahora. Fue en un Consejo Europeo celebrado en Madrid en 1995 –cuando las cumbres eran aun itinerantes y las organizaba la Presidencia rotatoria– cuyo desarrollo pudo reconstruirse por la prensa a partir de los apuntes de varios antici, que es como se llama en la UE a los diplomáticos de las delegaciones nacionales que toman nota de los debates.

Para empezar, es significativo que en la elección del nombre se ignorase a la Comisión que deseaba mantener el término “Ecu” por estar ya expresamente mencionado en el Tratado. El peso principal de la decisión correspondió por supuesto a Alemania que quería un nombre digno y rotundo, lo que no conseguía “Ecu”, que se parece demasiado a Kuh, vaca en alemán. Como también podíamos imaginar, los demás Estados se plegaron sin muchas objeciones a esos deseos, sobre todo los más federalistas, como Bélgica, Italia y Luxemburgo; porque, además, “Euro” resultaba un término obviamente integracionista. No obstante, hubo algunos, como Finlandia y los Países Bajos, que tal vez por apego a una política monetaria ortodoxia, sugirieron no descartar la posibilidad de optar por “Marco” o tal vez que “Euro-” fuese un prefijo que cada país sumaría luego al nombre de su antigua divisa nacional. Lo notable es que el canciller Kohl reconoció que los alemanes preferirían que la nueva moneda se siguiese llamando “Marco” pero él tenía claro que era mucho más sensato que se llamase “Euro”; es decir, no le preocupaba en exceso el impacto de la decisión histórica que se iba a tomar en ese momento sobre el resultado de la CDU en, pongamos, unas elecciones a celebrar el domingo siguiente en el Land de Mecklemburgo-Antepomerania.

John Major también intervino en el habitual tono agorero británico para decir que la propuesta le disgustaba pero, como era de esperar, nadie le hizo caso y él no se atrevió con romper la unanimidad de una cuestión que en el fondo no le afectaba. Francia, por su parte, tampoco fue muy influyente. Jacques Chirac, que acababa de llegar al Eliseo, sugirió hacer un sondeo antes de decidir pero su idea, aparentemente celebrada por los demás, no se tomó en consideración a la hora de la verdad. Varios líderes subrayaron que era fundamental bautizar pronto la moneda para evitar dar la sensación de que se producían vacilaciones en un asunto tan sensible como el monetario. Así que Felipe González, que presidía la reunión y que deseaba coronar el semestre español con éxito, zanjó el debate señalando que había consenso sobre “Euro” y todos al final acataron; todos, salvo la Grecia de Andreas Papandreu (entonces el padre) que expuso con fuerte determinación el problema de su alfabeto distinto y fue así el único miembro que, a la postre, introdujo un pequeño ajuste en la propuesta alemana de salir de aquella cumbre con un nombre único y europeísta.

En resumen, la designación hace 16 años y medio de la moneda común como Euro resultó paradigmática de lo que luego ha sido su trayectoria y su gobernanza: unas instituciones comunes poco protagonistas, un Reino Unido apartado, una Francia más respetada en la retórica que en la sustancia y algunos Estados del Norte más papistas que el papa. Pero, por encima de todo lo anterior, aquella decisión fue fundamentalmente alemana –que deseaba una moneda que se percibiese fuerte y común–, asumida al final por los demás sin grandes resistencias, aunque matizada por una sombra griega. Nada que no suene a conocido. Tampoco el hecho de que fuera en España donde al final se resolviera su suerte.

Coda: Aun en el caso ahora plausible –aunque en absoluto deseable– de que los resultados de la votación del domingo en Grecia abocasen al país fuera de la eurozona, los billetes seguirán incluyendo la denominación en griego; al menos mientras Chipre y la propia Grecia sigan formando parte de la UE, que es el auténtico requisito para incluir alfabetos distintos al latino. De hecho, en las nuevas series que el BCE desea poner en circulación el 1 de enero de 2013 se incluirá también el nombre de la moneda escrita en cirílico (“EBPO”) considerando que Bulgaria se adhirió hace poco a la Unión aunque no sea miembro del euro. Cuando los tengamos en nuestras manos, esta nueva sombra al pie del “EURO” en nuestros billetes será celebrada por los más euroentusiastas como otra muestra de la rica diversidad europea, aunque es también muy posible que otros muchos se decanten por el escepticismo o incluso el tono agorero. Al fin y al cabo, hablar en estos momentos de la moneda a seis meses vista parece una eternidad. Pero esa percepción podría corregirse si se confirma que la Alemania de Merkel no ha perdido del todo la visión histórica que caracterizó a la de Kohl y que los demás miembros, empezando desde luego por Grecia, ponen de su parte.