Madame Bovary para analistas internacionales

Ilustración de Albert Fourié para el libro "Madame Bovary", de Flaubert (Wikimedia Commons / Dominio público). Blog Elcano
Ilustración de Albert Fourié para el libro "Madame Bovary" de Flaubert - El matrimonio. Ilustración: Albert Auguste Fourié (Wikimedia Commons / Dominio público)
Ilustración de Albert Fourié para el libro "Madame Bovary", de Flaubert (Wikimedia Commons / Dominio público). Blog Elcano
Ilustración de Albert Fourié para el libro “Madame Bovary” de Flaubert – El matrimonio. Ilustración: Albert Auguste Fourié (Wikimedia Commons / Dominio público)

Nunca había oído la expresión “bovarismo” hasta que encontré un librito en la sección francesa de una librería con ese título y un subtítulo explicativo, “Una moderna filosofía de la ilusión”. En realidad, era la contraposición de dos artículos de filósofos de principios del siglo XX, Jules de Gaultier (1858-1942) y Georges Palante (1862-1925), aunque no se trataba de ningún estudio literario de Madame Bovary, de Gustave Flaubert, del que se conmemora en este año el bicentenario de su nacimiento. Es, ante todo, un estudio psicológico, aplicado a cualquier ser humano, a partir del personaje de Emma Bovary, cuya historia es bien conocida: la mujer de un médico rural de Normandía, a mediados del siglo XIX, que, sugestionada por las lecturas románticas de moda, busca la felicidad en otros amores, con profundas decepciones y trágicas consecuencias para ella y su familia.

Jules de Gaultier definió el bovarismo en los siguientes términos: “Es la capacidad que tiene el hombre de creerse alguien diferente de quien es (…) Es el padre de la ilusión sobre uno mismo que precede y acompaña la ilusión sobre otro y sobre el mundo; es el evocador de paisajes psicológicos por los que el hombre es inducido a error y tentación para su alegría y para su desgracia”. Gaultier cree que el bovarismo es una patología. Sin embargo, Palante considera a Emma Bovary “una artista de la vida”, por emplear una expresión de Oscar Wilde. Asegura que es una mujer que se rebela contra una realidad impuesta, los convencionalismos de la burguesía de su tiempo, y niega que esa sea la verdadera realidad. Hace todo lo posible por identificarse con los personajes de los autores que ha leído –Rousseau, Chateaubriand, Victor Hugo, Walter Scott– y los de los folletines de éxito. Según ese punto de vista, Emma no fracasa. Habría vivido la vida que deseaba vivir, aunque se suicide abrumada por los remordimientos y la vergüenza social.

El bovarismo existe en la política, aunque no se le conozca con ese nombre. En mi opinión, se trata de una patología y muy pocos son los gobernantes que escapan de él. El bovarismo se ha agudizado todavía más en estos tiempos en que la imagen es más importante que el discurso, pues el discurso se construye en función de la imagen. Si a esto añadimos el auge de la realidad virtual, multiplicada en las redes sociales, podremos afirmar que el bovarismo está en pleno desarrollo, pues representa la vida que muchos usuarios de las redes no solo desearían vivir, sino que incluso han llegado a creer que la están viviendo gracias a una pantalla de ordenador o de teléfono móvil.

En política el bovarismo es una plaga desde el momento en que el relato ha pasado formar parte no solo de las campañas electorales sino de la acción cotidiana de gobierno. En países donde la historia reciente no solo es apreciada sino también recordada, es habitual que un gobernante se identifique con políticos del pasado que siguen gozando de prestigio. El pasado nunca vuelve, pero hay quien se complace en identificarse con él, sin necesidad de recurrir muchas veces a afirmaciones explícitas sino a gestos y cuidadas puestas en escena. Sucede en toda clase de regímenes. En Estados Unidos está el caso de Barack Obama, cuya campaña electoral de 2008 podría calificarse de la de “el hombre de las mil caras”. En unos momentos en que el prestigio internacional estadounidense estaba por los suelos a causa de la guerra de Irak y en que comenzaba una crisis financiera de repercusión universal, el primer presidente afroamericano se convertía en el nuevo Lincoln, que completaba, con su llegada a la Casa Blanca, la emancipación de la gente de color, aunque el padre de Obama hubiera nacido en Kenia. También aparecía como el nuevo Kennedy, y en su campaña electoral marchó a Berlín para dar un discurso, aunque el muro había caído casi veinte años antes. Representaba, además, una encarnación de Roosevelt, capaz de hacer frente a la crisis con otro New Deal. Sin embargo, en el segundo mandato, la imagen del presidente pareció adquirir los rasgos de Eisenhower, republicano ciertamente, pero más moderado que los oponentes de Obama y poco amigo de soluciones de fuerza en el escenario internacional. Se decía entonces que Obama ejercía the leading from behind.

Los sucesores de Obama tampoco se librarían del bovarismo. En un principio, Donald Trump, al igual que otros candidatos republicanos, se presentaba como el sucesor de Ronald Reagan y apelaba a los valores tradicionales, aunque, una vez elegido, solo quiso ser él mismo, lo que no le impedía tener en su despacho un retrato del controvertido presidente Andrew Jackson, el séptimo de la Unión y con amplia fama de populista. En la actualidad hay quien quiere convertir a Joe Biden en el nuevo Roosevelt, que parece preconizar un nuevo keynesianismo para recuperar la maltrecha economía de su país. Biden ha resucitado incluso el estilo de los Fireside Chats, en la línea de los discursos radiofónicos de aquel presidente demócrata, y ha dejado de lado la frenética actividad tuitera de Trump. De momento, el presidente pretende simbolizar la unidad del Partido Demócrata. De hecho, en uno de estos discursos aparecían detrás de él Nancy Pelosi y Kamala Harris. Pero el papel de Roosevelt estará destinado a la caducidad si al final fuera cierto que Biden será un presidente de un solo mandato, y además Kamala Harris no parece tener vocación de encarnar al vicepresidente Harry S. Truman.

Un estudioso del bovarismo político encontraría modelos a lo largo y ancho del mundo. Compararía a Vladimir Putin con Pedro el Grande, a Xi Jinping con Mao o a Recep Tayyip Erdoğan con el sultán Abdul Hamid. No sería una apreciación personal, sino que encontraría indicios fundamentados para establecer estas comparaciones. Pero si volvemos a Francia, la patria de Madame Bovary, no le faltaría material de trabajo para analizar el bovarismo. El presidencialismo de la Quinta República ha favorecido su existencia. Las anteriores repúblicas parlamentarias probablemente eran más grises. ¿Quién no piensa en De Gaulle como Napoleón, aunque parece ser que el general se sentía más atraído por Richelieu? Por su parte, Macron ha matizado las glorias napoleónicas con motivo del bicentenario del emperador. No le gusta el Napoleón de las campañas militares en Europa, aunque me da la impresión de que admira la audacia del joven Bonaparte.

En mi opinión, el bovarismo, político o no político, es la negación del principio de realidad, un principio inscrito en el templo de Delfos bajo el lema de “Conócete a ti mismo”. Quiere cambiar la realidad por medio de un acto de la imaginación. Le encantan las personalidades prestadas, pues en el fondo considera que al no ser nada por sí mismo, puede representar artificialmente el papel de quienes han pasado a la categoría de mitos de la política. El peligro es que, al identificarse con el papel asumido, termine negando la realidad.

El bovarismo político está señalado por la tragedia. Emma Bovary se aburría tanto que salía al jardín de su casa para recitar poemas de Lamartine a la luz de la luna. Era un modo de manifestar su frustración. Como eso no la satisfacía, el paso siguiente fue dejarse llevar por sus impulsos. Pasión, frenesí y rebeldía. Tal fue su respuesta. Creía que su identidad no era la correcta y estaba deseando perderla para adquirir otra con la plena conciencia de que se estaba endosando una máscara. Por desgracia era la máscara de la tragedia.