Tema: El primer informe del equipo creado por Estados Unidos para averiguar el destino de las armas que se atribuían a Sadam aclara algunas incógnitas y plantea o delimita mejor otras muchas, sin llegar a zanjar un debate en el que cada bando cree ver confirmadas sus razones.
Resumen: El informe Kay, provisional, apunta a la renuncia por parte de Sadam de las armas que le estaban vetadas mientras tuviera encima la presión de las inspecciones, no encuentra más que indicios de posibles programas biológicos y no consigue confirmar alguno de los extremos que parecían más sospechosos antes de la guerra. Descubre un intenso programa misilístico, una amplia operación de engaño a los inspectores de Naciones Unidas y la firme voluntad de reconstruir sus arsenales una vez se viera libre de controles. Todas las partes del debate obtienen alguna confirmación de sus posiciones y quedan frustrados en otras. La cuestión de los motivos de la guerra y su justificación sigue en pie.
Análisis: El informe provisional que David Kay ha presentado ante varios comités del Congreso americano ha resultado uno de esos raros documentos en los que todo el mundo se considera reivindicado.
El informe versa sobre los resultados de los tres primeros meses de actividad del Iraq Survey Group, constituido por más de 1.200 expertos y su correspondiente staff, para tratar de averiguar qué pasó con las armas prohibidas de Sadam, buscar las fosas comunes donde se amontonaron los restos de los fusilados en masa –localizados ya unos 300.000- y seguir la pista de otras actividades delictivas del régimen derribado.
David Kay, antiguo inspector de Naciones Unidas en Irak, es el coordinador de este grupo, creado por la CIA. Este equipo vino a sustituir a otros anteriores, organizados por los militares, que se caracterizaron por su escasez de medios y falta de coordinación, carencias debidas a que habían sido montados basándose en la convicción, incluso certidumbre, de que las armas de destrucción masiva aflorarían con toda facilidad en el momento en que las tropas invasoras penetrasen en el país. El decepcionante fracaso inicial llevó a un esfuerzo mucho más amplio, sistemático y profesional, a cargo de este Grupo de Vigilancia para Irak. Su actividad está proyectada para al menos nueve meses o quizás un año. Ha costado hasta ahora $300 millones y la administración ha solicitado al Congreso otros 600. Así pues, lo que ahora ofrecen se refiere al primer tercio o cuarto de su mandato. El informe de 11 páginas hecho público a comienzos de octubre no es más que una porción del documento que han presentado, puesto que la mayor parte de su texto está clasificada.
El informe contenta a todos en apariencia y deja insatisfechos en ambos lados de la divisoria de la guerra. Los que denuncian engaño en las justificaciones que de la guerra dio la Administración Bush creen ver sus argumentos probados en la escasez de hallazgos del grupo y discuten algunas de las conclusiones provisionales que se aportan en el informe. Las gentes de Bush y los partidarios de la guerra creen que dadas las circunstancias en las que se realiza la búsqueda, lo descubierto es muy considerable y demuestra la firme decisión de Sadam de reconstruir sus arsenales en cuanto consiguiese liberarse de los controles internacionales.
Con independencia de valoraciones y deducciones que puedan ser más o menos subjetivas o estar políticamente condicionadas, es un hecho objetivo que en tres meses han descubierto bastante más, y bastante más importante, que los inspectores de UNMOVIC en seis, incluyendo muchas cosas que el régimen baasista se había propuesto expresamente ocultar a los agentes de las Naciones Unidas y que obviamente no incluyó en la declaración exigida por la resolución 1441, que debía ser, según los términos de la misma, “exacta, completa y total”.
El equipo americano, en el que participan también técnicos británicos y australianos, cuenta con muchos más recursos humanos que el de la ONU, formado por sólo 100 expertos y no tiene que enfrentarse al experimentado y sofisticado aparato de ocultación y engaño del régimen de Sadam, aunque sí a muchas de las consecuencias de su trabajo de entonces. Por contra, actúa tras una masiva y sistemática destrucción de toda clase de pruebas relacionadas con las actividades ilícitas del régimen -de hecho, el grupo aporta una copiosa evidencia de esa destrucción y su carácter planificado y sistemático- y en cuanto a su principal fuente de información, las entrevistas con científicos, militares y políticos relacionados con los programas de investigación y desarrollo armamentístico, se encuentran con el problema de que hay quienes callan porque temen poder ser acusados de crímenes contra la humanidad, por ejemplo por haber realizado experimentos biológicos en reclusos, mientras que todos siguen sintiéndose amenazados por los elementos baasistas pasados a la acción clandestina. Dos de los informadores han sido tiroteados y varios miembros del Grupo han sido objeto de atentados. Con todo, se han sentido mucho más libres para hablar que cuando les exigían a los inspectores de UNMOVIC la presencia de un funcionario del régimen o en su defecto que fuese filmada la entrevista. La gente de Kay cuenta, pues, con ventajas e inconvenientes respecto a sus predecesores internacionales.
Trabajando en esas condiciones, el Grupo, como era sabido de antemano, no ha encontrado armas y, lo que es mucho más importante, ha llegado casi a la conclusión que no existían en los últimos años programas activos de alguna entidad en el terreno nuclear, químico y biológico, aunque sí en el campo misilístico. Ha podido también aportar pruebas importantes, discutidas, como veremos, en grados diversos, de que Sadam tenía la intención absoluta de reanudar sus esfuerzos de investigación, desarrollo y adquisición en cuanto hubiera podido recobrar sus recursos y su plena libertad, una vez que se hubiera desembarazado de las sanciones y deshecho de la supervisión internacional.
Ha dejado fuera de dudas que hasta el último momento Sadam ocultó lo que estaba obligado a declarar, mintió y trató de engañar a UNMOVIC, la comisión de Naciones Unidas presidida por el diplomático sueco Hans Blix, encargada de supervisar y finalmente certificar su desarme, pero no, como dejó bien claro Blix en su primer informe al Consejo de Seguridad el 27 de enero, de encontrar lo que los otros escondían, si bien fue a eso a lo que en la práctica se dedicó, en ausencia de la voluntad del Consejo de hacer cumplir sus propios mandatos. Si las armas no existían, Sadam estaba obligado a probarlo. Los quince miembros del Consejo de Seguridad, unánimemente, le habían negado el beneficio de la duda. La culpabilidad se daba por reiteradamente demostrada y lo que se le exigía era que probase su enmienda. Tenía que declarar cómo, cuándo y dónde había destruido las armas, junto con todo lo relacionado con su adquisición. Según los informes de Blix, en ningún momento cumplió esa obligación.
Y eso nos lleva al punto quizá más decisivo, inquietante y enigmático de la tarea que compete al Grupo. Ha avanzado muy poco respecto a qué pasó con las armas y prácticamente nada respecto al misterio de por qué Sadam se negó a demostrar que no las tenía si tal era el caso, puesto que en ausencia tanto de pruebas como de explicaciones racionales no se puede descartar por completo que sigan escondidas, por mucho que esta posibilidad se haya debilitado enormemente en comparación con lo que antes de la guerra parecía a la inmensa mayoría de los entendidos una conclusión de aplastante lógica, a partir de los datos existentes.
Y esas preguntas, qué y por qué, no constituyen una mera cuestión de curiosidad que se podría relegar a la investigación de futuros historiadores. Mientras no se respondan no podremos, en primer lugar, sentirnos seguros respecto a la hipotética amenaza de que alguien pueda todavía hacerse con esas armas; ni tampoco podremos, en segundo lugar, pero igualmente importante, dirimir de manera definitiva el debate político actual sobre cómo deberían repartirse las culpas entre gobiernos y oposiciones acerca de las alegadas exageraciones, manipulaciones, tergiversaciones y mentiras en las campañas pro y contra la guerra.
Pero a falta de respuestas plenamente satisfactorias, el informe Kay se convierte en un nuevo episodio de la batalla política sobre la exactitud, veracidad o presciencia –sobre sus opuestos, más bien- de cada palabra pronunciada en defensa de la necesidad de la intervención, ya que la propaganda en contra, por interesada, efectista, pintoresca o falaz que pueda haber sido en su momento o resultado a posteriori queda exenta de todo escrutinio. Una vez más, vemos exageraciones y ocultaciones en cada bando. Cada uno trata de magnificar lo que le es favorable y silenciar lo que le es contrario. Nada más natural. Ese es el juego político. Todo participante en la vida pública es un propagandista y un abogado defensor o acusador según su posición momentánea respecto al poder. Y además se considera con derecho a un cierto grado de hipocresía al mostrarse escandalizado de que el de enfrente siga el mismo juego.
Sin embargo en esta gran escaramuza se han rebasado muchos límites, con grave perjuicio para todos. La discusión de algunas minucias verbales de escasísimo o nulo impacto en la formación de la opinión pública está ahogando el verdadero debate estratégico que toda guerra requiere: las causas profundas, las razones de los errores que en todo conflicto inexorablemente se cometen, las lecciones que hay que aprender, las implicaciones inmediatas y futuras, la reconfiguración del mapa geopolítico, el balance final.
En el caso que nos ocupa se ha podido al menos ir más lejos y más hondo que en cuestiones como las de las 16 palabras sobre los intentos de compra de mineral de uranio o los cuarenta y cinco minutos para disparar una munición con carga química. El informe Kay plantea y crea la oportunidad de plantear algunas cuestiones de mucho mayor calado, aunque luego la discusión tienda a volver por los cauces trillados.
El informe demuestra que algunos de los supuestos en los que se basó la guerra estaban equivocados. Se trata de los supuestos más puntuales, no de las razones más profundas. Lo que no demuestra en absoluto es que lo que se dijo en los orígenes de la guerra no fuera sinceramente creído o fuera una insensatez creerlo. Entre otras cosas, la posguerra ha demostrado un fenomenal fallo de inteligencia. Se sabía muy poco pero no se tenía conciencia de lo poco que se sabía. El espontáneo comentario de un funcionario de la CIA a David Ignatius, conocido columnista del Washington Post, refleja muy bien lo que era patrimonio de todos los servicios de inteligencia del mundo: “Con toda la información que teníamos, si no hubiéramos advertido acerca de las armas de destrucción masiva de Irak deberían habernos colgado”.
Si lo que se creía saber carecía de fundamento, no parece que quede otra hipótesis razonable más que la de que Sadam nos hizo víctimas de una gran operación de engaño. Todas las comunidades de inteligencia mordieron el anzuelo y ese extraordinario éxito labró la ruina del gran fabulador. A falta de otra explicación coherente, todo apunta en esa dirección, aunque todavía no hayan aparecido las pruebas fehacientes. Mientras que en público negaba la posesión del armamento proscrito, sutilmente enviaba toda clase de señales de lo contrario.
Se acusa a la administración americana de haber sido demasiado crédula, mucho más que sus escépticos espías profesionales, por haberse fiado de exiliados que quieren darse importancia y ganarse la vida vendiendo secretos inventados y azuzar a la gran potencia contra el tirano que destrozó sus vidas. Pero ahora parece que más grave fue el problema de los falsos exiliados, que eran en realidad agentes iraquíes que trataban de inducir a la CIA y sus colegas a creer que Irak era un peligro mucho mayor y más inminente de lo que en realidad era.
Si eso es así hay que sospechar que el esfuerzo autoincriminatorio, siguiendo una lógica y buscando unos objetivos bien difíciles de entender, fue mucho más allá. Cabe ahora preguntarse si las pruebas que Colin Powell presentó el 5 de febrero al Consejo de Seguridad de Naciones Unidas estaban trucadas, pero no por la inteligencia o la administración americana, sino por el aparato de engaño iraquí. ¿Los camiones y el equipo de descontaminación junto a un supuesto depósito de armas químicas estaban en realidad “posando” para el satélite de turno que cruzaba sobre sus cabezas? Lo mismo puede decirse de la conversación entre dos comandantes, más o menos en clave, pero inteligible y altamente sospechosa, tratando de que determinadas instalaciones militares quedasen limpias de ciertos productos misteriosos antes de la llegada de los técnicos de UNMOVIC: ¿eran puro teatro radiofónico? ¿Cuántas otras pruebas del mismo tenor han sido la base de la evaluación de la amenaza iraquí en todos los países con servicios de inteligencia activos respecto a Irak?
Todo eso, sin embargo, no empaña la convicción radical, común a la actual administración Bush y a las de su predecesor Clinton, que subyace a todo el planteamiento de la cuestión iraquí, así como a la posición de Blair o de Aznar y de otros muchos, de que en el futuro sería inevitable una nueva guerra para contener las galopantes y amenazadoras ambiciones del megalómano sin escrúpulos de Tikrit, y que esa guerra sería mucho más difícil de emprender primero y de combatir luego porque sólo sería públicamente admisible cuando la posesión de armas de destrucción masiva fuese de todo punto evidente.
Los que encuentran apoyo en el informe de Kay para denunciar la falta de amenaza inminente por parte de Irak, denunciaban antes el carácter preventivo de la guerra y ahora se escandalizan de descubrir lo que ya venían proclamando. Pero eso era evidente y el buen fundamento de esos temores ha sido corroborado por los primeros resultados del trabajo del grupo. Por lo demás, ese carácter no desacredita en absoluto las razones de la guerra. Es obligación de los gobernantes atajar los peligros ciertos y graves. Y los pueblos los maldecirán si no lo hacen. ¡Cuantos millones de vidas se hubieran ahorrado si a Hitler se le hubieran parado los pies a tiempo en vez de que los gobernantes hubieran cedido al clima predominante de apaciguamiento!
Tampoco lo que ahora vamos sabiendo desmiente el temor real de que también existiera una cierta posibilidad de peligros inminentes. Y es un hecho que fueron muy determinantes, acertada o equivocadamente, en el ánimo del presidente americano, dominado por la idea de evitar a toda costa un segundo 11 de septiembre. La posibilidad de que Sadam pasara armas químicas o biológicas, cuya existencia se daba por segura -y no se ha probado con certeza que no existan en absoluto- a algún grupo terrorista de los muchos con los que ha tenido contactos probados, incluido al Qaida, para asestar un gran golpe a su enemigo mortal, aunque baja, no tiene nada de fantástica. Lo fantástico es negarlo. Y Bush había dejado bien claro que no estaba dispuesto a correr riesgos.
Esa crítica sólo es posible si se pasa por alto que el de Sadam no era una régimen tercermundista y dictatorial como tantos otros. Había acumulado todas las razones estratégicas, jurídicas y humanitarias para que su derribo fuese un beneficio indudable para sus súbditos, que no lo echan de menos ni en su inmensa mayoría lamentan la guerra, su región y el mundo entero. Olvidan además que se le dio una última oportunidad. “Última” es palabra enfatizada reiteradamente en la resolución 1441. Sadam la aprovechó a fondo para provocar una guerra que parece que le interesaba, no para evitarla. Continuar indefinidamente inspecciones que es obvio que no podían encontrar nada pero tampoco llegar a la certeza de que no lo hubiera, iba contra la letra y el espíritu de la resolución y es razonable que algunos estadistas pensaran que ese era el procedimiento de sembrar la semilla de un futuro conflicto mucho peor. Sobre todo aquellos que sentían su país más amenazado y que poseían los medios para atajar la amenaza.
Conclusiones: El trabajo del Grupo de Vigilancia de Irak ha descubierto que el impacto de las inspecciones sobre el régimen fue más profundo de lo que se suponía, de lo que suponían los propios inspectores de UNSCOM, y le llevó probablemente a renunciar temporalmente a la mayor parte de las armas de destrucción masiva. No ha podido averiguar qué pasó con las armas y el material adquirido para construirlas, por lo que no se puede estar completamente seguro de que no existan en alguna medida. Queda demostrada la voluntad de violar las imposiciones de Naciones Unidas y el hecho de que no había renunciado a ninguna de sus ambiciones. Está claro que el peligro existía pero no era inminente, salvo en el caso improbable pero en absoluto imposible y sumamente grave de apoyo a algún grupo terrorista. Una vez más, las acusaciones sobre quién dijo qué y lo que a posteriori vamos sabiendo, ocultan los debates verdaderamente sustanciales. La cuestión de los motivos de la guerra sigue en pie.
Manuel Coma
Investigador Principal, Área de Seguridad y Defensa
Real Instituto Elcano