Los primeros 100 días de Trump en energía y clima

Vista aérea de una turbina eólica proyectando sombra sobre campos agrícolas parcialmente cubiertos de nieve en el Dodge Center de Minnesota (Estados Unidos). Trump
Turbina eólica en un campo agrícola de Dodge Center, Minnesota. Foto: Tom Fisk (@tomfisk)

Tema
Los 100 primeros días de Donald Trump en la Casa Blanca han estado marcados por un errático desarrollo de la dominancia energética y el desmantelamiento de la política climática.

Resumen
Los 100 primeros días de Trump en la Casa Blanca se han caracterizado por una clara agenda de apoyo a los combustibles fósiles y desmantelamiento de la política climática. La inconsistencia e imprevisibilidad de muchas de sus políticas se ha extendido al sector de la energía que ha pasado del optimismo de la dominancia energética a la preocupación por el impacto de los aranceles, el efecto negativo de unos precios del petróleo demasiado bajos y la abrupta interrupción de muchos subsidios al sector de las energías renovables. La política climática ha estado marcada por un rechazo frontal, de carácter ideológico, a las iniciativas impulsadas por la Administración de Joe Biden, con fuertes recortes presupuestarios en los ámbitos vinculados a la ciencia, la gestión medioambiental y las políticas climáticas; además de la salida de Estados Unidos (EEUU) del Acuerdo de París.

Análisis[1]
En el sector energético, la Administración Trump ha seguido apostando por el dominio energético fósil de EEUU, desregulando y autorizando nuevos proyectos, pero se ha topado con unos precios de la energía deprimidos por la amenaza de sus propios aranceles sobre la economía global. Trump ha vuelto a apostar por las sanciones sobre el comercio de hidrocarburos como herramienta geoeconómica de política exterior, incrementando la presión sobre Venezuela e Irán, mientras que la gran incógnita geopolítica continúa siendo el futuro de las relaciones entre Washington y Moscú, así como el devenir de la guerra en Ucrania y el futuro del régimen de sanciones asociado al conflicto. Trump ha recortado gran parte de las medidas de apoyo al sector renovable de su predecesor, aduciendo la necesidad de reducir el gasto público y ha impuesto importantes trabas regulatorias al desarrollo de nuevos proyectos eólicos. El impacto de los aranceles en el sector renovable todavía es incierto, pero se prevé un importante deterioro de las condiciones comerciales y las cadenas de suministro que, junto a la creciente inseguridad regulatoria, reduce las expectativas de crecimiento en los próximos años.

En sus primeros 100 días, la política climática de la Administración Trump no ha deparado sorpresas y ha estado caracterizada por un rechazo frontal, de carácter ideológico, a las iniciativas impulsadas por el gobierno de Biden. Trump ha apostado por una agenda de desregulación, reconfiguración institucional y repliegue internacional en materia climática, que incluye el abandono, por segunda vez, del Acuerdo de París y de los acuerdos adoptados bajo la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (UNFCCC). El recorte presupuestario ha sido especialmente severo en los ámbitos vinculados a la ciencia, la gestión medioambiental y las políticas climáticas, consolidando una estrategia orientada a desmantelar los avances regulatorios de las últimas décadas y ligada al preocupante proceso de erosión institucional de EEUU.

1. Del dominio al caos energético

Trump volvió a la Casa Blanca prometiendo dar rienda suelta a la dominancia energética estadounidense[2] y lograr dos objetivos que se han mostrado incompatibles: incrementar la producción doméstica de hidrocarburos y reducir sustancialmente los precios energéticos. Para lograr su primer objetivo, la Administración Trump ha ejecutado la mayoría de las políticas esperadas. Ha reducido los criterios medioambientales, especialmente los asociados a las emisiones de metano, ha autorizado nuevas actividades en terrenos federales y ha suspendido la moratoria sobre nuevos proyectos para exportar gas natural licuado (GNL).

En el ámbito internacional y en el contexto de la amenaza arancelaria, Trump ha ejercido presión sobre sus aliados para que aumenten las compras de hidrocarburos a EEUU. Aunque resulta complicado evaluar el efecto de esta inusual diplomacia energética, algunas compañías japonesas, coreanas y taiwanesas han manifestado interés en invertir en proyectos de alto riesgo, como Alaska LNG, y en aumentar las importaciones de petróleo, gas y carbón. Siguiendo la lógica mercantilista de Trump, la Unión Europea (UE) también ha planteado la posibilidad de aumentar sus compras de hidrocarburos, especialmente GNL, con el objetivo de reducir el superávit comercial. El recorrido de esta propuesta es limitado, al menos, en el marco de las negociaciones comerciales. El petróleo y el gas sólo pueden contribuir parcialmente a reducir el déficit: en 2024 las importaciones europeas de energía desde EEUU ascendieron a 65.000 millones de euros, mientras que el déficit supera los 320.000 millones. Además, ni la Comisión Europea ni los Estados miembros tienen competencia legal para firmar contratos de suministro. Estos dependen de empresas privadas cuyo apetito por comprar o invertir determina, en última instancia, la rentabilidad esperada.

Esta ambición de la Administración Trump por incrementar las exportaciones de hidrocarburos ha sido opacada por su caótica política arancelaria, que ha terminado por exportar, en su lugar, incertidumbre económica al resto del mundo. Los temores a una recesión han situado los precios del petróleo en mínimos en cinco años, situándose en el entorno de los 55-65 dólares por barril en el índice de referencia West Texas Intermediate (WTI), 10 menos que cuando ganó las elecciones de noviembre o 15, si tomamos como punto de referencia su toma de posesión el 20 de enero (Figura 1). A esto se suma la decisión de la Organización de Países Exportadores de Petróleo plus (OPEP+) de incrementar su producción de petróleo en los próximos meses, una petición reiterada por parte de la Administración Trump a Arabia Saudí, que añade presión bajista a los mercados.

Según las diferentes estimaciones, los productores estadounidenses necesitan en promedio de entre 45 y 65 dólares por barril para obtener rentabilidad de un nuevo pozo, por lo que este escenario de precios supondría ya no sólo una barrera para el crecimiento del sector del shale, sino un posible destructor de producción petrolera y gasista a medio plazo. Además, se prevé un aumento de los costes de producción en EEUU, aún difícil de cuantificar, como resultado de los nuevos aranceles sobre el acero, al aluminio y diversos componentes esenciales para una industria habituada a operar dentro de cadenas de valor globales.

El descenso de los precios del petróleo también afecta indirectamente a la industria del GNL estadounidense, segunda pata de la dominancia energética, al hacerla menos competitiva en el mercado internacional. El GNL exportado por EEUU se indexa al precio del gas establecido en el índice Henery Hub, mientras que la mayoría de los exportadores del golfo Pérsico y el norte de África mantienen fórmulas de indexación asociadas al petróleo crudo. Además, la respuesta china a los aranceles de Trump ha incluido el GNL y el petróleo estadounidense, que queda virtualmente excluido de uno de los principales mercados del mundo.

Finalmente, la amenaza de aranceles sobre Canadá, país con el que la Administración Trump ha mantenido una postura especialmente beligerante, ha supuesto un terremoto para el sector energético en Norteamérica. En 2023, el comercio bilateral de petróleo, gas y electricidad alcanzó los 199.000 millones de dólares, consolidándose como la relación energética más importante del mundo. Más del 90% de las exportaciones canadienses de petróleo se destinan a refinerías estadounidenses en el Medio Oeste y la región del golfo de México, que se benefician del crudo extra-pesado producido en Alberta. Este tipo de petróleo complementa al crudo ultraligero producido por el shale estadounidense, poco adecuado para estas refinerías y que es exportado a los mercados internacionales. Esta complementariedad explica que Canadá representara en 2024 más del 60% de las importaciones de petróleo de EEUU y que haya desplazado progresivamente a otros proveedores tradicionales de Oriente Medio o América Latina. Aunque los exportadores canadienses podrían quedar exentos de los aranceles si solicitan (y obtienen) un trato preferencial bajo el Tratado de libre comercio entre México, EEUU y Canadá (T-MEC), las amenazas de la Administración Trump ya han provocado un debate en el vecino del norte sobre la necesidad de construir nuevas infraestructuras que permitan diversificar sus exportaciones. En su discurso tras la victoria electoral, el nuevo primer ministro de Canadá, Carney, prometió apostar por el build, baby, build para impulsar la construcción de nuevos corredores energéticos, principalmente oleoductos, gasoductos y terminales de exportación, en una aparente alusión al eslogan drill, baby, drill popularizado por Trump en campaña.

2. Sanciones y máxima presión para Irán y Venezuela

Pocas semanas después de su llegada a la Casa Blanca, la Administración Trump anunció el regreso de la estrategia de “máxima presión” sobre Irán y su sector petrolero, con el objetivo de “reducir a cero sus exportaciones”. Desde la retirada unilateral de EEUU del Joint Comprehensive Plan of Action (JCPOA) en 2018, Irán ha estado sometido a un estricto régimen de sanciones que le obliga a vender su petróleo en el mercado negro, a precios descontados y mediante intermediarios, principalmente a China, que realiza los pagos en yuanes. Aunque la Administración Biden no levantó estas sanciones, sí permitió una relajación en su aplicación que alivió la economía iraní, moderó los precios internacionales del petróleo y buscó contener la respuesta de Teherán a la crisis de Gaza.

El retorno a la “máxima presión” por parte de Trump ha consistido en identificar petroleros de la flota fantasma implicados en el comercio de crudo iraní, así como a compradores en China, para sancionarlos y excluirlos del sistema financiero internacional. Estas medidas, especialmente audaces al incluir a refinerías chinas de tamaño medio y una extensa lista de buques, contrastan con la voluntad expresada por la Casa Blanca de reanudar negociaciones directas sobre el programa nuclear iraní. El resultado de estas negociaciones, que parecen contar con el interés de un Irán debilitado y el beneplácito de las monarquías del Golfo, pero no así con el de Israel, estará estrechamente ligado a la continuidad de estas sanciones.

La política hacia Venezuela también ha estado marcada por la impredecibilidad. Inicialmente parecía que se impondría el pragmatismo en las relaciones entre Caracas y Washington después de que Venezuela reanudara los vuelos de repatriación y por la creciente importancia de Chevron, una influyente petrolera estadounidense, en el país caribeño. Sin embargo, el 24 de marzo, Donald Trump anunció la reimposición del régimen de sanciones sobre Venezuela mediante la suspensión de las licencias otorgadas a multinacionales del sector petrolero para operar en el país, así como la amenaza de un “arancel secundario” dirigido a los compradores de crudo venezolano. Este potencial arancel del 25%, que se aplicaría de forma generalizada a todas las exportaciones del país comprador hacia el mercado estadounidense, buscaría evitar que se redirigiese el petróleo sancionado hacia China a través del mercado negro, como ocurrió durante el primer mandato de Trump. Según lo establecido en la orden ejecutiva, el arancel también se extendería a compras indirectas realizadas a través de terceros, lo que ampliaría el alcance de la medida y convertiría al petróleo venezolano en un activo extremadamente tóxico. Además del mercado estadounidense, esta medida aleja por ahora el crudo venezolano de destinos como España, Italia y la India, países que mantienen habitualmente un alto grado de cumplimiento con las sanciones impuestas por EEUU. Sin embargo, no parece que vaya a reducir significativamente las ventas a China. Las refinerías del país asiático están acostumbradas a operar con barriles sancionados, y en el actual contexto de guerra comercial en el que EEUU impone un arancel del 145% a la mayoría de las importaciones chinas, un aumento adicional del 25% tiene un efecto marginal limitado.

3. Negociaciones en falso con Rusia y Acuerdo Mineral con Ucrania

En sus primeros 100 días, la presidencia de Trump no ha logrado poner fin a la guerra en Ucrania ni alcanzar un acuerdo con Rusia. Pese al viraje de su Administración hacia posiciones más cercanas al Kremlin, las negociaciones siguen sin avances tangibles y continúan bloqueadas por las exigencias maximalistas de Moscú. En este contexto, el entorno de Trump ha sugerido la posibilidad de flexibilizar parcialmente las sanciones impuestas al sector energético ruso, en particular aquellas que obstaculizan la finalización de proyectos en curso o restringen el acceso de Rusia a tecnologías clave. Esta relajación, presentada como un incentivo para promover la desescalada, ha generado preocupación entre las capitales europeas, que prefieren mantener la senda de desacoplamiento energético y temen una fractura en la coordinación transatlántica en materia de sanciones.[3]

Tras meses de negociaciones, la Administración Trump ha cerrado un Acuerdo Mineral con Ucrania que es fiel reflejo del enfoque transaccional que domina su política exterior. Sin embargo, el acuerdo final respeta la soberanía ucraniana sobre sus recursos y no vincula su explotación al reembolso de los gastos asumidos por EEUU durante la guerra, ofreciendo sólo un incierto acceso preferente a los inversores estadounidenses. Más allá de la incertidumbre sobre la verdadera riqueza del subsuelo en Ucrania, el país no cuenta con las condiciones básicas para la atracción de inversiones en el sector minero (estabilidad política, infraestructura y control territorial), lo que plantea serias dudas sobre la viabilidad económica del acuerdo, cuyo valor parece radicar más en su carga simbólica y política que en su dimensión económica.

4. Rechazo renovable y a la Inflation Reduction Act

Una de las primeras medidas de la Administración Trump fue la suspensión de gran parte de desembolsos de los programas federales de apoyo a las energías renovables, hidrógeno y vehículos eléctricos, en particular aquellos establecidos en virtud de la IRA y la Ley de Inversión en Infraestructura. A esto se sumó, en su primer día de mandato, la firma de una orden ejecutiva que suspendió todos los nuevos arrendamientos y permisos para proyectos de energía eólica (tanto en tierra como en mar) en terrenos y aguas federales. Esta medida estará vigente hasta que se complete una revisión exhaustiva de su impacto ambiental, revisión que, cabe destacar, no se aplicará a los proyectos de producción de hidrocarburos. Dado que las aguas federales comienzan a apenas tres millas (menos de cinco kilómetros) de la costa, la orden supone, en la práctica, una moratoria sobre nuevos proyectos de eólica marina en EEUU. Aunque en un principio se pensó que los proyectos ya aprobados no se verían afectados, el 17 de abril el Departamento de Energía ordenó la paralización de Empire Wind 1, un parque eólico frente a las costas de Nueva York que ya contaba con autorización y financiación. Esta intervención directa sobre un proyecto en marcha ha generado una fuerte preocupación en el sector ante el riesgo de una paralización generalizada de la eólica marina. Prueba de ellos es que la consultora Wood Mackenzie ha revisado a la baja sus previsiones: ahora estima que se instalarán 45,1 GW de nueva capacidad eólica, tanto terrestre como marina, entre 2025 y 2029, frente a los 75,8 GW inicialmente proyectados bajo la Administración anterior.

En el caso de la energía solar, se prevé un impacto significativo derivado de los nuevos aranceles, especialmente sobre las importaciones procedentes del sudeste asiático, origen de la mayoría de los módulos solares instalados en EEUU. Después de una investigación antidumping de más de un año que se inició con la Administración Biden, EEUU impuso en abril de 2025 nuevos aranceles a las importaciones solares procedentes de Camboya, Vietnam, Malasia y Tailandia (origen del 77% de las importaciones de paneles solares en 2023[4]), con tasas que varían entre el 34% y hasta el 3521%, según el país y la empresa afectada. Aunque la medida representa un respaldo para fabricantes nacionales como First Solar o Hanwha Q-Cells, también podría dificultar el desarrollo de nuevos proyectos fotovoltaicos en EEUU. Se espera que los costes aumenten significativamente a medio plazo, una vez se agoten las existencias de módulos disponibles en el país, que actualmente podrían cubrir hasta un año de nuevas instalaciones.

Ahora, la principal incertidumbre es si la Administración Trump mantendrá los generosos subsidios, en forma de crédito fiscales, dedicados a la fabricación de paneles solares en EEUU bajo la IRA. Estos fondos, unidos a las medidas proteccionistas, habían favorecido la recuperación del sector, especialmente en los denominados red states o estados de dominio político republicano. Aunque la capacidad de fabricación de módulos solares en EEUU ha superado los 50 GW anuales, suficiente para cubrir casi toda la demanda esperada de 2025, el país sigue dependiendo en gran medida de importaciones (ahora sujetas a aranceles) para las etapas de mayor complejidad, como la producción de células, obleas y lingotes.

En campaña, Trump renovó su promesa de revertir el declive del sector del carbón en EEUU, a pesar de que se trata de un proceso que obedece principalmente a factores económicos. En el ámbito de la generación eléctrica, tanto el gas natural como las energías renovables son hoy más competitivas, mientras que la minería del carbón atraviesa una situación similar y su producción se ha reducido en un 50% desde 2008. Para intentar revertir esta tendencia, en abril el presidente firmó una orden ejecutiva titulada “Revitalización de la hermosa industria del carbón limpio de Estados Unidos”, que busca reducir las regulaciones ambientales sobre el sector, mejorar la remuneración de las centrales eléctricas y facilitar la minería en tierras federales. Esta medida, que buscaría retrasar el cierre de más de 25GW de carbón en EEUU de aquí a 2028, podría bloquear el acceso a la red eléctrica de capacidad renovable en construcción y, gracias a la nueva demanda proveniente de los centros de datos, dar una segunda vida a estas centrales. Con respecto de la energía nuclear, se ha mantenido cierta continuidad con la Administración Biden, reforzando las ayudas al sector, tratando de reactivar o alargar la vida de centrales existentes e incrementando los subsidios para la investigación de nuevos reactores. 

5. La agenda climática bajo asedio

Desde su regreso a la Casa Blanca en enero de 2025, la segunda Administración Trump ha llevado a cabo una serie de acciones que confirman la subordinación de la política climática a su objetivo de dominancia energética. En el ámbito internacional, el repliegue estadounidense se ha argumentado afirmando que los acuerdos internacionales no reflejan los valores e intereses del país. A nivel federal, bajo la premisa de que el “extremismo climático” ha agravado la inflación y la carga regulatoria, la nueva Administración ha iniciado un proceso sistemático de desregulación, desfinanciación (defunding) y reconfiguración institucional en materia climática.

Entre sus primeras acciones destaca la orden ejecutiva “Rescisión inicial de órdenes y acciones ejecutivas perjudiciales,” que revoca 78 órdenes de la Administración Biden, muchas relacionadas con cambio climático y medio ambiente. Bajo este contexto inicial, se han ido firmando numerosas órdenes ejecutivas que buscan, entre otros aspectos, eliminar las restricciones a los combustibles fósiles, limitar el despliegue de renovables y frenar el avance de la justicia ambiental. Según el “Climate Backtracker” de la universidad de Columbia, se han contabilizado[5] 113 acciones que eliminan o reducen legislación ambiental y climática, además de suprimir otras medidas de mitigación y adaptación a los efectos del cambio climático.

En el plano internacional, la decisión de retirarse por segunda vez del Acuerdo de París, bajo la orden ejecutiva “Situando a América Primero en Acuerdos Internacionales de Medio Ambiente”, incluye también el abandono de todo tratado firmado bajo la UNFCCC y los compromisos financieros asociados. Si bien Trump no abandonó la UNFCCC durante su primer mandato, con una Administración más experimentada y reacia a la cooperación internacional, surgen dudas sobre si esta vez lo hará. La retirada del Acuerdo de París genera incertidumbre y ha despertado temores de un posible efecto arrastre en otros países, que hasta la fecha no se han materializado. La nueva salida del Acuerdo de París del segundo emisor de gases de efecto invernadero y primera economía mundial, supondrá mayores costes y esfuerzo para las Partes que permanecen en el acuerdo y dificulta el cumplimiento de los compromisos adquiridos en Bakú (durante la COP29) relativos a la financiación climática internacional.[6]

Así, uno de los efectos más significativos en este contexto es la revocación por parte de la Casa Blanca del compromiso de transferir 4.000 millones de dólares al Fondo Verde para el Clima. Esto supone un nuevo incumplimiento de EEUU de sus compromisos con respecto a la financiación climática que agrava la desconfianza, entre los países desarrollados por un lado y los países emergentes y en desarrollo por otro, derivada de la brecha entre las necesidades de financiación y la financiación disponible. La mencionada merma en la financiación climática internacional tendrá efectos directos en la acción climática de los países del sur global y podría afectar la ambición de sus nuevos compromisos climáticos (NDC, Nationally Determined Contributions), que serán presentados antes de la próxima COP30. En cuanto a la NDC presentada por la Administración Biden en 2024, esta quedará sin efecto con la salida de EEUU del Acuerdo de París en enero de 2026, aunque Trump ha anunciado que la retirada tendrá efectos inmediatos.

Por otro lado, la ausencia de EEUU en las negociaciones climáticas internacionales otorga mayor protagonismo a otros actores que, simplemente manteniendo el rumbo de su acción climática, refuerzan su peso relativo en la gobernanza global. China, por ejemplo, presentará su nueva NDC antes de la COP30 y, según Xi Jinping, no retrasará su agenda climática independientemente de las decisiones de EEUU. Además, ha manifestado su voluntad de profundizar en la cooperación internacional y de facilitar el comercio de tecnologías y productos vinculados a la descarbonización y la transición justa. Con ello, Pekín pasa a ocupar un mayor espacio en las negociaciones climáticas, como ya lo hiciera durante el primer mandato de Trump. La UE, manteniendo sus objetivos y políticas climáticas y de financiación, puede ampliar su histórico liderazgo mediante el ejemplo hacia uno más estructural y basado en coaliciones, fomentando una mayor colaboración con otras regiones, en particular, con América Latina y con el vecindario sur. En este contexto, la reciente eliminación mutua de sanciones entre China y la UE constituye un gesto que refuerza la disposición de ambos actores a colaborar en materia climática, en un contexto marcado por la ofensiva arancelaria iniciada por EEUU.

A nivel federal, la proclamación de la “emergencia energética nacional” ha otorgado a la administración poderes extraordinarios para acelerar la aprobación de proyectos de combustibles fósiles y eludir las evaluaciones de impacto ambiental. También se ha eliminado el cálculo del “coste social del carbono” mediante la disolución del Grupo Interinstitucional sobre Gases de Efecto Invernadero. Al suprimir esta métrica, desaparece una de las principales herramientas utilizadas para fundamentar regulaciones climáticas más estrictas.

En el ámbito subnacional, la Administración Trump ha adoptado medidas destinadas a limitar la capacidad de los estados para establecer políticas climáticas, calificadas por el gobierno federal de “onerosas” e “ideológicas”. La orden ejecutiva “Proteger la energía estadounidense de la extralimitación del Estado” tiene como objeto identificar y revocar legislaciones estatales que, a su juicio, interfieran con la estrategia energética federal. Bajo el argumento de proteger la competitividad y la seguridad nacional, esta orden apunta directamente contra las políticas de descarbonización impulsadas por los estados, restringiendo significativamente su margen de actuación.

La reacción subnacional, manteniendo los objetivos de descarbonización, a través de iniciativas como America Is All In (que incluye el 63% de la población estadounidense y casi tres cuartas partes de la economía americana), The US Climate Alliance y Climate Mayors, entre otras, continúan activas. Sin embargo, su capacidad de acción podría verse más limitada que en el pasado debido a la experiencia adquirida por esta segunda Administración Trump, el control republicano de ambas cámaras del Congreso y un entorno judicial más hostil con las instituciones (públicas y privadas) que promuevan la protección del medio ambiente y la acción climática. Todo ello puede llevar a reducir las acciones de los estados y de la sociedad civil por miedo a posibles represalias (disarmament out of fear).

La ciencia también se ha visto afectada por recortes presupuestarios, menor influencia en las decisiones políticas y el desmantelamiento de instituciones científicas clave. La Agencia de Protección Ambiental (EPA), ha redefinido su misión para centrarse en la reducción de costes de la energía para consumidores y empresas. Bajo la estrategia conocida como “reduction in force” ha propuesto recortes del 65% del presupuesto, eliminando subvenciones y cerrando oficinas de justicia medioambiental. A esto se suma la propuesta de eliminar la división de investigación científica de la Administración Nacional Oceánica y Atmosférica (NOAA), según documentos internos obtenidos por The New York Times. El gobierno también ha obstaculizado la elaboración del Informe Nacional sobre el Clima y restringido la participación de científicos en foros internacionales como el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC). En paralelo, numerosas agencias federales como el Departamento de Defensa y el de Energía han eliminado referencias al cambio climático de sus plataformas digitales. Esto no sólo debilita la capacidad del país para mitigar y adaptarse al cambio climático, sino que también erosiona el papel de la ciencia como base para la toma de decisiones públicas, agravando la brecha entre la evidencia científica y la acción política.

Conclusiones
Los 100 primeros días de Trump en la Casa Blanca han estado marcados por una clara agenda de apoyo a los combustibles fósiles y desmantelamiento de la política climática. La inconsistencia e imprevisibilidad de muchas de sus políticas se ha extendido al sector de la energía que ha pasado del optimismo de la dominancia energética y el drill baby drill a la preocupación por el impacto de los aranceles, el efecto negativo de unos precios del petróleo demasiado bajos y la abrupta interrupción de muchos subsidios al sector de las energías renovables. La Administración Trump ha apostado, de nuevo, por la imposición de sanciones sobre los sectores petroleros de los rivales geopolíticos de EEUU: Venezuela e Irán, aunque también ha mostrado una desconcertante voluntad por el diálogo y la negociación que no se vio en su primer mandato. La estrategia para poner fin a la guerra en Ucrania y las negociaciones con Rusia resultan difíciles de descifrar, pero Washington parece dispuesto a ofrecer concesiones a Moscú relativas al levantamiento de las sanciones y la reinserción de los hidrocarburos rusos en los mercados internacionales.

En el ámbito de la política climática, los primeros 100 días de Trump se han caracterizado por un rechazo frontal, de carácter ideológico, a las iniciativas impulsadas por el gobierno de Biden. Con la salida del Acuerdo de París, EEUU confirma su repliegue internacional en materia de gobernanza climática multilateral, que profundiza en la tendencia aislacionista de esta Administración. Este vacío de liderazgo en las negociaciones internacionales de cambio climático abre la puerta a que actores como China y la UE refuercen sus posiciones como referentes en diplomacia climática. Muestra de su interés por reforzar la cooperación verde en el plano internacional es la reciente eliminación de sanciones entre ambos frente a la agresiva política arancelaria estadounidense. A nivel federal, la proclamación de la “emergencia energética nacional” ha permitido acelerar proyectos de combustibles fósiles, así como emprender una ofensiva sistemática de desregulación, desfinanciación y reconfiguración institucional en materia climática. Al mismo tiempo, la creciente presión sobre los estados, la sociedad civil y la comunidad científica ha reducido su margen de acción, alimentando la autocensura por miedo a posibles represalias.


[1] En términos generales, la Administración Trump ha seguido las políticas previstas en nuestro análisis publicado en noviembre de 2024, “Trump II: dominio energético y subordinación del clima”. No obstante, el caos arancelario, la animosidad con Canadá y la errática política de negociación con Rusia se han revelado como los elementos más inesperados.

[2] El mismo día de su toma de posesión, la Administración Trump sancionó la Orden Ejecutiva Unleashing American Energy.

[3] Para profundizar en la cooperación transatlántica durante la crisis energética, ver Steinberg, F. S., Urbasos, I., & Escribano, G. (2025), “Crisis energética europea y reconfiguración de la relación transatlántica”, Revista de Economía Mundial, (69), 225-244.

[4] EEUU dejó de importar paneles solares directamente de China tras los aranceles de Obama en 2012, que luego fueron ampliados por Trump en 2018.

[5] Hasta el momento de la publicación del presente artículo.

[6] Véase Lázaro Touza y Briones (2025), “De la COP29 a la COP30: financiación, mercados y compromisos insuficientes”, Policy paper, Real Instituto Elcano.