Una nueva alianza por la libertad

Una nueva alianza por la libertad

Tema: La caída del Muro de Berlín en 1989 hizo saltar por los aires el viejo orden bipolar surgido tras la Segunda Guerra mundial. La caída de las Torres Gemelas de Nueva York el 11 de septiembre de 2001 puso fin a su vez al orden mundial de transición que ensayábamos desde entonces. Necesitamos por tanto diseñar un nuevo orden internacional que pueda garantizar la seguridad, la libertad y la paz mundiales de un modo eficaz.

Análisis: La actual crisis de Irak ha puesto de manifiesto el grave desequilibrio entre la distribución del poder real y la asignación de poder formal en los instrumentos multilaterales de seguridad del orden actual. Ese desequilibrio conduce bien a la inacción para resolver las crisis, bien al rompimiento de la legalidad internacional, como ya ocurrió en Kosovo y ahora en Irak. La confianza en que el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, en su actual configuración, pueda con su autoridad garantizar nuestra seguridad en el futuro es sumamente reducida.

La nueva situación estratégica viene definida además por la emergencia de nuevas amenazas a la seguridad y la libertad de los países democráticos, como el terrorismo, el crimen organizado trasnacional o los crecientes flujos de inmigración ilegal. Estas amenazas emergentes, de forma muy especial el denominado hiperterrorismo o terrorismo de masas, han provocado un aumento de la vulnerabilidad del mundo libre. En el futuro, la combinación de fanatismo y tecnología, de terrorismo y armas de destrucción masiva, pone en riesgo la propia pervivencia de nuestras sociedades y de nuestros sistemas democráticos.

La gravedad y la globalidad de esta amenaza terrorista obligan a los países libres a buscar una alianza para poder neutralizarla. El terrorismo es una amenaza compartida por todas las democracias y probablemente ni siquiera una superpotencia como Estados Unidos puede vencerlo por sí sola. La lucha contra el terrorismo exige por tanto un incremento de la cooperación entre los países democráticos, especialmente en el vital campo de la inteligencia.

El problema es que la gran asociación defensiva entre Norteamérica y Europa, la Alianza Atlántica, que logró la victoria durante la Guerra Fría, resulta hoy incapaz de hacer frente a esta nueva amenaza con la misma eficacia. La OTAN fue diseñada como una organización de defensa regional y lo que necesitamos ahora es una alianza de seguridad global. Hoy ya no es posible ofrecer una respuesta adecuada a amenazas globales, como el terrorismo, el crimen organizado o la inmigración ilegal, ni sobre la base de una alianza meramente regional ni a través de una organización exclusivamente militar.

El desafío es cómo construir esta nueva Alianza por la Libertad sobre la base del éxito histórico que supuso la Alianza Atlántica. Para ello debemos primero cambiar el criterio de adhesión a esta nueva Alianza desde la pertenencia a un espacio geográfico, el Atlántico Norte, a un criterio político, el “mundo libre”. En segundo término, la OTAN debe transformarse de una organización de defensa militar a una organización de seguridad integral.

La crisis de la Alianza Atlántica
Muchos pensaron que el final de la Guerra Fría significaría también el fin de la OTAN. La Alianza hubiera muerto así de su propio éxito al derrotar a su opuesto, el Pacto de Varsovia, que durante más de cuatro décadas atenazó Europa Occidental. Sin embargo, había dos buenas razones, más allá de la inercia histórica, para salvar la Alianza. En primer lugar, como alianza política, la OTAN era un instrumento único para la pervivencia del vínculo trasatlántico más allá de la Guerra Fría. En segundo término, la OTAN emergía para los países de Europa del Este, antiguos miembros del Pacto de Varsovia, como el referente esencial para garantizar su seguridad tras su liberación del yugo soviético.

La OTAN puso por tanto, en la década de los noventa, un doble proceso de reforma interna y de ampliación hacia el Este, procesos que quince años después de la caída del Muro de Berlín siguen aún en marcha. La transformación interna pretendía adaptar la Alianza a un nuevo entorno estratégico en el que ya no existía una amenaza definida contra su territorio, pero en el que crecía la inestabilidad en el entorno. La idea era reconvertir la OTAN de una alianza meramente defensiva en una organización capaz de exportar paz y estabilidad más allá de los territorios de sus miembros, en lo que se denominó “operaciones fuera de área”.

Tras el 11-S, la OTAN incorporó también la lucha contra el terrorismo en su concepto estratégico, incluso cuando esté aún por definir el papel real que la organización puede jugar en este campo. Por el momento, además de la disponibilidad de sus capacidades militares para operaciones vinculadas a la lucha contra el terrorismo, se han dado algunos pasos para tratar de reforzar la comunidad de inteligencia transatlántica.

La ampliación al Este tenía a su vez un doble sentido. Por un lado, parecía que cuanta menor relevancia dábamos los países occidentales a la Alianza, mayor era la importancia que le concedían a su ingreso los países de Europa oriental. Se trataba por tanto de ofrecer a los reintegrados países del Este una seguridad y una estabilidad en la que desarrollar su recobrada libertad. Por otro lado, la OTAN se convirtió también en un interlocutor privilegiado con otros países del antiguo Pacto de Varsovia, singularmente con Rusia, que sin aspirar a pertenecer a la Alianza, sí estaban dispuestos a mantener un diálogo y una cooperación en materia de seguridad. La iniciativa de la Asociación para la Paz tenía así la doble función de servir de antesala de espera para futuros candidatos y de articular un mecanismo de colaboración incluso para aquellos países que difícilmente podrían integrarse en la Alianza algún día.

Este marco teórico de pervivencia de la Alianza ha chocado sin embargo con dificultades que han arrastrado a la OTAN a una profunda crisis. El primer problema ha sido la incapacidad de la organización para transformarse. Por un lado, cuarenta años de Guerra Fría han generado una inercia histórica muy difícil de romper. Por otro, la pesada maquinaria burocrática de la OTAN se encuentra demasiado cómoda en los viejos esquemas como para inocular la imaginación y la voluntad suficientes que permitieran llevar a cabo el proceso de transformación. Finalmente, los intereses nacionales boicotean en muchos casos los cambios necesarios. Así, la imprescindible y urgente reforma de la estructura de mandos, desde una estructura pensada para la defensa del territorio a otra diseñada para la proyección de fuerzas, choca una y otra vez con las estrechas visiones nacionales que pretenden a toda costa no perder los cuarteles generales instalados en sus territorios.

El resultado de todo ello es una OTAN anclada en el pasado y con una creciente dificultad para acometer las misiones que la nueva realidad estratégica le demanda, todo ello a pesar de los muchos esfuerzos y de los más limitados avances logrados.

El segundo problema es el creciente abismo tecnológico y de capacidades militares que se está abriendo a uno y otro lado del Atlántico. Esta brecha de capacidades plantea no sólo dificultades en el terreno operativo (cada vez es más difícil que las fuerzas armadas europeas puedan participar en operaciones conjuntas con las estadounidenses, dado el creciente diferencial tecnológico entre ambas), sino que tiene también importantes consecuencias políticas y estratégicas. Así, muchos políticos en Washington no entienden por qué, una vez terminada la Guerra Fría, Estados Unidos debe seguir pagando la mayor parte de la factura de la defensa europea.

Europa se ha convertido además en un actor militar cada vez más irrelevante para los norteamericanos. Esta realidad, que generó múltiples fricciones en el conflicto de Kosovo, al asumir el Pentágono la dirección de las operaciones prescindiendo en buena medida de la estructura de la OTAN, tuvo su expresión máxima en la guerra en Afganistán, en la que Washington optó por una operación unilateral antes que tener que consensuar políticamente nada en una alianza que nada le aportaba militarmente. Frente a todo ello, Europa se siente impotente, ignorada y en ocasiones incluso humillada.

Lo peor es que esta brecha en las capacidades militares, que mina la propia razón de ser y la cohesión de la Alianza, lejos de reducirse tenderá a incrementarse aún más rápidamente en los próximos años. Así, Estados Unidos, que ya realiza un gasto militar del doble que el de sus aliados europeos, incrementará aún en mayor medida ese gasto de aquí al año 2007. Por el contrario, Europa parece no tener ni la voluntad política ni la capacidad económica para incrementar sus presupuestos de defensa de forma significativa a medio plazo. Las fuerzas armadas europeas quedarán así definitivamente apeadas de la Revolución de los Asuntos Militares impulsada por el Pentágono, lo que no sólo agrandará el desfase de capacidades militares, sino la incompatibilidad tecnológica para actuar conjuntamente.

El tercer problema es aún más grave que los dos anteriores y tiene que ver con la pérdida del consenso político básico sobre el que se sustenta la Alianza. Así, la crisis de Irak ha puesto de manifiesto la incapacidad política de la OTAN para adoptar decisiones incluso respecto a la propia defensa del territorio aliado, como ha ocurrido ante la petición de auxilio de Turquía ante el conflicto en Irak.

La solución de rebajar la toma de decisiones desde el Consejo Atlántico al Comité de Planes de Defensa ha sido una hábil cinta diplomática para evitar el bloqueo al que tenían sometida Francia y Alemania a la organización, pero devalúa en buena medida la dimensión política de la Alianza y es difícil que pueda sostenerse como una solución permanente.

La supervivencia de la OTAN tras el final de la Guerra Fría se basaba en la pervivencia de unos valores comunes, la democracia y la libertad, que iban más allá de intereses coyunturales de seguridad. Lo que algunos aliados europeos plantean ahora es que la defensa de los intereses estratégicos europeos, en contraposición con los norteamericanos, está por encima de la defensa de esos valores comunes. Este planteamiento es sencillamente el anuncio del fin de la Alianza.

El fin del orden bipolar de la Guerra Fría dio a luz un orden mundial más próximo a la unipolaridad, con Estados Unidos como única potencia global. Esto plantea un dilema a la Unión Europa. Por un lado, algunos socios, como Reino Unido, España, Italia o los países candidatos del Este, entienden que Europa debe y puede ser un factor de moderación de la superpotencia en el marco de una alianza sustentada en valores. Por otro, Francia y una más titubeante Alemania parecen querer hacer de Europa un contrapeso al superpoder americano para lograr un mundo más multipolar. Este dilema amenaza no sólo con desahuciar la Alianza Atlántica, sino con fracturar gravemente la propia Unión Europea.

No obstante, es la combinación de un creciente desfase en las capacidades militares a ambos lados del Atlántico y la creciente dificultad para adoptar decisiones comunes en el seno de la Alianza, lo que produce un efecto especialmente letal para el futuro de la OTAN. Una alianza, como un matrimonio, puede sobrevivir por conveniencia o por amor, pero si ambos ingredientes fallan simultáneamente, la continuidad de la misma resulta imposible. Washington ve hoy la Alianza Atlántica como una fuente creciente de problemas políticos al mismo tiempo que la contribución militar europea se transforma más en un lastre para sus fuerzas armadas que en una ayuda. La falta de voluntad política demostrada por algunos socios europeos para salvar la Alianza, combinada con la ausencia de una necesidad militar por parte de Washington, hace imposible la supervivencia de la Alianza.

La OTAN y la lucha contra el terrorismo
La OTAN podría haber sobrevivido al colapso del Pacto de Varsovia, pero está por ver que pueda sobrevivir al 11 de septiembre. Aunque en un primer momento los atentados contra Nueva York y Washington desataron una corriente de solidaridad hacia la otra orilla del Atlántico, los efectos de esos ataques han precipitado la crisis latente que existía desde la caída del Muro de Berlín en la Alianza Atlántica.

Paradójicamente, el 11 de septiembre provocó que, por primera vez en toda su historia, la Alianza Atlántica invocase su artículo 5º de defensa colectiva. Sin embargo, pocos meses más tarde Estados Unidos marginaron a la organización de sus operaciones contra Afganistán, optando por una operación unilateral con apoyos puntuales de aliados que no necesariamente debían pertenecer a la OTAN. Es más, Washington rechazó, con más o menos diplomacia, muchas de las ofertas de colaboración militar que les formularon en esos días sus aliados europeos.

La OTAN tiene así dos graves problemas para convertirse en un instrumento eficaz de lucha contra el terrorismo. El primero es la creciente dificultad para utilizar sus actuales capacidades militares en operaciones contra el terrorismo que se sitúan por definición fuera de área. El segundo problema es que incluso en el supuesto de que fuera eficaz en movilizar esas capacidades, la acción militar es sólo una parte, y no la más esencial, en la respuesta a la amenaza terrorista.

La creciente incapacidad militar de la Alianza la hemos analizado anteriormente al referirnos a su resistencia para transformarse, al desfase tecnológico y militar entre ambos lados del Atlántico y a la quiebra del consenso político que incapacita a la organización para adoptar decisiones. La Cumbre de Praga, con el compromiso europeo de  incrementar sus capacidades y el objetivo conjunto de crear una fuerza de reacción puede contribuir, si se culmina con éxito, a dotar a la Alianza de un instrumento militar adecuado para responder al desafío del terrorismo. Reconstruir el consenso tras la crisis de Irak parece una tarea aún más delicada y compleja.

En cualquier caso, ésta debe ser la máxima prioridad de la OTAN, adaptar sus capacidades militares para poder ofrecer una aportación relevante a la lucha contra el terrorismo. Antes que buscar nuevas tareas, la Alianza debería ser capaz de satisfacer lo que la Alianza siempre ha proporcionado: unas capacidades de planeamiento y generación de fuerzas adecuadas a la misión que se les asigna. Si la OTAN no es capaz de esto, será difícil pensar en asignar nuevas tareas a la Alianza.

Un problema añadido es que siendo el terrorismo una amenaza global, resulta difícil dar respuesta desde una organización regional, aun en el supuesto de que ésta se dote de una capacidad de proyección de fuerza de la que hoy carece. Las operaciones contra el terrorismo, la guerra en Afganistán, la operación Libertad Duradera, el propio conflicto en Irak, se han abordado desde una perspectiva que trasciende a la propia Alianza Atlántica, marginando a la organización del planeamiento y dirección de las operaciones y abriendo las contribuciones militares a otros países que no son miembros de la misma. Esta tendencia puede ser aún más acusada en el futuro.

La segunda cuestión es que siendo las capacidades militares un componente relevante en la respuesta a la amenaza del terrorismo, no es el único, ni tan siquiera el más importante. Por el contrario, la inteligencia se va configurando como el instrumento más determinante para la lucha contra el terrorismo. En segundo término, el nuevo concepto de “homeland security” cobra a su vez una importancia trascendental para neutralizar esta amenaza. El problema para la Alianza Atlántica es que en esos dos campos, la experiencia o capacidad de la OTAN es por el momento más que limitada.

¿Podría y debería la OTAN realizar en el futuro una aportación eficaz en el campo de la inteligencia y la seguridad interior de los Estados miembro? En la medida en que el terrorismo es una amenaza compartida y que ambos instrumentos se muestran como componentes esenciales para dar una respuesta adecuada, incluso más determinantes que la propia respuesta militar, parece prudente que la Alianza pueda explorar ambos campos.

En el campo de la inteligencia militar, la OTAN no ha desarrollado capacidades de obtención de información, sino que en todo caso ha utilizado la información que sus miembros le proporcionaban a efectos de elaborar su planeamiento militar. Sin embargo, la organización se ha mantenido tradicionalmente al margen de la inteligencia civil, mucho más relevante a efecto de la lucha contra el terrorismo que la propiamente militar. Tras el 11 de septiembre, la Alianza se ha limitado a poner en marcha un pequeño buró de enlaces con algunas agencias de inteligencia de los países miembro que puedan canalizar las peticiones de inteligencia de la organización y facilitar el intercambio de información entre sus miembros.

Es evidente que cualquier organización que quiera realizar una contribución relevante a la lucha contra el terrorismo debería contemplar el intercambio de inteligencia y una capacidad de análisis común como elementos básicos. Sin embargo hay varios problemas prácticos que ponen en cuestión la viabilidad de esta iniciativa.

En primer lugar, la propia resistencia de las agencias de inteligencia nacionales a compartir información, especialmente en un foro multilateral. Aun en el supuesto de que la información a compartir fuera exclusivamente la relacionada con el terrorismo trasnacional, los servicios siempre son celosos de que esa información pueda comprometer a sus fuentes y de dar oportunidades a otros de explotar información obtenida con su esfuerzo. Son problemas comunes incluso entre servicios dentro de un mismo país y aún en mayor medida cuando se trata de cooperar con otros Estados.

La segunda dificultad es si Estados Unidos prefiere mantener un sistema de relaciones bilaterales con los diferentes servicios aliados, de forma que sean ellos los únicos que centralizan toda la información, o están dispuestos por el contrario a establecer un sistema común en el que todos aporten pero todos reciban.

Es cierto que el sistema actual permite que al menos haya un actor, Estados Unidos, que integra toda la información disponible. Pero un sistema de inteligencia común permitiría, por un lado, una integración de la información más global y racional, retroalimentando la eficacia del conjunto de los servicios y permitiendo asegurar el caudal de información más allá de las voluntades políticas coyunturales e incluso de las relaciones de confianza personales.

En definitiva, en la lucha contra el terrorismo, Estados Unidos necesita en mucha mayor medida las capacidades de inteligencia de sus aliados que sus propias capacidades militares. En este campo, sí existe por tanto una “necesidad” que puede dotar a la nueva Alianza por la Libertad de la necesaria cohesión estratégica. No obstante, si se quiere dotar a esta Alianza de un verdadero órgano común de inteligencia para la lucha contra el terrorismo, resulta esencial que el criterio de pertenencia a esta Alianza sea restrictivo e incluya únicamente a aquellos países que ofrecen un grado de estabilidad, fiabilidad y confianza suficiente como para compartir información sumamente sensible.

La cooperación en el campo de la seguridad interior puede resultar menos evidente, pero resulta también esencial para dotar a esta nueva Alianza de una verdadera utilidad en la lucha contra el terrorismo. Hay al menos tres aspectos en los que esa colaboración resulta útil: la protección de infraestructuras de información críticas, la gestión de las consecuencias de ataques NBQR y la protección de fronteras.

La protección de las redes de información y comunicaciones resulta quizá el campo donde la cooperación es más vital, dada la propia globalidad de las mismas y su vulnerabilidad a ataques ciberterroristas. Estados Unidos ha venido realizando un gran esfuerzo en la protección de estas redes que resultan esenciales para el funcionamiento normal de cualquier sociedad desarrollada. Hoy en día cualquier servicio público esencial, energía, transportes, seguridad, depende del correcto funcionamiento de estas redes de información. De forma más incipiente, también la Unión Europea ha puesto en marcha una iniciativa para tratar de proteger estos sistemas. Es obvio que disponer de un sistema de protección y alerta común contra cualquier tipo de ataque cibernético sería uno de los principales valores que podría aportar la nueva Alianza por la Libertad.

La posibilidad de un ataque terrorista con armas no convencionales es una hipótesis que se maneja cada vez como más probable. Por otro lado, atentados con armas convencionales contra industrias químicas o instalaciones nucleares pueden generar los mismos efectos. La capacidad de protección de la población civil depende de algunos elementos críticos y costosos. Una tarea prioritaria para esta nueva Alianza debería ser por tanto un sistema común de planeamiento y gestión de crisis NBQR y la posibilidad de compartir las capacidades para hacerlas frente.

Finalmente, la vigilancia y control de fronteras es otro de los instrumentos esenciales para la defensa frente a la amenaza terrorista. Una buena parte del aumento de la vulnerabilidad de las sociedades está provocada por los efectos que la globalización ha tenido sobre el tráfico de personas y el aumento del comercio mundial. Un sistema común de protección de fronteras entre los miembros de la Alianza, tanto en lo que se refiere al control de personas como de mercancías, podría ser otro instrumento de enorme utilidad en la prevención de atentados terroristas. Así, unas bases de datos comunes para la admisión de ciudadanos de terceros países o un control  de aduanas en el país de origen de la mercancía, como el que ya realiza Estados Unidos en algunos puertos europeos, serían sistemas eficaces. También podrían planificarse operaciones conjuntas de protección de fronteras frente a situaciones de riesgo, como una situación inestable en el norte de África.

En cualquier caso, una doctrina común de seguridad interior, el adiestramiento conjunto de las unidades de protección de fronteras o el intercambio de procedimientos operativos, son sólo algunos ejemplos de cooperación en este campo de la seguridad interior que deberían ser explorados por esta Alianza renovada y globalizada.

Hacia la unipolaridad multilateral
Estados Unidos ha emergido tras el final de la Guerra Fría como única potencia de dimensión global. A su indiscutible superioridad militar se une una clara supremacía económica y tecnológica. La Unión Europea, que podría configurarse como un rival económico, carece sin embargo de la cohesión política interna y la capacidad militar como para convertirse en una potencia autónoma. China, por el momento, tan sólo puede aspirar a convertirse en un poder regional. Rusia, tras el marasmo de la Unión Soviética, dedica casi todas sus energías a recomponer el orden interno. El orden bipolar de la Guerra Fría se ha trasformado así en un mundo prácticamente unipolar.

En este nuevo mundo, el terrorismo emerge como la gran amenaza a la sociedad libre. Ante la invulnerabilidad militar del mundo occidental, sólo recurriendo a una amenaza asimétrica como el terrorismo se puede generar inestabilidad e inseguridad para Estados Unidos y sus aliados. La combinación de terrorismo y armas de destrucción masiva se convierte además en un binomio capaz, si no de derrotar la libertad, sí al menos de causar un gran daño a las sociedades democráticas.

El dilema para Estados Unidos es si en este mundo unipolar amenazado por el terrorismo debe optar por un orden unilateral o multilateral. La tentación por la opción unilateral es cada vez mayor en Washington. Por un lado, los norteamericanos son cada vez más conscientes de su propio poder. La paradoja es que precisamente en el cenit de ese poder es cuando se sienten más vulnerables y amenazados que nunca. Esta situación les empuja a hacer un uso de su poder para garantizar su seguridad al margen de cualquier constreñimiento internacional.

Frente a esta lógica hay dos tipos de contrapesos. Por un lado, Estados Unidos, en contra de buena parte de la opinión pública europea, tiene una mentalidad poco imperial. A diferencia de otras potencias europeas, los norteamericanos jamás han aspirado a construir un imperio sobre la base de invadir países y ocupar territorios. Su hegemonía, por el contrario, se ha desarrollado sobre la base de ejercer su influencia económica, del juego diplomático y, llegado el caso, de la presión y la acción militar.

El segundo freno es su resistencia a asumir los costes, tanto políticos como económicos, de una estrategia imperial. Es más, las tentaciones aislacionistas siempre han sido muy fuertes en Washington y aún perviven cuando se trata de implicarse en problemas que no afectan directamente a sus intereses, como ocurre en el caso de los Balcanes. Tras Afganistán e Irak hay un temor a estirar excesivamente no sólo sus capacidades militares, que por abrumadoras que sean resultan también limitadas, sino sobre todo a asumir el coste económico que supone tener que estabilizar y reconstruir un número creciente de países.

Finalmente, la guerra contra el terrorismo plantea con especial intensidad la necesidad de aliados, no en términos militares, pero sí políticos y de inteligencia. Es cierto que en su actual doctrina no necesita autorización de nadie para defender su seguridad, pero políticamente le es conveniente contar con la legitimidad de una acción multilateral. Los recelos que toda hegemonía despierta sólo pueden ser atemperados por el diálogo y la concertación política.

La cuestión es cómo articular un sistema que sea eficaz para defender la libertad. Las crisis de Kosovo e Irak han venido a frustrar las esperanzas de que Naciones Unidas se constituyera en ese instrumento central para garantizar la paz y seguridad internacional. El anacronismo de un Consejo de Seguridad dominado por las cinco potencias vencedoras de la Segunda Guerra mundial se aleja cada vez más de la distribución real de poder en el mundo actual. Los intereses nacionales de los miembros del Consejo pesan en sus decisiones mucho más que los anhelos de paz. El resultado es que en demasiadas ocasiones o la Comunidad Internacional queda condenada a la parálisis o debe actuar al margen del sistema establecido.

Por otro lado, la OTAN, aún en vías de superar la crisis del final de la Guerra Fría, se muestra incapaz de ofrecer una respuesta eficaz a la amenaza del terrorismo. Su creciente inutilidad militar y su falta de cohesión política amenazan con convertirla en una pieza arqueológica de la seguridad europea. Estados Unidos opta cada vez más por constituir alianzas puntuales para una determinada misión, en vez de condicionar la misión a las capacidades y limitaciones de la Alianza.

Para la Unión Europea el dilema no es de menor dimensión. Europa tiene que optar por mantenerse como un aliado de Estados Unidos en la defensa de unos valores comunes, reforzando la unipolaridad del orden existente, u optar por una estrategia de moderación, e incluso de contención, de la potencia hegemónica, convirtiendo a la Unión Europea en una potencia plenamente autónoma que aspira a crear un orden mundial multipolar.

El problema de la segunda opción es triple. Por un lado, la Unión carece de la cohesión interna necesaria como para llevar a cabo un cambio estratégico de esta naturaleza. En segundo lugar, Europa carece de la capacidad militar necesaria como para poder garantizar su seguridad de forma autónoma. Por último, una política de contención podría derivar fácilmente en una política de confrontación, al menos comercial, que resultaría desastrosa no sólo para Europa, sino para el mundo.

Europa y Estados Unidos tienen por el contrario una oportunidad histórica para refundar una Alianza Atlántica ampliada no sólo en su ámbito geográfico, sino también en sus objetivos. Tienen para ello el sustrato de una experiencia histórica refrendada en la victoria de dos guerras mundiales y de la Guerra Fría. Cuentan con un sustrato de creencias y valores comunes sobre la que asentar una alianza más allá de intereses o amenazas coyunturales. Tienen, por último, el desafío de una amenaza terrorista común que pone en riesgo no sólo la seguridad de sus sociedades, sino la propia pervivencia de sus sistemas democráticos. Frente a la incapacidad de Naciones Unidas y la obsolescencia de una OTAN anclada en el pasado, es cada vez más urgente fundar una nueva Alianza para la defensa de la libertad hoy amenazada.

Ignacio Cosidó
Analista en excedencia del Grupo de Estudios Estratégicos (GEES) y actualmente es Jefe del Gabinete Técnico de la Guardia Civil

Ignacio Cosidó

Escrito por Ignacio Cosidó