Pakistán: entre el retorno a la democracia y el militarismo

Pakistán: entre el retorno a la democracia y el militarismo

Tema: Cumplidos cinco años desde el golpe de Estado de 1999, la rehabilitación internacional de Pakistán como aliado clave en la lucha contra el terrorismo no ha ayudado a resolver las complejidades internas que padece el país. El anuncio reciente de que el general Musharraf permanecerá en el cargo de jefe de las fuerzas armadas, sumado a su intención de continuar en la presidencia hasta 2007, demora las esperanzas de un retorno democrático y ensombrece aún más el desarrollo político y social de un Estado con una grave crisis de identidad.

Resumen: Pakistán, país que ha recuperado cierta relevancia internacional por su apoyo a la lucha contra al-Qaeda, se encuentra sumido en una difícil situación interna, debida a la falta de garantías acerca de un verdadero retorno democrático tras el golpe de Estado en octubre de 1999. El actual juego político se desarrolla bajo un marco limitado de libertades decidido por la cúpula militar que detenta el poder. Esa situación ha provocado un gran sentido de frustración en una buena parte de la población, que observa como la vuelta a la democracia se va posponiendo. A su vez, parte de ese sentido de impotencia está siendo canalizado por un extremismo religioso en auge y que puede tener consecuencias muy adversas a medio y largo plazo. A pesar de algunos logros del régimen en política exterior y en el terreno económico, el futuro del país permanece incierto.

Análisis: El 11 de octubre de 1999 un golpe de Estado incruento ponía fin al período democrático más largo de la historia de Pakistán desde su creación en 1947. El general Pervez Musharraf, principal responsable de la desastrosa y humillante aventura del ejército paquistaní en Kargil en mayo de ese mismo año, se erigió en salvador de una nación sumida en una profunda crisis económica y en un desgobierno provocado por encarnizadas luchas políticas. El hasta entonces jefe de las fuerzas armadas (al que Nawaz Sharif tenía intención de cesar en el cargo) hizo lo que ya se conoce como una constante habitual en la política paquistaní por parte del ejército: intervenir en política. Como es bien sabido, Musharraf tenía antecesores: el general Ayub Khan (1958-1969), el general Yahya Khan (1969-1971) y el general Zia ul-Haq (1977-1988).

En los cinco años transcurridos desde entonces (y en los tres años de democracia restringida desde la celebración de elecciones a la Asamblea General o Cámara baja del parlamento en octubre del 2002, en las que el partido promovido por Musharraf fue catapultado al poder), Pakistán ha pasado de ser un Estado desahuciado por la comunidad internacional a figurar como un importante aliado de EEUU en su lucha contra el terrorismo. Sin embargo, esa transformación de poco o nada ha servido para resolver las profundas complejidades del Estado paquistaní. Por el contrario, las ha expuesto aún más a la luz, cuando no las ha agudizado.

Su política de “adhesión a Occidente”, léase a EEUU, se ha traducido en un cambio de postura frente al régimen talibán en Afganistán (anteriormente promovido y respaldado desde Islamabad) y en su decisión de luchar contra al-Qaeda dentro de sus fronteras. Este giro ha constituido una de las apuestas más arriesgadas del régimen de Musharraf.

La presente situación posee ciertos paralelismos (aunque los orígenes son diferentes) con la época, a principios de los ochenta, del general Zia ul-Haq, cuyo régimen encontró su raison d’être en su particular alianza con EEUU al dar su apoyo a las milicias afganas contra los soviéticos y contener los efectos de la revolución iraní. Sin embargo, a nivel interno, las concesiones ideológicas que implicó esa política regional de conveniencia desembocaron en una progresiva islamización del país y en una grave desestabilización social provocada por el auge de la tradicional rivalidad suní-chií, ocasionando varios miles de muertos. Esta fractura se mantuvo en la posterior experiencia democrática del país.

De modo similar, a Musharraf la especial relación que tiene con EEUU le ha servido para revalorizar su papel como un importante aliado estratégico en la región y sobre todo, para situar a Pakistán a la par de la India. Aún así, cabe preguntarse por las posibles repercusiones internas que pueda tener esa “adhesión a Occidente”. Se da el caso que el ejército ha realizado operaciones contra al-Qaeda en la provincia fronteriza del Noroeste, donde gobierna una coalición religiosa de fuerzas pro-talibán. Esta coalición, Muttahida-Majlis-e-Amal (MMA), es además el principal apoyo del gobierno en Islamabad. La peculiar coexistencia entre ejército y el extremismo religioso no es nueva en el país, pero sus efectos pueden hoy minar y demorar mucho las esperanzas de democracia.

La amplia capa de la población urbana en Pakistán se considera musulmana, pero no se muestra proclive a los extremismos religiosos y tampoco respalda el apoyo incondicional de Musharraf a la política exterior de EEUU, como ha sido el caso de la ocupación de Irak (la presión popular impidió el envío de tropas paquistaníes). A pesar de que el régimen permite ciertas libertades (pese a que la marginación de los partidos tradicionales resulta evidente), parece difícil que la actual situación política coincida con las expectativas mayoritarias de la población.

La llegada al poder de Musharraf
La supresión del juego democrático significó para muchos un nuevo episodio de la deriva de un Estado desahuciado por la comunidad internacional, el cual, para más señas, se había convertido en una potencia nuclear declarada.

Tras los ensayos nucleares de mayo de 1998, Pakistán se hallaba en bancarrota económica y el gobierno de Nawaz Sharif, acusado frecuentemente de corrupción, parecía incapaz de enderezar la situación del país. Sólo había, según ha trascendido posteriormente, un gran punto a su favor, y era la posibilidad de un inminente acuerdo con el gobierno de la India sobre la cuestión de Cachemira. Por otra parte, la relación entre la aventura del ejército paquistaní en Kargil y el posterior derrocamiento del sistema democrático en Pakistán ha dado lugar a numerosas especulaciones.

En un primer momento, aunque algunos sectores sociales aplaudieron el golpe, la mayor parte de la población se pronunció a favor del retorno democrático. Los principales temores se dirigían hacia el establecimiento de un régimen autoritario, que el general Musharraf trató rápidamente de negar por medio de entrevistas y declaraciones televisivas.

Se debe señalar que al principio el régimen adoptó una postura bastante neutral con respecto al papel que el islam debía desempeñar en política (un tema clave en la creación de la nación y un arma política constante de los distintos gobiernos), sobre todo en comparación con la propaganda de islamización del país llevada a cabo por el anterior gobierno. A modo de ejemplo, Musharraf se mostró partidario de derogar las ordenanzas Huddod (establecidas en el período de Zia ul-Haq), las cuales suponían (y aún suponen) un grave atentado a los derechos de las mujeres.

Esa neutralidad inicial quizá fue sólo parte de la propaganda inicial del nuevo régimen o quizá se debió a las circunstancias, en las que Musharraf tenía que buscar apoyos en los partidos religiosos y aliarse con EEUU a la vez. Sin embargo, el gobierno ha ido adoptando progresivamente una posición cada vez más compleja con respecto al papel que el islam debe desempeñar en el Estado, esto es, a su uso partidista por parte de fuerzas religiosas extremistas.

El nuevo marco de los partidos políticos
Sin llegar a destruir las bases de los principales partidos (la Liga Musulmana de Nawaz Sharif y el Partido Popular de Pakistán de Benazir Bhutto), el régimen actual ha procurado deslegitimar a sus líderes y practicar la vieja máxima de “divide y vencerás”. Con Nawaz Sharif en el exilio en Arabia Saudí y Benazir Bhutto en Inglaterra, el general ha hallado un marco más cómodo para diseñar su estrategia política. Para ello, a través de cambios en la Constitución, se ha otorgado amplios poderes y se ha servido de un grupo escindido de la Liga Musulmana (transformándolo en un gran partido) para promover sus intereses.

Las elecciones de octubre del 2002, que fueron muy criticadas por sus anomalías, además de respaldar al partido del régimen, indicaron un gran avance de las fuerzas islamistas. La coalición del MMA pasó a apoyar al gobierno federal y a hacerse con el gobierno de la significativa provincia fronteriza del Noroeste (NWFP). El resultado también provocó la inusual alianza de la Liga Musulmana y del PPP con el nombre de Asociación para la Restauración de la Democracia, que se convirtió en la tercera fuerza en la Asamblea.

El MMA está formado por una coalición de seis partidos entre los que destacan la tradicional Jamaat i Islami (JI), fundada por el Maulana Abul Ala Maududi en 1941, que siempre ha tenido más éxito en su vertiente social y educativa que en la política; la Jamiat-ul-Ulema-i-Islam (JUI), seguidora de la conservadora escuela deobandi y pro-talibán (cuyo líder Shah Ahmed Noorani representa a la coalición) y la Jamiat-ul-Ulema i- Pakistan (JUP), defensora de las prácticas sufíes de la escuela barelvi.

El MMA combina un apoyo al gobierno a nivel interno con una crítica de su política pro-estadounidense. Esta posición le ha otorgado un papel preponderante, ocupando un importante espacio político a costa de los partidos tradicionales. El apoyo del MMA a Musharraf viene justificado en términos de interés para avanzar en su propia agenda de establecer un verdadero Estado islámico en Pakistán.

Actualmente, el MMA gobierna en solitario en la señalada anteriormente NWFP y en coalición en la vecina Baluchistán. En esas áreas la mayoría de las tribus locales ha mostrado siempre simpatía por los talibanes y por los extranjeros que llegaban a la zona para combatir contra los soviéticos al principio y luego en defensa del régimen talibán y de al-Qaeda. Por ello, las distintas operaciones del ejército llevadas a cabo a lo largo de este año en la zona de Waziristán, para combatir elementos de al-Qaeda que supuestamente se hallan en la región, ha provocado una seria crisis entre el gobierno y los islamistas.

El retorno de la democracia
Aunque Musharraf había anunciado tras el golpe que ejercería el poder sólo durante un período de transición hasta que el país estuviese preparado para una vuelta a la democracia, todo parece indicar que el ahora presidente pretende perpetuar su actual posición. Su última acción ha sido nombrar un subjefe de las fuerzas armadas, lo cual parece indicar que no va a cumplir su palabra de dejar el cargo militar. El general pretende continuar como presidente hasta el año 2007.

Además, desde su rehabilitación para la comunidad internacional las presiones externas para el retorno de Pakistán a la democracia han disminuido en intensidad. Junto a ello, la tolerancia parcial que ofrece el régimen (tal como se observa en algunos medios de comunicación críticos), combinada con una relativa recuperación económica, ha propiciado un parcial acomodamiento social al sistema.

No se debe olvidar que, aunque el país experimentó en la década de los noventa la vuelta a la democracia, ésta se desarrolló en un casi endémico clima de inestabilidad. La corrupción y el sistema de favores y adhesiones en base a lazos familiares (que se conoce como biraderi), las fricciones entre el poder federal y las provincias (que desembocaron en graves episodios de violencia) y el cese de los distintos gobiernos por parte del presidente de turno (fiel servidor de los intereses del ejército), habían hecho de Pakistán una nave sin rumbo.

Lo cierto es que se ciernen diversas dudas sobre la futura evolución política del país, hasta el punto de que la incertidumbre puede suponer un grave peligro tanto para el propio Pakistán como para la estabilidad en la región. Aunque se cree que Musharraf y otros altos mandos controlan al ejército, verdadero baluarte del poder, el general ya ha sufrido un intento de golpe de Estado por parte de los sectores militares de menor rango, además de varios intentos de asesinato a manos de grupos integristas.

Recientemente, la violencia extremista provocada por la rivalidad suní-chií ha aumentado notablemente, causando numerosos muertos. A pesar de que el gobierno ha prohibido varios grupos integristas, como la Sipah-e-Sahaba, la Tehrik-e-Jafria o la más radical Lashkar-e-Jhangvi, entre otras organizaciones, el problema es que se reagrupan bajos nombres nuevos y continúan su particular lucha. El integrismo islámico no ha constituido hasta ahora un tema central en las preocupaciones del gobierno, pero puede convertirse en un factor principal de desestabilización. Algunos analistas ya han destacado, por ejemplo, el grave peligro que puede suponer a largo plazo la falta de regulación sobre los contenidos que se imparten en las madrassas, cuyo número ha crecido significativamente en los últimos años. En un número significativo de ellas se sospecha que se imparten las enseñanzas del yihadismo.

Las posibilidades de que pueda establecerse algún otro tipo de dictadura en el país (de cualquier signo) o de que los extremistas religiosos logren imponer su agenda parecen opciones poco factibles. Sin embargo, no se deben ignorar por completo, al menos si se tienen en cuenta los recursos de esos grupos (militares descontentos o integristas radicales).

Entre los logros que puede apuntarse el régimen se halla la relativa recuperación de la economía. En ello ha tenido un peso muy importante la figura de estrecho colaborador de Musharraf, y ahora nombrado primer ministro, Shaukat Aziz, un antiguo ejecutivo de Citibank. Aún así, los indicadores sociales han empeorado en los últimos años y existen serias dudas de que la formación técnica del actual primer ministro sea suficiente para mejorar las perspectivas económicas y sociales del país.

Quizás lo más destacable de la política comandada por el general haya sido su implicación en el proceso de paz con la India, donde últimamente se observa un acercamiento de posturas en algunos de los temas que dividen a ambos países. Es cierto que todavía no se ha producido un serio debate de posiciones sobre la cuestión de Cachemira, un tema espinoso en general, pero particularmente delicado para el ejército. Sin embargo, el diálogo bilateral ha sido bien acogido por la sociedad paquistaní.

Conclusiones: Dadas las actuales circunstancias, parece que el verdadero retorno a la democracia no se halla entre los planes de los actuales dirigentes de Pakistán. Es más, se observa que el ejército pretende perpetuarse en el poder, bien directamente o bien de manera interpuesta, tal como lo ha ido haciendo, en diversos grados, desde la creación del país.

La consolidación de la dictadura y el ficticio marco representativo existente han tenido un importante impacto en el sistema de partidos, puesto que han otorgado una mayor fuerza a los extremistas religiosos y han restado un gran poder de movilización a los dos principales partidos tradicionales. Ello ha ocasionado que el integrismo haya aparecido en la agenda política, además de repercutir negativamente en el desarrollo de los partidos políticos que había producido en los años noventa.

Por último, conviene tener muy en cuenta que, a pesar de que la adhesión de Pakistán a la lucha internacional contra el terrorismo es comprensible y necesaria, la cuestión es que tal adhesión ha agudizado seguramente las profundas contradicciones del país. No cabe descartar que esas contradicciones acaben por volverse contra el Estado.

Antía Mato Bouzas
MPhil en Estudios de Asia Meridional y Máster en Estudios sobre Fronteras Internacionales en la SOAS/King’s College (Universidad de Londres)